El cura y yo (7)

Mientras meo en el baño del seminario, aparece el amigo pelirrojo del cura de mi pueblo y el muy cabrón se mea dentro de mí.

El cura y yo VII

Al día siguiente, tuve el placer de conocer al antiguo amigo de Julián, el que se meaba encima de noche cuando era pequeño y se aprovechaba de ello para meterse en la misma cama que mi cura. Fue durante el almuerzo, se sentó enfrente nuestra y la verdad es que hubo algo, no sabría decir el qué, que me pareció extraño. Llegó a la mesa, saludó amablemente y se puso a hablar con Julián, al que sonreía bastante. Sin embargo, tuve la sensación de que a mí me miraba raro, como si no le cayese bien o, incluso, como si le pareciese repulsivo.

Cuando el almuerzo terminó y me quedé a solas con Julián, no dudé en preguntarle lo que me inquietaba de su amigo.

-Yo también me he dado cuenta, pero no sé por qué lo hace. A lo mejor, está celoso.

-¿Celoso? ¿Por qué?

-Porque no es tonto y quizá se imagine que me acuesto contigo. Pensará que eres mi novio o algo parecido.

Esa respuesta me sorprendió y me preocupó mucho. Me sorprendió porque nunca se me había ocurrido pensar en mi relación con Julián de aquella manera. En todo el tiempo que llevábamos follando había surgido entre nosotros un fuerte sentimiento de amistad que me había llevado a tenerle una gran estima. Sin embargo, cuando oí la palabra novio una parte de mí se preguntó en un instante hasta dónde llegaba ese sentimiento. Si me preocupé, fue por miedo a que mi especial relación con el cura del pueblo fuera notoria y nuestro secreto pudiese ser conocido. Si la gente se llegase a enterar de lo que hacíamos en la iglesia, mi vida al completo se iría al garete. Mi mujer me abandonaría, mis padres me repudiarían, me quedaría sin trabajo e, incluso, podría ir a la cárcel si me aplicasen la ley de vagos y maleantes.

No era un futuro muy halagüeño y empecé a inquietarme un poco. Por desgracia, Julián no se quedó conmigo para tranquilizarme porque me había pedido si me podía dejar solo el resto del día para pasar una tarde en familia con su padre. Claramente le dije que sí y me dediqué a pasear por todo el seminario imaginando mi vida como el maricón del pueblo y de la cárcel.

Al cabo de una hora, me entraron ganas de orinar. El baño del seminario era bastante rudimentario comparado con los de hoy en día. Estaba formado por dos salas. En la primera, estaban los lavamanos y una especia de plato de ducha alargado y estrecho con varios agujeros de desagüe que se utilizaba como urinario colectivo. En la otra, estaban las duchas a lo largo de toda una pared y, en la de enfrente, estaban los váteres con cabinas para dar algo de intimidad a los monjes mientras defecaban.

Me acerqué hasta el gran urinario, abrí mi bragueta y saqué mi pene del pantalón antes de ponerme a mear. Menudo gusto me dio vaciar la vejiga. Al principio, meé tranquilo porque, al ser la hora de la siesta y estar todo el mundo durmiendo, podía gozar de algo de intimidad. Sin embargo, cuando iba por la mitad de mi larga meada, alguien entró en el baño. No me giré para ver quién era pero pronto se puso a mi lado y supe que era el amigo de Julián.

-Hola- saludé

-Hola.

Se llamaba, y sigue haciéndolo aun, Javier. Tenía el pelo liso, de color rojo, y cortado como si fuera un champiñón, su piel era muy blanca y tenía la cara llena de pecas. Además, era alto y sus manos grandes y de dedos largos, por culpa del hábito de monje no pude distinguir más detalles de su cuerpo a excepción de su pene. Quedé muy sorprendido cuando se la sacó para mear y descubrí que era muy grande. La tenía flácida y ya de por sí era larga y gorda, más ancha en la base y estrecha en la punta. Pero, lo más curioso es que la piel era igual de blanca que su cara y estaba llena de pecas también. Nunca había visto un pene igual.

