El cura y yo (2)

Una aventura más con el cura de mi pueblo.

El cura y yo II

Después de mi boda, mis visitas a la iglesia se hicieron cada vez más frecuentes. Si antes iba sólo los domingos, desde que tenía mujer iba por lo menos dos o tres veces a la semana y, si no hubiese sido porque tenía que trabajar, no me hubiera importado visitar la casa de Dios todos los días. Y a mi querida esposa tampoco, ella era feliz de que viviese la fe de su misma manera. Le encantaba apremiarme para que visitase al cura del pueblo cuando tenía tiempo libre y yo, encantado de lo buena que era, le daba un tierno beso en la mejilla, le decía hasta luego y me iba a ver a Julián.

Un día cuando llegué a la iglesia, Julián hablaba con una anciana que estaba casi siempre allí. Cuando me vio, me saludó y me dijo que le esperase dentro. Yo, como buena oveja que sigue a su pastor porque sabe que le dará de comer, le hice caso y entré. Era el atardecer del verano y el sol se encontraba bastante bajo por lo que su luz llegaba directa a las vidrieras llenando el lugar de color y otorgándole un toque festivo ideal para lo que iba a ocurrir allí. Mientras esperaba me di una vuelta por la nave para matar el aburrimiento de la espera. Contemplé los santos que había a un lado, contemplé los que había al otro, conté los bancos y me acerqué al altar. Suspiré de aburrimiento. Julián aun no había recogido las ostias y el vino por lo que, teniendo en cuenta que la misa había acabado hacía más de una hora, llevaba hablando con esa mujer una eternidad. ¿Por qué no se irá a su casa de una vez? ¿No sabe que Dios está en todas partes y que allí también le encontrará?

Preguntándome cosas como esas estaba cuando oí como cerraban la puerta. Miré hacía el lugar de donde procedía el ruido y vi como Julián aparecía por la puerta que da a los bancos y me sonreía. Unos pocos segundos después, sin dejar de mirarme, se quitó toda la ropa y quedó desnudo. ¡Menudo espectáculo para la vista! Era imposible cansarse de verlo. Se acercó lentamente hasta donde estaba yo, despreocupadamente como si fuese lo más natural de mundo, cogió un puñado de ostias y se las comió con glotonería.

-¿Quieres unas pocas? Son el cuerpo de Cristo, seguro que te ayudan a no caer en el pecado.

-Dudo que eso pueda evitar que peque ahora mismo.- Le contesté rechazando lo que me ofrecía y acercándome a él.

-Menuda lástima. Bueno, cuando hayas terminado de violar los preceptos de nuestro amado señor, me lo dices y te confieso.- Se rió mientras estiraba el cuerpo para coger el cáliz con el vino. –Así no irás al infierno.

Me puse frente a él y le miré de la manera más lasciva que sabía. Él dio un trago largo al vino sin preocuparse de que éste se le escapase por las comisuras de la boca y le resbalase por el cuello, el pecho, la barriga y el pubis. ¡Menudo hereje estaba hecho! No pude contenerme más, me lancé contra su boca como si el demonio me hubiese poseído, sorprendentemente sabía a galleta, y poco a poco fui limpiando todo rastro de vino. Cuando llegue a su pecho, me deleité un ratito con cada una de sus tetillas y, como agacharme más se me hacía incomodo, le cogí por la cintura y lo levanté hasta que quedó sentado en el altar. De esa manera ya podía seguir con lo mío tranquilamente. Lamí lo que quedaba del rastro de vino lentamente, deleitándome con el sabor de cristo, hasta que llegué al ombligo, que besé con cariño. Me incorporé hasta que nuestros ojos quedaron a la misma altura, nos miramos y le empujé suavemente en los hombros para que se tumbase en el altar.

Se dejó hacer y yo me dispuse a hacerle algo que nunca antes le había hecho. Su pene estaba duro como una roca y apuntaba como una flecha potente y orgullosa a su cara. Sin ningún tipo de remilgo, se lo cogí y me lo metí en la boca hasta que mi nariz se hundió en su bello púbico. ¡Qué bien olía! Comencé a sacármela lentamente, asegurándome de que mis labios le rozasen toda la piel y provocándole con ello estremecimientos de placer. Rozaba con mi lengua su glande, acariciaba su frenillo y la metía entre los pliegues de su enrollado prepucio. ¡Qué sabor y suavidad! Me la metía, la sacaba y me la volvía a meter elevando el ritmo mientras él suspiraba y gemía cada vez más. Pero no quería que todo se acabase tan rápido por lo que, cuando él estaba a punto de tocar el cielo, paré y le di un besito en la punta del glande.

