El cura y yo (8)
Sin pretenderlo, Sebastán me brinda la oportunidad de vengarme de él en mitad de una capilla llena de monjes.
El cura y yo VIII
No dudé en vengarme de Sebastián y no tardé en encontrar la forma de hacerlo. El muy cabrón se había meado dentro de mis tripas e iba a pagar por ello. Todo el odio que podía sentir se acumulaba sobre él y pensaba dejárselo caer encima de la peor manera posible. Maquiné durante el resto del día y la noche qué hacerle al madito monje sin que se me ocurriera nada. No quería pedirle ayuda a Julián porque quería hacerlo yo solo. Si él había sido capaz de humillarme sin recurrir a nadie, yo tenía que ser capaz de hacerle lo mismo por mi propia cuenta. Desgraciadamente, no me venía a la cabeza nada que no fuera matarle. Dos días después, por suerte, tuve la oportunidad de resarcirme del agravio de una manera bastante cómica.
Julián volvió a pedirme que le dejara a solas con su padre y aproveché para irme de paseo por el campo. Había recorrido bastante el monasterio y quería ver nuevos sitios. Además, tenía la esperanza de que el aire de la montaña encendiese mi bombilla y se me ocurriese alguna manera de putear al cura pelirrojo
Me alejé siguiendo un camino de tierra que se adentraba en un bosque. No había andado ni cinco minutos por él cuando me pareció ver que alguien caminaba por delante de mí. Me fijé bien y me di cuenta de que tenía el pelo de color rojo por lo que, teniendo en cuenta que sólo había uno por allí con ese color de pelo, tenía que ser el antiguo compañero de Julián. Me sorprendió encontrarle en el bosque, así que me decidí a seguirle procurando que no se diese cuenta de que alguien le iba detrás. Fue una decisión de lo más afortunada porque, gracias a ella, pude satisfacer mis deseos de venganza.
Andando por el bosque, llegamos hasta un arroyo bastante escondido donde el agua se embalsaba en un estanque natural un poco más grande que una piscina olímpica. El sacerdote paró ahí y yo me oculté tras unos matorrales bastante tupidos para poder mirar sin ser visto. Mi escondrijo funcionó porque Sebastián dio varias vueltas para comprobar si había alguien por los alrededores y no se dio cuenta de mi presencia. Justo después, me dio la primera sorpresa; se desnudó.
Su culo blanco y lleno de pecas quedó a la vista y pude ver cómo lo tapaba el agua poco a poco a medida que se metía en el río. El sacerdote se encaminó hacia el centro del estanque donde el agua cubrió todo su cuerpo. Aprovechando que estaba de espaldas a mí, me acerqué sigilosamente un poco más al borde del río para poder espiarle mejor. Cubierto por un árbol pude observar cómo se hacia el muerto sobre el agua y como emergía su pene completamente tieso. No me hizo falta ver cómo llevaba su mano hasta su entrepierna para adivinar a qué había ido hasta allí.
No me quedé a contemplar cómo se desahogaba porque una idea brillante pasó por mi cabeza. Con mucho cuidado, me acerqué hasta el sitio donde había amontonado su ropa y se la robé. ¡Menuda suerte tuve! No pude dejar de reírme mientras volvía al monasterio. El muy hijo de puta iba a tener que volver desnudo e iba a tener que dar muchas explicaciones. Era una humillación de lo más merecida para el cabrón que había osado mearse dentro de mi culo.
Enterré la ropa bajo un montón de tierra y entré satisfecho en el caserón. Busqué un lugar desde el que pudiese ver tranquilamente el espectáculo que me iba a brindar Sebastián y esperé. Una hora más tarde apareció y no pude borrar de mis labios una enorme sonrisa maligna. Un sacerdote joven, pelirrojo y con el cuerpo lleno de pecas recorrió el camino de entrada al monasterio sin hábito, sin zapatos, completamente desnudo y cubriendo sus vergüenzas con las dos manos. Todos los monjes del lugar le miraron de la misma manera que mirarían a un montón de herejes tocando una Biblia y ninguno se acercó para ayudarle. Cuando estaba apunto de llegar al portal, apareció el padre de Julián y lo sermoneó de una manera que hasta a mí me dio miedo. Él era el que mandaba allí y Sebastián parecía haber hecho algo muy grave. Tras la reprimenda, le agarró por una oreja como si fuese un niño malo y lo llevó adentro. Ya no pude ver más.
Durante la comida Julián me contó lo mucho que se había enfadado su padre. La llegada de Sebastián con tan poca ropa había impedido al cura disfrutar de su hijo de una manera más intima.
-Hemos tenido que vestirnos corriendo porque el portero se ha puesto a tocar como un loco en la puerta. Casi nos pillan por culpa de ese idiota.
Estaba claro que no era una buena idea contarle nada y decidí cerrar la boca y mantener oculto mi secreto.
