El culo es una zona erógena (1)

Oye, peladito, yo puedo ayudarte a comprender lo que es una zona erógena.

EL CULO ES UNA ZONA ERÓGENA (1/2)

La ciudad de donde provengo queda como a dos horas de la capital y carga con la fama de ser la ciudad de las naranjas dulces, de las mujeres bellas y de los hombres… bueno, de los hombres así como yo, pues.

Cuando oí por primera vez semejante proclama no tenía tanta capacidad de verbalizar y así cuestionarla, pero ya me pareció una estupidez. Ahora tengo más cancha y puedo decir que es una frase que, queriendo ser jocosa y de manera velada, ejerce una represión enorme, es altamente homofóbica y pretende desmejorar la imagen de una ciudad, y de sus habitantes, relacionando la supuestamente elevada tasa de homosexualidad, y tratando de compararla, con dos hechos evidentemente positivos como la belleza de las mujeres y una cualidad agrícola. Recuerdo la primera vez que la oí, en ese entonces lo que me causó fue rabia. Hace ya muchos años de eso, ya quisiera yo que fueran menos. En aquel tiempo no existían computadores, ni teléfonos celulares, del sida no se había comenzado a hablar y no se usaba todavía la palabra "gay". En verdad eran otras épocas, pero así como algunas cosas cambian hay otras que siempre mantienen su vigencia.

Diría que todo comenzó una fría y lluviosa mañana, de esas en las que provoca quedarse en la cama un rato más. Con toda la flojera que puede esperarse, me puse la camisa puse mi uniforme, blanca e impecable, que llevaba las siglas de la institución bordadas en el bolsillo izquierdo. Eran como dos culebritas en color azul oscuro. Cursaba yo el sexto grado. Sin terminar de despertar tomé el desayuno. Para ir al colegio me habían puesto en un transporte escolar con una gorda señora de nombre Marilú, en el trayecto debíamos atravesar varias urbanizaciones de clase media alta. Papá era médico y vivíamos en la zona norte, donde tiene su residencia la gente más acomodada.

Yo acostumbraba dormir en la camioneta ranchera de Marilú y así reponía los minutos que le robaba a la cama. En una de esas, entre despierto y dormido, en el trayecto entre dos urbanizaciones, abro los ojos y leo un graffiti escrito en un muro vacío. "El culo es una zona erógena", decía el letrero con las letras dibujadas con spray de color negro. Cerré los ojos, seguí dormitando y, en ese momento, no le hice más caso al asunto. Sólo pensé en que debieron haberlo escrito durante la noche porque yo todos los días pasaba por allí y nunca me había percatado de él.

Los días siguieron su marcha y yo, cada vez que transitaba frente al mencionado muro, le echaba un vistazo. Como es normal en un chico que comienza su pubertad, con demasiada frecuencia quizá, mantenía unas erecciones que eran tan espontáneas como incontrolables y que, sin llegar a avergonzarme, me hacían sentir incómodo, sobretodo cuando debía disimular lo que era notorio sobre la bragueta de mi pantalón. Sin comprender mucho del significado de lo que decía el graffiti, sabía que en algo tenía que ver conmigo, era como si me llamara, como si me transmitiera un mensaje. Claro, ya en ese entonces yo había comenzado a jugar con mis deditos, acariciándome y perforándome, sin saber muy bien lo que hacía. Generalmente ocurría mientras me bañaba, o en las noches, antes de conciliar el sueño. Pero era algo casi inocente, una travesura instintiva, yo ni siquiera había comenzado a masturbarme en serio.

Con el tiempo pasó que a Marilú le llegaron los días en que iba a parir. Yo ni imaginaba que ella estaba esperando un bebe y creía que el tamaño de su gran barriga se debía a la gordura. En esos días Marilú envió a un sobrino para que le hiciera la suplencia y nos condujera, a mí y a otro grupo de niños, al colegio. Mamá, quien sí sabía lo del embarazo de Marilú, esa mañana me acompañó hasta la ranchera y así conocer a quien me haría el transporte durante esos días. Siguiendo la costumbre, me subí al asiento trasero para disponerme a dormitar hasta llegar a la escuela.

-Mucho gusto, señora –dijo el sobrino de Marilú al bajar de la camioneta.

Mamá lo inspeccionó de arriba abajo.

-¿Tú eres el sobrino de Marilú? –le preguntó.

-Sí señora, Jofre, para servirle –se presentó el joven, extendiéndole la mano.

-Mucho gusto, mijo –le respondió mamá –, y dime, ¿Marilú, entonces, ya dio a luz?

-Sí, señora, esta mañanita. Tuvo una niña.

-Debe estar muy contenta entonces.

-Sí señora, debe estar.

Jofre tenía un acento muy parecido al de una empleada que trabajó en casa por unos meses. Supuse que también era andino.

-Bueno mijo, entonces váyanse ya. Mira que se hace tarde y todavía debes pasar a recoger a los demás niños.

-Señora, ¿y será que su niño pudiera indicarme la ruta?

-¿Pero cómo? ¿Acaso Marilú no te la indicó?

-Sí, ya ella me la marcó pero todavía no la sé bien, y llevo pocos días en esta ciudad, apenas la conozco –dijo Jofre.

Desde el asiento trasero miré a ver qué respondía mamá quien me miró dudosa pero asintió brevemente. Jofre, entonces, volteó hacía mí.

