El cura y yo (3)
Después de semanas de incertidumbre, el mirón que descubrió nuestro secreto hace su aparición.
El cura y yo III
Durante un tiempo, Julián y yo dejamos de vernos. Era lo más prudente teniendo en cuenta la situación. Alguien nos había visto y no teníamos ni idea de quién podía ser. Si se chivaba, el escándalo que se armaría sería mayúsculo y, las consecuencias que ello podía tener para nosotros, no las quería ni imaginar.
Para pesar de mi mujer, volví a mi antigua rutina de visitar la iglesia sólo los domingos. Siempre era igual, llegaba, escuchaba la misa y tomaba la comunión. Ese era el único momento en el que me encontraba cara a cara con Julián. Los dos nos mirábamos con la misma expresión de tristeza, me daba la ostia de la misma manera que a todo el mundo y yo me iba por el mismo lugar que los demás. No nos convenía que se notase que alguna vez hubo una relación especial entre nosotros porque, si algún día nuestro mirón se decidía a contarlo, cuanto más distante y fría fuera nuestra relación más difícil le resultaría a alguien creérselo.
Fueron varias las semanas que estuvimos así hasta que, un domingo, Julián alteró nuestra rutina. Antes de dar comienzo a la misa, cuando los feligreses esperan fuera comentando la vida del prójimo en pequeños corrillos, el cura se acercó un momento a mí.
-Ven mañana, al anochecer.
No me dijo nada más y se fue. Me quedé con la intriga de saber qué era lo que quería. Estuve durante toda la misa pensando en ello, pero no se me ocurría nada. Mientras nos sermoneaba, me fijé en su cara y fui incapaz de descifrar su expresión. Tenía el mismo semblante de indiferencia que ponía siempre que daba misa. Como si aquello no fuera con él.
Al día siguiente, cuando el sol comenzaba a ponerse, acudí intrigado a la cita con la esperanza de poder repetir una vez más lo que tanto placer nos había dado. Allí, pude descubrir que él me estaba esperando sentado en uno de los bancos. Me sonrió como si se hubiese quitado un gran peso de encima y no tuviese que preocuparse de nada. Le sonreí yo también un poco dubitativo y se acercó corriendo a mí.
-¡Ven! Te tienes que esconder- Me dijo agarrándome del brazo y arrastrándome por el pasillo central de la iglesia.
-¿Qué es lo que pasa?
-Ahora verás.
Cuando llegamos a la primera fila de bancos, me obligó a torcer y seguir por uno de los laterales hasta el confesionario.
-Métete aquí y que no se note que estás.
Quise preguntarle qué era lo que estaba pasando, pero no me dejó. Cuando iba a abrir la boca me puso un dedo en los labios, me sonrió de nuevo, me empujó dentro y cerró la puerta. Gracias a la rejilla que tenía, desde fuera era muy difícil darse cuenta de que dentro había alguien, pero desde el interior se podía ver perfectamente todo lo que ocurría en el exterior del pequeño cubículo. No tenía ni idea de por qué había querido que me metiese ahí y fingiera no estar, pero estaba claro que algo iba a pasar.
La espera se me hacía eterna pero, por suerte, el asiento del confesionario era comodísimo. Menudo contraste había entre este, acolchado y blandito, y los bancos, duros y de fría madera, donde el populacho se tenía que sentar. Desde la comodidad que ese trono me servía, podía observar como Julián se empezaba a impacientar por algo que todavía no me había sido revelado. Caminaba de una lado para otro a lo largo del pasillo central y jugueteaba con sus dedos nerviosamente. Pero la espera no duró mucho más. Pasados unos minutos, se oyó el ruido de alguien que entra en la iglesia y Julián desapareció de mi vista para ir a mirar. Yo no podía ver desde donde estaba lo que pasaba en la entrada pero podía oír perfectamente el ruido amortiguado de dos voces y el sonido metálico de una cerradura que se cierra con llave.
-Pongámonos cómodos.- Pude distinguir que decía Julián.
Escuché como Julián y quien le acompañase se acercaban por el ruido de sus pasos y no tardé en ver como el cura de nuestro pueblo indicaba a un hombre que se sentase en el banco de la primera fila que más cerca me quedaba. En un principio, no fui capaz de distinguir bien quién era él pero, cuando se sentó y giró un momento la cara hacía el confesionario para mirar lo que le rodeaba, pude reconocerle a la perfección. Era Angelito, un joven cuatro o cinco años más joven que yo al que no se le había conocido ningún romance por el pueblo. Probablemente fuera, como se especulaba entre los vecinos, porque era algo beatillo y quería convertirse en monje.
