El cura y yo (4)
Mi primer trío en una iglesia.
El cura y yo IV.
Al día siguiente llegué temprano del trabajo. Julián me había pedido que fuese ese día a la iglesia y no quería ir muy sucio. Mi mujer estaba en casa escuchando la radio y tejiendo algo con lana, muy probablemente algún jersey. Le di un beso en la mejilla, de la misma manera como hacía siempre que volvía a casa, y me fui a duchar sin preocuparme lo más mínimo de nada. No teníamos graves problemas económicos, estábamos completamente sanos y nuestro matrimonio era totalmente feliz. ¡Y cristiano! Mi mujer era adicta a los dictados del papa y disfrutaba llevando, y haciéndome llevar, una vida muy santa. Deseaba tanto estar libre de pecado que, aconsejada por nuestro cura y para no caer en la lujuria, sólo lo habíamos hecho tres veces en los pocos meses que llevábamos casados porque, si se hubiese quedado embarazada en una de ellas y hubiésemos seguido copulando, habríamos caído en el gravísimo pecado de la fornicación. Algo así, parecería una pesadilla para cualquiera pero para mí, gracias al santo padre, era un gran alivio ya que, de esa manera, podía estar en plena forma para dedicarme a la oración en la iglesia.
Sentado junto a mi mujer, esperé a que llegase la hora acordada con Julián para ir a visitarle. Uno al lado del otro, con mi cabeza apoyada sobre su hombro, escuchamos en la radio una telenovela aburridísima y con un argumento retorcido en la que la protagonista ponía el grito en el cielo porque se acababa de enterar de que su marido le ponía los cuernos con otra.
-Yo puedo estar tranquila.-Me dio un beso cargado de amor.- Sé que tú nunca lo harías.
Y tenía razón. Nunca se me pasaría por la cabeza ponerle los cuernos con otra tía. Menuda estupidez sería. ¿Dónde iba a encontrar yo a otra mujer como ella, cariñosa, atenta y complaciente? Evidentemente en ningún sitio. Sin embargo, no pude reprimir un ligero sentimiento de culpa por lo que hacía a sus espaldas cuando me iba de casa. Era algo beata pero se merecía ser feliz y, seguramente, enterarse de que su marido le ponía los cuernos todas las semanas con el cura del pueblo la haría sentirse muy desgraciada. Pero, ¡qué coño! yo también merecía ser feliz. Yo también merecía tener derecho a disfrutar de las cosas que me gustan y a disfrutar del tipo de placer que requería mi cuerpo. Me había tocado vivir en una época injusta y quería remediarlo tanto como fuera posible. ¿Qué problema habría mientras ella no lo supiese? Ella sería tan feliz como yo y no tendría necesidad de reprimir una parte de mí. Le devolví el beso tan cargado de amor y ternura como el que ella me había dado a mí y me juré que haría todo lo posible para que ambos pudiésemos disfrutar la vida.
Cuando llegó la hora convenida, le di otro beso en la frente y me despedí para ir a la iglesia. ¡Al fin volvía allí sabiendo que lo que iba a ocurrir me gustaría! Con las manos en los bolsillos y la puerta de casa cerrada detrás de mí, inicié la sagrada peregrinación a la casa del señor. Por el camino, no me crucé con nadie probablemente porque, a esas horas, el tiempo no animaba a ello. Acababa de anochecer, soplaba el aire y hacía algo de frío. Por suerte para mí, yo no lo sentía. Los pensamientos que pasaban por mi cabeza me lo impedían. No podía dejar de recordar los cuerpos de Julián y de Ángel revolcándose en los bancos de la iglesia y no podía reprimir los recuerdos del placer que sentí espiándoles desde el confesionario. Sabía que Ángel volvería a ir en esa ocasión y sabía que, esa vez, no tendría que estar oculto. Sólo con eso, me bastaba para ir caliente por la calle en un día tan frío.