-¿Será que puedes?

-Sí, está bien –contesté.

-Pásate para adelante, pues.

Así pasó, arrancamos y, después de recoger a los primeros dos niños, llegamos al muro al cual yo eché la cotidiana ojeada.

-Je, je. "El culo es una zona erógena" –leyó, Jofre, en voz alta.

-¿Qué significa "erógena"? –aproveché y le pregunté, con cierta ingenuidad.

Él pareció pensarlo unos segundos, pero después volteó hacia mí y me respondió:

-Erógena es una zona del cuerpo que produce placer sexual –dijo lenta y claramente.

Y me miró de una manera como yo nunca había sido mirado, y se mordió levemente el labio inferior, y su expresión sensual terminó de ubicarme en el significado de la palabra. Me sentí desnudo espiritualmente, era como si él supiera de las secretas incursiones de mi dedo, como si conociera acerca de mis espontáneas erecciones. Yo ni respondí, traté de mirar siempre el camino, limitándome a indicarle donde debía cruzar y donde parar a recoger a los niños. No me atreví a volver a enfrentar esos ojos que parecían descubrir mis más íntimos sentimientos.

-Oye, ¿y tú cómo te llamas? –me preguntó Jofre, cuando ya llegamos al colegio, antes de bajarme de la camioneta.

-Carlos –respondí.

-Carlos, ah… y, recuérdame, ¿a que hora es que debo venir a buscarlos?

-A las dos –respondí.

Para ese entonces se había cambiado el horario normal del colegio, de ocho a doce y de dos a cuatro. Era necesario pues se efectuaban unos trabajos de ampliación. A mediodía tomábamos un pequeño refrigerio y continuábamos clases corridas. Me gustaba ese horario porque el resto de la tarde me quedaba libre. Así, a las dos de la tarde en punto estaba Jofre esperándonos en la ranchera para conducirnos a nuestras casas. Y sí, otra vez tuve que volver a sentarme a su lado, en el asiento delantero, para dirigir la ruta de regreso, y sí, también, cuando sólo quedaba yo, para no contar a dos pequeñines que retozaban en el asiento trasero, Jofre me habló:

-Carlos, voy a decirte algo –exclamó.

-¿Ah?

-A ti no voy a ofrecerte caramelitos.

-¿Caramelitos? –pregunté, sin comprender nada.

-Ya eres un pelao grandecito, a ti te lo voy a poner clarito.

Su cara era muy expresiva. Yo temblé, sentí frías las gotas de sudor bajando de mis axilas. Miré sus manos sobre el volante de la camioneta y de allí subí a sus brazos redondos. Tenía el cuerpo rellenito, pero para nada era gordo, no tenía nadita de barriga. Su nariz era muy perfilada, sus ojos negros, grandes y de mirar agudo, sus labios gruesitos, su piel era de tono moreno claro. Se dejaba una barbita de varios días que hacía marco a su varonil rostro. Llevaba corto el cabello pero el peinado era bastante moderno.

-¿Qué? –pregunté, tratando de pedir una tregua que no me dio.

-Oye, peladito, yo puedo ayudarte a comprender lo que es una zona erógena.

Esa tarde mi mente no tuvo descanso. Mientras intentaba hacer la tarea las imágenes de lo que podría sucederme no se me apartaban. Como decía Jofre ya yo era grandecito y no era un niño tonto. Tenía muchas lagunas, claro, pero podía vislumbrar, casi con claridad, lo que me ocurriría si dejaba seguir el hilo de los acontecimientos. Detenerlo era fácil, sólo tenía que decir a mamá o a papá lo que estaba pasando.

Más tarde tomé mi bicicleta, salí, jugué pelota un rato con mis amigos de la cuadra y luego volví a casa.

-Anda a bañarte, Carlitos, que la cena está casi lista y ya tu papá está por llegar –dijo mamá cuando me vio.

Ya en la ducha dejé fluir libre mi erección. El agua tibia recorrió mí piel, cerré mis ojos y recordé. Enjaboné mis nalgas y empujé el dedo para dentro dándome suaves caricias en redondo. "El culo es una zona erógena"…, que produce placer sexual. Como si yo no lo supiera. Los brazos de Jofre vinieron a mi mente. ¿Cuan grande podría llegar a ser un pene?, me pregunté. ¿De qué tamaño lo tendrá Jofre? ¿Eso dolerá mucho? Mi mente efervescía en imágenes eróticas y todas tenían que ver con él. Estuve a puntito de eyacular pero me detuve, quería continuar la función en la cama con toda la fuerza contenida. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar él conmigo? Sus palabras retumbaban en mi mente ¿Qué quiso decir exactamente con eso de ayudarme a comprender…?

Dejé que el agua se llevara los restos de espuma, luego me lavé el cabello. Cuando salí a la sala vi que ya papá había llegado y me acerqué a saludarlo. Estaba leyendo periódico sentado en el sofá pero lo hizo a un lado para responderme. Me besó en la mejilla y retiró de mi frente el cabello húmedo. Me senté a su lado y recosté mi cabeza sobre su hombro. "¿Qué es una zona erógena, papá?", pensé en preguntarle, pero de mi boca no salió una palabra. Mientras tanto las dos muchachas del servicio terminaban de poner la mesa, y mamá vigilaba que todo estuviera a punto para la cena.

