El cura y yo (6)
Cuando llega la noche, su padre y yo sodomizamos al cura de mi pueblo
El cura y yo VI
Después de que el respetable sacerdote me sodomizara y se bebiera mis fluidos mas íntimos como si del cuerpo de Cristo se tratara, Julián quiso enseñarme el seminario en el se había criado. Su padre no nos acompañó. Prefirió dejarnos solos alegando que tenía que resolver unos cuantos asuntos antes de poder dedicarse por completo a nosotros. Así que, después de que él se fuera a hacer sus cosas, salimos del despacho y nos fuimos a conocer el lugar.
El seminario era bastante pintoresco. Era una gran casa antigua con enormes vigas de madera y paredes de piedra. En el centro, había un hermoso patio con unos cuantos árboles que daban sombra en verano donde se podía oler el aroma que escapaba de la cocina que había justo en uno de los lados.
Mientras paseábamos por el lugar Julián no paraba de contarme anécdotas graciosas de cuando vivía allí. Entramos en la cocina, que estaba llena de sartenes y peroles, y me contó cómo robaba comida al cocinero cuando éste salía a tirar a la basura. Entramos en la biblioteca, donde había unos monjes miopes leyendo libros, y me contó que habían unos cuantos cuadernillos con historias bastante subidas de tono escondidos debajo de una de las estanterías. Subimos al piso de arriba donde estaban los dormitorios y pude comprobar que todo eran celdas dobles y muy austeras. Julián me enseñó la que fue la suya y me obligó a sentarme sobre su antigua cama que no era muy grande pero era cómoda. Julián se acercó a la ventana y me pidió que me asomara.
-¿Ves a ese pelirrojo de ahí?- Me preguntó señalando con el dedo a un monje de nuestra edad.
-Sí
-Se llama Sebastián y era mi compañero de cuarto.
Le miré todo lo bien que pude y, sin estar muy seguro por la distancia, me dio la sensación de que era atractivo.
-Es el primer chico al que acosé.
Me reí por su confesión.
-No se por qué, pero no me sorprende- le dije
-Se meaba en la cama. Así que, para que no tuviese que estar con los meados, se venía a dormir conmigo. Me despertaba, me pedía permiso para meterse en mi cama, se quitaba toda la ropa mojada y se acostaba a mi lado. Un día se me ocurrió tocársela y no me corté.
Volví a reírme.
-¿Y qué pasó? pregunté intrigado.
- Pues que se empalmó y yo seguí con los toqueteos. Creo que por culpa de eso tardó tantos años en dejar de mojar las sábanas.
Dejamos la ventana y salimos del seminario. Julián siguió contándome anécdotas y chismorreos del lugar. Parecía sentir cierta predilección por los que hacían referencia a los genitales de los curas mayores. "Ése de ahí la tiene muy gorda". "La del calvo de allá es minúscula". "Aquél de la hoz sólo tiene un huevo". Comentarios como éstos me hacía preguntarme si de verdad estaba donde creía estar o el demonio me había transportado a un universo alternativo donde la religión era sinónimo de pecado. Fuera como fuere, deducía de todo aquello que a todos esos sacerdotes no les importaba que jóvenes como Julián conocieran con tanto detalle sus partes más íntimas.
Estuvimos andando un rato por el exterior del seminario y, al final del todo, llegamos a un cementerio. Entramos y caminamos entre las tumbas. Cuando llegamos a la de una monja, Julián paró y la señaló.
-Esa era mi madre.
Me quedé mudo. No tenía ni idea de que la madre de Julián era monja y, mucho menos, de que estaba muerta.
-Lo siento.
-No te preocupes, no llegué a conocerla. Murió en el parto y no tuve tiempo de cogerle cariño- me contó sonriente- Me hubiese gustado que todavía estuviera viva, pero papá cuidó bien de mi y no me puedo quejar.
No sabía qué decirle. Yo tenía madre y no me imaginaba la vida sin ella, pero la sonrisa de Julián me daba a entender que, para él, su ausencia no era un problema. ¿Cómo debió ser su vida allí? ¿Cómo fue que su padre terminó preñando a una monja? La confesión de Julián provocó en mí una oleada de curiosidad morbosa sobre sus orígenes. Cada vez tenía más claro que, si Dios está en todas partes, tiene los gustos más macabros y pecaminosos que ningún ser puede tener. En cambio, si no lo está, a ese seminario de la iglesia católica todavía no había llegado.