Ángel era algo alto y espigado. Tenía el pelo de color castaño y rizado. Su cara era bastante normal, cejas finas, nariz recta, tez morena y labios normales. No era increíblemente guapo pero tampoco era feo.
Los dos se sentaron juntos, uno al lado del otro, como la primera vez que Julián y yo nos quedamos solos. Mi curita parecía tranquilo. Tenía una pierna doblada sobre el banco y un brazo apoyado en el respaldo de manera que podía mirar directamente a Ángel. Éste, sin embargo, parecía un poco más incómodo. Estaba sentado sin apoyar la espalda, con los antebrazos estirados sobre sus piernas y las manos agarrando sus rodillas.
-¿Qué tal tu día?- Preguntó Julián con la clara intención de romper el hielo.
-Bien ¿Y el tuyo?
-Un poco aburrido- Puso Julián una mueca de fastidio que pronto dejó paso a una de sus más lascivas miradas.- Pero aun le quedan muchas horas y puede mejorar.
Ángel captó a la perfección los pensamientos que debían rondar por la cabeza de Julián pero, al contrario de lo que hubiese hecho yo, los ignoró y agachó de nuevo la cabeza.
-No estoy seguro de que sea bueno hacer lo que me propusiste.- Susurró débilmente Ángel.
-¿El qué? ¿Follar?- Le preguntó el cura inocentemente sorprendido. ¡Claro que es bueno! ¿No te diste cuenta de lo bien que nos lo estábamos pasando Francisco y yo el otro día? ¡Es algo genial!
¡Él fue quien nos pilló! Acababa de enterarme y no podía dejar de preguntarme cómo había logrado enterarse Julián de quién era. Era algo que le tendría que preguntar.
- Es pecado, podemos ir al infierno.
-¿Pecado? Yo no lo creo así. Si Dios existiese sería un gran cabrón si enviase a alguien al infierno por pasárselo bien de una manera tan inocua para el resto de sus creaciones. Pero aun así, si existe él es tu creador, hagas lo que hagas es su culpa por haberte hecho así. Tú no te preocupes, el que irá al infierno será él.
Las palabras de Julián hicieron sonreír a Ángel. ¡Menudo hereje estaba hecho el cura! Si llega a decir eso en una misa normal, le queman en el mismísimo púlpito.
- Eso es verdad. Es un poco tonto preocuparse por cosas así. Rió Ángel.
-¡Claro que es tonto!-Rió Julián también.- Actúa como si no existiese y después, por si acaso, te arrepientes un poco, rezas tres avemarías y te aseguras el cielo.
Ángel volvió a reír.
-Creo que te haré caso.- Cambió Ángel de opinión.- ¿Qué es lo que tengo que hacer?
-Déjamelo a mí. Yo te enseño.
Julián se acercó aun más a Ángel. Éste parecía algo tenso pero, en el momento en el que el sacerdote se pegó a él y comenzó a besarle delicadamente el cuello, cualquier atisbo de nerviosismo desapareció. Desde mi privilegiada posición pude ver perfectamente como cerraba los ojos y se dejaba llevar por el placer. Superando todas sus dudas, Ángel retorció su cabeza y buscó la de Julián para devolverle la caricia en sus propios labios. ¡Qué beso! Fue mucho mejor que el de las películas que se veían en los cines. Pero no duró mucho. La pasión desbordó a Julián que se separó un momento, se quitó los zapatos con dos acertados pisotones en los talones, levantó un poco el culo del asiento y se sacó la sotana por la cabeza. Salvo por los calcetines, quedó desnudo para Ángel. Y para mí.
Estaba igual que siempre, delgado, no muy alto, blanquito y, como todo cura con buena voluntad de servicio, con la verga enhiesta. La visión de todo aquello provocó que mi pene despertase de la misma manera que el suyo por lo que, con mucho cuidado de no hacer ningún ruido, me abrí la bragueta, me la saqué y comencé a masturbarme tranquilamente seguro de que iba a tener el tiempo suficiente para quedar completamente satisfecho.