-¿Y como pasaste el día, Carlitos? –me preguntó papá cuando ya nos sentamos.

-Bien.

-¿Hiciste la tarea?

-Sí.

-¿Quieres que la revisemos más tarde?

-Bueno, sí, ahora te la muestro.

-¿Y cómo estuvo el colegio hoy?

-Bien, normal.

-Pero, ¿te pasa algo? Estás muy calladito.

-No, nada, papá. Todo está bien.

-Marilú dio a luz una niña hoy –anunció mamá en medio de la cena.

-¿Sí? –preguntó papá –. ¿Y dónde parió?

-En el hospital. Yo iré a llevarle un recuerdito a la niña cuando regrese a su casa porque yo no voy a ir hasta allá, tan lejos.

-¿Y porque no parió aquí en La Viña? –preguntó papá, refiriéndose a la clínica donde él trabajaba.

-Ella es una mujer pobre, Carlos –acotó mamá –, ¿cuánto podrá ganar esa muchacha haciendo transporte escolar?

-Yo hubiera podido conseguirle un descuentico –dijo papá.

-Yo creo que ni con descuento ella podría.

-Pero –reflexionó papá –, ¿y entonces quién le hizo el transporte al niño hoy?

-Un muchacho, sobrino de ella. Parece muy educadito ¿Cómo es que se llama, Carlitos?

-Jofre.

-Que nombre tan raro, ¿verdad?

-¿Un muchacho? Pero… ¿sabe manejar? ¿Tú lo conoces? ¿Sabes quién es?

-Sí –respondió mamá –, yo salí a conocerlo cuando llegó esta mañana. Parece un buen muchacho, es gochito.

-¿Y maneja bien?

-No sé. ¿Maneja bien, Carlitos? –me preguntó mamá.

-Sí maneja bien pero no conoce la ruta, yo tuve que indicársela, decirle donde debía cruzar y donde parar a recoger a los niños.

-¿Corre?

-No –respondí –. No corre.

Las dos muchachas del servicio se habían retirado a la cocina. Si yo hubiera querido decir algo más sobre Jofre ese era el momento, pero no, me mantuve calladito. Sólo comiendo.

Esa noche, ya en mi cama, sí di rienda suelta a mi solitaria pasión. Me preparé bien y estuve un buen rato imaginando, metiéndome el dedo y masturbándome, hasta que acabé sobre un pañito para no manchar las sábanas. En la madrugada desperté con una excitación terrible, mi pene estaba a reventar, en mi abdomen sentía como cucarachas que revoloteaban. Las ganas de volver a masturbarme eran demasiadas. Entonces no sabía lo que me pasaba. Era sólo que mi cuerpo disparaba hormonas a millón, pero claro, en ese momento no entendía nada de eso. Me levanté de la cama un cuarto de hora antes que sonara el despertador, fui al baño y dejé caer agua fría sobre mi cuerpo en un intento de apagar la enorme calentura que me consumía.

Desayuné con papá. Mamá transcurría entre la cocina y el comedor, y daba las órdenes del día a las dos muchachas. Mi corazón dejó de emitir un latido cuando oí el leve cornetéo de la camioneta ranchera.

-Llegó el transporte –voceó una de las muchachas.

Dejé la taza de café con leche a medio consumir, me despedí y salí. Cuando me subí a la camioneta, en el asiento delantero, Jofre estaba concentrado en cambiar las emisoras del radio. Esa mañana llevaba una camiseta con las mangas recortadas y pude ver toda la extensión de su brazo, lo abultado de sus bíceps, los hombros redondos y fibrosos. También me fijé en los negros pelitos bajo sus axilas.

-Buenos días, Carlos.

-Buenos días.

Pasamos buscando a los hermanitos Larreta que bajaron de su casa en compañía de una empleada con uniforme rosado. Los niños todavía llevaban las marcas de las sábanas pegadas a la cara y sus ojitos se les cerraban. Enseguida se subieron, la muchacha colocó los dos bultos, ilustrados con figuras de Disney, sobre el asiento, y cerró la puerta. La camioneta volvió a arrancar y los dos siguieron durmiendo.

-Eres un peladito muy muy guapo, Carlos –dijo Jofre, en voz baja.

Yo ni respondí. Me quedé en absoluto silencio. No quise ni pestañear.

La camioneta ranchera siguió su ruta y pronto cruzamos los límites de la urbanización.

-Me causa gracia ese graffiti. "El culo es una zona erógena" –leyó, de nuevo, Jofre.

A los pocos metros, cuando llegamos al semáforo, se detuvo. Buscó cambiar la emisora de radio y colocó otra música. De regreso su mano no volvió al volante sino que fue a mi rodilla y de allí subió por mi pierna hasta que tocó mi pene que, para variar, mantenía una potente erección. Fue como si su mano tuviera un radar porque buscó con destreza a través de la delgada tela del pantalón y palpó bien. No me dio tiempo a reaccionar.

-Lo sabía, lo tienes paradito –dijo.

Sin más se retiró, pero la mano no regresó al volante sino que tomó la mía y la llevó a su entrepierna, y a través de la delgada tela del pantalón deportivo de algodón que llevaba, pude advertir que él también lo tenía erecto. Luego me dejó libre. Yo, de inmediato, retiré mi mano de allí.