-Creo que bastará con esto por ahora.- le dije.

Se incorporó e hizo un mohín de fastidio, pero rápidamente volvió a su cara una sonrisa traviesa.

-Me toca a mí- Dijo antes de darme un mordisquito en la nariz.

Se levantó y me desnudó. Primero me desabotonó la camisa dejando al descubierto mi torso. ¡Qué suaves eran sus dedos! Luego me desabrochó el pantalón y lo dejó caer. Me obligó a quitarme los zapatos y los calcetines y paró un momento para contemplar su obra. Parecía que le agradaba lo que veía porque su pene continuaba erecto, y el mío también. Después de darle el visto bueno a su obra, me quitó lo que quedaba de ropa y se colocó a mis espaldas. Podía sentir perfectamente el calor de su falo en la raja de mi culo y empecé a temerme lo que vendría después.

-Ahora apóyate en el altar- me susurró en el oído.

Le hice caso. Me apoyé donde me había dicho con los codos flexionados y el culo en pompa. En la postura en la que me encontraba, podía contemplar claramente al cristo crucificado que presidía la iglesia y su cara, iluminada por la vidriera rojiza que había en la pared de enfrente, parecía la de una persona avergonzada por tener algún pensamiento libidinoso. No pude evitar recordar que Jesús nunca se casó y todos sus apóstoles eran varones.

Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando sentí que Julián empezaba a restregarme un dedo húmedo por el ano. Me hacía pequeños círculos, pausadamente, dejando que todo se humedeciera bien. Pronto, el dedito comenzó a hacer presión hasta que se metió. Qué sensación más rara, era algo incómoda pero, sin saber por qué, me daba gustito. Dejó el dedo un rato ahí, sin moverlo y, cuando ya me había acostumbrado tanto a él que ni lo notaba, repitió el mismo proceso con otro dedo hasta que me metió tres. Me gustaba aquello pero Julián se cansó y me los sacó todos.

-Ha llegado la hora de redimirte pecador. Recibe mi sagrado cuerpo para poder ir al paraíso con nuestro amado Dios.- Dijo por todo lo alto el cura recién convertido en Mesías.

Y sin ningún tipo de vacilación, como el juez cuando juzga, metió su pene donde antes tuvo los dedos. No era muy grande, pero se notaba perfectamente su presencia y ¡Cómo me gustaba! Me sentía muy bien teniéndole a él dentro y mejor se sintió cuando empezó a moverse. ¡Qué gustito! Nunca imaginé que se pudiese sentir tanto placer haciendo eso en ese sitio. Y él parecía disfrutar más. No podía verle la cara, pero se notaba en sus gemidos, que aumentaban de volumen a medida que él aumentaba el ritmo.

Quise tocarme, pero retiró mi mano y la sustituyó por la suya. ¡Qué sensación! Nunca antes había sentido tanto gusto. Oleadas de placer como corrientes eléctricas inundaban mi cuerpo y se hacían más intensas cada vez que me embestía. Me sentía en el paraíso, lleno y en comunión con el mundo. Julián gemía como nunca antes lo había hecho. Su ritmo se volvió frenético hasta que, con un grito ahogado, me la clavó hasta el fondo y la dejó allí inundándome las tripas. ¡Qué placer! Eso fue lo que colmó el vaso y ya no pude contenerme más. Me corrí yo también, de una manera brutal pringando sus manos con mi semilla. Pero él no paró ahí, bombeó durante un pequeño rato más hasta que se cansó y quedó tumbado sobre mi espalda.

No me la sacó, me la dejó dentro hasta que su circulación se relajó y salió por ella misma. Los dos nos incorporamos y comenzamos a vestirnos cuando, de repente, oímos los chirridos de las bisagras y el golpe de la puerta que se cierra. Nos miramos el uno al otro.

-Alguien nos ha visto- Susurró Julián asustado.

-¿No cerraste la puerta con llave?- Le pregunté incrédulo.

-No.

Los dos nos quedamos helados ante la evidente verdad. Nos habían pillado y no sabíamos quién era. Salí corriendo para intentar descubrir al espía. Llegué hasta la puerta, alargué la mano para girar el pomo y me eché atrás en mi intento de descubrir quién había sido. No podía salir a la calle, aun estaba desnudo. Para cuando me hubiese vestido, encontrarle sería imposible. Volví a donde estaba Julián y comencé a vestirme. Él hizo lo mismo.