El cura ya tiene puta

El cura Gerardo se folla a una feligresa exhibicionista.

  • Podéis ir en paz- pronuncia Gerardo desde su púlpito.

Una a una las feligresas van abandonando la parroquia y digo “feligresas” en femenino porque todas las asistentes a la misa de 11.00 son mujeres. Es lo que sucede cuando el cura es alguien como Gerardo: alto, corpulento, con aires de galán, con voz grave y penetrante y con un carisma tal que sería capaz de convencer de cualquier cosa a quienes lo escuchan predicar. Tiene a todas las parroquianas comiendo a sus pies, suspirando por un sonrisa suya, embobadas y pendientes de cada uno de sus gestos.

Tú eres una de ellas: usas cada domingo tu perfume caro, te maquillas como si fueras a una fiesta nocturna y te pones tus vestidos más sexys y escotados. Tu marido, inocente y que se queda en casa, ni siquiera imagina el motivo: deseas atraer las miradas del cura en plena competición con las demás feligresas por ver quién se lleva el gato o, en este caso, el cura al agua.

Mírate hoy: tus grandes pechos libres de sujetador casi se salen del escote del vestido que luces y los pezones tiesos se marcan como dos enormes botones en el tejido. Tus piernas esbeltas quedan al aire casi al completo, pues la fina tela del vestido apenas cubre hasta el final de tus glúteos. Un tanga blanco transparente, cuyo triángulo trasero viola la raja de tu culo a cada paso que das, completa tu vestimenta junto con unos zapatos rojos de tacón.

Mientras todas salen, te acercas a Gerardo y tras saludarlo efusivamente te quejas de un molesto dolor en la cintura, sabedora de que el sacerdote alardea con frecuencia en las reuniones parroquiales de tener la capacidad para aliviar dolores. Lo miras de forma pícara y Gerardo te invita a pasar hacia dentro, hacia la casa sacerdotal. No dudas en tumbarte en esa especie de camilla que hay y comienzas a quitarte el vestido tras la indicación del cura, que mira para otro lado. Cuando vuelve a girarse te ve ya desnuda, tumbada bocabajo, únicamente con el minúsculo tanga puesto, cuya blancura resalta sobre tu piel acanelada. Las manos del cura no tardan en masajear tu cintura y la parte baja de tu espalda. Cierras los ojos disfrutando de esa sensación placentera y de haber logrado que Gerardo te ponga sus manos encima. Pero no sólo has conseguido esa pequeña victoria sobre las otras feligresas: la polla del cura se va empalmando conforme roza tu cuerpo. Se muere de deseo por ti. Lo habías calentado durante la liturgia cuando, sentada en primera fila y sin cruzar las piernas, habías exhibido ante sus ojos la transparencia de tu sensual tanguita, bajo el cual se hacían visibles una fina y cuidada capa de vello púbico y la raja húmeda de tu coño.

Se te escapan un par de gemidos cuando las manos del cura rozan tus nalgas y deslizan con atrevimiento el tanga hasta sacártelo por los pies y dejarte en pelotas por completo. Aspira con fuerza el olor que has dejado impregnado en la prenda antes de guardársela en el bolsillo de su pantalón. Lo siguiente que oyes es el sonido de la cremallera del mismo que se baja, dejando salir el miembro erecto y tieso de Gerardo. Te lo restriega por los glúteos, humedeciéndolos de líquido preseminal. Es entonces cuando te giras y te abres entera de piernas, ofreciéndole tu coño mojado al cura, que no duda en insertar su macizo y grueso falo dentro.

¡Con qué fuerza empuja! ¡Con qué ganas embiste, llevando su polla una y otra vez hacia lo más hondo de ti! Gimes de placer, mientras los dedos del párroco agarran tus tetas y las manosean con frenesí.

Tu sexo palpita ante cada incursión vehemente de ese tremendo y santo rabo que acelera el ritmo de penetración, provocando que grites extasiada. La polla del cura ya no aguanta más y, tras un par de violentos arreones y después de haberte arrancado un delicioso orgasmo, inunda tu coño de sagrada e hirviente leche blanca.

  • El domingo que viene vendré para otra sesión de masaje- le dices, sonriente, a Gerardo.
  • La casa de Dios siempre está abierta, puedes venir cuando quieras, no solamente los domingos- te contesta el párroco, mientras tú te vistes y él saca del bolsillo tu tanga para limpiarse los restos de semen que gotean de su rojizo glande, antes de volver a guardar la prenda en el pantalón.

Contoneando las caderas y moviendo el trasero provocativamente, abandonas la casa y la parroquia ante la atenta mirada del sacerdote. Las masturbaciones diarias de Gerardo han pasado a mejor vida porque desde hoy el cura ya tiene puta.