El cura y yo (5)
Acompaño al cura de mi pueblo a un monasterio y me lo monto con su padre.
El cuya y yo V
Cuando mi mujer tuvo a mi hija, se fue a pasar una temporada a casa de mis suegros. La pobre era primeriza y no llevaba muy bien eso de cuidar de una cría, por lo que me quedé completamente sólo y libre hacer todo cuanto quisiera. Esto, no fue desaprovechado por Julián que, después de una cálida visita a mi lecho conyugal, me propuso acompañarle al seminario donde se hizo cura y donde, según él, lo aprendió todo. No pude evitar que por mi mente circulasen cientos de ideas pecaminosas cuando me lo dijo con su ya acostumbrada sonrisa lasciva. Así que acepté rezándole a Dios que, si mi imaginación se equivocaba, allí hubiese algo mucho más divertido. Y sí, lo hubo.
Llegamos al seminario un domingo por la mañana. Estaba perdido en mitad de un valle muy colorido en el que se oía el repicar de las campanas que avisaban a los monjes que era la hora de ir a misa. Era un lugar bonito para perder el tiempo rezando por la salvación del la humanidad. Julián me tomó del brazo y me arrastró hasta la entrada de la pequeña capilla. Allí habría medio centenar de personas, unas mayores, otras jóvenes y otras de mediana edad; todas sentadas en bancos de madera similares a los de la preciada iglesia de nuestro pueblo.
En el altar, un hombre que rondaba los cincuenta años daba la misa. A pesar de las canas que tenía, el hombre resplandecía atractivo. Era alto y fuerte, casi como un portero de discoteca de nuestros días pero vestido con sotana, y su voz, grave y sería, transmitía el deseo de acercarse a él con zapatillas e insistir en no seguir sus normas. Creo que me deslumbró ya que me quedé tan embobado mirándole que Julián se dio cuenta y me dio un suave codazo en las costillas.
- Disimula un poco pervertido.
Nos sentamos en uno de los bancos del fondo y, mientras Julián escuchaba la misa, yo me imaginaba cómo debía ser el cuerpo que ocultaba la sotana de ese cura. Por desgracia, esto me provocó un momento embarazoso cuando toda aquella parafernalia terminó y nos tuvimos que levantar. ¡Gracias a mi queridísima esposa! La ropa era ancha y se disimulaba bien.
- Ven, ya que le miras tanto, te lo voy a presentar me dijo Julián cogiéndome del brazo y llevándome hasta el altar.
Cuando ambos se vieron, la cara del cura, antes seria, se iluminó con una enorme sonrisa y ambos se abrazaron como si fueran un padre y un hijo.
¿Cómo estás hijo?
Bien papá.
Esas dos últimas palabras pronunciadas por Julián me desconcertaron. ¿Había escuchado bien? ¿Era ese su padre? ¿Podía un cura tener un hijo? Aquello tenía que ser una simple forma de hablar. No podía ser su padre de verdad. Aunque me fijé un poco mejor y empecé a notarles cierto parecido. Ahora que sonreían los dos, incluso me pareció ver que los dos tenían la misma sonrisa lasciva.
-Esperadme en el despacho.
Esas palabras me sacaron de mis pensamientos. Justo a tiempo de ver como el sacerdote se alejaba
-¿Ese es tu padre?- No pude evitar preguntarle.
No me respondió, simplemente empezó a reír y asintió.
- Vamos al despacho, ya verás como te cae bien.
Y, sin poderme quitar de la cabeza la sonrisita que habían puesto los dos, seguí a Julián hasta el lugar.
Cinco minutos más tarde, entró el padre en la habitación y cerro cuidadosamente la puerta con llave. Julián se levantó y lo que vi me dejó con la boca abierta. ¡Se besaron en la boca! Como si fueran dos amantes. No me lo podía creer, si de verdad era su padre, y, si de verdad era cura también, aquello tenia que ser el pecado más gordo de todos los pecados que se podían cometer.
Éste es Francisco, papá- dijo Julián nada más despegarse de él.
¿Así que éste es el chico del que tanto hablas en tus cartas? Encantando de conocerte- dijo alargándome una mano grande y fuerte para estrechar la mía.
Encantado- contesté algo cohibido por él.
Veo que eres tan guapo como mi hijo cuenta- dijo sin dejar de mirarme a los ojos y acercándose cada vez más a mí.
Su voz, que antes había sido autoritaria, se volvió suave y dulce. Movió su mano hasta mi cabeza y me acarició el pelo lentamente obligándome a cerrar los ojos para disfrutar mejor de esa sensación tan placentera.
-Vamos al sofá. me susurró al oído.
Se colocó a mis espaldas y cogiéndome por la cintura me llevó hasta el mueble, donde esperó a que yo me sentara para hacer lo mismo a mi lado. Pasó su brazo derecho por mi hombro y, mientras sus dedos se mecían sobre el mío como algas en el mar, con su otra mano, continuaba acariciándome el pelo. Me sentí tan a gusto ahí sentado, protegido y cuidado por el cura, que se me olvidó que en la sala seguía estando Julián.