-¿Te gusta?- me preguntó.

Mi cara se puso como un tómate. ¡Qué vergüenza! El monje que me miraba mal me había pillado fijándome en su pene. El desliz que había cometido me podía salir mal.

-¿El qué?- pregunté fingiendo desconcierto.

-No te hagas el tonto, sé que me estabas mirando.

-Miraba tus pecas, no sabía que se podían tener ahí. – improvisé.

Mi comentario pareció hacerle gracia porque rió, aunque su risa sonó algo extraña, como si fuera forzada.

-Tengo por casi todo el cuerpo- hizo una pausa - y en los huevos también. ¿Te gustaría verlos?

Su propuesta picó mi curiosidad. No me fiaba de él por cómo me miraba y, aunque sabía que le gustaba jugar con hombres tanto como a mí, podía ser peligroso. Aun así, las pecas que tenía ahí abajo llamaron tanto mi atención que quise ver más.

-Sí, me gustaría.

-Vamos a los cagaderos.

La seguí y cerró la puerta tras de mí. No tenía pestillo por lo que corríamos el riesgo de que, si venía alguien, empujase la puerta y nos pillase. Quedamos en silencio para poder darnos cuenta de la llegada de intrusos y Javier se levantó el hábito por encima de la cintura descubriendo para mí sus piernas y sus vergüenzas. Apenas tenía pelos y los que tenía en las espinillas y en el pubis eran totalmente pelirrojos, como los de su cabeza. Las pecas moteaban su piel hasta los pies.

-Si quieres verlas bien, tendrás que agacharte.

Tenía razón, si quería vérselos me tenía que agachar. Así que, me arrodillé en el suelo del baño y sus genitales quedaron ante mí. Seguía sin poder ver mucho porque su gran pene lo tapaba casi todo.

-¿Puedo tocar?- pregunté.

-Sí.

Agarré suavemente su pene con dos dedos y lo levanté para poder ver su escroto. La piel era más marrón que la del resto de su cuerpo pero, aun así, podía distinguirse claramente que estaba llena de pecas ahí también. Me gustaron bastante sus testículos. La bolsa que los contenía era bastante voluminosa y la tenía retraída, formando una gran bola moteada con unos pocos pelillos rojos. No pude resistir la tentación de tocar un poco más y, con la otra mano, acaricié su escroto. Era muy suave y esponjoso, sólo el contacto con alguno de sus pelillos rompía esa suavidad. Aventuré mi mano por detrás de sus testículos y noté que allí tenía unos cuantos pelos más. Alcancé el pliegue de sus nalgas y con un dedo llegué hasta su ano, que estaba sudado.

Mis toqueteos parecieron gustarle porque su pene creció un poco entre mis dedos. No se empalmó por completo sino que sólo se le puso morcillón. Solté su pene y dejé que cayera libremente antes de deslizar un dedo desde su base en el pubis hasta la punta de su prepucio. Esa piel era todavía más suave que la otra. Volví a cogérselo con dos dedos y deslicé hacia atrás su piel dejando a la vista su rosado glande. Su olor llegó hasta mi nariz y me embriagó. Volví a cubrirlo y volví a retirar la piel de tal forma que empezó a crecer descontroladamente entre mis dedos. Se hizo tan grande que la piel de su prepucio no me bastaba para cubrir su glande de nuevo. Su pene era inmenso, estaba duro como una piedra y apuntaba al techo como una estaca muy afilada y amenazadora.

Quedó a pocos centímetros de mi nariz y casi tenía que ponerme bizco para verla bien. Javier, sin decir nada, la acercó a mi cara y la restregó por mi frente, mis ojos, mis mejillas y mi barbilla hasta que, finalmente, la colocó sobre mis labios cerrados. Su petición era clara y, aunque no me caía muy bien, me apetecía probar a qué sabía su miembro. Abrí mi boca y dejé que entrara. Javier me la metió poco a poco pero tanto como pudo. Tuve que pararle con las manos en sus piernas para evitar que me la metiese hasta el estómago. Si hubiese sido otro, habría hecho el esfuerzo de intentar metérmela entera pero, a alguien que me miraba tan mal, no pensaba hacerle semejante favor.

