El curioso pertinente (5)
La dulce Angélica está casada con un hombre mucho mayor que él. La visita inesperada de su sobrino Rico pondrá al matrimonio en una incómoda situación: Rico estará dispuesto a todo para acostarse con su joven y apetecible tía y su marido no esperaba preparado para una competencia tan dura... y larga
El miércoles era el último día que Rico iba a pasar con nosotros. El jueves le recogía mi hermana. Aquella tarde, después de un día que Angélica pasó jugueteando entre los dos y riéndose en cómo le prodigábamos nuestras atenciones. Después del café fue ella la que propuso que viésemos una película, para hacer algo los tres juntos y aprovechásemos el gigantesco home cinema que dominaba el salón.
En lugar de tirar del Apple TV ella prefirió acercarse al videoclub. Dijo que iría en un momento pero no me quedé muy tranquilo. Sobre todo por la ropa supersexy que escogió. Angélica la única esposa del mundo que se viste para ir al videoclub como para acudir a un cóctel. El vestido era rojo anaranjado con mangas hasta los codos pero los hombros descubiertos, así que había optado por no llevar sujetador. No es que le hiciera falta, no. Pero era tan ceñido de cintura para arriba como suelto de cintura para abajo, con una falda suelta hasta dos dedos por encima de la rodilla. El resto: medias negras y zapatos negros.
Conocía al chico del videoclub del cercano centro comercial que por un milagro no había cerrado. Lo atendía, Noel, un jovenzuelo feo y con granos. Cuando Angélica se fue en el coche pensé en ese joven, en la cara que pondría cuando viese entrar a la sexy Angélica con ese vestido. Estaba seguro de que ella aparcaría lejos, tendría que cruzar el aparcamiento con ese mistral frío que soplaba esa tarde, de manera que cuando llegase a la tienda lo haría con los pezones marcados, lo que unido al vestido rojo haría que se convirtiese en un semáforo humano. Ningún hombre dejaría de verla, ningún heterosexual podría no desearla. Me la imaginé buscando por las estanterías, seguro que lo haría para el placer de los pocos perdedores que estarían por allí. Seguro que rehuiría las películas que estuviesen a una altura normal y que buscaría las películas de terror que tanto le gustaban en los estantes más bajos, de manera que podría combarse al máximo y que todos aquellos idiotas contemplasen el apetecible culo de melocotón de mi esposa.
Volvió después de dos horas. Parecía muy contenta:
–He encontrado algo que parece una perla: “Noche de terror en el viejo hospital”.
Rico estaba esperando. Yo fingí indiferencia, sentado en el sillón, con ojeando el iPad de manera indiferente:
–¿Te ha costado mucho encontrarla?
–Un poco. Noel la recordaba y me ayudó a encontrarla. Pero estaba en un estante muy alto. Me tuvo que dejar un escabel para encontrarlo.
Es lo que me encantaba de Angélica, una cara de ángel, un cuerpo de stripper y luego utilizaba la palabra “escabel”.
–¿Tuviste que subir muy alto, cariño?
–No te preocupes, querido. Noel estuvo cerca todo el rato… para que no me cayera.
Y para verte las bragas, pensé yo. Pero dije:
–Seguro. Pero debes ir con cuidado al encaramarte a sitio con esos tacones.
–Incluso me agarró un momento, que pensó que me fallaba el pie.
Entonces me di cuenta. ¿No había salido con unos zapatos negros?
–¿Y esos zapatos rojos, cariño?
–Me los he comprado hoy. Un capricho. Los que llevaba no pegaban con el vestido.
–Habría mucha gente en la zapatería.
–Pues no. Sólo yo y el dependiente.
–¿Aquel señor mayor?
–No. Había un joven dependiente muy guapo. Y solícito.
–Seguro que te ayudó a probarte un montón de zapatos –ironicé.
–Pues sí –y se volvió a mí con las manos en jarras–. Sabía hacer sentir a una chica admirada.
Me imaginé a mi mujer con aquel vestido levantando la pierna mientras aquel capullo le tocaba el pie, quizá la pantorrilla incluso, con la excusa de probarle un zapato tras otro, mientras mi adorable esposa levantaría una pierna y le ofrecía otra perspectiva de su cutre puesto de trabajo. Seguro que la próxima vez que su jefe le dijese que cobraba mucho para lo que hacía no le llevaría la contraria.
Si quería disparar mis celos, Rico ya lo había conseguido. No necesitaba subir el volumen con aquella historia. Pero Rico estaba taquicárdico.