-Y así me tienes, ¿sentiste?

Comencé a temblar, Jofre no se andaba por las nubes, fue muy directo y audaz. Hubiera querido decir algo, protestar, amenazarlo con decirlo a papá. Pero no, mi mente bullía, no me dejaba pensar. Y en mi mano conservaba la sensación clarita de su miembro, el cual noté bastante grueso y durísimo. Supuse que seguiría con su acoso y descansé cuando vislumbre la figura de Adelita, una niña rubia que estudiaba el quinto grado, quien también esperaba el transporte acompañada por una muchacha uniformada. Adelita tenía un raro apellido alemán que no sé como escribir, pero si lo supiera tampoco lo haría. Su papá también era médico y amigo del mío.

-Para, para. ¿No ves que ahí está la niña? –casi grité, en vista que Jofre seguía de largo sin detenerse.

Como los Larreta seguían dormidos en el asiento trasero, Adelita optó por abrir la puerta delantera y no tuve más remedio que correrme en el asiento hasta quedar con mi cuerpo pegado al de Jofre. Podía sentir su calor, oler su aroma, sentir su muslo rozando el mío.

-Que frío hace, ¿verdad? –exclamó Adelita.

-Tú no sabes lo que es frío de verdad –le respondió Jofre –, de donde yo vengo sí hace frío, hay que andar bien abrigado. Yo aquí siempre siento calor.

-Claro que sé lo que es frío de verdad, yo he estado en Europa en invierno –respondió Adelita –, mis abuelos viven allá.

Siguieron hablando, Jofre le preguntó sobre los países que había visitado y habló algo sobre el pueblo de donde él procedía. Y Adelita hizo algunas referencias a las que yo no presté atención porque lo que estaba era pendiente de colocar mi morral sobre mi entrepierna para tapar mi bragueta, y en planear la forma en que me bajaría de la camioneta para disimular.

Al fin terminó el recorrido y llegamos al colegio. Adelita se bajó de inmediato y yo la seguí. Jofre también se bajó a abrir la puerta trasera de la ranchera para que descendieran los tres que ocupaban el asiento posterior. Comencé a caminar hacia la entrada.

-Carlos –llamó Jofre.

Yo volteé. La figura de Jofre estaba de pié y se despedía diciendo adiós con la mano. Por un lado ya yo tenía decidido hablar con papá esa noche. Sabía que no podía permitir que eso siguiera sucediendo. Comprendía que era peligroso para mí. Y sabía muy bien como reaccionaría papá ante el riesgo que corría su único hijo. Pero al ver la esbelta figura de Jofre, quien no era alto de estatura pero sí tenía muy buen porte, sus piernas bien formadas, su torso amplio, sus caderas estrechas y el bulto que se formaba sin disimulo alguno sobre su bragueta. Mis parámetros de encontrar atractivos a otros hombres, que apenas se estaban estableciendo, comenzaron a consolidarse y me hicieron volver a dudar.

-Hasta la tarde –gritó Jofre.

-Hasta la tarde.

Y a las dos de la tarde, cuando antes mi única preocupación era el hambre infame que me carcomía a esa hora, y que me hacía desear la pronta llegada de Marilú; se había transformado en una incertidumbre al saber que pronto volvería a ver a Jofre, y en suponer las cosas que haría o me diría al momento en que nos quedáramos solos en la camioneta.

-Transporte Marilú –sonó por el parlante la femenina voz de una de las maestras para avisar que ya la camioneta estaba en la puerta.

Cuando pasé frente a la directora del colegio, una mujer de grueso porte y con mucho carácter, de nombre Teresa, esta se me quedó mirando.

-Carlos –llamó.

-Sí, seño.

-Tienes que cortarte esa melena, ya es la tercera vez que te lo digo.

-Está bien, seño.

Los Larreta y otros dos niños se ubicaron en el asiento trasero, otros tres esperaron que Jofre les abriera la puerta posterior de la ranchera. Yo abrí la puerta delantera y esperé que Adelita entrara.

-No, yo me siento en la punta porque yo me bajo primero que tú –alegó ella.

-No –respondí yo –, a ti te toca el medio.

-Es que no puedo ir al lado de ese tipo. ¿No ves que yo soy niña?

Ante tal argumento entré, pronto Jofre se ubicó a mi lado, tras el volante, y cerró su puerta.

-Buenas tardes, niños –dijo Jofre.

-Buenas tardes.

Ahora Jofre llevaba una gorra roja sobre la cabeza y anteojos oscuros, lo cual le daba un aspecto diferente y moderno. El aroma que su cuerpo emanaba se sentía más fuerte. Me concentré en mirar sus manos sobre el volante. Cuando Adelita al fin se bajó pude correrme hacia la punta. Los Larreta iban muy excitados y hacían un barullo terrible peleándose entre ellos. Jofre se volteó y los señaló con un dedo.

-Basta –dijo, con voz autoritaria que sonó ronca y maciza.

Los Larreta se callaron como por encanto. Marilú nunca lo lograba tan fácilmente. El interior de la camioneta al fin quedó en silencio. Yo sólo esperaba el momento en que los niños bajaran porque durante el trayecto en que yo quedaba sólo sabía que Jofre seguiría diciéndome cosas. Y ya estaba un poco preparado.