Una vez que la tuve tan adentro como yo quería que estuviese, lamí con la lengua su glande, haciendo círculos sobre él e intentado cubrirlo por completo con ella. Al poco rato, la apreté fuertemente con mis labios y me la saqué lentamente hasta que pude cerrarlos sobre su punta. Levanté la vista y pude ver en sus ojos el placer que le producían mis caricias. Aparté con la mano su pene y le di un beso en el escroto. Su bolsa se encogió más y aproveché para abrir mi boca al máximo e intentar tragármela entera. No me cupo por lo que tuve que conformarme con darle un extenso y lento lengüetazo. Después, volví a meterme su pene en la boca y comencé a chupar con fruición. Apretaba bien mis labios, movía mucho mi lengua y me la metía y la sacaba rápidamente. Estuve un rato haciendo todo eso hasta que él me paró.

-No quiero correrme aun. Ponte de pie.

Lo hice y el dejó caer su hábito de monje formando una curiosa tienda de campaña. Nos miramos y él se me fue acercando lentamente hasta que nuestras bocas entraron en contacto. Intentó besarme pero no sabía hacerlo muy bien. Pegaba sus labios a los míos y boqueaba como un pez al que hubiesen sacado del agua y se estuviese ahogando. Intenté corregirle un poco pero él seguía en sus trece y no hubo manera. Finalmente se separó de mí y me miró de arriba abajo.

-Eres bastante guapo. ¿Puedo desnudarte?

-Sí.

Con mi permiso, desabrochó mi camisa y me la quitó dejándola caer al suelo. Mi pecho quedó ante sus ojos y no dudó en acariciármelo con las dos manos, pasando sus suaves dedos por mis tetillas, mi ombligo y mi tripa. Después, abrió mi bragueta y dejó que mis pantalones cayesen al suelo también. Mis calzoncillos formaban una tienda de campaña un poco más modesta que la suya y, con un suave tirón, fueron a acompañar a mis pantalones. Quedé desnudo ante él.

-Date la vuelta.- me pidió.

Me giré y noté como sus manos agarraban mis nalgas, parecían gustarle porque me las masajeó un rato. Se pegó a mi espalda y me abrazó colocando su pene en mi raja. Primero pasó sus brazos sobre mi pecho y luego los fue bajando hasta aprisionar mi paquete con sus manos. Me atrajo hacia él con todas sus fuerzas como si quisiera fundirse conmigo y movió sus caderas para provocarse placer a costa de mi culo.

-Te quiero follar.

No me desagradaba la propuesta del monje así que, sin decirle nada, apoyé las manos sobre la pared del urinario e incliné un poco el cuerpo en una clara invitación a que hiciese lo que quisiera conmigo. No se lo pensó ni un momento y, rápidamente, se agachó para lamerme el culo. Me dio un mordisco en una nalga y me hizo un chupetón en la otra antes de separármelas con las manos y darme un lengüetazo justo en el ano. Menuda delicia, ese cura estaba hecho un completo vicioso. Lamió y lamió a lo ancho y largo de mi raja, hizo círculos sobre ella y presionó para meterla. Poco a poco, mi esfínter se fue relajando y su lengua fue entrando. Cuando lo logró, añadió un dedo, previamente ensalivado, a la tarea y lo introdujo todo lo que pudo. Lo metió y lo sacó lentamente una y otra vez haciendo círculos hasta que pudo meter otro. Llegó a meter tres dedos antes de ponerse de pie y colocarse a mi espalda de nuevo.

-Te la voy a meter ¿Estás listo?

-Sí

-Ábrete el culo.