Menos de diez minutos después de haber iniciado la marcha, protegido por la inmensa pared de la iglesia, toqué cinco veces en la puerta de la construcción. Esa era la nueva señal de seguridad impuesta por Julián para evitar tener que volver a cancelar nuestros encuentros. Ninguno de los dos quería tentar a la suerte y pasar por la misma angustia de saberse pillado por un desconocido. Por eso mismo, no me sorprendió que la puerta de la iglesia estuviese cerrada con llave.
Julián no tardó en abrirme. Iba vestido como casi siempre que llevaba algo puesto, con el hábito de cura, y su cara estaba iluminada por la misma sonrisa lujuriosa que ponía cuando nos quedábamos a solas. Cada vez lo tenía más claro, él no era un ministro al servicio de Dios sino un enviado de Satanás. Seguro que, si seguía sus indicaciones, me redimiría de mis pecados y las puertas del verdadero paraíso se me abrirían.
-Bienvenido a la casa del Señor.- Saludó Julián de la manera más lasciva que fue capaz.
Quise devolverle el saludo pero rápidamente, casi como un rallo, cubrió mi boca con su mano.
- El señor, en su infinita sabiduría, ha considerado oportuno que hoy no se hable aquí.- Añadió mientras me empujaba dentro de la iglesia.
Cerré mi boca dispuesto a seguirle el juego, seguro de que hacerlo merecería la pena, y el aprovechó mi silencio para cerrar la puerta con llave. Quise asomarme a la nave central para ver si Ángel ya estaba allí pero Julián volvió a agarrarme del brazo y me lo impidió. Se colocó a mis espaldas y, con una voz muy dulce y suave, me susurró al oído.
- Ayer viste mucho, hoy, no verás nada.
Metió su mano en el bolsillo de su sotana y sacó un largo pañuelo negro, que ondeó delante de mi cara para que lo mirase bien. Fue lo último que vi antes de que me cubriese los ojos con él y me dejase en la más absoluta ceguera. Sin poder ver nada, como era de esperar, presté una mayor atención a lo que oía y pude apreciar el sonido amortiguado del aire chocando contra las paredes de la iglesia. También presté una mayor atención a lo que notaba en mi piel cuando Julián apoyo su suave mano sobre mi hombro y empezó a guiarme por la iglesia. Con pasos cortitos para que no me cayese, avanzamos por lo que me pareció el pasillo central de la iglesia hasta el altar.
-Cuidado con el escalón.- Volvió a susurrarme al oído.
Le hice caso y llegamos al corazón de la iglesia, al lugar más importante donde se llevaba a cabo la consagración del pan y del vino. Se apartó un momento de mí y me dejó allí, quieto, de pié y sin saber qué iba a pasar. Aquello me gustaba porque era como un misterio excitante que deseaba resolver. Sabía que lo que me aguardaba sería muy placentero y me moría de ganas por saber qué sucedería.
Pronto noté como mis zapatos eran desabrochados. Pensé que sería Julián, pero sabía que Ángel podía andar por allí también y ser él el que me estaba tocando. Alguno de los dos, con algo de ayuda de mi parte, me quitó los zapatos y los calcetines muy lentamente, dejando que sus manos acariciasen mi piel. Quedé descalzo sobre el suelo de la iglesia y sentí el fresco del mármol. Aquello fue algo incómodo pero, a los pocos segundos, me olvide cuando noté, sin ningún margen de duda, un dedo de Julián paseándose por mi cuello. Era tan suave que nadie que lo hubiese tocado alguna vez podría confundirlo. Desabrochó los dos primeros botones de mi camisa y jugó con los pelillos de mi pecho, haciendo circulitos y enredándose en ellos. Siguió desabotonando sin perder la oportunidad de rozarme con las yemas la tripa y provocándome unas cosquillas muy agradables. Se deshizo del último botón, apoyó sus manos sobre mi vientre y, lentamente, palpando mi piel, las fue subiendo hasta mis hombros. Me quitó la camisa y me dio un suave beso en los labios.
