El culo es una zona erógena (2)

Ya no era el mismo, ni mucho menos, cuando hice el recorrido de regreso a casa. Así pudo haberse sentido Adán al consumir los primeros bocados de la manzana. Otro mundo se abría ante mí.

EL CULO ES UNA ZONA ERÓGENA (2/2)

Ya no era el mismo, ni mucho menos, cuando hice el recorrido de regreso a casa. Así pudo haberse sentido Adán al consumir los primeros bocados de la manzana. Otro mundo se abría ante mí. Tuve ya la plena conciencia de haber perdido la virginidad bien jovencito. Lo reconocía y me sentía pleno, como si la madurez me hubiera entrado toda. El planificar la llegada a casa no me quitó la emoción tan grandiosa. Lo que más deseaba era que ya mis padres se hubieran ido a su cena para meterme a mi habitación a pensar en lo sucedido. A pesar del dolorcito punzante que me había quedado caminé con rapidez. Sentía el culo resbalosito. Al llegar y ver los dos carros estacionados en el garaje supe que todavía no habían salido. Hubiera sido muy extraño que no me hubiera presentado a saludarlos así que decidí enfrentarlos de una vez. Subí y entré a su habitación. Terminaban de vestirse y arreglarse. Mamá, todavía en ropa interior, se maquillaba sentada en la peinadora frente al espejo.

-Bendición, mamá.

-Dios te bendiga, hijo.

Me senté en el sillón. Miré sobre una mesita la elegante tarjeta de invitación impresa con letras doradas, la tomé y me puse a leerla. Era una recepción que daba una empresa farmacéutica. Papá salió del vestier con los pantalones ya puestos y quitándole a las etiquetas de la tintorería a una camisa blanca. Me miró con sus agudos ojos que parecían leer todo lo que pasaba por mi mente.

-Bendición, papá.

-Que Dios te bendiga. ¿Y de dónde vienes tú?

-Ahorita de la cancha, primero fui a la biblioteca.

Inconcientemente llevé una mano a rascar mi nariz y como si fuera un torbellino llegaron a mí los olores que resumían lo que yo había estado haciendo. Era una mezcla que combinaba muchas cosas: el aroma al perfume de Jofre mezclado con su sudor, el semen derramado por ambos, la pegostosa vaselina, y que se yo qué más, hasta olor a mierda percibí. Los ojos de papá se entrecerraron como los de un gato, él era un hombre sagaz y bastante perspicaz, pocas cosas se le escapaban. "No te me acerques, no te me acerques", rogué mudamente, si lo hacia seguro captaría el olor a sexo. Me miró fijamente como queriendo poniendo poner en práctica sus poderes de percepción extrasensorial. Y mamá, a pesar que parecía estar imbuida en su arreglo personal, mientras se maquillaba ante el espejo, estaba al pendiente del menor movimiento mío.

-¿De la biblioteca? –preguntó papá.

-Mjm. Sí.

-¿Y sobre qué estabas investigando?

-Las mitocondrias y otras cosas de biología.

-Ah. ¿Y qué es una mitocondria? –preguntó.

-Ee… es una… célula… o parte de una célula… o algo así… de los vegetales.

-Ahhh. ¿Y fuiste sólo a la biblioteca?

-Sí… No, no, con unos compañeros.

-¿Con quienes?

Ya el asunto estaba tomando un cariz resbaladizo. Antes de continuar preferí fingir una rabieta.

-Ah no, yo sólo vine a saludar, si vas a seguir con esa preguntadera mejor me voy –exclamé casi airado.

Me levanté y busqué salir de la habitación.

-Carlos, vuelve acá –ordenó, en voz alta, papá.

Volé hacia afuera pero me detuve en el rellano que se formaba entre la puerta y la escalera. Y me quedé oyendo sin que pudieran verme.

-¿Y qué pasó? ¿Qué le dijiste? –preguntó mamá.

-Jmm. Me corto una mano si ese estaba en la biblioteca.

-Pero él nunca había actuado así. Hasta parece que estuviera escondiendo algo.

-Prepárate porque ya no es un niñito, le está entrando la adolescencia. Me acabo de dar cuenta.

-No, Carlos, ¿tú crees? ¿Ya?

Al entrar a mi cuarto me encerré y corrí al baño. Perdonen lo escatológico del asunto pero al sentarme en la taza comencé a chorrear gotas de un líquido viscoso y transparente. Lo cuento porque los olores que ese producto emanaba me hicieron rememorar la experiencia recién ocurrida. En esos días siguientes, por más que me bañara o usara mi propio perfume, no me pude desprender del olor de Jofre. Me había impregnado, parecía que yo mismo lo emanaba. Cuando quería recordar lo sucedido simplemente debía oler mis axilas. Aun hoy, después de haber pasado tantísimos años, a veces huelo algo que me retrotrae de inmediato a esa primera experiencia.

-Llegó el transporte.

La siguiente mañana corrí hacia la camioneta cuando oí el leve cornetéo dejando el desayuno por la mitad. Jofre llevaba una camiseta gris con letras desordenadas en color negro y un pantalón vaquero.

-Buenos días, Carlos –exclamó, sonriendo, cuando me subí a la camioneta.

-Buenos días.

-¿Todo bien? –quiso saber.

-Sí. Todo bien.

-¿Ya no te duele?

-No, no tanto.

-¿Cómo dormiste?

-Casi no dormí, no sé, me despertaba a cada ratico.

-Yo también pensé en ti durante toda la noche.

Los niños Larreta, como todos los días, subieron y se tiraron en el asiento a seguir durmiendo. Pronto cruzamos los límites de la urbanización y se presentó el consabido muro con su leyenda como un precepto.

-"El culo es una zona erógena" –repitió Jofre.

-Yo quiero hacértelo a ti, ¿sí? Esta tarde –aproveché para manifestarle ese deseo que había dominado mi mente durante toda la noche.

-¿Que quieres qué? –preguntó.

-Cogerte a ti.

-No, olvida eso.

-Yo quiero saber como es. Y que también sea contigo.

-No, mejor no. ¿Cómo se te ocurre?

-Lo jugamos a las cartas, el que gane le hace al otro lo que quiera –propuse.

-No, no se va a poder.

-¿Qué hay de malo? Tú ya me lo hiciste a mí, ¿no?

-¿Y? No te obligué, tú querías.

-Tú sí eres… sí eres

-¿Qué? ¿Qué soy? –preguntó.

La palabra que estaba buscando en mi mente era "reprimido", pero en ese momento no tenía las suficientes referencias y tuve que quedarme callado. Pronto llegamos a la casa de Adelita quien esperaba, como siempre, al lado de una empleada doméstica, la llegada del transporte.

-Allí está la alemanita –dijo Jofre cuando la vio.

De regreso a casa, a las dos de la tarde, después de dejar a Adelita, cuando cruzamos por el muro, Jofre me guiñó un ojo con picardía. Y al dejar a los Larreta volví a insistir.

-Por favor.

-Por favor ¿qué?

-Que te quiero coger, anda, por favor –repetí.

-¿Te digo la verdad? Yo también quisiera. Y aunque eres un pelado por ti sí me dejaría coger. Eres muy ardiente y estás buenísimo. ¿Contento?

-Esta tarde voy para tu casa entonces –confirmé.

-De verdad que eres muy tenaz…, y también tan sensual. Me recuerdas a cuando yo tenía tu edad.

-Espérame, que de cuatro a cinco yo llego a tu casa.

-No, no se va a poder, ya te lo dije. Hoy dan de alta a Marilú, esta tarde llega con la bebita.

-¿Ya? No puede ser. ¿Tan rápido?

-Sí, fue un parto normal. Yo, de aquí, salgo a recogerla al hospital.

Se acercaba la llegada a casa y mi mente calibraba otras opciones.

-Yo tengo un lugar –anuncié –. Conozco una quebrada cerca. Es un monte al que nunca va nadie.

-No, peladito. Mejor no.

-Anda. Nos vemos esta tarde, ¿sí?

-No. ¿Cómo crees que nos veríamos tú y yo entrando juntos a un monte? No.

-Tú te vas por tu lado y yo por el mío, y nos encontramos allá.

La camioneta ranchera se detuvo frente a casa y yo todavía persistía. Traté de mirarlo a los ojos y él volteó hacia adelante.

-Mejor bájate –exclamó con frialdad.

Estuve a punto de estirar mi mano y tocarlo, estaba seguro que mantenía una erección. Era evidente lo que se sugería en la bragueta de su vaquero. Sin embargo decidí abrir la puerta de la ranchera.