Volvimos a la casa y estuvimos holgazaneando por allí. Cuando se hizo de noche, después de cenar, el padre de Julián nos acompañó a la celda donde dormiríamos. Era un cartucho pequeño y austero, como todos las demás, con un armario, un escritorio y dos camas. Aun así, era acogedor y tenía unas bonitas vistas a las montañas. Entramos dentro y Julián cerró la puerta con llave. Su gesto y la sonrisa de pervertido que llevaba no me pusieron muy difícil la tarea de imaginar lo que quería. Por desgracia para sus planes, su padre le interrumpió.
Lo mejor será que coloquéis vuestras cosas- dijo- ¿Cuántos días os vais a quedar?
Una semana- contestó Julián con un mohín de fastidio.
-¡Qué bien! Nos lo vamos a pasar genial.
Y seguimos hablando de lo que haríamos durante esa semana al mismo tiempo que colocábamos las cosas. Cuando terminamos, Julián y su padre se sentaron sobre una cama y yo sobre la otra. Los dos estaban sentados muy juntos y se miraban sonrientes. Quedaba patente que Julián había heredado la sonrisa pervertida de su padre.
-¿Te apetece mirar un rato papá?
-Claro que sí.- rió su padre.
Me costó interpretar de qué hablaban pero lo comprendí perfectamente cuando Julián se acercó hasta mí y besó mis labios. Estaba claro que el sexo no podía faltar en un lugar como aquél. Correspondí su beso y le agarré suavemente por las caderas. Le senté a mi lado y acaricié su suave pecho por debajo de la camisa que llevaba puesta. Me encantaba el tacto de su piel y el de sus pequeñas tetillas. Dejé de besarme con él y desabroché los botones de la prenda antes de obligarle a recostarse sobre la cama. Su mirada de deseo y su camisa abierta como si fuera una ofrenda para mí me excitaron sobremanera y me abalancé sobre él. Le besé en la boca al mismo tiempo que subía sus piernas a la cama. Nuestros paquetes quedaron uno encima del otro y ambos movíamos las caderas para frotarnos.
Besé sus labios, su cuello, sus pezones, su ombligo y di un último beso donde comenzaba el pantalón. Se lo desabroché y se lo quité junto con los calzones y los zapatos. ¡Qué belleza! Me desnudé yo también y volví a tumbarme sobre Julián. Esta vez, eran nuestros penes los que se tocaban al mismo tiempo que se empapaban con los fluidos del otro. Lamí su oreja y mordisqueé su cuello. Julián resoplaba del gusto que sentía y yo no podía resistir más el deseo de lamer su polla. Así que me agaché y di un largísimo lametazo sobre ella, desde los huevos hasta la punta, ensalivándola casi por completo. Justo después, me la metí en la boca y empecé a chupar su suave piel. Julián se tapaba la boca para que sus gemidos no se oyesen y yo me la metía cada vez más adentro. Pronto, fui capaz de enterrar mi nariz entre los pelillos de su pubis, que olían un poquito a sudor y a semen.
Paré de chupársela y le lamí los huevos. Uno a uno, los repasé con mi lengua y uno a uno me los metí en la boca. Los chupé con cuidado para no hacerle daño y me los saqué. Quería penetrarle, estaba deseoso por hacerlo. Me aventuré a lamerle el ano sin ningún remilgo después de haberle alzado las piernas. Sabía a sudor y eso me encantaba. Lamida a lamida, fui lubricando el agujero de mi amigo y fiel pastor hasta que pude empezar a meter dedos dentro de su culo. Primero uno, luego otro y, por último, uno más. Julián resoplaba del gusto y no dejaba de mirar al techo como si le diera las gracias al Señor.
Ya estaba listo para penetrarle. Me giré hacia donde estaba su padre y vi al sacerdote completamente desnudo meneándose la polla. La escena se parecía bastante a la de aquella mañana sólo que el padre ocupaba el lugar del hijo esta vez. Gotas de sudor caían de su frente e iban a parar a su pecho donde se acariciaba a sí mismo con el mismo ritmo cadencioso con el que frotaba su falo. Daban ganas de ir a prestarle ayuda, pero preferí penetrar a Julián.