-Ahora que estamos solos, ¿puedo preguntarte algo, Carlos?

-Bueno, hablar sí, pero no vuelvas a tocarme –respondí.

-Está bien, no vuelvo a tocarte.

-¿Y qué cosa quieres preguntarme?

-¿Tú ya te has jamoneado con algún compañerito tuyo?

-¿Jamoneado? ¿Cómo jamoneado?

-Un jamoncito… Que si te has besado en la boca, con lengüita y todo, con otro peladito.

-No.

-Ah. No te creo.

Yo, que no era nada tonto para mi edad, si lo había hecho, como un jueguito inocente, tanto con varones como con niñas.

-Allá tú. Si no quieres creerme no me creas –dije, utilizando esa respuesta que a veces había oído a papá decir a mamá, y que me parecía tan ingeniosa porque la desarmaba.

-Y dime, ¿alguna vez has visto a un hombre desnudo?

Yo tampoco deseaba que se callara y planeaba que las obscenidades que pudiera seguirme diciendo las utilizaría luego, como aliciente, bajo el refugio de la ducha o en la segura soledad de mi cómoda cama.

-Sí, a mi papá.

-Tu papá no cuenta.

-Pues él es el único hombre a quien he visto desnudo.

-A mí me gustaría mucho verte desnudo a ti –dijo y volteó a mirarme.

Supuse que detrás de la máscara de sus anteojos oscuros lo hacía, a través de mi ropa, y me sentí algo cohibido. Pero ya había tomado la determinación de ponerlo en su lugar, y quedaba poco tiempo para llegar a casa.

-Creo que te vas a quedar con las ganas –respondí.

-No importa. Pero dime al menos algo. Ya tú tienes pelitos, ¿verdad?

-¿Pelitos? ¿Dónde?

-Donde va a ser, aquí –exclamó llevándose una mano que no solo acarició su pene sino que dejó entrever claramente que mantenía una erección, y atisbar ese volumen volvió a impactarme.

Yo, por supuesto, cargaba con la mía y tuve involuntarios espasmos que nacieron de mi vientre.

-¿Por qué te interesa eso? –le pregunté, para dejarlo con la duda.

-Me interesan mucho los peladitos que apenas están despuntando pelitos, y como ya tienes una sombrita sobre tus labios, supongo que ya te comenzaron a salir.

-Oye. ¿Qué es lo que tú quieres conmigo? –le pregunté.

-Se me ocurren tantas cosas

-¿Violarme acaso?

Hizo un corto silencio. Me hubiera gustado que no llevara puestos esos anteojos negros para poder ver la expresión de sus ojos.

-No. Violarte no –respondió como si calculara sus palabras –. Pero si te dejas coger te cojo.

-¿Y qué cosa harías si ahora, cuando llegue a mi casa, le cuento todo esto a mi papá? –pregunté ya cuando faltaba sólo una cuadra para llegar a casa y eso lo tenía preparado para lanzárselo.

-Sí, yo sé que tu papá debe ser un tipo bien importante. Que debe tener mucha plata. Yo he visto la casa donde vives. Y sé que, seguramente, tu papá podría aplastarme como a una cucaracha, si quisiera. Pero como sé que yo te gusto a ti

-¿Qué tú me gustas? Sí eres creído.

-¿No te gusto?

-Claro que no.

-¿Ni un poquito?

-No.

-Conmigo no debes tener pena. Yo entiendo que tú eres

-¿Qué soy? –pregunté.

-Nada. Que eres como yo, pues.

-¿Cómo como tú?

-Oye, yo sí me siento muy atraído por ti. Y me atrevo a decírtelo, que pase lo que tenga que pasar. Si quieres escoñetarme por eso, ve y díselo a tu papá.

Sin duda que el tipo era inteligente, no sólo era un físico vacío. Y claro que sabía mucho más que yo. Si hubiera comenzado a rogar que no lo denunciara se me hubiera caído su imagen. Pero él, al contrario, decidió proyectar sus últimos cartuchos sin mostrar ningún temor:

-Sólo estaré unos pocos días más en esta ciudad. Hasta que Marilú llegue del hospital y pueda volver a manejar. Te prometo que si vienes un rato conmigo no vas a arrepentirte nunca en tu vida.

-No, pero es que

-Dame la oportunidad de conocerte. Yo sé como tratar a un peladito como tú. Sin ninguna obligación de tu parte para mi, sin imponerte nada. Haríamos sólo lo que tú quieras.

-¿Sólo lo que yo quiera? ¿Seguro?

-¿A qué le tienes miedo?

-¿No me cogerías?

-Si tú no quieres no.

-Y que harías, entonces.

No respondió con palabras. Se quitó, con suprema tranquilidad, sus anteojos oscuros y comenzó a limpiarlos con el borde inferior de su camiseta. Hizo un gesto como pensando en esas muchas cosas que se le ocurrían. Luego me miró con esos ojotes negros que me dejaban desarmado, decidió levantar una mano y separar su dedo medio, lo puso recto, lo lamió brevemente y lo deslizó entre sus labios. Luego lo empujó hacia arriba, y sonrió mordaz mostrando su dentadura blanca y perfecta.

-No, no, no –respondí casi asustado –. Deja eso.

-Tienes una boquita tan

-¿Tan qué?

-… tan sensual.