-Escucha algo –dijo –. Tú eres un príncipe, un pelao fino. Cuando subas a tu casa mírate en un espejo y ve quien eres tú. Yo te llevé a mi cuarto porque, aunque sin lujos, era algo digno, una cama con sábanas limpiecitas… Yo no puedo estar contigo en un monte, me sentiría mal y tú no lo mereces. Si yo fuera un peladito de tu edad claro que me fuera contigo, sin pensarlo dos veces, para ese monte que tú dices. Pero no, yo soy un man, un adulto. ¿Entiendes?

-Está bien.

No tuve más que bajarme y cerrar la puerta. En parte lo comprendí.

-Nos vemos el lunes, ¿sí? –remató.

Fue entonces que caí en cuenta que era viernes, que comenzaba el fin de semana y que pasaría dos días sin verlo.

-Bueno. Nos vemos el lunes.

Cuando entré a casa y me miré en el espejo de la sala no me vi cara de príncipe ni nada por el estilo, no podía evitarlo, vi mi boca como una trompa y mi ceño fruncido. Ante la imposibilidad de darle un manotazo a las figuras de porcelanas que mamá coleccionaba, lo que hice fue golpear la pared con el puño. Tan duro le di que la mano me quedó doliendo. Salí al jardín y me puse a refunfuñar solo.

-Carlitos, ya el almuerzo está servido en la mesa –dijo amablemente una de las muchachas del servicio.

Vi una planta de corazones con hojas color púrpura y la pisé con el pié destrozándola en un intento vano por hacerle pagar mi desgracia.

-Carlitos… –repitió la muchacha.

-¿Qué te pasa? –le grité de mala manera.

Pero tuve tan mala suerte que mamá había llegado y me oyó. Se acercó determinada y me dio un tirón de orejas de los buenos. En casa una de las premisas más señaladas era la de tratar bien a las empleadas. Tanto por formación pero, con más razón, porque lo que mamá más odiaba era quedarse sin servicio.

-Mira muchachito, ya tienes varios días así, que te la pasas rezongando, contestando mal y con malacrianzas. Pero sí crees que porque estás creciendo uno se tiene que aguantar tus rabietas, te estás equivocando. Aquí yo no voy a aguantar groserías de nadie. ¿Entendiste?

-Ay, ay, mamá, ya. Yaa.

-Y ahora pídele disculpas a Cresencia.

El fuerte tirón de orejas me había bajado un poco los humos.

-Disculpa –susurré –. En verdad no quise responderte mal.

-No te preocupes. Anda, ven a almorzar –dijo la muchacha.

Mamá me siguió al comedor. El plato de ella también estaba sobre la mesa, eso quería decir que me estaba esperando para almorzar conmigo.

No me aguantaba ni a mi mismo. No me hallaba sólo, metido en mi habitación. Ni pensar en ponerme a hacer tarea, para eso estaba el sábado. Tomé la bicicleta, salí de casa y busqué los lados de la cancha donde no encontré a ninguno de mis amigos y me senté a esperarlos en las gradas. El único que llegó fue un niño con una pelota y se puso a jugar básquet. Ya lo había visto antes porque vivía en un barrio espontáneo formado a orillas de una quebrada, entre dos urbanizaciones. A cada momento olvidaba la pelota y volteaba a mirarme.

-¿Quieres jugar? –decidió preguntarme.

Me negué sin hablar, sólo moviendo la cabeza. "¿Qué será lo que tanto me mira?", me pregunté. Luego bajé a la cancha y le hice señas que me lanzara la pelota. Era como un año menor que yo, pero a esa edad las diferencias eran marcadas y yo me sentía mucho mayor. También, estando al lado suyo, mi desarrollo físico era notorio. Fue muy fácil ganarle. Yo encestaba casi todas y él ninguna. Pronto me aburrí.

-Me cansé –le dije –. Vamos a sentarnos.

Me quedé observándolo y pensamientos obscenos comenzaron a cruzar por mi mente. No era seguro pero algo en el muchachito me decía que echaba pa’ lante. Supuse que era mi mente, obnubilada como estaba por no haber conseguido volver a estar con Jofre esa tarde, la que planeaba cosas. O era que las hormonas de mi cuerpo bullían y, en ese momento, todo lo miraba desde ese punto de vista. Por puro especular comencé a hablarle.

-¿Y tú cómo te llamas? –le pregunté.

-Alexander, ¿y tú?

-Carlos.

-Alexander, ¿puedo preguntarte algo?

-¿Qué? –respondió el inocente.

Me quedé unos segundos en silencio, parte de mi rabia había desaparecido, Yo dudaba todavía. Su manera de mirar, su risita nerviosa… Estaba casi seguro que no me estrellaría. Lo miré a los ojos firmemente y me decidí:

-¿Tú alguna vez te has besado en la boca a algún amiguito tuyo, con lengua y todo?

Alexander, extrañado porque no se esperaba esa pregunta, frunció el entrecejo.

-No, nunca –respondió, casi escandalizado.

No le quité la mirada de los ojos y lo seguí interrogando.

-¿Y nunca has visto a un tipo desnudo?

-Claro que no –me respondió.

-¿Ni a tu papá?

-No, él se fue de la casa hace años.

-¿Y no tienes hermanos? –le pregunté entonces.

-Sólo uno, pero tiene dos años.

Reflexionó por unos instantes y no tardó mucho en lanzarme una que yo no esperaba.

-Oye, ¿tú eres marico? –me preguntó.

No sentí ofensiva su pregunta. Era sólo que, en esa época, otra palabra no existía para definirnos. Mis ojos buscaron los suyos pero él, lleno de nerviosismo, rehuyó a mi mirada.

-¿Y tú? –fue lo que le respondí.

Sus dientes, algo desordenados, parecían muy grandes para su boca. Seguía bastante azorado. Llevaba el cabello muy cortico y algo disparejo. Justo encima de la frente se le hacían dos remolinos. Lo encontré bonito, su ingenuidad me atrajo.

-Pero… ¿no se lo vas a decir a nadie? –preguntó, al fin, muy temeroso.

-Claro que no se lo voy a decir a nadie. Esto es entre tú y yo.

No quise malgastar más tiempo.

-¿Y qué vas a hacer ahorita? –le pregunté.

-No sé. ¿Seguimos jugando?

-Vamos a jugar a mi casa –propuse.

Hice que se subiera al tubo de la bicicleta y comencé a pedalear. En el camino ya se declaró.

-Siempre yo te había visto, sobretodo cuando te quitas la camisa –me dijo.

-¿Ah sí?

-Y tú pelo –concluyó.

-¿Qué pasa con mi pelo? –pregunté.

-Es… bonito.

-Tendré que cortármelo –le respondí –. La directora del colegio me está obligando.

-Qué lastima. Te queda bien así largo.

"Se me acomodó la tarde", pensé. Como era casi de mi edad, no había ningún inconveniente de meterlo a mi cuarto. Nadie nos molestaría. Papá llegaba del consultorio como a las ocho y mamá me había dicho que pasaría la tarde en la peluquería, y después iría al supermercado.

-¿Qué vamos a hacer cuando lleguemos a la casa? –le pregunté.

-¿Qué? ¿Jugar?

"Te voy a coger", pensé en anunciarle, pero me pareció algo apresurado y no quería ahuyentarlo.

-Sí. Jugar y ver televisión. ¿Tú quieres hacer algo más?

-No sé. Lo que tú quieras.

No parecía tonto, supuse que algo debía estarse imaginando. Pero me mantuve en silencio, tramando, planificando para que las situaciones sucedieran espontáneamente.

Al entrar a mi cuarto preferí no irme de las primeras para no asustarlo. Le llamaron la atención muchas cosas, pero sobretodo los trofeos que había obtenido jugando tenis en torneos del club. Le referí algo de la historia de cada uno, y de las medallas que había ganado en el béisbol. Luego encendí el televisor y nos tiramos en la alfombra a ver las comiquitas que a esa hora pasaban.

-Ya vengo.

Lo dejé viendo "Don Gato y su pandilla", me levanté y salí de mi habitación hacia el baño de mamá en busca alguna crema que sirviera para lubricar.

-¿Mamá, pero qué haces tú con esto aquí? –pregunté al vacío, pero en voz alta, sin poder creer en mi suerte, cuando abrí el gabinete del baño.