Angélica empezó a traer todo lo necesario para ver la película. Yo cargué el video en el DVD. Rico se aposentó en el sofá y así pudo ver cómo la dulce Angélica se inclinaba para traer los frutos secos, las palomitas, las bebidas. Y cada vez que lo hacía podíamos ver sus muslos y las medias negras con liguero que había escogido, lo que me irritaba no tanto por lo que viera mi sobrino sino por lo que, sin duda, había visto el dependiente de la zapatería.
–Querida, ¿podría bajarte un poco la falda?
–Perdona, amor. No quería hacerte sentir incómodo.
Y dicho y hecho agarró el vestido justo por la cintura y se lo bajó. En cierta manera fue un éxito porque ahora el vestido le llegaba por las rodillas, con lo que creía que no íbamos a ver su liguero todo el tiempo. Pero al hacerlo el borde del vestido, con los hombros descubiertos, ya no le llegaba por las clavículas sino que bajó en proporción a lo que cubría de piernas y ahora dejaba la mitad de sus pechos al descubierto. Sí, ella había sacado frutos secos, pero Rico parecía mucho más interesado por aquel par de peras que ahora se le ofrecían sólo medio cubiertas por una finísima y ceñida tela roja. Además, sirvió de poco. Se sentó en el sofá, entre los dos, y cruzó las piernas con tanta despreocupación una y otra vez, cada vez que nos alcanzaba un cuenco con kikos o un vaso de refresco que pronto sus muslos dorados volvieron a estar al descubierto.
La película era malísima pero tenía la cantidad de sustos y asesinatos que le encantaban a mi Angélica. En un viejo hospital retirado que estaban a punto de cerrar el personal y los enfermos que pensaban que iban a pasar sus últimos días tranquilos se veían sorprendidos por sórdidos crímenes, al parecer cometidos por un antiguo cirujano que se había vuelto loco hacía muchos años. Todas las enfermeras eran muy pechugonas y llevaban los uniformes más pequeños que permitía el reglamento.
A cada susto, Rico se abrazaba a Ángela, o le agarraba la pierna. O giraba la vista hacia ella. Y lo hizo más veces cuando descubrió que su protectora tía no tenía ningún problema en abrazarlo fuerte en las escenas más sangrientas, que eran muchas, incluso, para que no mirara, hundiéndole la cabeza en su desbordante escote, el mismo que yo había provocado por mis estúpidas críticas a la cortedad de su falda. Así que cada cinco minutos veía al cretino de mi sobrino apretar su cara allí donde yo me moría por hacerlo: entre los senos de mi hasta entonces casta señora.
Pero no era sólo él. Mi mujer estaba más torpe de lo habitual y no era extraño que se le cayera unas almendras o unos cacahuetes y siempre iban a parar al pantalón tejano de Rico. E igual que a veces le llevaba un nuez a la boca, o un maíz tostado, dejando, como había hecho el día anterior, que el muy ladino de Rico le lamiese ligeramente los dedos; del mismo modo, se demoraba cada vez, recogiendo los frutos secos del pantalón de su sobrino de una manera morosa, sacudiendo la sal, con unos toques leves, palpando, siempre que podía, aquel miembro con el que yo no podía competir de ninguna de las maneras.
Cada vez estaba más rabioso. Porque, además, en los últimos abrazos, el mocoso pegaba la oreja a los pechos de mi santa e inocente esposa y se me quedaba mirando con un gesto inequívoco de burla.
Vi mi oportunidad en un momento en que la enfermera pechugona que seguro que sería la última en morir empezó a copular con un paciente que parecía tísico. Sus pechos bamboleándose en la pantalla que iluminaba la oscuridad del salón nos daba a todos un aire de lo más pervertido, si esto era posible.
–No sé si esta escena es adecuada para el chaval.
–Oh, cariño, tienes razón. Ahora la paso.
Pero Angélica, que siempre se hacía un lío con las cosas electrónicas, en vez de pasar la escena hacia delante lo hizo hacia atrás, con lo que si no queríamos tetas aquí teníamos dos platos. Mi torpe esposa se dio cuenta y apretó otro botón del mando del vídeo. Pero esta vez sólo logró ralentizar la imagen, con lo que sólo logró más que aumentar el clima erótico reinante.
–¡Dios, no sé cómo va esto!
Apretó otra vez, y otra vez, y otra. La escena no hacía más que ir adelante y atrás, adelante y atrás, con lo que algo que sólo era erótico ahora se había convertido en pornográfico. Era el efecto Angélica: todo lo que tocaba lo volvía todavía más excitante.
Al final le tuve que arrebatar el mando a mi mujercita y cambiar el capítulo. Así dejamos el sexo atrás y pudimos seguir viendo asesinatos y mutilaciones como cualquier familia bienpensante.