-¿Qué le va a hacer tu padre?
-Le ha obligado a fregar la capilla de rodillas. No sé si esta noche le obligará a algo más. Ahora que me acuerdo, mi padre te ha invitado a una reunión esta noche- dijo bajando la voz- no se lo cuentes a nadie pero ya verás, seguro que te gusta.
Inmediatamente el cura cambió de tema impidiéndome hacer cualquier pregunta. ¿Para qué era esa invitación? ¿Por qué tanto secretismo? Me dejó intrigado por saber qué iba a pasar esa noche.
Unas horas después me enteré y no pude evitar preguntarme hasta qué punto la iglesia católica era hipócrita. Si ya me resultaba difícil digerir que apoyase a un dictador como Franco o que poseyese infinidad de palacios, a pesar de predicar el amor fraternal y la caridad con los más necesitados, lo que vi esa noche me pareció el colmo de la hipocresía. Creer en Dios es imposible cuando sus emisarios actúan como si todo eso fuese un cuento para niños tontos.
Aun así, toda esa hipocresía parecía ser de lo más útil. Estaba claro que esa gente vivía bien de verdad, no les faltaba el sustento y podían hacer cuanto quisieran sin que nadie les dijese nada. Siempre y cuando fueran muy discretos. ¿De qué sirve ser honrado si se puede ser más feliz de la manera contraria? En una época en la que te fusilaban si alzabas un poco la voz contra el régimen, era una pregunta que uno no podía evitar formularse.
Acompañé a Julián hasta la capilla. Allí se celebraba la reunión y parecía que irían otros muchos monjes. Llegamos cuando había unos diez y, poco a poco, fueron llegando más hasta que fuimos unos cuarenta. Los últimos en llegar fueron el padre de Julián, unos cuantos novicios vestidos de blanco y Sebastián. Cerraron la puerta con llave y los monjes arrinconaron los bancos de la capilla contra las paredes. Formaron un círculo que ocupaba casi toda la estancia y que dejaba el altar dentro de sí. El padre de Julián, junto con los chicos que le habían acompañado, se colocó entre el Jesucristo crucificado y el altar y habló.
-Hermanos, hoy es un gran día para nuestra comunidad. Cinco nuevas criaturas de nuestro Señor se incorporarán a nuestro rebaño. Han tenido que pasar muchos años que, por lo que sé, se han hecho larguísimos para algunos de vosotros pero, tras un lento proceso de maduración, nuestros jóvenes hermanos van a poder gozar de los placeres que nosotros, mucho más experimentados, podemos ofrecerles.
Ya no tendrán que sentirse solos y aislados puesto que gozarán de nuestra compañía. Tampoco tendrán que vivir llenos de temor y culpa por esos impulsos naturales que el señor nos ha dado. Gozarán de nuestra bendición y podrán llevar a cabo todas aquellas cosas que los estrechos de mente se atreven a censurar con total impunidad.
El Señor, en su infinita misericordia, sabrá agradecernos nuestra benéfica tarea. Allí donde el ángel caído extiende su reino de terror, donde puede aprovecharse de la gente que desconoce la verdadera palabra de Dios, donde los fariseos abundan y utilizan las penalidades de sus semejantes para ganar un poco de caduco poder, nosotros impondremos la palabra de Dios tanto como podamos y nos amaremos los unos a los otros sin hacer ningún tipo de distinción ya que, para él, todos somos iguales.
Hermanos, os exhorto a que continuéis con la labor de nuestro creador. No impongáis ningún freno al amor que sentís por vuestros semejantes y no caigáis en la tentación de creer que nada de esto es cierto.
Rezad conmigo.
Y, acto seguido, todo el mundo se puso a rezar el Padre Nuestro con la misma devoción con la que lo rezarían un domingo en una misa normal. A nadie parecía importarle que todo cuánto hubiese dicho el padre de Julián fuese justo lo contrario de lo que predica la iglesia a la que ellos pertenecían. ¿Por qué formaban parte de algo en lo que no creían? O mucho peor ¿Por qué contribuían a imponer lo que para ellos era una clara mentira?
Después de los rezos, comenzó una ceremonia un tanto extraña que me recordó mucho a los desvaríos que le daban a Julián cuando estábamos en su iglesia. Uno de los monjes más ancianos se acercó con un cáliz y con un platito lleno de ostias hasta su padre y se los entregó. Justo después, éste hizo comulgar a los novicios como si se tratase de su primera comunión. Uno a uno, fueron tomando la ostia y bebiendo el vino y, uno a uno, fueron arrodillándose frente al Jesús crucificado.