Sin duda que esa tarde todo estaba saliendo mejor de lo que yo había imaginado. Era un tubo de vaselina de la misma marca de la de Jofre, sólo que no era un tarro. Me lo metí al bolsillo y volví a mi habitación. Cuando entré, ya mi erección volvía a presionar mi bragueta como en los mejores momentos. Me senté a su lado. Usaba un short y comencé a fijarme en sus piernas delgadas, de piel muy blanca y totalmente lampiñas. Miré sus brazos formaditos ya. Y su cara que tenía un bonito perfil, la nariz respingadita, el cutis muy suave y unos grandes ojos pardos con unas pestañotas que parecían abanicos. Los remolinos sobre su frente le desordenaban el inicio del cabello y me sentí tentado a pasarle la mano para ordenárselos un poco. Al fin terminó "Don Gato".

-Vamos a jugar a los dardos, ¿quieres? –le propuse.

-Sí, sí, vamos.

Apagué el televisor y le instruí en como lanzarlos sobre una diana colgada a una de las puertas del closet.

-Tengo calor, me voy a quitar la camiseta –le lancé –. ¿No te importa?

-¿Ah? No. Esta es tu casa.

-No, mejor hagamos algo. Juguemos y cuando alguno pierda se quita algo de ropa.

-No, no…, mejor no.

-¿Por qué? ¿Te da pena conmigo?

-No, es que

Le puse el dardo en la mano y miré que temblaba. Tuve la certeza que ya se sospechaba lo que seguiría. La primera vez lo dejé ganar y me saqué la camiseta. Sus ojos no tuvieron otra parte donde ver. Ya me había dicho algo sobre verme sin camisa y ahora tenía cara de no saber si reír, tocarme o salir corriendo de mi cuarto. También perdí por segunda vez y me tocó quitarme los zapatos de goma. A la tercera sí le apunté al centro de la diana.

-Te toca quitarte la camiseta –le dije porque no procedía.

Lo hizo con timidez y muy despacio. Yo le sonreí. Era delgado pero muy bien formadito. Sin ser un portento se destacaban con claridad las incipientes formas masculinas de su torso. Sus pequeñas tetillas eran como dos botoncitos de color marrón.

-Tienes el cuerpo bien bonito.

Él sonrió.

-Jmmm. Soy muy flaco.

-No, no me parece que seas tan flaco.

-Sí soy flaco, yo sé.

-Lo que pasa es que no has comenzado a desarrollarte. Cuando crezcas vas a tener tremendo cuerpo. Si quieres que te enseño ejercicios.

Lo dejé ganar de nuevo y antes de bajarme los pantalones fui hacia la puerta y le pasé llave.

-Para que nadie nos moleste.

Su mirada no hizo más que dirigirse a mi calzoncillo que manifestaba claramente el volumen duro de mi pene. Tragó grueso. A la siguiente se quitó los zapatos pero, cuando volvió a perder, dudó mucho para bajarse los shorts.

-Así no se vale –le dije –. Yo me bajé los pantalones y ya me viste.

-Es que no llevo calzoncillos –anunció.

-Eso no importa.

Me bajé los calzoncillos y me mostré totalmente desnudo frente a él. Abrió la boca cuando miró mi pene.

-Guao. ¡Que grande lo tienes!

-¿Te parece grande? Je, je. No has visto nada. Más bien es pequeño.

Estaba sorprendido. Todo parecía ir demasiado rápido para él. Y, aun así, decidí apresurarlo. Me senté en la cama lo tomé por los hombros y muy suavemente lo acerqué hacia mi. Temblaba. Puse mis labios sobre los suyos y cerró sus ojitos como despidiéndose de su segura inocencia. Abrí mi boca y le lamí los labios. Cuando entreabrió la boquita le metí la lengua. Con le lentitud exigida lo llevé a acostarse en la cama y con una mano comencé a darle un tirón a la cuerda que le sujetaba el short. Él puso una mano sobre la mía para impedirlo y negó con la cabeza. El nudo se deshizo y sin más, le hundí los dedos en la elástica. Volvió a negarse deteniendo con sus manos la bajada del short.

-No, es que no quiero –dijo –. No quiero que me veas

Yo lo miré a los ojos y traté de leer lo que pasaba por su mente.

-No importa. Estamos los dos solos y nadie va a venir.

-Pero es que

-Somos amigos y nos tenemos confianza, ¿no?

Como ya lo esperaba era completamente lampiño y con la pinguita rosada, ya de buen tamaño y bien durita, aunque disparada hacia un lado. Simplemente halé el short sin dejar de mirarlo, hasta que le salió por los pies. Me causó gracia, estaba muy inhibido y se tapó con sus manos. Se las quité y comencé a acariciarle su penecito. Con la piel muy delicada las venas le cruzaban entre azul y violeta. El prepucio que lo cubría le daba aspecto de tetero. Le estiré el pellejito hacia atrás y no lo tenía limpio.

-Lo tienes muy lindo.

-¿En serio?

-Sí. Vamos a bañarnos.

Accedió y pasamos al baño. Encendí la ducha y dejé correr el agua hasta que salió tibia. Entramos y comenzamos a juguetear con el agua y a reír. Examiné su cuerpo desnudo. Vestido no decía lo bonito que era, las piernas muy bien torneadas, las nalgas pequeñas pero macizas y muy paraditas.

-Estás bueno, ¿sabes?

Lo enjaboné bien y me aseguré de limpiarle todas sus partes. Su cuello, su pecho, sus axilas. Volví a descubrirle el glande y se lo enjuagué bien. También fue la primera vez que le toqué la apretada rajita del culo con mis dedos. Se la froté con espuma para dejársela limpiecita.

-Enjabóname a mí –le pedí después, poniéndole la barra de jabón en sus manos.

Había perdido ya la reserva y reíamos. Volví a besarlo suavemente en sus labios pero luego le metí lengua arrebatadoramente hasta que me cansé. Pronto venció la vergüenza y me enjabono el pene para su placer y el mío. Me puse de espaldas y lo hizo con las nalgas. Ya el hielo se había roto. Nos enjuagamos y salimos de la ducha. Lo sequé con mucho tacto, examinando con la toalla cada recodo de su piel, y él quiso hacérmelo a mí. Ya no veía la hora de voltearlo y comenzar a cogerlo.

-¿Yo te gusto? –le pregunté.

-Sí, eres bien bonito –respondió.

-Tú también eres muy lindo.

Lo abracé y dejé que mis manos recorrieran su espalda y se posaran sobre sus nalgas.

-¿A ti te han cogido antes?

-No. Y no me vas a coger –negó, pero quise entenderlo como pregunta.

-Claro que te voy a coger.

-No. Es que nunca lo he hecho, y eso seguro duele.

-No, no duele. Yo lo tengo chiquito.

-Sí… chiquito.

-¿A qué le tienes miedo?

-Yo nunca he hecho eso.

-El culo es una zona erógena.

-¿Cómo erógena?

-Que produce placer sexual. Tú te has hecho la paja, ¿verdad?

-¿Quién, yo?

-Sí…, tú.

-Bueno…, sí.

-Es mucho más rico todavía cuando te la haces mientras te están cogiendo.

Su inocencia se estaba resquebrajando en mis manos como si fuera una galleta.

-Mmm… No, no. Yo sé que eso duele.

-¿Cómo lo sabes?

-Lo he oído.

-Hagamos una cosa. Si te duele tú me dices y yo paro.

-No, no…, mejor no.

-Seguro que no duele. Si se hace con cuidado, no.

-Sí, no. ¿Acaso a ti te han cogido para que sepas?

-Claro que me han cogido. Y un tipo grande. Un hombre. Ese sí lo tenía grande, y no me dolió. Al contrario…, se siente divino.

-Seguro que me estás diciendo mentiras para que yo me deje.

-No es mentira. Te va a gustar.

-Pero

Me senté contra el espaldar de la cama, le coloqué una mano detrás del cuello y entreabrí mis piernas.

-Mójate los labios –le pedí.

Lo hizo sacando su lengua y me pareció tan erótico. Sus labios rosaditos provocaban.

-¿Puedes abrir la boca sin mostrar tus dientes?

Abrió su boca en redondo y tapó los dientes con sus labios.

-Lámelo primero, anda, tómale confianza que es todo para ti.

Con suavidad lo halé por la nuca en dirección a mi pene que lo esperaba ferviente. Y lo hizo sin mucho recelo y con gusto. De vez en cuando entreabría los ojos, volteaba y me miraba. Yo exageraba mis gemidos de placer, chupaba aire entre los dientes y lo estimulaba con palabras para que siguiera.

-Lo estás haciendo muy bien.

Al rato varié la posición, lo halé por las axilas, lo empujé sobre la cama y volví a besarlo.

-Ponte de espaldas –le pedí más tarde.

-No. ¿Para qué?