Ángel tampoco pudo resistir la visión del cura desnudo e intentó acercarse al miembro del sacerdote pero éste se lo impidió abalanzándose sobre él. Desabotonó la camisa de Ángel en un momento, bajó la cremallera de sus pantalones y se los quitó tirándolos de cualquier manera por allí en medio. Ángel quedó tan desnudo como Julián dejando a mi privilegiada vista contemplar un torso perfecto y un sexo muy apetecible un poco más grande de lo habitual.
Sin resistirse ni un ápice a la lujuria, Julián se abalanzó por segunda vez sobre Ángel estirándole sobre el banco y tumbándose sobre él. Volvieron a besarse aunque, esta vez, de una manera más animal, como si intentasen devorarse la boca el uno al otro. Fue como una guerra que perdió Julián. El cura terminó cediendo para dedicarse a atacar primero el cuello de Ángel, luego sus tetillas y, por último, su ombligo. Ángel no le dejó llegar a más porque, decidido a llevar el mando, se incorporó y se abalanzó de nuevo sobre la polla que tantas veces antes yo había probado.
Ese gesto tan decidido obligó a Julián a reprimir un gemido que probablemente habría sonado demasiado alto y a mí, a acelerar el ritmo de mis caricias. Desde donde estaba, no podía ver muy bien como la engullía pero podía contemplar perfectamente como la cabeza de Ángel se levantaba y se hundía entre las piernas de Julián continuamente. Al poco rato, mi cura posó una de sus manos sobre la cabeza del que le estaba procurando tanto placer e imprimió un ritmo más alegre a la felación.
Aquello no duró mucho porque, para mi sorpresa y la de Julián, Ángel se resistió y abandonó su tarea. Se puso de pie, se escupió un buen salivazo en la mano y esparció el líquido por el interior de sus propias nalgas. Contrariamente a lo que cualquiera hubiese esperado de un beatillo como él, Ángel acababa de dejar claro con aquel gesto que el quería llevar las riendas de la situación y Julián, en lugar de amedrentarse por estar en una posición tan poco usual en él, se excitó todavía más.
Cuando Ángel consideró que estaba listo, se acercó al banco y se puso de rodillas sobre él de la misma manera en la que se puso Julián la primera vez que lo hicimos, dejando que el cura quedase entre sus piernas. Con una mano, sujetó el pene, lo colocó a las puertas de su ano y, sin asomo de vacilación, se sentó sobre él. Aun así, no llegó a entrar mucho porque rápidamente se lo sacó con un gesto de dolor.
-Tranquilo, hazlo despacio.- Le dijo Julián ahogado por el placer.
Por mucho que Ángel quisiese aparentar cierto dominio, era evidente que esa era la primera vez que hacía eso y no tenía ni idea de lo que podía doler hacer las cosas sin cuidado. Por suerte, su primer fracaso no le hizo ceder en su empeño y lo volvió a intentar de nuevo más lentamente. Entró un poco y paró un momento, entró otro poco más y volvió a parar. Todavía le quedaba un trozo bastante más grande que los otros pero el muy cabezota se lo metió de golpe. ¡Qué mueca! Aquello le dolió, se notó en su cara, pero esta vez no retrocedió ni un milímetro y aguantó apretando con sus manos, quizás un poco más fuerte de lo normal, los hombros de Julián. No le costó mucho recuperarse porque, menos de un minuto después, Ángel levantó su redondito culo lentamente liberando de su prisión el báculo sagrado para volverlo a aprisionar a los pocos segundos. Ángel se levantaba y se volvía a sentar, cada vez un poquito más rápido, dejando que el pene entrase y saliese cada vez con mayor facilidad.
Ver aquello era realmente excitante y, de alguna manera influido por aquel espectáculo, aumenté el ritmo con el que me masturbaba. Si en aquella iglesia hubiese habido alguien rezando, seguro que habría oído los chasquidos de mi húmedo pene siendo agitado. ¡Qué delicia poder ver todo aquello! Sin estar participando en lo que hacían, estaba disfrutando tanto como ellos. Masturbarse sin tener que recurrir a la imaginación era una experiencia genial muy novedosa para mí en aquella época. Podía verlo todo y mis ojos estaban siendo deleitados con la visión más excitante que jamás había visto, el hombre que más me gustaba en el mundo estaba penetrando a uno que jamás creí posible que se le pudiera hacer algo así. No podía parar de tocarme, el ritmo al que me veía obligado a reprimir gemidos aumentaba, mi respiración se volvía entrecortada y oleadas de placer invadían todo mi cuerpo. ¡Qué gustito! No iba a poder aguantar mucho más. Cuando escuché un gemido mal reprimido de Ángel, me corrí. Fue una de las eyaculaciones más espectaculares de toda mi vida, para desgracia de la puertecita del confesionario, y quedé tan satisfecho como para sopesar la posibilidad de abandonar mi papel de mirón para descansar un poco pero, por suerte, seguí mirando.