Ya mi casa estaba a pocos metros y la camioneta había disminuido la velocidad para estacionarse.

-No, no. Mejor no sigas. Menos mal que ya llegamos.

-Está bien, que sea lo que tú quieras. Hasta mañana entonces. Prometo que nunca más te hablaré del asunto, ni te molestaré. Lo que tenía que decir ya lo dije.

Abrí la puerta, me quedaba poco tiempo. Sólo puro tentar al destino pregunté:

-¿Y dónde sería eso?

-En el apartamento de Marilú estoy yo solo. El esposo de ella trabaja, luego él va al hospital a visitarla. Y llega como a las diez, once de la noche. ¿A ti te dejan salir solo?

-Claro que me dejan. En la tarde sí –respondí.

-Yo estaré en casa de Marilú toda la tarde. Tú sabes dónde es, ¿no?

-Sé cual es el edificio pero no recuerdo el piso.

-Piso 6. Apartamento 61.

Después de almorzar me acosté y determiné que lo mejor era no ir. Era demasiado peligroso para un niño ir a casa de un adulto que le era prácticamente un desconocido. Intenté echar una siesta pero los demonios internos me atosigaban. Mi erección, claro, era permanente. Decidí entrar al baño, darme una ducha, meterme el dedo bien duro por el culo y masturbarme varias veces hasta quedar exhausto y sin ningunas ganas. Me desnudé, entré al baño y evacué. Luego comencé a acariciar mi pene. Calibré el agua tibia y me metí bajo la ducha. Me enjaboné entre las nalgas y me limpié bien el ano. Empujé suavemente y mi dedo se introdujo. Apreté mis ojos y apareció ante mí la imagen del sujeto añorado, y fue una tentación demasiado grande a la que no pude resistirme. "Que pase lo que pase", me dije. Creo que si la posibilidad de morir hubiera estado presente yo igual hubiera ido. Que me matara si es que le daba la gana, que me violara, que me rompiera por dentro si quería. Era desmedido mi deseo.

-¿Mamá, puedo ir a la biblioteca?

-¿Vas a investigar algo?

-Sí, sobre las mitocondrias.

-Anda hijo, pues. ¿A que hora vas a venir?

-¿A las ocho está bien? ¿Me esperan para cenar?

-Nosotros no cenaremos aquí hoy.

-¿No? ¿Y dónde van?

-A tu papá le hicieron una invitación, vamos a cenar en la terraza de la piscina del Intercontinental.

-¿Qué? ¿Y no puedo ir yo también?

-Son cosas de pura gente grande, hijo, allá te vas a aburrir.

Me fui caminando. El apartamento de Marilú quedaba a pocas cuadras de casa, sólo había que bajar hasta la avenida. Detrás de unas matas, en un bosquecito, me disfracé con lo que había metido en mi morral. Me puse unos anteojos de pasta azules que nunca usaba, una gorra de pelotero, y encima de mi camiseta una camisa de bacterias que me quedaba grandísima. Caminé hasta la avenida. Mi corazón palpitaba de manera desenfrenada cuando subía por el ascensor. Era tanto mi terror que cuando vi el número 61 sobre la puerta gris casi me devuelvo. Pero ya estaba allí y mi dedo tembloroso apretó el botón del timbre. No pasaron muchos segundos hasta que Jofre abrió la puerta.

-Sí, dime.

-Soy yo –dije, y me quité los anteojos azules.

La sonrisa de Jofre afloró y me sentí tranquilo porque su semblante fue tan plácido, alegre y sereno que no me fue difícil percibir que sus intenciones, ya estando yo allí, no eran malas. Es decir, no eran malas dentro de lo que cabe, pues yo sí quería que me hiciera algunas maldades. Esas que a un niño no se le deben hacer, supuestamente.

-Oye, no te reconocí.

-De eso se trata –dije.

-Pasa, pues.

Ahora que ya estaba adentro el que antes, en la camioneta, fue audaz, atrevido e impúdico, lo que hizo fue ponerse a hablar de su pueblo, de la muerte de su padre, de su "mamacita", que era como llamaba a su mamá. Era el menor de sus hermanos. De la cartera sacó las fotos de sus sobrinos y me las mostró. Y me hizo un retrato hablado de su casa que quedaba anclada en medio de una montaña entre las nubes, y desde donde, en los días despejados, podían verse los picos nevados.

-¿Quieres tomarte un refresco? –preguntó después.

-No, gracias.

-¿Agua quieres?

-No…, bueno, sí, agua sí.

Si lo que quería era tranquilizarme lo logró. Después que tomamos agua se hizo un silencio. Mis ojos se concentraron en los suyos esperando una propuesta. Tampoco es que nos íbamos a quedar hablando toda la tarde. Ambos sabíamos a lo que yo había ido allí.

-¿Qué quieres hacer? –me preguntó.

-No sé –le respondí –, dime tú.

-¿Quieres verme desnudo?

Yo asentí con la cabeza pero luego lo reforcé con palabras.

-Bueno, sí quiero.

-Vamos al cuarto, pues.

Entramos en una de las habitaciones. Jofre se sentó en la cama y para mi contrariedad no realizó ninguna acción para quitarse la ropa sino que sacó un juego de cartas españolas y se dispuso a barajarlas.

-Yo también quiero verte desnudo a ti –comentó, y comenzó a repartir las cartas sobre la cama, en dos montones.