-Te voy a demostrar que el culo es una zona erógena.

-No, no. Tú lo que me quieres es coger, yo sé.

-¿No te puedo ni besar las nalgas?

-Pero… ¿No me vas a coger?

-Si no quieres no.

-No. Yo no quiero.

-¿No quieres que te pase la lengua por todo el centro del culito?

-¿Para qué?

-Prueba y sabrás. Te va a gustar.

-¿No me vas a coger? ¿Seguro?

En su cara miré que las reticencias de su lado estaban casi vencidas, lo tomé por las caderas y lo ayudé a decidirse a darse vuelta. Tenía el culito tan perfecto como el de las figuras de porcelana que coleccionaba mamá. Se lo besé y acaricié delicadamente, a la vez se lo examiné bien. Era el primer culo que tenía realmente en mis manos y estaba lleno de cosas por descubrir. Muy compacto y macizo. La suave textura de su piel entre mis dedos. Lo divino que era pasar la lengua por esa piel tan tersa y delicada, besarla suavemente con los labios. Terminé abriéndole bien las nalgas con los pulgares para encontrar un casi imperceptible ano, tan virgencito y hundidito que no se dejaba mostrar completamente. Eso y que traté de entrarle con la lengua. Luego subí rellenando de besos su espalda hasta que lo abracé por detrás, metí las manos debajo de sus brazos y lo tomé por los hombros mientras frotaba mi erección entre sus piernas. Me apreté a sus nalgas simulando una penetración.

-Tengo unas ganas de cogerte… –le susurré detrás de la oreja.

-No, no…, me dijiste que no.

-No, no te voy a coger. No creo que te quepa todavía, lo tienes muy pequeñito. Mejor no.

-Me dolería, ¿verdad?

-Sí, debe dolerte. Mejor lo dejamos para después, cuando seamos más amigos, ¿sí?

Me acosté sobre la cama, volteé y miré los dardos tirados en el piso. Los recogí y me puse a jugar. Alexander me siguió y volvimos a lanzarlos, esta vez completamente desnudos, sin vergüenza, demostrando la mucha confianza que nos habíamos tomado ya.

-Creo que el domingo vamos a la playa ¿tú quieres ir?

Levantó su cabeza extrañado ante lo inesperado de la pregunta.

-¿Qué? ¿El domingo? ¿A la playa?

-Sí. Te invito.

-¿Y quienes van?

-Papá, mamá y yo.

-No sé si me dejen ir.

-Bueno, pide permiso. Pero mejor ahora nos vestimos y nos vamos –dije –, lo seguimos hablando afuera. Vamos a la cancha.

-Pero… –comenzó a decir Alexander y se quedó pensativo.

-¿Qué?

-¿Puedo pedirte algo antes?

-Sí.

-Es que… –continuó indeciso.

-Dime. Si puedo dártelo te lo doy.

Abrí los brazos y volteé a ver hacia los lados de mi cuarto como buscando en los estantes qué cosa era lo que me pediría.

-Sí puedes dármelo –afirmó.

-¿Qué? –pregunté ya intrigado.

-Ya tú botas leche, ¿verdad? –Exclamó.

Como si hubiera tocado un botón la eroticidad de mi mente, que había quedado aletargada, volvió a ronronear. Le miré la boca.

-¿Qué si acabo leche? Sí, sí acabo –le respondí –. Tú no, ¿verdad?

-No sé.

-No, no debes acabar todavía.

-Un agüita, pero no sé si es

Me senté en una silla y comencé a masturbarme lentamente. Volteé a verlo. Ya sus ojos me decían algo pero sus labios me lo estaban pidiendo.

-¿Entonces quieres saber como es la leche?

Solté mi pene que muy erguido se mostró. Abrí mis piernas y con un guiño le hice una leve e imperceptible seña para que acercara su boca a mi pene. Se arrodillo frente a mí y comenzó a hacérmelo con verdadero gusto. Le daba con la lengua, con la mano me acariciaba las bolas, se lo metía en la boca, me chupaba. Percibí que sus destrezas no eran aprendidas sino que a cada paso descubría, y el placer lo brindaba por instinto. Un orgasmo comenzó a maullar desde muy lejos y se acercó roncando como un helicóptero. Me detuve y no quise ni gemir para concentrarme totalmente en él, sólo abrí mi boca. Con mis ojos entrecerrados por la llegada del supremo placer podía verlo concentrado. No le avisé y despedí los primeros chorros dentro de su boca. Cuando se dio cuenta se separó y la leche le llegó a las mejillas. Las últimas gotas de semen las descargué sobre su mano que al parecer lo esperaba para verlo por primera vez.

Cuando me pasó la modorra, después del placer, y volví a la realidad, miré que estaba a punto de botar al suelo lo que le quedaba en la boca.

-No vayas a escupir sobre la alfombra. Anda al baño –exclamé.

Pero Alexander volteó a mirarme.

-Me la tragué, ¿es malo?

-No, creo que no.

-¿No es veneno?

Dejé a Alexander cerca de la cancha, de allí me dirigí al centro comercial y busqué a mamá en la peluquería. Cuando me acerque a ella leía una revista y se estaba haciendo no sé que tratamiento en el cabello. Levantó su atención de la revista y me miró llegar a través del espejo.

-Plata –exclamó.

-No. Bueno, si tienes plata dame –le respondí.

-¿Y si no es plata qué quieres? ¿Pasó algo?

-Nada, es que me vengo a cortar el pelo. No me van a dejar entrar el lunes al colegio con el pelo así.

-¿Desde cuándo te lo vengo diciendo? Yo sé como es Teresa.

-Eso es una estupidez, a mi me gusta tener el pelo largo. Sólo vengo a cortármelo un poquito, para que no diga nada.

El domingo, después de ir a misa bajamos un rato a la playa. Fimos a un club donde papá se divertía con sus amigos, se tomaba unos pocos whiskys con agua de coco y jugaba bolas criollas. Mamá se entretenía charlando con sus amigas y llevando sol. Había incontables diversiones para niños y adolescentes, sobretodo la playa pero las piscinas con toboganes eran la novedad, también juegos de pelota en la arena y otras múltiples actividades, además de restaurantes y cafeterías. Alexander había podido acompañarme y pasamos un buen día. Como era costumbre, en medio de la amistosidad y camaradería que siempre mostraba papá, por el camino, le hizo muchas preguntas a Alexander. Y este demostró ser muy inteligente y saber muy bien que, en ciertas ocasiones, era preferible mantener la boca bien cerradita. Para él todo resultó novedoso y yo disfruté de tratarlo, con ausencia de malicia, más que como a un amigo, como al hermanito que no tenía.

La rutina del lunes en la mañana amaneció y con ella la expectativa de volver a ver a Jofre. Me lavé, me vestí, acomodé los libros y cuadernos en mi morral, y bajé a desayunar. No había terminado la taza de café cuando sonó el breve cornetazo de la ranchera que venía a buscarme. Y desde ese momento tuve ya un presentimiento maluco. No fue la fugaz señal, apenas perceptible, que yo estaba esperando.

-Llegó el transporte.

Cuando abrí la puerta para salir el pronóstico se transformó en realidad, no era la silueta esbelta quien me esperaba sentada tras al volante, sino, de nuevo, la gorda figura de Marilú. Fue una decepción grande que se transformó en tristeza, y sí, también en rabia. Y cargando mi morral como un pesado fardo me dirigí a la camioneta y subí al asiento trasero.

-Buenos días, Marilú –exclamé, tratando de emerger a la superficie, en un afán de no hacer pagar a otros mi desagracia.

-Carlitos, buenos días –respondió ella –. ¿Como que creciste en estos días?

-¿Y el bebé?

-Es una bebita, se llama Samantha, está en la casa. ¿Cuándo la vas a conocer?

-Cuando vaya mi mamá.

Como era de esperarse los Larreta se sentaron a mi lado. Estos venían, como siempre, casi dormidos, ni cuenta se dieron que ya el chofer no era Jofre. Marilú siguió la ruta y llegamos al consabido muro. "El culo es una zona erógena", leí. Cuando lo cruzamos me puse el morral sobre la entrepierna, cerré los ojos, acosté la cabeza contra la puerta y me puse a soñar, maquinando situaciones ardientemente irreales con Jofre.