-Hermanos -habló el padre de Julián de nuevo- antes de proseguir con la ceremonia, debo deciros algo. Nuestro hermano Sebastián ha violado nuestras normas y ha perturbado la tranquilidad de nuestros compañeros de monasterio con una exhibición indecorosa. Debe ser castigado y, por ello, pido a aquellos de vosotros que más violentados os habéis sentido por su falta de respeto que os reservéis un poco para aplicarle su merecido después.
Cuando terminó de hablar, hizo un gesto y cinco monjes de los más mayores salieron del círculo y se colocaron detrás de los novicios. Cada uno de ellos desvistió con sumo cuidado a uno de los jóvenes, dejándoles completamente desnudos frente a todos. Los monjes les hicieron dar vueltas para que todos pudiésemos contemplar sus espléndidos cuerpos. El padre de Julián agarró una pequeña urna, la destapó, y metió un dedo dentro. Cuando lo sacó, estaba lleno de algo que parecía ceniza. Se acercó al primer novicio y, al mismo tiempo que dibujaba una cruz con la ceniza en el pene del joven, dijo:
-Te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Después, le dio un corto beso en los labios y pasó al siguiente, al que le hizo lo mismo. Uno de los jóvenes se empalmó cuando el dedo sagrado tocó su piel y el padre de Julián tuvo que pedir ayuda a uno de los monjes para que le sujetara la urna. Con la otra mano, agarró el pene que apuntaba al techo y lo bajó para poder dibujar la cruz.
Cuando terminó con todos, se dirigió a los demás
-La virilidad de estos novicios ya ha sido consagrada. A partir de ahora, sus miembros trabajarán por la grandeza de Dios. Sin embargo, aun deben demostrarnos su lealtad y, por eso, tendrán que ofrecernos su virginidad en señal de sacrificio, tal y como hizo Jesús en la cruz para salvarnos a todos del pecado.
Colocaron a los novicios alrededor del altar con los brazos apoyados en él, la espalda ligeramente inclinada y las piernas abiertas. Los monjes empezaron a pasarse entre ellos un ungüento que aplicaban con fruición en el ano de los jóvenes. Pretendían dilatarlos y no dudaban en meterles un dedo tras otro. Cuando terminaron, se colocaron todos al lado del joven al que habían toqueteado y empezó la orgía.
Todo el mundo se desnudó y formó en una fila alrededor de los novicios. Los del extremo más cercano se untaron el pene con el mismo ungüento con el que habían lubricado a sus compañeros del monasterio. Se colocaron detrás de ellos y, sin ningún tipo de culpa por el pecado que iban a cometer, les penetraron. Herví de excitación. Ver a aquellos jóvenes siendo penetrados por otros que no lo eran tanto y pensar que, en unos minutos, yo haría lo mismo me puso muy cachondo. Mi pene estaba completamente tieso, al igual que el del resto de los monjes de la fila.
Un rato después, llegó mi turno. Unté mi pene con el ungüento y me acerqué hasta uno de los novicios. Era alto y fornido, con la piel blanca y casi sin pelos. Su culo era grande y sus nalgas esponjosas. Fue todo un placer abrírselas para colocarle la polla. Eran muy suaves y no tuve ningún problema para deslizarme en su interior.
No tuve que esperar a que se acomodara a mi miembro ya que le acababan de penetrar. Pude meterla y sacarla a buen ritmo desde el principio. ¡Menudo placer! A mi lado izquierdo, un cura cercano a los cincuenta se follaba un jovencito, al otro, lo hacía uno que rondaba la treintena. Me ponía muy cachondo participar en aquella orgía y ser observado por los que hacían cola. En menos de tres minutos, me corrí sin llegar a dar la talla. Me aparté del novicio y me fui con los que, como yo, habían terminado. Desgraciadamente, de camino hacía los monjes, oí como uno se reía de mi poco aguante y me puse algo rojo por la vergüenza.
Cuando todos los de la fila consagraron a sus nuevos compañeros, los monjes mayores que habían estado junto a ellos les hicieron formar frente a la cruz y ponerse de rodillas con las manos en la espalda. Se desnudaron también y penetraron sus bocas. Los novicios mamaban como corderitos hambrientos y los monjes se contoneaban como si llevasen años sin hacer aquello. Mirándoles, nadie hubiera podido imaginar que tenían más de sesenta años.
Una vez que terminaron dentro de sus bocas y una vez que sus partes íntimas habían sido convenientemente limpiadas por las lenguas de los jóvenes, el sacrificio de los novicios terminó. Habían ofrecido su virginidad a sus compañeros de monasterio y habían probado su lealtad. El padre de Julián, en nombre de todos, supo agradecérselo uno por uno hasta hacerlos eyacular. Recogió todo el semen de los jóvenes en un cáliz y lo vertió en una tinaja que algún monje había llevado hasta el altar. Removió todo el contenido con un cucharón y lo consagró junto con unas cuatas ostias, como si se tratase de una misa normal. Después, todos comulgamos.