Sólo llevaba puestos, en ese momento, los pantalones y, en poco tiempo, dejé de saber dónde estaban. Julián se deshizo de mi cinturón de una manera algo bestia y, por lo que pude oír, lo lanzó bastante lejos. Por suerte, con los pantalones, fue algo más delicado, tenían cremallera y el momento más erótico de toda mi vida podría haberse convertido en la experiencia más desagradable que jamás hubiese tenido. Abrió el botón de la prenda con la misma suavidad con la que antes había desabotonado la camisa. Posó uno de sus dedos por encima de la cremallera y, lentamente, lo fue deslizando hacia abajo dejando que los dos lados del cierre se separasen solos y rozando, por encima de la tela de mis calzoncillos, la piel de mi pene.
No le hizo falta bajarme la prenda porque ella sola se deslizó por mis piernas. Julián colocó sus manos en mis caderas y se aseguró de que mis calzoncillos fuesen a parar al mismo lugar que mis pantalones. Mi pene quedó totalmente al aire, completamente enhiesto y apuntando al cielo. Sin poder ver, podía sentir el suave roce de la poca brisilla que había en la iglesia acariciando mi cuerpo. Era una experiencia muy agradable en la que incertidumbre y sorpresa se mezclaban a partes iguales.
Julián sacó mis pantalones y calzoncillos de mis piernas y quedé completamente desnudo en mitad de la iglesia a la vista de dioses, santos y herejes. Mi cura, pegó su cuerpo a mí de manera que su báculo, fuerte y poderoso, quedó casi encastado entre mis nalgas y, muy suavemente para que no me cayera, me apremió con un suave empujón en el brazo a caminar. Di cuatro pasos y mi vientre topó con el altar. Apoyé mis manos y aprecié que habían colocado sobre él lo que parecía una manta.
-Súbete. Me susurró Julián.
Le hice caso y me senté sobre él con las piernas colgando hacia fuera. Julián me hizo girar un poco y me tumbó boca arriba. Estiró mis brazos como si me fuese a crucificar y separó mis piernas. Me sentí muy cómodo, como si estuviese tumbado sobre una cama. Pronto noté unas manos extrañas tocándome los pies. La piel era más áspera que la de Julián por lo que supuse que debía ser Ángel. Sus manos acariciaron mi tobillo derecho y, poco a poco, se deslizaron por mi pierna como si su dueño tampoco pudiese ver y quisiese percatarse de su forma. Cuando llegó a mi ingle, evitó rozar mis genitales y sus manos se posaron de nuevo sobre mi vientre. Acarició mi barriga y mi pecho, palpando cada músculo y cada hueso. Mientras lo hacía, por la posición de sus manos, me di cuenta de que Ángel iba girando alrededor mío. Cuando llegó a la cabeza, sus manos se posaron sobre mi pecho y sus dedos acariciaron mis tetillas como queriendo pellizcarlas pero sin llegar a hacerlo. Aquello me gustaba porque, aunque era una sensación algo diferente a la del sexo, era igual de agradable.
Los labios de Ángel se posaron sobre los míos. Eran cálidos y húmedos pero no pude descubrir más porque enseguida se apartó de mí. Sus manos continuaron con su tarea de acariciar mi torso. Pude sentir el suave roce de su piel deslizándose de nuevo hacia mi vientre y, de la misma manera como hizo antes, evitó tocar mi pene y mis testículos posando directamente sus manos sobre mi pierna izquierda que también acarició hasta llegar a mi pie.
Con un suave pellizco en el dedo del pie gordo, sus manos se despidieron de mi cuerpo y, durante unos breves instantes, me sentí solo en aquella iglesia. Oí como alguien se subía conmigo al altar y se colocaba entre mis piernas. No sabía quién era pero el convencimiento de que iba a pasar algo interesante incrementó mi excitación. Pasaron varios segundos y nada ocurrió hasta que escuché los pasos de alguien que se acercaba por detrás de mí.
- Levanta un poco la cabeza.- Dijo la inconfundible voz de Julián.
Como siempre, le hice caso y él se subió al altar sentándose con las piernas cruzadas bajo mi cabeza de manera que éstas me sirvieran de almohada. Era una postura bastante cómoda. Julián estaba completamente desnudo con el pene, bastante tieso, apoyado sobre la tela que cubría mi sien. Me sentí en una nube hecha de placer.