Mas esa tarde, cuando terminé de hacer la tarea, ya Jofre se me había olvidado, es decir, la realidad me había hecho recurrir a otra posibilidad. La rosada boquita de Alexander era una verdad presente, reventarle el culito por primera vez se estaba tornando en una certeza. Quería ser el primero en su lista. Si se seguía oponiendo yo, poco a poco, iría venciendo sus negativas, era cuestión de provocar el ambiente apropiado. En camino a la cancha planeaba más palabras para convencerlo. Elaboraba situaciones. Pero llegó tardísimo, como a las cinco y media, mientras yo jugaba básquet. Y eran casi las seis cuando me acerqué a saludarlo.

-¿Qué más?

Un saludo somero era suficiente porque no quería que mis amigos se dieran cuanta de nada. Pero con la mirada y una sacudida de cabeza me lo llevé y pronto lo tuve encaramado al tubo de la bicicleta.

-Hubiera querido que fuéramos a la quebrada, pera ya es muy tarde –le comenté.

-¿A qué quebrada?

-No es lejos, hay un pozo donde bañarse, y pececitos, ¿te gustaría ir?

-Claro ¿Y hay pececitos?

-Sí, se pueden sacar usando una botella que tengo en casa.

-Vamos ya.

-No, hay que ir más temprano, por la luz.

-¿Y mañana?

-Puede ser, como a las tres. No llegues tarde.

Seguí pedaleando subiendo la cuesta a casa. Sentía mis piernas tensas por el esfuerzo extra que debía hacer al cargar su peso.

-¿Y adonde vamos ahorita? –preguntó.

-A mi casa.

-No, mejor vamos a la mía –propuso.

-¿A tú casa? Pero

-¿Sí?

-¿… y allá está tu mamá?

-Claro, ella quiere conocerte.

-¿Conocerme? ¿Qué le has dicho de mi? –pregunté un poco azorado.

-¿Qué le voy a decir? Que eres chévere. Y como me llevaste a la playa

-Vamos pues.

Yo, que hubiera preferido llevarlo a mi cuarto, sobarle su culito y que me mamara el pene como tanto le gustaba, pero también entendí la necesidad de conocer a su mamá. Fui, sobre todo, por no despreciar su invitación. Mas cuando llegamos la casa estaba cerrada.

-Que raro. Mamá no me dijo que iba a salir.

-Si quieres venimos otro día –dije.

-Ya va, espera. Voy a preguntar al lado.

Se trataba de una casa estrecha ubicada sobre la quebrada. En la fachada sólo había una puerta y una ventana pequeña. El techo era de zinc. No debí esperar mucho. Cuando Alexander volvió sonreía. Me mostró una llave que yo no dudé era la de su casa. Su expresión pícara me decía que nos habíamos quedado solos y que teníamos donde hacerlo.

-La vecina está cuidando a mi hermanito.

-¿Y tu mamá?

-Salió a trabajar en una casa. Mete la bici.

Entramos y, al cerrar la puerta, caímos a abrazarnos y besarnos como atraídos por un fortísimo imán. De lleno toqué con fuerza su cuerpo y le apreté las nalgas. Él se fue arrodillando, besándome el pecho, demostrándome que mi cuerpo le gustaba mucho. Se agachó y comenzó a acariciarme por encima de la tela visiblemente emocionado al tocar mi erección. Sin pedirlo me desabrochó la correa y la bragueta, y en un movimiento me bajó, de una sola vez, calzoncillo y pantalón, y cayó como endemoniado a besar mis pelitos. Luego tomó mi pene en su mano, cubrió sus dientes con sus labios y comenzó a chupar. Le daba con un ahínco delicioso que me llevó a sostenerlo por detrás de la cabeza, buscando profundizar y moviendo con brío mi pene dentro de su boca. Me retiré cuando sentí que se concretaría un orgasmo y quería detenerlo, prolongar más

-Ya va –exclamé.

-¿Qué?

-Que no quiero acabar todavía.

-Sí, acaba.

Yo dudé por un segundo, Alexander lo tomó como un sí y abalanzó de nuevo su ansiosa boca sobre mi pene.

-No. Bájate los pantalones –le pedí.

-No, ¿para qué?

-Para cogerte, ¿para qué va a ser?

-No, no.

-Déjate, por favor, que me muero de ganas por hacértelo.

-No.

-Anda.

-Mejor no.

-¿Tu mamá va a venir?

-Creo que no, pero si llega

-No va a llegar, ¿verdad?

Como jugando me le fui encima y lo tiré al sofá. Se resistió pero lo sometí hasta que le bajé los shorts hasta los muslos. Comencé a besarlo por todas partes y a levantarle la camiseta con la intención de dejarlo totalmente desnudo. Pudo zafarse de mí, o lo dejé escapar para disminuir la presión.

-Vuelve acá –le pedí, entre malicioso y divertido.

Me dio la espalda y recogió sus shorts, lenta y muy sensualmente, meneando sus níveas nalguitas para provocarme. Sin duda que tenía un lindo culito, y yo quería hacerle tantas cosas… Su mirada no dejaba dudas. Fue tentador.

-Vamos a mi cuarto.

Me incorporé de un salto y lo alcancé. Le hice una breve ojeada al cuarto y cuando vi la cama lo eché sobre ella. Lo quería terminar de desnudar pero como él no se dejó, solo le subí la camiseta y le envolví todito su pecho a besos. Él reía como si sintiera cosquillas y me trasmitía su felicidad. Suspiró emocionado cuando chupé su cuello y tembló perturbado cuando le pasé la lengua por una axila.

-No, no me quites toda la ropa –exclamó–. Si mi mamá llega nos vestimos rápido, ¿sí?

-Está bien. Yo tampoco me la quito toda. Voltéate así no más.

-No, no.

-¿No qué? Vale.

-No, que no quieras cogerme.

-¿Por qué?

-Por que no quiero. Ya tú dijiste que no me cabe, que lo tengo muy pequeño.

-Pero algún te va a caber.

-Pero todavía no.

-Tú sabes que algún día yo te voy a terminar cogiendo, ¿no?

-Sí, pero cuando sea más grande.

-Está bien pero confía en mí, no te voy a coger hasta que tú no me lo pidas, ¿sí?

-Bueno.

-Pero anda, voltéate y quédate tranquilito para que te vayas acostumbrando poco a poco.

De medio lado me acosté detrás de él. Se lo arrimé, lo froté entre sus nalgas y lo deje deslizar entre sus piernas sin llegar a penetrarlo. Usaba sólo saliva como lubricante. Buscando el placer en los primeros pliegues pude percibir el borde de su pequeño ano justo en la punta del glande. Sólo le di un breve y sutil empujoncito para marcarlo y me seguí deleitando, restregándome en los alrededores. Volví a cargar saliva y tanteé con más precisión el comienzo de su culito. Pero no se lo metí, solo le di suaves impulsos que encontraban como tope la cerrada resistencia de su virginidad.

-¿Te gusta así? ¿Sin metértelo?

-… siii.

Crucé una mano y busqué masturbar suavemente su duro penecito, tirado hacia un lado.

-Hazte la paja tú mismo.

Estuve a punto pero no llegué a cogerlo, quise tentar a que él mismo echara para atrás. Como eso no sucedió me volteé sobre la cama. Él siguió las señas y se montó encima de mí. Nos besamos otro rato. Deslicé mi mano por su espalda y mi dedo medio tuvo que seguir el camino y se deslizó sobre el húmedo huequito que estaba mucho más dócil que el día anterior. "La próxima vez terminaré de cogerlo", me prometí mientras lo frotaba. Me separé un poco y lo miré.

-Ahora sí quiero acabarte en la boca.

Terminó de sacarme la leche y esta vez dejó que toda la carga se derramara dentro, la saboreo y se la tragó casi toda, disfrutando como si fuera miel, en medio de mis más placenteros delirios.

Esa noche llegué a casa y ya papá estaba en la sala leyendo periódico. Fui a saludarlo. Mientras caminaba hacia él supe que, también esta vez, olía a sexo. Pero a un sexo tan cándido que me había dejado olor a saliva de niño. No me importó. Me senté a su lado, me besó y ordenó los cabellos sobre mi frente.

-¿Dónde estabas?

-En la cancha.

-¿Te cortaste el pelo hoy?

-No, papá, el sábado. ¿No te diste cuenta ayer?

-No, no me di cuenta.

-Me lo corté porque Teresa no me iba a dejar entrar hoy al colegio. Pero a mi me gusta largo. Cuando entre al liceo me lo voy a dejar.

-Por mi puedes dejártelo un poquito largo, pero no tanto.

-Okay.

De pronto puso su mirada inquisitiva y yo me puse alerta.

-¿Y? Cuéntame, ¿qué más?

-Bien.

-¿Y las novias?

-Je, je.

-No me vas a decir que no tienes novia siendo tan guapo.

-Ahorita no tengo.