Me tumbé sobre él apoyándome sobre mi brazo derecho y con la mano que me quedaba libre apunté mi polla a su culo. Poco a poco, se la fui metiendo hasta que sus bolas chocaron contra mi pubis. ¡Qué gustazo! El culo de Julián siempre era una delicia que merecía la pena catar. Volví a besar a mi cura y, sin mucha prisa, comencé a mover mi pelvis. Mi polla entraba y salía de su interior lentamente al principio y mucho más rápido después. Me dejé caer sobre su cuerpo y le mordisquee el cuello, la excitación tomaba el control sobre mí y me dejaba llevar.
Por su parte, Julián movía lo que podía sus caderas y acariciaba mi espalda, clavándome los dedos cada vez que mi barriga le presionaba el pene contra la suya. Me moría del gustazo que sentía, me moría de lo delicioso que era montárselo con un cura como aquél y me moría de lo pleno que me sentía por cometer todos esos pecados. Volví a apoyarme sobre sus brazos y aumenté el ritmo de mis embestidas. El sudor de mi frente caía sobre la cara de Julián, que cerraba los ojos por el placer. Pronto fui yo el que empezó a jadear y a sentir la necesidad de cerrar los párpados. El gustito que sentía en mi pene se hizo casi insoportable y, con una fuerte sacudida al culo de Julián, me corrí dentro de él. Mi semen inundó su culo y se escurrió fuera de él manchando mis pelos y las sábanas.
Fatigado por el esfuerzo, reduje el ritmo con el que penetraba a Julián hasta quedar completamente quieto tumbado sobre su cuerpo. Aun faltaba él por llegar al orgasmo pero no fui yo el que se encargó de hacerlo.
-Déjame a mí- me pidió su padre.
Me levanté de la cama y cedí gustosamente el sitio al sacerdote. Nunca había visto a un padre y a un hijo manteniendo relaciones sexuales y me agradaba la idea de poderlo ver. Me senté sobre la otra cama y me dispuse a contemplar la escena mientras el padre del cura de mi pueblo ocupaba mi posición en la cama. Su fuerte y voluminoso cuerpo se tumbó con cuidado sobre Julián y, de la misma manera que hice yo, utilizó su mano para colocar su pene en la entrada del culo. Sin embargo, él no necesito ir con cuidado y pudo meterlo de golpe gracias a lo dilatado y lubricado que yo lo había dejado.
Sin demora, el padre comenzó con las sacudidas, que se hicieron enérgicas al momento. El fornido cuerpo del padre embestía al algo más enclenque cuerpo del hijo y, pronto, el sonido de los jadeos volvió a ser audible. Julián abrazó a su padre y lo atrajo hacía sí presionando con sus manos sobre su espalda y sobre su cadera para aumentar el contacto. A su vez, éste pasó sus brazos por debajo de los de su hijo y pegó su boca a la de él, fundiéndose en un beso nada casto. Poco después, el cura empezó a embestir con mucha más fuerza y, tras varias sacudidas, la metió y no la volvió a sacar. Cuando terminó de eyacular dentro de él, se tumbó sobre su hijo y reanudó el movimiento de pelvis hasta que finalmente quedó satisfecho.
- Ven, ayúdame.- me pidió el padre de Julián.
Me acerqué hasta donde estaba y agarró mi cabeza con su enorme mano. Me llevó hasta la babeante polla de Julián y me dijo:
-Chúpasela.
No hicieron falta más palabras para que le obedeciese encantado y, sin hacerle esperar, me la metí hasta el fondo. Julián gimió de gusto y su padre se sumó a aquello chupándole los testículos. El contacto físico entre los tres era perpetuo. Dos hombres movían sus bocas sobre el cuerpo del cura del pueblo y uno de ellos era su padre. Parecíamos la santísima trinidad pero sin plumas de paloma. Julián no tardó prácticamente nada en correrse dentro de mi boca. Después de montárselo con dos hombres, tenía que estar deseoso por deshacerse de todo ese semen.
Una vez que recuperó el aliento, se puso de rodillas sobre la cama, junto las palmas de las manos, cerró los ojos y se puso a rezar para sorpresa de todos.
- Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino y hágase nuestra voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día y permítenos follar mucho más de lo que ya lo hacemos. Líbranos del mal. Amén.
Nos morimos de la risa por su herejía. No sé qué le pareció a Dios su oración pero estaba seguro de que, si el Papa se llega a enterar, le hubiera crucificado en la plaza más concurrida de Roma.