Noté la respiración de Ángel en mis ingles y una suave brisa hizo que la bolsa de mis testículos se replegase formando una masa suave y esponjosa. Noté como su lengua se posaba sobre ella y hacía pequeños círculos sobre mi piel como si estuviese analizando el terreno. Poco a poco, muy lentamente, recorrió de abajo a arriba la línea que divide en dos la bolsa de mis testículos. Su boca se abrió sobre ellos y los engulló un poco. Dejó que sus labios se pegasen bien a mi piel y los cerró después. ¡Qué gusto! Me encantaba la sensación cálida de su saliva y el posterior fresquito que provocaba su respiración sobre mi escroto húmedo. Aquello era una experiencia increíble que mejoraba cada vez más.
Apartó su boca de mis testículos y volvió a abrir sus labios pero esta vez sobre uno de ellos, que reposó entero dentro de su boca donde la lengua lo acarició en toda su extensión. Hizo lo mismo con el otro y luego limpió con los labios el exceso de saliva que había sobre mi piel. Cuando terminó, la posó sobre la base de mi pene y, tan lentamente como hizo antes, lo recorrió hasta que llegó a la punta. ¡Qué delicia! Era delirante sentir esa humedad en mi glande.
Imaginé que continuaría lamiéndomela pero me llevé una sorpresa cuando su lengua continúo subiendo. Lamió mi pubis y lamió mi vientre. Su lengua ascendía por mi cuerpo en zigzag parando de vez en cuando para darme algún beso. Sus labios, que eran muy suaves, se cerraron sobre uno de mis pezones y succionaron como si intentasen extraer leche de él. Frustrados por no lograrlo, continuaron subiendo hasta mi cuello donde dejaron paso a su lengua que, con mucha parsimonia, lo recorrió de una lado al otro. Mi barbilla tampoco se libró de su exploración y fue lamida antes de que su boca llegase al fin a la mía. Sus labios se volvieron a posar sobre los míos y su lengua se abrió paso entre ellos para llegar al interior de mi boca. ¡Qué sabor! Su saliva era muy dulce y no pude evitar buscar más, por lo que empujé su lengua fuera de mi boca y metí la mía en la suya. Aquello era una delicia pero Ángel no me dejó disfrutar mucho de ello. Separó su boca de la mía y succionó mi otro pezón. Lamió de nuevo mi barriga y, con pequeños besos, fue bajando desde mi ombligo hasta mi pene, donde culminó su camino con otro suave beso en la punta del glande.
Esta vez, sí hizo lo que esperaba. Sus labios se abrieron y, poco a poco, se deslizaron por mi pene dejando que éste entrase en él. Podía sentir la calidez de su boca, la humedad de su saliva y la suavidad de su piel. Su nariz se apoyó sobre los pelillos de mi pubis y sus labios llegaron hasta el final de mi pene. Lentamente, lo recorrió en sentido inverso hasta que dejé de notar su boca. Durante unos segundos la eché de menos, pero me olvidé de ella cuando noté como sus dedos agarraban por la base mi miembro. Muy despacio, fueron ascendiendo hasta llegar al glande. Se pasearon por él, palpando toda la piel y explorando todos los rincones. ¡Qué placer! Hubiese eyaculado en ese mismo momento si no hubiera sido porque Ángel paró.
-Date la vuelta.- me pidió Julián.
¿Qué otra cosa podía hacer yo que no fuera hacerle caso? Me di la vuelta, con algo de ayuda de Ángel que estaba entre mis piernas y no quería darle una patada, y me tumbé de la misma manera en la que estaba antes pero boca abajo. Mis brazos quedaron igual de extendidos con las palpas hacía arriba, mis piernas quedaron igual de abiertas dejando que mis nalgas estuviesen a la vista del crucificado y mi cabeza quedó igual de apoyada sobre las piernas de Julián, sólo que esta vez mi nariz sentía las cosquillas provocadas por los pelillos de sus testículos.