-Mis otros hijos fueron enamorados desde pequeños. Por eso se casaron tan jóvenes, porque preñaron a las mujeres se tuvieron que casar. Pero son buenas muchachas, ¿verdad?

-Sí.

-Otra cosa. Voy a decirte algo. Con confianza, aquí entre nosotros, de hombre a hombre.

-¿Qué? –le pregunte medio intrigado.

-A tú edad es muy normal masturbarse. Hacerse la pajita. Tú sabes, ¿no?

-¿No es malo? –pregunté, sinceramente interesado por esa confirmación.

Negó brevemente con la cabeza haciendo un risueño gesto de camaradería y comprensión.

-Es muy normal y no es nada malo, pero no le digas a tu mamá que te dije eso.

-Ella cree que soy un niñito, ¿verdad?

-No, ella sabe que ya tú estás creciendo. Pero ella dice que es pecado o algo así.

-Entiendo, papá.

-Yo soy hombre y fui muchacho, por eso sé como es la cosa a tu edad. Pero tienes que tener cuidado. No exageres. Cualquier cosa habla conmigo con la confianza que siempre me has tenido. No tengas pena para hablarme de sexo. Sabes que yo puedo ver a través de tus ojos y orientarte para que todo te salga bien, pero tú a la final eres quien decide. Y yo quiero que decidas bien y conciente de lo que estas haciendo.

En eso se acercó mamá.

-Está bien, papá –exclamé, para rematar.

-Carlos –preguntó mamá –. ¿Vas a hablar con el muchacho antes o después de la cena?

-¿Con qué muchacho? –preguntó papá, con extrañeza.

-El chofer que te dije.

-Pero, ¿para qué un chofer? ¡Que insistencia! No veo la necesidad de ese gasto.

-Sí, porque tú no ves todo el trajín que lleva esta casa. Y yo ahora tengo más trabajo en el ateneo

Mamá daba clase de pintura sobre porcelana. Pero casi no le pagaban por eso.

-No trabajes tanto en el ateneo, si tú no necesitas esa plata. Yo te la doy.

-No es cuestión de plata, a mi me gusta trabajar. Me gusta dar clase –alegó ella.

-¿Y qué carro va a manejar ese chofer? Será el tuyo porque yo no voy a andar con chofer. ¡Que ridiculez! A ti sí te gusta aparentar.

-¿No me dijiste que ibas a comprar una camioneta ranchera?

-No. ¿Y además tengo que comprarle una camioneta al chofer? Eso ya es un escándalo.

-Él llevaría a Cresencia a hacer la compra, y haría cualquier otra diligencia. Además de llevar al niño al colegio.

-¿Con chofer? –pregunté, pero nadie pareció escucharme.

-Esta casa también necesita un jardinero, él se va a encargar también de eso. Tendrá que ir a comprar matas y tierra. Tú sabes que en esta casa se necesita una camioneta, Carlos.

-Lo de jardinero sí me cuadra. Lo de chofer veremos. Dile que pase, pues.

El destino es así. No pude creerlo cuando vi quien sería el chofer. Con toda su apostura y gallardía masculinas el propio Jofre entró a la sala. Esta vez no se presentaba con el pecho expandido sino que iba un poco encorvado demostrando una actitud algo sumisa ante papá.

-Buenas noches –exclamó Jofre.

Papá no sabía el regalo que me estaba haciendo. Me estaba poniendo al lado al tipo que terminaría de instruirme de verdad en las cosas que yo quería conocer y que, por más que fuera un buen padre, nunca podría preguntárselas a él.

-Buenas noches –dijo papá.

-¿Cómo estás, Carlos? –exclamó Jofre, dirigiéndose a mí.

-Bien, gracias, ¿y tú? –respondí, y lo miré sólo un instante porque la belleza de sus ojos me cautivaba, y no quería delatarme.

"Que bueno que estás aquí", quise expresarle. Sin que mi expresión denotara nada, imaginé las muchas cosas que debían estar cruzando su mente. Crucé mi pierna intentando que mi erección no se hiciera evidente.

-¿Cómo es que te llamas tú? –le preguntó papá.

-Jofre, doctor.

-Ah sí, Jofre. Mi hijo dice que manejas bien.

-Sí, doctor. Aunque todavía no conozco mucho la ciudad.

-Mi esposa dice que también puedes encargarte de cuidar el jardín. ¿Tú sabes algo de eso?

-Sí, doctor. En mi pueblo sembraba y trabajaba en la tierra, claro, no era un jardín, sino un conuquito para cosechar alimentos.

-Pareces buen muchacho. Te voy a poner a prueba por un tiempo.

-Gracias, doctor.

-Vas a tener casa y comida pero sólo te puedo pagar sueldo mínimo… y veremos después.

-Acepto.

Al día siguiente Jofre me llevó al colegio en el carro de mamá. Cuando arrancó nos vimos a los ojos y no pude dejar de reír.

-Buenos días, patroncito.

-Oye, yo no soy ningún patroncito, sólo soy Carlos.

-Buenos días, "Carlos".

-Buenos días. ¿Tú eres loco, acaso? –le pregunté de entrada.

-¿Por qué?

-Venir a ser chofer de mi casa. Te pasaste.

-Yo no lo planeé así. Eso se dio solo. Tu mamá llegó a conocer a Samantha, la bebita, Marilú le comentó que yo estaba buscando trabajo… y es que necesito trabajar

-Que fino. Creí que nunca más te vería.

-A mi también me gusta volver a verte, pero hay que tener cuidado. No quiero que me boten a patadas de este trabajo por meterme con el niño del patrón.

-Ya yo no soy un niño.

-No. Eres un sueño estrenando adolescencia. Pero lo mismo da.

-Un adolescente

-Te queda bien ese corte pero el pelo largo se te ve mejor, te da un toque rebelde, te ves como más salvaje.

-A ti la barbita te quedaba bien.

-Sí… pero tu mamá me mando quitármela, y hasta me puso uniforme.

-¿Con cachucha y todo?

-No, no tanto, este que llevo puesto, pantalón negro y camisa blanca manga larga.

-"El culo es una zona erógena" –leí, en voz alta, cuando cruzamos frente al muro.

-¡Que graffiti tan volado! ¿Quién lo habrá escrito?

-Yo qué sé.

-Yo tampoco, pero segurito a quien lo escribió se lo acababan de coger, ¿no crees? –exclamó Jofre, acertadamente.

-Ja, ja. Seguro, sí.

-Es un graffiti digno de esta ciudad.

-¿Por qué?

-Por lo que dicen esta es la cuidad de las naranjas dulces, de las mujeres bellas y de los hombres complacientes.

Esa fue la primera vez que oí el famoso dicho.

-¿Cómo complacientes? –pregunté, sin entender bien.

-Que complacen… a otros hombres.

-¿En serio dicen eso?

-¿Y no es verdad? Las naranjas de aquí son bien dulces.

-Sí.

-Y en ninguna parte he visto tantas mujeres tan bellas, como las que he visto en esta ciudad. Sólo tienes que salir a la calle o ir al centro comercial

-¿Y los hombres?

-Los hombres también están buenísimos.

-¿Y son así… complacientes?

-Muchos lo son. Pero creo que lo que en verdad pasa es que los tipos de aquí son mucho menos reprimidos que en otras partes.

"Reprimido". Me quedé repasando en mi mente esa palabra para que entrara a formar parte de mi léxico.

-¿No son reprimidos? Seguro que tú has estado con muchos –le dije.

-No, con muchos no, con pocos.

-¿Por qué?

-Para mí tienen que tener algo especial. Pero así como es verdad que las mujeres son tan bellas también lo es que los hombres se están cayendo de la mata de lo buenos que están, ¿ah?

-¿Verdad?

-¿Será por eso mismo que los hombres son tan poco reprimidos?

-No sé.

-Tú, por ejemplo, mírate, estás buenísimo y no eres nada reprimido.

Llegamos al colegio. Cuando me bajé del carro me di cuenta que cada vez que pasaba un momento con Jofre crecía mentalmente. O es que yo era campo fértil para ese tipo de enseñanza. Ese día durante el segundo receso, cuando en el mismo colegio se repartía un refrigerio, comencé a ver a mis compañeros de forma diferente, a analizarlos, a mirarlos, a desnudarlos con la vista. Vi que, entre los muchachos, algunos llegaban a ser muy apuestos. También me fijé que, en verdad, había algunas niñas preciosas. Y con la miradera y las observaciones que hacía capté la atención de uno que estaba en quinto grado, sobrino de la directora, quien no dejaba de voltear hacia mí y me mantenía la mirada. Me las arreglé para quedar detrás de él en la cola para tomar el refrigerio. Con mucho tacto dejé resbalar el dorso de una mano sobre sus nalgas. Como no opuso resistencia ni reviró le apreté un poquito con un toque que ya no podía ser casual. Y se quedó inmóvil, sin saber qué hacer.