Después de tanto magreo y roce mal disimulado el chaval se fue a la cama con un calentón de campeonato. Casi el mismo que tenía yo. Sólo que yo era el marido y ahora iba a tener a mi mujercita a mi entera disposición. Llevaba sólo un tanga azul celeste, muy subido a la cadera. Empecé a tocarle los pechos como yo sabía que a Ángela le excitaba. Noté sus pezones, cada vez más erectos, aunque era consciente de que el chico me había hecho el precalentamiento.
Entonces oí su horrible voz al otro lado del pasillo:
–Tiíta ve un momento.
–¡Joder, el punto niño!
–¡No me puedo dormir después de ver una película como esa!
Angélica se le levantó y se calzó unas zapatillas de tacón.
–¿No irás a ir?
–¿Qué quieres qué haga?
–Al menos ponte algo.
Tras un mohín de molestia se puso un camisón blanco, una baby doll tan transparente que casi era mejor que hubiera ido en top less , como pretendía en un principio.
–Cariño, esto es casi peor –me lamenté.
–No sé de qué te quejas. Es el camisón nuevo que me has comprado.
No supe qué decir. Se fue. No oía nada. Poco a poco me pudo la curiosidad, el morbo. Descalzo me deslice hasta la habitación de Rico. La puerta estaba entornada. Lo suficiente para que viera a mi sexy esposa con el comisión más transparente del mundo sentada en la cama de mi sobrino.
–No debes tener miedo. Ya eres muy mayor.
–Si te metieras un momento en mi cama, hasta que me durmiera.
–No puede ser. Soy tu tía.
–Sólo un momento.
–No estaría bien –y le alborotó el pelo de manera cariñosa.
–¡Fue culpa tuya por escoger esa película espantosa!
La pobre Angélica suspiró:
–Bueno, sólo un momento. Hasta que te duermas.
El muy cabroncete lo había conseguido. Angélica se sumergió bajo las sábanas.
–Abrázame, tiíta.
–Bueno, para que te calmes.
Por un momento sólo vi un bulto bajo las sábanas. Silencio. De repente ella pataleó. Las sábanas cayeron.
–¡Rico, deja de morderme las tetas!
Ella intentaba zafarse. Pero él la apretaba contra su cuerpo, con lo que ella se retorcía y sólo conseguía que el camisón se le bajase, se le abriese, y que su semidesnudez fuera cada vez menos semi. Debería haber intervenido, salvar a mi esposa. Pero estaba demasiado excitado.
–¡No es justo! ¡Llevas todo el día calentándome! –se quejaba Rico, no sin razón.
–¡Era un juego, Rico! ¡Déjame!
–¡Hasta el chico del videoclub te ha podido tocar! ¡Y el de la zapatería…! ¡Dios! ¡Pero yo no puedo!
Angélica lo empujó hacia abajo para escurrirse de sus brazos. Pero el precio de ello fue hundirle otra vez la cara en sus enormes pechos.
–¡Ellos apenas me tocaron!
–Ellos no tienen esto –y soltándola se bajó el pantalón del pijama y exhibió el pollón, más erecto que nunca.
–Por favor, que nos va oír.
–Dime que no quieres tocarlo, que no lo quieres dentro de ti. Dime que no has provocado a esos chicos porque te mueres por una cosa, por una sola cosa.
Él le restregaba la polla por la pierna, intentaba abrirse paso hasta el tanga, apartarlo. Angélica lo evitaba una y otra vez. Pero parecía disfrutar con aquel juego del ratón y el gato. Finalmente él consiguió ponerse encima, pero ella no abría las piernas.
–Déjame, tiíta. Se la chupaste al director. Tienes que dejarme. Si no se lo contaré al tío.
Ella dudó. Entonces vi. como se bajaba el tanga. Y contestó:
–Sólo un poquito. Es tan grande que no quiero que me la metas hasta el final.
–¡Oh, Dios! ¡Gracias!
Al principio Rico fue poco a poco. Angélica cada vez se abría más de piernas. Y mi sobrino se iba animando.
–¡Dios! ¡Me estás follando! ¡Me vas a destrozar!
El metesaca se hizo cada vez más continuo, violento. Mi mujer estaría cada vez más mojada y aquel pedazo de pepino entraba más y más a fondo.
–¿Quieres que pare, tita?
–¿Parar? ¡Nooooo! ¡Sigue! ¡Sigue!
Él siguió. Sin desmayo. Con un vigor y un aguante que me dejaba anonadado.
–¿Te hago daño, tita?
–¡Sí!!!! ¡Pero sigue, sigue!!! ¡Fóllame, Julio!!!!
Mi mujer llegó al orgasmo. A un orgasmo que hizo temblar el cuarto. No podía esperar que yo no oyese aquello desde nuestra suite. Me retiré a mi estancia. Ya había visto suficiente. Y curiosamente me fui contento. Porque no estábamos en julio, sino en marzo. Y porque Julio era yo.