Me senté sobre la cama frente a él.

-¿Quieres saber si tengo pelitos?

-Ahora no quiero saberlo, ahora quiero descubrirlo. Juguemos a las cartas.

-¿A las cartas? –pregunté, con una decepción que lo hizo sonreír.

-¿Sabes jugar a la guerra con cartas?

-No –respondí –. No sé ningún juego con cartas.

-Es muy fácil. Cada uno saca la carta tapada que esté justo encima de su mazo. Quien saque la carta más alta gana. Quien pierda se quita una prenda de ropa. ¿Sí?

-¿Así tan fácil?

-Sí, comencemos.

La primera vez gané yo y Jofre se sacó la camiseta con soltura casi estudiada y sin dejar de sonreír. Yo comencé a examinar visualmente su cuerpo de hombre adulto. Era casi perfecto, por lo menos yo así lo vi. Su pecho era amplio y bien formado, sus músculos levemente marcados, sus brazos, redondos y macizos, remataban en hombros cuadrados y fibrosos. Las axilas peludas hacían juego con los vellitos lisos que adornaban el centro de su pecho y con los que le bajaban del ombligo. Del cuello le colgaba una gruesa cadena que parecía de plata y una cuerda corta de cuero con un escapulario. Mi corazoncito volvió a galopar discretamente. A la segunda también perdió y se sacó los zapatos. Tuve la suerte de ganar también la tercera, Jofre se levantó y, como si nada, se quitó los pantalones. Entreabrí mi boca para poder respirar, que piernotas tan robustas, algo peludas. Llevaba unos calzoncillos absolutamente blancos y, claro, a través de ellos ya se podía vislumbrar que el volumen de su pene, tal como yo lo había imaginado, era bastante contundente. Me mordí el labio inferior y lo miré a los ojos. La sonrisa había desaparecido de su rostro. Su cara estaba abstraída.

-Si vuelvo a perder quedaré totalmente desnudo y habré perdido la partida –dijo.

-¿Y entonces?

-No sé.

Pero perdí yo y me tocó sacarme la camiseta.

-Uy. Sabía que eras un lindo peladito pero realmente estas mucho mejor de lo que imaginé.

-Ya deja.

-¿Deja? Que bonito cuerpecito. ¿Tú haces ejercicio?

-Juego tenis y hago natación –respondí –. También juego béisbol.

-Con razón.

-¿Con razón qué?

-Con razón estás tan bien formadito. Pocos peladitos de tu edad tienen ese cuerpo. ¿Sabes? Te vas a convertir en un mancito muy hermoso.

-¿Y tú qué deporte haces? –Le pregunté –. Tú también tienes tremendo cuerpo.

-Así, tanto como deporte no, pero a veces hago paralelas y barras. También algo de pesas y troto.

-Ah. ¿Y eso no es deporte?

-Bueno. ¿Seguimos jugando?

Perdí por segunda vez y me quité los zapatos. A la tercera perdida me tocó levantarme de la cama, abrirme la bragueta y sacarme el vaquero.

-Pelao, pero, ¿cuántos años tienes tú? No, no, mejor no me lo digas.

-¿Por qué no?

-Igual eres un pecado.

-Tengo veintiuno –expresé riendo.

-¿Veintiuno? –preguntó al comprender –. Estás bastante desarrollado para tu edad. ¿Y cuándo cumples los treinta y uno?

-Falta. El año que viene. Oye, ¿y tú has estado antes con alguien menor que yo? –quise saber.

-Eehjm… ¿Jugamos otra vez? El que pierda ahora pierde la partida.

-¿Y qué pasa entonces?

-No sé.

-Hagamos algo –propuse –. El que gane le hace al otro lo que quiera.

-¿Lo que quiera? No sabes en lo que te estás metiendo.

-¿Por qué? Yo sé lo que tú quieres hacerme.

-¿Qué crees tú que quiero hacerte?

-Cogerme –exclamé con soltura.

-¿Y tú acaso quieres que te coja?

-Bueno…, quiero saber cómo es. ¿Duele?

-Puede doler si no se hace con cuidado.

No quise seguir hablando, levante mi carta y la expuse. Fue el caballo de copas. Las probabilidades estaban a mi favor. Jofre levantó la suya que también fue un caballo.

-¿Qué se hace en estos casos? –pregunté.

-Es guerra. Se coloca una carta tapada, la apuesta es doble.

Jofre levantó otra carta y la colocó encima. Era el siete de oro. Yo coloque la carta tapada y abrí otra. Fue un cinco. Volví a perder. Me rasqué la frente y bajé la cabeza. Nunca pensé que perdería. Ya llevaba tres veces perdiendo, las probabilidades de ganar estaban a mi favor y ya había planificado qué cosa hacerle: cogerlo a él. Elevé mis ojos y lo vi. Sus hermosos ojos no estaban pendientes de mí. Recogió las cartas, las ordenó y las colocó sobre la mesa de noche. Yo me levanté lentamente de la cama y ya había introducido mis pulgares debajo de la elástica del calzoncillo para bajármelo.

-No, no –dijo –. Mejor acuéstate.