Después seguimos cruzando miraditas y me hizo señas moviendo la cabeza para que lo siguiera al baño. Fui tras él y lo encontré en los urinarios, había otros niños en el baño pero no me importó, me coloque a su lado. Miré que tenía la bragueta abierta y podía verse el blanco calzoncillo. Sólo marque el volumen de mi erección sobre el pantalón y le mostré el bulto.

-Déjame vértelo –pidió.

-Aquí no.

-Por favor.

-No, ahorita no.

-¿Cuándo?

-Después, otro día que no haya tanta gente en el baño. Vamos a salir.

Sin más me fui y nos reunimos afuera al lado del dispensador de refrescos.

-¿Cómo te llamas tú? –le pregunté.

-Luís, ¿y tú?

-Carlos.

-No se lo vayas a decir a nadie, ¿okay? –pidió Luís.

-Tampoco tú abras la boca.

-Claro que no.

-¿Nunca has visto a un tipo desnudo?

-Yo sólo quiero ver cómo lo tienes tú, nada más.

-¿Nada más? ¿No me lo quieres tocar?

-Bueno… sí.

-Tú vas a ser complaciente conmigo, ¿verdad?

-¿Cómo complaciente? –exclamó confundido.

Sin duda Jofre marcó los inicios de mi adolescencia y siguió siendo referencia el resto de mi vida. Al contrario de lo que pueda pensarse ya estando dentro de casa era difícil otro encuentro entre nosotros. Ni pensar en subirlo a mi cuarto, mucho menos ir al suyo. Una cosa me dejaba un vacío terrible, nunca me lo había llegado a coger. Pero un día me llevaba al liceo en una country sedan nuevecita que, siguiendo las diarias y consecuentes peticiones de mamá, papá recién había comprado. Yo era, aun, más grandecito, y había comenzado el bachillerato. Llegamos al muro en el que estaba escrito el graffiti que había sido el potencial generador de nuestro único encuentro. La rutina hacía que cada vez que pasáramos por ahí alguno de los dos hacía un comentario que siempre desencadenaba una ardiente conversación erótica. Esa vez, cuando cruzamos los límites de la urbanización, notamos que el graffiti había sido cubierto por una propaganda política con un eslogan que prometía: "El cambio va".

-¡Que bolas!, pintaron esa estupidez sobre el graffiti –grité yo.

-¿Ves? Para eso es que sirve la política.

-"El culo es una zona erógena" –repetí, con algo de nostalgia.

-No es justo. Ahora voy a votar en contra de ese partido –exclamó Jofre–. Ese graffiti ya formaba parte de esta ciudad.

-Le pediré a papá que no vote por ese partido.

-Oye, pelao

-Ya no soy tan "pelao" –atajé.

-Sí, ya no eres tan pelao, te estás convirtiendo en un mancito. ¡Y que mancito!

-Y ahora tú te la das de macho. Te estás cogiendo a Cresencia, yo sé.

-No me la estoy cogiendo. ¿De donde sacas eso?

-¿No eres su novia, pues?

-Ella está enamorada de mí, ¿qué puedo hacer?

-Sí, y tú te la echas de que estás bueno.

-Yo sólo la ilusiono, le digo que algún día me voy a casar con ella. Je, je.

-Y ella que te cree.

-Ella es quien me sirve la comida

-¿Pero ella te gusta?

-Es bonita pero

-¿Nunca te la has cogido? ¿De verdad?

-No, nunca. Te lo juro. Con ella nada de sexo.

Con el tiempo, y gracias a las diarias instrucciones de Jofre, desde el punto de vista sexual tenía un campo de referencia bastante amplio.

-A ti sólo te gustan los niñitos, ¿verdad? –le anoté.

-¿Ah?

-¿Crees que no he visto como miras a Alexander?

-Ese peladito está bueno pero tú, todavía, estás mejor que él.

-Ya Alexander tiene pelitos, ¿sabías?

-¡Uy! No me digas.

-Sólo una pelusita, apenas le están naciendo

-¿Sabes lo que yo quiero de verdad? –me preguntó, y me preparé para oír otra de sus obscenidades.

-Cogértelo. Seguro.

-Volver a estar contigo. Volver a estar contigo aunque sólo sea una vez más.

-Si serás… ya yo no soy un niñito que es lo que a ti te gusta.

-Para mi todavía lo eres, y cada día te pones más bueno

-¿Te parece? Je, je.

-Oye, tu papá me dijo que se iba, con tu mamá, a un congreso en Maracay, el próximo jueves

-Sí, ya sabía.

-Me pidió que te llevara el viernes para allá, después que salgas de clase. Es en un hotel muy lujoso. Te vas a dar vida

-¿Y entonces?

-Déjame entrar en tu cuarto la noche del jueves, cuando tus papás no estén en casa, ¿sí?

La idea de cogerme a Jofre nunca había dejado de revolotear en mi mente, y pensé que al fin había llegado el momento. A esas alturas yo no era ningún neófito, el culito de Alexander, a fuerza de persistencia y con toda la delicadeza del mundo, había sido mío varias veces. Pero yo seguía soñando con un culo adulto, con todos sus pelos y señales, con el de Jofre. Y cuando el jueves, ya pasadas las diez de la noche, al este llegar furtivo a mi habitación, era tanta la ansiedad compartida que las palabras sobraron, nuestra conversación sólo fue visual y nuestras bocas se dirigieron, la una a la otra, como si un marcado destino nos estuviera predestinado. Me arrancó el pijama del cuerpo y en pocos segundos me dejó casi desnudo.

-Cada día te pones más bueno, pelado.

Era inevitable, yo también fui tras su ropa que estorbaba para el completo placer, y volví a admirar ese cuerpo robusto que mucho había rondado mi imaginación por tantos meses. Con rapidez él mismo terminó de quitarse los zapatos, los pantalones y los calzoncillos. Su erguido pene volvió a estar en mi mano, y como llamado por el instinto, me agaché para acapararlo en mi boca. Y lo mamé por un momento eterno.

Pero sus necesidades estaban bien establecidas. Me levantó y volví a sentirme niño entre sus brazos. Me alzó en el aire cual si yo fuera una pluma y me llevó a la cama. No hubo preludios a la hora de sacarme los calzoncillos por mis piernas. Y su mirada, entre la poca luz de la lamparita de noche, era la más ardiente que yo nunca había percibido. Levanto mis piernas y me las pegó al pecho. Así me mordió suavemente las nalgas y mi culito expuesto volvió a sentir el roce húmedo de su lengua. También subía, me lamía las bolas, llegaba hasta a mamarme el pene, y hundía su nariz en mi pubis. Pero siempre volvía sobre el culo, y se quedaba largo rato allí, escarbando deliciosamente mi orificio con su eléctrica lengua. Con suavidad montó mis piernas sobre sus hombros. Cargó un dedo con saliva y comenzó a hurgar en mi ano.

-No, esta vez yo quiero cogerte a ti –exclamé en un atisbo de conciencia que afloró.

Cruzó un dedo sobre mi boca, lo deslizó y me pellizcó suavemente la mejilla.

-Tranquilo –dijo él–. Está bien. Esta noche me a voy a dejar…, tú, para mí, eres muy especial… yo también lo deseo

Mas, por el momento, ya para mi era tarde, las posiciones estaban tomadas y no existía otra opción que escoger.

-… pero primero yo –terminó de decir.

Su dedo volvió a cargar saliva dos veces más y se introdujo todito en mi recto.

-Auuuch.

-Je, je.

Logró dilatarme el ano, me tomó por las caderas y me haló hacia él. Presentó la punta de su gran pene ante el borde de mi inquieto huequito. Escupió sobre el glande, se frotó, volvió a escupir y en un solo movimiento brusco de sus caderas empujó para romper la primera estrechez. Un envión y el pene se incrustó los primeros centímetros.

-¡Ay, ay! Ya va, ya va. Yo tengo vaselina –logré pronunciar.

-No, no importa. No hace falta. Así es mejor, sólo con salivita.

Uno, dos…, tres duros empellones más me catapultaron al cenit de un placer inexplicable que se mezclaba con un infinito dolor aun no comprendido.

-Aughhh –grité–. Ahggg. Por favor.

Con su mano tapó mi boca y sentí sus dedos en apretando fuerte sobre mis labios.

