El curioso pertinente (1)
La dulce Angélica está casada con un hombre mucho mayor que él. La visita inesperada de su sobrino Rico pondrá al matrimonio en una incómoda situación: Rico estará dispuesto a todo para acostarse con su joven y apetecible tía y su marido no esperaba preparado para una competencia tan dura... y larga
Al hablar de uno mismo sólo se puede caer en la vanidad o en la imprudencia. Y si desvelo lo que ocurrió entonces es sólo porque, con la perspectiva de hoy, lo único que puedo decir es que todos los protagonistas de esta historia, si pecamos de algo, lo hicimos de ingenuos. Recordando entonces, tras siete años de matrimonio, sólo puedo decir que era feliz. Que en aquel momento, mientras hacía el amor con mi jovencísima esposa, era feliz. No en vano Angélica me llevaba 20 años, y a sus 25 estaba más guapa que nunca, había explotado como mujer, y ahora era mucho más bella que cuando nos casamos, recién cumplidos los 18. Y en ese momento, en medio de un polvo, estaba bellísima, con su cuerpo perlado de sudor sentada en la cama frente a mí con las piernas alrededor de mi cuerpo. Y eso que esa postura no me iba mucho pero Angélica siempre le gustaba cambiar. Se movía de manera diabólica, aguantando el cuerpo con las manos sobre la cama, levantando la espalda y pivotando todo el juego sobre su pelvis ¡Cómo si eso le fuera a servir de algo! Yo no la tenía muy grande, que digásemos y ella estaba tan mojada… Pero como siempre no me reprochaba nada, y eso hacía que la quisiese todavía más.
Sólo en aquellos momentos de cama Angélica traslucía un poco de la angustia en la que la sumía nuestra vida marital. Luego, nunca un reproche, ni por activa, ni por pasiva.
Y estaba tan buena… yo ya no podía más. Y eso que acababa de empezar. Ella lo notó:
–¡No te corras, cariño! ¡Todavía no! –suplicó la pobre Angélica.
Pero sus enormes pechos se movían de tal manera que no pude contenerme. Y me fui. Mi escasa virilidad se salió y Angélica, se quedó mirándome a los ojos no sé si sorprendida por mi fogosidad o por la brevedad de la misma que, como era costumbre, la había dejado, digamos… como a medias. Algunas noches yo fingía que me quedaba dormido y ella remataba la faena con sus manos, ahogando sus jadeos como podía, como si temiera despertarme. Pero ese día, el día que empezó todo, no era de noche, era por la tarde, y mi hermana Pilar estaba a punto de llegar.
Bajé de arriba con un pantalón y una camisa blanca. Angélica prefirió ducharse. Estaba descalzo y me preparé un café. La cocina era fantástica, como toda la casa en sí, un duplex con dos niveles a las afueras, que servía de propaganda para un arquitecto como yo. Y lo hubiera sido si el ciclo económico no hubiera cambiado y ahora no se vendiese ni un maldito piso. Aún así yo había sido afortunado. No había malgastado mi dinero y ahora podía vivir de las rentas, sin grandes excesos, fuera de los que hacía en la cama entre las piernas de Angélica, que eran derroches para mí pero cuota de mínimos para ella.
Sonó el timbre de la puerta. Debía de ser Pilar. Y en efecto lo era, pero no venía sola: le acompañaba mi sobrino, Rico. Bueno, se llamaba Federico, pero toda la vida le habíamos llamado Rico. Tenía 14 años, pero ya de pequeño había sido enfermizo y débil. Y se había quedado bajito, cargado de hombros y con unas gafas de empollón.
Le pregunté qué le pasaba al niño para que , además, llevase el brazo en cabestrillo.
–Le pegaron en el cole, nada importante –saldó Pilar.
Les hice pasar y les ofrecí un café. Pilar, como siempre fue al grano.
–El tío Baldomero ha muerto, ya lo sabes. Tengo que ir a la lectura del testamento. Tardaré tres días. Necesito que Rico se quede con vosotros.
Iba a protestar, levemente, porque Pilar me había dejado parte del dinero con el que había construido aquella casa. Pero Angélica me interrumpió llegando desde atrás:
–Será un placer, Pilar, desde luego.
Una mujer bella desnuda está preciosa pero vestida resplandece impresionante. Y ése era el caso de Angélica. No sólo por los tacones de 12 centímetros, sino por el vestido de finísimos rombos negros y mangas hasta el codo. Además, con el pelo recogido estaba todavía más guapa, como de joven, con 17 años, cuando se presentó a Miss Guadalajara. Y ganó, claro. Un año después se casaba conmigo.
Lo mejor es que Angélica se comportaba siempre como si no se diera cuenta del efecto que provocaba en los hombres, como si la falda de aquel vestido no fuera demasiado corta para sentarse en el siilón Egg rojo, como si al cruzar las piernas no hubiera enseñado brevemente sus bragas, o, peor, su tanga… como si Rico no tuviera los ojos desencajados por la visión. Sus gafas se empañaron y no pude evitar reírme.
–Será un placer, Pilar. Y Rico, es tan bueno…
–Lo único es que el director me ha convocado a una reunión el lunes. Por lo de la pelea, el brazo herido y todo eso. Yo el jueves ya estaré aquí, pero necesitaría que unos de vosotros le acompañase.
Iba a decir que no había inconveniente pero Angélica, como siempre, se me adelantó:
–Yo misma lo haré, sin más problema –y tal como lo dijo se levantó, pasó al lado de Rico y le revolvió el pelo con la mano. Ella no pudo verlo, pero la cara de Rico se encendió con un farol y yo hubiera jurado que lo que apuntaban sus pantalones era una incipiente erección.