Separé mis nalgas con mis manos, tal y como él me había pedido, y colocó la punta de su pene en mi ano. Me acarició con él un momento y empezó a empujar. Poco a poco, me fue penetrando hasta que metió la mitad ya que paró ahí y volvió a sacarla. Empezó el mete y saca y la metía más adentro un poco cada vez porque, si me la hubiese metido entera de una única sacudida, me habría hecho tanto daño que no le habría dejado seguir. Al menos, fue cuidadoso y al cabo de pocos minutos pude tenerla casi toda dentro.

Llevó una de las manos con las que sujetaba mi cuerpo por la cintura a mi pene y comenzó a masturbarme. Lo agarró con la palma de la mano dejando que sus dedos lo tocasen por completo y movió la mano arriba y abajo al mismo ritmo con el que su polla entraba y salía de mi culo. La postura era algo incómoda por eso de tener que estar de pie en un sitio tan estrecho y siempre corríamos el riesgo de que entrase alguien y se diera cuenta de lo que estábamos haciendo. Sin embargo, era placentero.

Se reclinó sobre mí y mordisqueó mi cuello y mis hombros dejando restos de sus babas en mi piel. Podía oír como resoplaba en mi oído del gusto que estaba sintiendo, de haber entrado alguien en ese momento, se habría preguntado qué estaba pasando ahí. Mi respiración también se volvió más fuerte, el continuo estímulo de mi pene y mi próstata me estaba haciendo ver estrellitas. Javier aumentó el ritmo con el que me penetraba clavándome fuertemente su pene para que llegase lo más adentro posible. Al mismo tiempo, me masturbó más rápido deslizando su mano hasta hacerla chocar con mi pubis a un ritmo frenético. ¡Menudo placer! No dejó de chupetear mis omoplatos y yo me estaba derritiendo del gusto. Fuertes descargas de placer partían de mi pene y mi recto y se difuminaban por todo mi cuerpo. En un momento dado, el monje pegó su boca a mi cuello como si fuera un vampiro para acallar un gemido y noté como eyaculaba en mis entrañas. Aquello me desbordó y yo también me corrí decorando la pared que tenía enfrente con unos bonitos salpicones de semen.

Nos quedamos los dos quietos, relajándonos de tan placentero esfuerzo. Mi pene se puso flácido en su mano, que siguió masajeándomelo sólo que mucho más despacio. Por su parte, el suyo se quedó quieto dentro de mi culo y se puso flácido ahí.

Javier besuqueó delicadamente mi nuca haciéndome sentir un placer distinto al que da el sexo. Sin embargo, en un momento dado, noté una sensación extraña en mis tripas, como si algo las estuviese llenando. ¡El muy cabrón se estaba meando! Quise apartarme pero me sujetó fuertemente por la cintura y no me dejó.

-¡Suéltame!

-Espera un momento.

-¡No! ¡Suéltame ya!

Pero no me hizo ningún caso, continuó meándose hasta que mis intestinos quedaron completamente anegados. Besó mi nuca una última vez y me dijo en un susurro:

-Ahora cuando te la saque, aprieta bien el culo y siéntate en el cagadero si no quieres mancharte.

Me la sacó y no pude evitar que algo de sus meados se escaparan por mi culo y me mancharan las piernas antes de poder apretarlo y sentarme donde lo pudiese echar todo. ¡Menudo asco! Le quise matar.

-Lo siento mucho, nunca he controlado muy bien mis esfínteres.

La sonrisilla de superioridad con la que me lo dijo y la mirada de desprecio con la que me miró me convencieron de que ese tío era el hijo de puta más grande que había sobre la tierra. Se arregló el hábito de monje delante de mí y se largó dejándome ahí. Mientras vaciaba mis tripas y sufría la desagradable sensación de evacuar los orines de otro, le odié como nunca antes he odiado a nadie. Me sentí jodido y humillado y no pude apartar de mi cabeza el deseo de vengarme. Por desgracia para él, no tardé en hacerlo.