-Cállate.

Lo mordí y sacó su mano. Se abalanzó sobre mí y, para tapar mis quejidos, cubrió mi boca con la suya. Mis piernas abiertas quedaron colgadas a sus brazos. Y comenzó a penetrarme a ritmo fuerte y desenfrenado.

-¡Ay, ay!

Bien merecido me lo tenía por desearlo tanto. Lo que sentía era mucho más ardiente, mucho más espeluznante.

-Ahhh ghh ajjj.

¿Era dolor o era placer? Aun hoy no sé discernirlo, pero lo acepté y me apreté a su cuerpo lo más que pude.

-Como deseaba tenerte así –pronunció ante mi boca.

-¿Así cómo?

-Hasta la pata

Sin vaselina el roce era más fuerte, más directo, encendido. Ante tal ímpetu yo me sentí como drogado, con una necesidad impetuosa de entregarme. Me relajé todo y el pareció sentirlo. Se meneaba de lado y me remolcaba en sus movimientos. La punta de su pene torpedeó mis intestinos y me revolvió por dentro. Todos mis órganos sintieron su dura presencia. Llegó a cabalgarme a un frenético ritmo que por fortuna duró poco. Se separó de mí cuando mi culito ya no era tal, era una tronera palpitante y ardiente.

Poco a poco se fue calmando, su respiración se fue acompasando. Se dejó resbalar sobre la cama dejando un brazo cruzado sobre mi pecho. Bajé las piernas y descansamos con nuestros cuerpos sudados.

-Contigo he echado los mejores polvos de mi vida –murmuró.

No respondí porque sentí olor a mierda.

-Voy al baño –dije al levantarme de la cama.

Vino tras de mí. Mis nalgas y su pene estaban embarrados. Debe haberse dado cuenta, por mi expresión, que yo me sentía un poco avergonzado.

-No importa, no te preocupes.

-¿No te da asco?

-Para nada, eso es normal.

Calibré el agua tibia, entramos y juntos, bajo la ducha, nos lavamos. El su pene y yo mi culo que todavía ardía. Nos abrazamos y nos quedamos quietos con el agua tibia cayendo sobre nosotros. Con mucho tacto se separó, tomó la barra de jabón y comenzó a deslizarla por mi cuello y mi pecho. Elevé mis brazos para dejar acceso a que sus manos frotaran mis axilas. Se acuclilló, hizo espuma con mis vellos, enjabonó y masturbo suavemente mi pene, acarició mis bolas. Con sus manos circundó mis nalgas. Sutilmente volvió a enjabonarme los alrededores del ano. Y bajó restregando cada uno de mis muslos. Me hizo elevar una pierna y yo apoyé una mano sobre la pared para mantener el equilibrio, y me limpió con suave delicadeza entre los dedos de mis pies. Guao, me hizo sentir como si de verdad yo fuera un príncipe, aseado con mucha destreza por un súbdito leal. Luego se levantó con una sonrisa de satisfacción en su cara, con sus labios gruesitos, con su pulcra y blanca dentadura, y me volvieron las ganas de besar esa boca tan perfecta.

Luego de meternos lengua otro rato nos separamos. Su pene había perdido rigidez pero todavía se mostraba turgente describiendo una leve curva hacia abajo. Tomé la barra de jabón y comencé a enjabonarlo. Era pesado y aun sin estar completamente erecto se notaba latente su potencia. Me dio la espalda y colocó las palmas de sus manos contra la pared. Era como si me lo pidiera, como si quisiera… Deslicé la barra de jabón por los flancos de su espalda. Abracé su moreno cuerpo tan robusto, tan enérgico, tan masculino. Recorrí con mis manos sus formas duras, tan viriles, tan potentes. Y disfruté largamente enjabonando ese soberbio par de nalgas, carnosas y macizas, con las que yo soñaba, tanto despierto como dormido. Con soltura le enjaboné el pliegue y le toqué la cerrada y peludita raja. En medio de la resbalosa espuma fui hundiéndole el dedo. Guao. ¡Que placer! Que apretadito lo tenía. Prometía ser delicioso. Le revolqué el dedo un buen rato. Hasta que se lo dejé blandito y el dedo entraba y salía con facilidad.

Mi pene respingó en un movimiento impetuoso. Lo tomé por la cintura, apoyé mi cabeza a su espalda mirando hacia abajo, y busqué introducirme en ese culo que había colmado mis masturbaciones tantas veces. Pero debido a mi corta estatura no pude llegar a su altura, apenas le rozaba. Él seguía tan dispuesto que provocaba. Para lograr el objetivo me empiné apoyándome en la punta de los dedos de los pies, pero ni aun así, mi talla no daba con la suya.

-Bájate un poquito –le pedí.

Dobló sus rodillas y proyectó hacia atrás. Fue condescendiente, complaciente, Volteó y me miró suplicante, con una mirada que nunca le había visto. Apreté un puño y lo batí en el aire en un arranque que demostró impotencia.

-No te llego.

Encendió de nuevo el agua y nos sacamos el jabón. Me tomó por una mano y salimos húmedos de la ducha. Yo siempre pensé que se opondría, que buscaría excusas, pero no, parecía arder en deseo de ser penetrado por mí. Nada de secarnos. Se tiro sobre la cama boca abajo, relajado, con las piernas entreabiertas. Le metí mano con confianza, con seguridad, con sed reprimida, con delirio inusitado, y entre las húmedas nalgas encontré su ano. Con una mano en cada nalga se las separé. Le puse la nariz y olí su limpio aroma a jaboncito. Le separé el fondo con los pulgares y le puse la lengua en la abierta raja. Y le mamé tratando de infundir la misma pasión que él mismo me había enseñado, con fruición, con locura. Quise hacérselo bien, que sintiera todo el placer que en su momento él me había propinado.

Sin creerlo todavía, y antes que se arrepintiera, escupí bastante saliva sobre el culo, me monté sobre su cuerpo y me abracé a su robusta y nudosa espalda. Deslicé mis manos debajo de sus brazos y me así fuertemente a sus hombros. Mi más añorado sueño estaba por cumplirse.

-Voy a cogerte –exclamé, y aun no lo creía.

-A mí nunca me han cogido –respondió.

No le creí pero estaba bien, no era momento para discusiones. El escozor que persistía en mi culo ahora se tornaba en aliciente. Mi pene vibraba solo. Sentí en la punta de mi glande sus suaves pelitos y más allá el borde de su abertura anal. Y empujé lentamente pero sin misericordia.

-Aghhh, no, no. Échate vaselina.

-No, así, así…, con salivita nada más.

Era un tipo fuerte si me hubiera querido repeler con facilidad lo hubiera hecho, pero aguantó y se dejó penetrar. Lo tenía bien apretadito. Otro empujón y el pene circundó los cálidos y deliciosos pliegues de su recto. Puyé más y casi todo mi pene se incrustó. Jofre sufrió un espasmo y gimió de nuevo.

-Auughh. No. Aughhhh.

Se revolcó pero yo estaba preciso y muy fervientemente adherido a si cuerpo. Pero las sensaciones eran tan deliciosas, y la situación fue tan fogosa, que sentí que se acercaba mi orgasmo.

-Noooo –exclamé pesaroso–. Noojoo

-¿Qué?

-Que voy a acabar –expresé, casi gimiendo.

-No, no. Quédate quietecito. Por favor. Aguántalo un ratico más.

-Nooo…, ya viene.

-Entonces dale, dale.

Entreabrió más sus piernas y elevó su trasero buscando que terminara de meterle lo poco que quedaba. Deslizó una mano debajo de su cuerpo y comenzó a masturbarse. Le abrí las nalgas con las manos y aproveché para hundir hasta el último centímetro de mi pene en su delicioso culo. Al ser mi orgasmo una realidad inminente me empine con movimientos firmes y certeros, y acabé en las más oscuras profundidades.

-Sigue, sigue, no pares –pidió mientras se siguió masturbando rapidito.

Hasta que acabó en medio de un gemido, y se volcó desfalleciendo sobre la cama.

Me quedé largo rato descansando sin necesidad de separarme de él, como si quisiera que ese momento se perpetuara al infinito. Pero Jofre, con un movimiento, me echó a un lado. Me salí y recosté mi espalda sobre la cama. Entrecerré mis ojos y me sentí plenamente dichoso.

-¡Ay, pelao!

-¿Qué? –pregunté, con mi respiración todavía entrecortada.

-El culo es una zona erógena, es verdad.

FIN DE LA SEGUNDA PARTE

Próximamente: Epílogo.