Angélica volvió con una taza de café y un movimiento de caderas que hubiera despertado a un muerto. Cada sorbo de café lo hacía frunciendo los labios de un modo que sólo en ella parecería natural. En el resto del género humano no hubiera pasado de burda provocación. Pero a mi esposa le resultaba tan innato como respirar.
Mi hermana Pilar no dejaba parlotear y parlotear así que traje unas lionesas para acompañar el café. Angélica, como siempre, sólo tomó una pero daba igual porque comiese lo que comiese no engordaba nunca, lo que era más asombroso teniendo en cuenta que tampoco hacía ejercicio… fuera de la cama, quiero decir.
Era increíble lo que le podía durar una sola lionesa a Angélica, casi media hora. Cada pequeño mordisquito, cada suave lametón, cada vez que se repasaba el labio superior con la lengua para recoger un resto de nata, cada vez que se chupaba uno de sus deditos… era un suplicio para mí. Yo y mi pequeño amigo nos estábamos animando de nuevo.
Y cuando una brizna de hojaldre cayó sobre el vestido y fue a parar justo en donde acaba su pecho… eso, ya fue el delirio. Lo apartó pinzando el dedo corazón con el pulgar pero el efecto fue que si alguien no se había fijado en cómo se le marcaban los pezones debajo de aquel vestido tan ceñido eso ya no fue posible después de ese gesto.
Yo estaba tan absorto con mi propia esposa que no parecía su marido. Pero al final me di cuenta que había alguien que lo estaba pasando peor que yo: mi repelente sobrino. A pesar de tener sólo un brazo bueno, había tenido a mi santa esposa enfrente y eso no lo podía resistir un adolescente con subidón de hormonas y… algo tenía que hacer con el brazo libre y no precisamente lo que tenía más ganas de hacer así que se atiborró de lionesas. Pilar fue a levantarse y se quedó petrificada al ver el estado en el que se encontraba su hijo: con las comisuras de la boca llenas de nata y la baba cayéndole.
–Pero ¿qué le pasa a este hijo mío? ¿Qué tendrá en la cabeza?
–En la cabeza no sé pero en su barriga… ¡se ha zampado todas las lionesas!
–¡Qué van pensar de tu madre! ¡Pensará que te tengo maleducado! Levántate y pide perdón.
–No puedo, mamá. Me duele…
–¡No me extraña, Rico! ¡Te has empachado!
–Venga, te llevaré a la cama –creo nada le hubiera gustado más, no sólo porque fue Angélica quien lo dijo, sino porque después se levantó y para eso tuvo que descruzar las piernas antes y claro, por los ojos como platos que puso Rico quedó claro que había visto algo que llevaba mucho tiempo intentando ver.
Angélica lo cogió del brazo y le dijo:
–Venga, a tu cuarto.
Me pregunté si no podía pegarse algo menos, si era del todo necesario que rozase tanto con su pecho el brazo del chaval. Y me sorprendí a mí mismo dándome cuenta de que había sentido una punzada de celos.
–¡Dios, sí que le duele! ¡Casi no puede caminar! –se sorprendió Pilar, la ver lo corto de los pasitos de su hijo.
–Sí –murmuré–, debe estar, muy, muy mal.
Llegamos a la habitación y Angélica le ayudó a tumbarse en la cama. Como siempre, mi esposa era un dechado de bondad:
–¿Estás mejor, Rico?
–No. Me… me duele… mucho.
Solícita, Angélica le quitó los zapatos. Lástima que para hacerlo tuviera que volver a inclinarse y nos ofreciera a todos una fantástica vista de su trasero. Ahora no había dudas: las braguitas eran blancas. Pero no creo que eso fuese lo que necesitaba mi sobrino, que cada vez parecía más congestionado.
–Cálmate, te daré un masajito, Rico.
Y ni corta ni perezosa empezó a frotarle la barriga a Rico, primero por encima de la camisa, luego por debajo.
Pilar se puso junto a mí y encendió un cigarrillo:
–No sabes lo que te agradezco que se quede con vosotros. Sois los únicos en los que puedo confiar.
–¿Mejor ahora?
–No, tiíta, ¡me duele tanto!
–No sé que voy a hacer con este hijo mío. Me va a matar a disgustos.
–Más abajo, tía, más abajo –gemía el muy ladino.
Mi hermana parecía no mirarles pero yo no podía quitarles ojo a mi mujer y al listillo de mis sobrino. La mano de Angélica iba bajando y ya estaba en el abdomen de Rico, ya se abrían los botones del pantalón y la mano seguía bajando.
–¿Mejor así?
–Mejor, mejor…
No tenia dudas, la punta de sus dedos debían de estar rozando la base de ese bulto en los pantalones del criajo. Sutil pero eficaz. Pronto me di cuenta de su juego, inclinada, con el culito ligeramente en pompa hacía mí. Al mismo tiempo su mano iba dibujando circulito, que sin llegar a tocarle del todo le acariciaba una y otra vez.
–Ah… ah… sigue, sigue, por favor… ¡más!
Y Angélica no paró. Le estaba haciendo una paja a mi sobrino delante de mío… ¡Y de su madre! Aunque eso sí, casi sin tocarle. Nunca en aquello siete años de esposa modelo había hecho algo así.
De repente, noté el espasmo en el cuerpo de Rico. Todo se había acabado. Teniendo en cuenta lo mortalmente buena que está mi mujer, el pequeño cabroncete había aguantado lo suyo.
-¿A que ya está mejor? –preguntó Angélica, con un leve deje de picardía.
–Sí, sí –musitó el adormilado pilluelo.
Pilar se volvió. Tan pendiente de sí misma como siempre, no se había enterado de nada.
–Bueno, siendo así, me voy más tranquila. Nos veremos el jueves.
Y así llegó un invitado inesperado a nuestro pequeño paraíso particular.