-Abre la boca.- Susurró Julián levantándome la cabeza y apoyando su pene en mis labios.
Abrí la boca y dejé que su pene me entrase hasta que mi cabeza quedó apoyada de nuevo sobre sus piernas. No me moví ni hice nada parecido. Me quedé quieto, con su pene dentro, acariciándoselo con la lengua. Mientras tanto, Ángel posaba sus manos sobre mis nalgas y las separaba. Dio un pequeño soplido a mi ano que me sobrecogió y me lo lamió. Como un ariete que intenta reventar la puerta de una fortaleza inexpugnable, la punta de su lengua se posó sobre mi agujero e hizo toda la fuerza que pudo para entrar. Como no lo logró, adoptó otra estrategia más sutil. Sus labios se dejaron sentir sobre mi ano, acariciándolo y dándole tiernos besos que me volvían loco. Su lengua lamió uno de los lados de mi ano, luego el otro e hizo algo de presión en el centro dejando que se dilatase lentamente. Por su boca, se escapaba algo de saliva que le ayudaba a conseguir profanar mi interior. Poco a poco, lamida a lamida, su lengua se abrió paso hacía mi interior. ¡Qué gustito!
Cuando fue capaz de meterla y sacarla sin problemas, se sumó a la tarea uno de sus dedos que, convenientemente ensalivado, llegó un poco más adentro. A ese, le siguió otro y, poco a poco, el agujero de mi ano se fue ensanchando. Cada cierto tiempo, Ángel acercaba su boca a mi esfínter y dejaba caer algo de saliva para facilitar aun más la labor de sus dedos. Uno más se unió a ellos con algo de dificultad que pronto fue superada.
- Ponte a cuatro patas. Me pidió Julián.
Sin sacarme su pene de la boca, me coloqué como me había dicho. Los dedos que profanaban mi ano desaparecieron y, en su lugar, sentí la suave piel del glande de Ángel. Dio un pequeño empujón y su pene se abrió paso a mis entrañas. Lentamente fue entrando hasta que sus caderas chocaron con mis nalgas. No me dolió, ni siquiera un poco. Después de esperarse algunos segundos para asegurarse de que todo iba bien, Ángel me la sacó muy despacio hasta que quedó completamente fuera. Volvió a posar su glande sobre mi ano y volvió a empujar. Esta vez entró un poco más rápido y sus caderas volvieron a chocar conmigo. Mientras tanto, Julián puso sus manos bajo mi cabeza para que me sirvieran de apoyo y, poniéndose de rodillas sobre el altar, comenzó a bombear su pene en mi boca.
Más o menos los dos seguían el mismo ritmo. Cuando el pene de Ángel tocaba fondo, mis labios saboreaban el glande de Julián y, cuando el cura llegaba a mi garganta, notaba la punta del beato en mi ano. Era un continuo entrar y salir. ¿Podía existir algo mejor que aquello? Me sentía en el paraíso, totalmente colmado de felicidad. Ángel me la metía y me la sacaba cada vez más rápido y Julián hacia lo mismo. Los dos penes entraban y salían de mi cuerpo provocándonos a los tres oleadas de placer.
Ángel rompió la sincronización y aumentó el ritmo con el que me penetraba. Su pene entraba y salía cada vez más rápido. Su respiración se hizo lo suficiente fuerte como para que pudiese oírla y, de vez en cuando, se le escapaba algún gemido de placer. No iba a tardar en eyacular. Sus dedos, apoyados sobre mis nalgas, apretaban mis músculos con más fuerza de lo normal. Su ritmo se volvió delirante. Cada vez, imprimía mayor fuerza a su empuje para llegar más adentro. Finalmente, dio un gemido más fuerte de lo normal y, sin dejar de bombearme, llenó mis entrañas con su semen. Lentamente, redujo el ritmo con el que me penetraba hasta que quedó quieto dentro de mí y fue su pene el que se salió solo cuando se quedo completamente flácido.