La mano que me acariciaba el pelo empezó a moverse por mi cabeza hasta llegar al lóbulo de mi oreja, que me tocó momentos antes de descender por mi cuello hasta los botones de mi camisa. Desabrochó uno y acarició mi pecho, desabrochó otro y acarició mi estómago, desabrochó un tercero y acarició mi barriga. Por último, desabrochó el cuarto botón y con suma delicadeza separó los dos lados de mi camisa. Mi pecho quedó al descubierto y de la misma manera como lo hacia en mis brazos, sus dedos se movieron por mis tetillas y mi ombligo.
Sus dedos siguieron bajando, desabrocharon el botón de mi pantalón y abrieron la cremallera. En ese momento, el hombre se incorporó y se hincó de rodillas en el suelo. Con mucha delicadeza me quitó los zapatos, los calcetines, los pantalones y los calzoncillos, dejándome ahí sentado como mi madre me trajo al mundo y con la polla tiesa.
Muy suavemente separó mis piernas y posó la bolsa de mis testículos en su mano. Jugó con ellos y acercó su cara a mi entrepierna donde, muy lentamente, introdujo mi pene en su boca. Se sentía suave y caliente.
-Túmbate bocabajo.- me pidió en susurros mientras se ponía de pie y comenzaba a desnudarse.
Le hice caso y cerré los ojos a la espera de ver qué pasaba. Separó de nuevo mis piernas para colocarse entre ellas y se tumbo sobre mí. Pude sentir el peso y la calidez de su cuerpo y me estremecí de gusto. Pasó sus brazos por debajo de los míos agarrándome en un fuerte abrazo y besó mi oreja. Acto seguido comenzó a hacer fuerza con sus caderas sobre las mías, presionando mi cuerpo y obligando a mis partes bajas a frotarse contra el sofá. ¡Qué delicia! Lo hacia muy lentamente pero con ritmo y, cada vez que hacía fuerza, podía sentir perfectamente la forma de su pene sobre mi espalda.
Soltó uno de mis brazos y acercó sus dedos a mi boca con la clara intención de que se los lamiera. Hice lo que me pedía y, después, los llevo hasta mi culo donde, uno a uno, los fue metiendo en mi ano. ¡Qué delicadeza! Lo hizo con tanto cuidado que no sentí ninguna molestia. Y lo mismo ocurrió cuando de la misma manera sustituyó los dedos por su pene.
Volvió a abrazarme de la misma manera que al principio y retomó las lentas sacudidas sobre mi cadera. Mi pene volvió a friccionarse de nuevo con el sofá mientras el suyo entraba y salía de mi culo. ¡Qué gusto! Su miembro se deslizaba suavemente hacia mi interior y salía de nuevo hacia afuera. Ese movimiento, junto con el peso de su cuerpo, era toda una delicia.
Poco a poco, el ritmo de sus embestidas aumentó. Cada vez más, su pene entraba y salía un poquito más rápido. Su cuerpo, al mismo tiempo, presionaba aun más el mío sobre el sofá y las descargas de placer que se iniciaban en mi pene gracias a la fricción con la tela se hacían cada vez más fuertes.
-¿Te gusta?- me susurró el padre del cura en el oído
- Sí.
Giré mi cabeza y vi como, desde el sillón de enfrente, Julián nos miraba mientras masturbaba su propio pene. No pude evitar preguntarme has qué punto podía llegar la desviación de ese curita de pueblo. Y tampoco pude evitar excitarme aun más al contemplarle haciendo aquello.
Las embestidas de su padre fueron a más. Pronto adquirieron un ritmo frenético y el sonido que provocaba su pene al entrar y salir de mis intestinos se hizo bastante audible. El sacerdote comenzó a gemir en mi oído y, en un momento dado, me ensartó como nunca antes nadie había hecho, aplastándome contra el sofá. Casi me corrí del gusto mientras él lo hacia dentro de mí.
Después de unos segundos de descanso, se separó de mí con la misma delicadeza con la que antes se había unido y me ayudó a darme la vuelta para quedar boca arriba. Él se colocó de rodillas a mi lado, a la altura de mi pene y, sin ningún temor a la ira de Dios, lo engulló con la boca. ¡Qué suavidad! Su boca se movía sobre con el mismo ritmo frenético con el que antes me había sodomizado. ¡Qué delicia! Mi pene entraba y salía tan rápido que las sacudidas de placer se volvieron una sola. ¡Qué gusto!
Y de la misma manera que él, yo también me corrí. Durante unos segundos estuvo saboreando mi semen sobre mi pene hasta que me lo dejó bien limpio. Después se puso de pie y le dijo a su hijo:
-Quiero ver más a tu amigo.