La ceremonia de bienvenida a los nuevos terminó y llegó el turno del castigo de Sebastián. Había perturbado la paz del lugar donde todos ellos se escondían y debía pagar por ello. No pude evitar que se dibujara en mi cara una sonrisa de cruel regocijo. El monje no tenía ninguna culpa de lo que había ocurrido y le iban a castigar injustamente por algo de lo que yo era el único responsable. Mi venganza iba a ser mejor de lo que me esperaba.
Dos monjes, le llevaron completamente desnudo hasta el centro de la capilla y le obligaron a ponerse de rodillas. Se acercó hasta él el padre de Julián con una pala plana de madera y volvió a hablar.
-Hermanos, Sebastián ha violado nuestras normas y debe pagar por ello. Su castigo será recibir diez golpes de cada uno de nosotros. Diez golpes por cada monje que podría haberse visto en peligro a causa de su locura.
Obligaron a Sebastián a poner el culo en pompa y volvió a formarse una fila. El primer monje cogió la pala con algo de timidez y golpeó con cuidado el culo lleno de pecas de su compañero. Al principio, parecía no querer hacerle daño pero, a medida que pasaban los golpes, estos fueron aumentando en intensidad hasta que se oyó el retumbar del último en toda la sala. Por la cara que puso cuando terminó, estoy seguro de que le hubiese gustado continuar. El espectáculo era curioso, los monjes parecían pasarlo bien golpeando aquellas nalgas indefensas. Mirándoles, nunca habría podido acordarme de eso de poner la otra mejilla.
Era divertido ver a Sebastián haciendo muevas de dolor cada vez que la madera tocaba su piel y era agradable saber que estaba pagando por mearse dentro de mi culo. Cuando llegó mi turno, se dibujó en mi cara la sonrisa más cruel que jamás he tenido. Menudo gustazo fue ver la expresión de odio de Sebastián cuando me pasaban la pala y me acercaba hasta él. Tenía el culo rojísimo por lo que, seguramente, no podría sentarse sin gritar de dolor en varios días.
-Tranquilo, sólo te dolerá un poquito- me reí de él.
Y, con toda la fuerza de la que fui capaz, le di el primer golpe. Un grito de dolor y de rabia se escapó de sus labios deleitándome más aun si cabe. Me excité con él. Mi polla se puso tiesa y me urgía que le diese alivio. Sin pensármelo ni un momento, empecé a masturbarme con la mano que tenía libre, olvidándome de toda la gente que teníamos alrededor y nos estaba mirando.
Me masturbé frenéticamente con el sonido del dolor y la rabia que escapaba de la boca de Sebastián cada vez que le golpeaba con todas mis fuerzas. Me excitaba verle humillado y sufriendo por mí culpa. Quería que pagara por lo que me había hecho y estaba gozando por que lo hiciera. Me encantaba ver como su culo blanco, rojo y con pecas ondulaba cada vez que le pegaba.
Cuando le daba los últimos golpes, el placer que inundaba mi cuerpo empezó a desbordarme. Se unieron mis suspiros de placer a sus gritos. Le di el último golpe tan fuerte como pude y, sin ningún pudor por todos los espectadores que nos contemplaban, dejé caer la pala y le agarré por el pelo. Nos miramos un momento los dos. Mis ojos reflejaban el placer que recorría mi cuerpo y los suyos, el deseo de matarme. Un segundo después, me corrí sobre su cara pringándole los párpados, la nariz, la boca y los mofletes ¡Menuda delicia!
Esperé unos instantes para recobrar el aliento y le solté como si tirase algo que me diese asco. Fui con los que ya le habían azotado sin prestar atención a lo que ocurría a mi alrededor. Cuando me serené y volví a tocar con los pies en la tierra, me sorprendí. No sólo me miraba todo el mundo, como sería de esperar ante lo que acababa de hacer, sino que casi todos los sacerdotes tenían sus pollas tiesas de nuevo. Mi espectáculo no les pareció censurable, sino excitante. Aquello les había gustado y, para más INRI de Sebastián, todos los que fueron detrás de mí me imitaron.
Sebastián pagó muy caro lo que me había hecho aquella noche. Pensó que podía tratarme como si fuese su urinario personal y terminó convirtiéndose en el váter de todos aquellos curas. ¿Qué más podría haber pedido? Dormí satisfecho y feliz. Soñé que me reía a carcajadas de un mono teñido de rojo, encerrado en una jaula y con la cara de Sebastián.
Después de lo que pasó aquella noche en la capilla, no tuve oportunidad de volver a ver al pobre monje. Al día siguiente por la tarde, nuestras pequeñas vacaciones en el monasterio terminaron y volvimos a casa con un grato recuerdo. Aun así, Sebastián no desaprovechó la oportunidad de vengarse de mí cuando tuvo la ocasión.