Ángel seguía con su tarea de penetrarse a sí mismo con el pene de Julián. En esos momentos, el ritmo era bastante rápido y la cara de los dos reflejaba placer. La de Julián, quizás, reflejaba un poco más pero éste no era tan acuciante como para impedirle lamer el pecho de Ángel. Los dos se lo estaban pasando estupendamente y Ángel correspondió a la lamida con un formidable beso en la boca. Julián movió una de sus manos para agarrar el pene de Ángel, que botaba alegremente tieso sobre su pecho, y comenzó a masturbarlo. Sin embargo, no duró mucho en su propósito porque el orgasmo se acercaba también a él. Los pies del cura se estiraron, sus músculos se contrajeron, su cuello se estiró y su cabeza quedó mirando al cielo en completo éxtasis. Un gemido continuado y no peligrosamente fuerte escapaba por su boca, en la que se podía apreciar, por el brillo, un fino hilo de baba. Por su lado, Ángel, que no perdía detalle de lo que le ocurría al cura, redujo lentamente el ritmo de la penetración hasta que quedó tranquilamente sentado sobre las piernas de Julián.
El espectáculo, sin embargo, aun no terminó. Ángel se puso de pie y acercó su pene a la cara de Julián. El cura, con el pene ya flácido y dispuesto a devolver el placer que le había dado, abrió la boca y suavemente dejó que entrara hasta que su nariz rozó el pubis de Ángel. La visión de aquel pene perfecto con su glande completamente libre y su tronco apuntando hacia el cielo rozando los carnosos labios de Julián y entrando en su caliente boca me volvió a excitar. Julián colocó sus manos sobre las nalgas de Ángel, que estaban cubiertas por una ligera capa de resplandeciente vello, y comenzó a deslizar su boca a lo largo del pene. Lentamente, Julián dejaba que el pene saliese casi por completo y se lo volvía a meter igual de despacio, dándole tiempo a la lengua para que pudiese acariciarlo completamente. Poco a poco, el ritmo fue aumentando y, de igual manera como hizo Julián antes, Ángel comenzó a reprimir mal sus gemidos. Mientras que la cara del cura reflejaba la entrega característica de su profesión, la de Ángel mostraba un gran placer. La mano de Ángel que quedaba más lejos de mí acariciaba pasionalmente el cuello y el omoplato de Julián como intentando empaparse de la suavidad de la piel que tocaba. Su boca permanecía abierta para recuperar el aire que perdía más rápido. Aquello, como le hubiese pasado a cualquiera en su lugar, le estaba gustando mucho. Y todavía le gustó más cuando Julián aumentó el ritmo de lo que hacía. Su cara se desencajó y, poco tiempo después, llegó también al orgasmo.
Ángel quedó exhausto pero bastante feliz, se le notaba en la cara y Julián continuó lamiendo hasta que el pene se quedó completamente blando. Después, Julián se levantó y abrazó a Ángel. Los dos se fundieron en el último beso que vería aquél día y que, mas tarde, sabría que contenía en su interior el semen de Ángel. Cuando hubieron terminado, los dos se sentaron en el banco y el espectáculo se acabó.
La iglesia se sumió en el silencio hasta que Julián habló.
- Te absuelvo de todos tus pecados en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.- Sentenció el cura sonriendo.- Ahora vístete y vete a casa. Ven mañana cuando anochezca y te presentaré a un amigo.
Los dos se vistieron y se alejaron de mi campo de visión. Pude oír de nuevo el sonido metálico de una cerradura y los murmullos de la despedida. La puerta se volvió a cerrar y pude escuchar claramente como alguien corría a lo largo de la iglesia. Pocos segundos después Julián abría la puerta que me escondía.
-¡Éste ya no se chiva!- Exclamó alegremente con una sonrisa de oreja a oreja.
-¿Cómo supiste quién era?
-Secreto de confesión. Dijo de la manera más profesional que pudo.
Sin embargo, su expresión cambió cuando vio mi pene totalmente tieso. Se abalanzó sobre él y aquella fue la última vez que estuvimos los dos solos en aquella iglesia.