Mientras tanto, Julián continuaba a su ritmo disfrutando de mi boca. El cura iba con algo más de cuidado para evitar que la intromisión de su pene me provocase arcadas pero, aun así, parecía disfrutar tanto como Ángel. Cada vez que su pene entraba, yo aprovechaba para presionarlo contra el paladar con mi lengua. Se notaba que aquello le gustaba porque sus sacudidas se hacían más intensas. Pronto empezó a jadear sin disimulo; el cura de nuestro pueblo no se reprimía cuando fornicaba delante del hijo de Dios. Comenzó a moverse más rápido y yo, para que disfrutara más, comencé a hacer fuerza con la cabeza para que su pene llegase más adentro. Pude sentir como su pene traspasaba mi campanilla y se introducía en mis profundidades. Al poco rato, Julián también eyaculó llenando mi boca con su semen. Quise tragármelo mientras continuaba chupando pero no fui capaz de lograrlo. Tuve que esperar a que su pene perdiera rigidez y se saliera de mi boca para poder hacerlo.
En aquellos momentos, más cachondo no podía estar. Me habían tocado, lamido y chupado. Me habían penetrado y me habían eyaculado en la boca y en el culo. ¿Cómo no iba a estar cachondo? Por suerte, no fueron crueles y no me dejaron así.
-Date la vuelta otra vez.- me pidió Julián de nuevo pero con la voz un poco más entrecortada por el cansancio.
Volví a darme la vuelta y me volví a tumbar boca arriba con las piernas abiertas. Julián ya no estaba bajo mi cabeza y pude oír como los dos se bajaban del altar y se colocaban a cada uno de mis lados. Julián agarró mi pene con dos dedos y lo puso de pie. Noté como los dos cuerpos se apoyaban sobre la tela y noté el tacto de algún pelillo de la barba de Ángel mal afeitado sobre mi cadera. Casi me da un infarto cuando sentí como las lenguas de los dos se posaban sobre mi glande. ¡Qué morbo! Dos tíos me la estaban lamiendo al mismo tiempo. Era espectacular. Una lengua se movía por uno de los lados de mi pene y chocaba con la otra que hacía lo mismo. Se volvían a mover y chocaban por el otro lado. Bajaban y subían a lo largo de todo mi falo, unas veces al mismo tiempo y otras no. ¡Qué placer! Se centraron en el glande Las dos lenguas se movieron muy rápidamente sobre él sin llegar a chocar. Cosquillas de placer comenzaban a invadir mi cuerpo. Mis músculos se impacientaban y lo demostraban tensándose. La saliva comenzaba a deslizarse por el tronco de mi pene y las dos lenguas continuaban moviéndose de un lado para otro. ¡Qué gusto! Ya no podía aguantar más. Todo lo que había pasado en esa iglesia ese día y lo que me estaban haciendo en ese momento era demasiado para mí. El placer se hizo insoportable, mis músculos se tensaron como nunca y un gemido se escapó de mi boca. ¡Qué orgasmo! Todavía se me pone tiesa sólo con recordarlo. No sé cuánto eyaculé, porque no lo vi, pero estoy seguro de que fue muchísimo.
Julián y Ángel continuaron lamiendo, a un ritmo menor, hasta que mi prepucio volvió a tapar mi glande y les impidió seguir con su tarea. Me senté sobre el altar y me quité el pañuelo. Al fin pude verlos, estaban completamente desnudos con el cuerpo apoyado en el altar, mirándome y sonriéndome. Les sonreí yo también y me di cuenta de que Ángel tenía algo de mi semen en la mejilla. Acerqué mi cara a la suya y, con un beso, se lo limpié
Aquella noche llegué a casa muy contento. Le di un beso a mi mujer y fui al baño a lavarme un poco. Cuando volví al salón, mi mujer había terminado de tejer la lana. Me quedé quieto, sin perder ojo de lo que había hecho. Parecía ser un jersey muy pequeño, pero no lo bastante como para ser para una muñeca. Mi corazón se aceleró como no lo había hecho en todo el día. Con una enorme sonrisa de felicidad, lo levantó para enseñármelo y me dijo algo que no olvidaré jamás.
-¡Vamos a ser padres!