Con sus ojos recorrió todo mi cuerpo sobre la cama. Ahora su expresivo rostro estaba serio y abstraído. Y él mismo, con sus manos, comenzó a bajarme el calzoncillo. Cuando mi miembro se liberó saltó ferviente y se mostró completamente vertical. Los calzoncillos llegaron a los muslos y los ojos de Jofre no tuvieron otro objetivo que contemplarme.

-¡Que lujo!

La mano derecha de Jofre acarició la motita de vellos que adornaba mi pubis, al parecer eso le interesaba mucho. Me incorporé apoyándome en los codos, levanté mi torso y mi cabeza para ver mejor.

-Ya sospechaba que habías comenzado a desarrollarte.

Yo sonreí con el orgullo de haber dejado de ser un niñito.

-Eres un sueño estrenando adolescencia.

Siguió bajándome el calzoncillo hasta que salió por los pies y quedé totalmente desnudo. Comenzó a besarme desde los pies como si yo fuera un trofeo codiciado. Me sentí como un dios al que se rinde pleitesía. Subió besándome y sus manos me acariciaban y apretaban mis piernas palpando la fortaleza de mi casi infantil musculatura. Sentía mi corazón palpitar aceleradamente pero no estaba nervioso, ya el momento de incertidumbre había pasado. Se puso a jugar con mi pene y a estirar mi prepucio lo que me llenó de placer. Lo examinó visualmente muy de cerca y emití un involuntario gemido de placer cuando vi y sentí que sus labios besaban mi glande. Y fue algo grandioso, un placer inexplicable, cuando abrió su boca y me lo chupó con extrema delicadeza. Era tan delicioso que quise que esa sensación perdurara eternamente. Pero no, él siguió su camino hacia la parte superior de mi cuerpo delineando con sus besos mi torso y mordiendo con sus labios mis tetillas. Me dejé caer sobre la cama, pronto me cubrió con su cuerpo pero no sentí su peso sobre mí. A través de la tela del calzoncillo evalué la dureza de su pene retozando entre mis piernas. Su cara quedó a pocos centímetros de la mía. Aprecié su respirar profundo y muy, muy de cerca, sus hermosos ojotes clavados en los míos, y en el pecho el frío metal de la cadena que le colgaba del cuello.

-Dime la verdad, ¿alguna vez te has jamoneado con un man? –preguntó.

Mis resistencias y ambigüedades habían quedado en cero, tuve que ser franco.

-Sólo con niños, con tipos grandes no.

Y sentí sus labios sobre los míos. Y su lengua tratando de abrirlos. Accedí para besarnos suavemente con la boca abierta. Pude catar el sabor de su saliva y aspirar muy de cerca su rico aroma. Su cuerpo, mientras tanto, se frotaba contra el mío. Para hacer más recio el roce abracé su espalda, así captar su volumetría y sentir, con mayor ardor, su fuerte pecho pegado al mío. Luego de un rato se giró y quedó acostado sobre la cama mirándome.

-Voltéate –exclamó con voz ronca.

Por la manera en que lo dijo supe que uno de mis más grandiosos sueños se iba a cumplir esa tarde. Lo hice, cerré los ojos e intenté relajarme. Pronto sentí sus manos acariciando mis nalgas. Y me concentré en apreciar como eran abiertas, besadas, manoseadas, apretadas, mordidas

-¡Que lindo culito!

Había pasión en su trato, fuerza, vitalidad, suavidad y destreza, todo a la vez. Pero lo que ya sí me sorprendió fue cuando las separó y sentí su lengua lamiendo mi más cerrado secreto. Hurgaba de una manera única y deliciosa. Vibraba y se retorcía haciendo nacer en mí sensaciones novedosas. Sus dedos entraron en acción y sentí que punzaban buscando profundidad. Pero no fue agresivo su asedio y yo estaba completamente relajado. Ya no era sólo deseo lo que sentía, era una necesidad de que se hundiera en mí. Pero allí lo dejó. Su boca subió besando cada poro de mi espalda y sus manos calibraron mis costados.

-Tengo unas ganas de cogerte… –advirtió detrás de mi oreja.

Yo no respondí, sólo asentí brevemente con la cabeza.

-Nunca había saboreado un culito tan rico.

-Está bien, yo me dejo.

Pero volvió a tenderse sobre la cama. Yo volteé la cabeza y abrí mis ojos para ver que pasaba, inquieto por saber porque no seguía. Jofre miraba el techo.

-¿Ah? –exclamé buscando una respuesta suya.

-No sé.

-¿Qué no sabes?

-Yo, igual, puedo disfrutar sin necesidad de cogerte. En verdad eso no es tan necesario –dijo.

-Yo quisiera probar cómo es.

-Lo que pasa es que hasta ahora no hemos hecho nada que me comprometa. Todo ha sido superficial. Si te llego a coger sí te dejaría huellas, y te cargaría el culo de leche.

-¿Y entonces?

-Eso podría ser una prueba contra mí. Si por alguna u otra razón alguien lo descubre, si tú se lo dices a tu papá

-¿Tú crees que yo soy tonto? Yo no quiero que nada de esto se sepa.

-… yo podría ir preso varios años.

-Yo no se lo diré a nadie.

-Bájame los calzoncillos, pues.

Con un impulso casi frenético me incorporé hasta quedar sentado y me quedé admirando su cuerpo moreno. Él estiró un brazo y con una mano y retiro los cabellos que caían por mi frente.

-Que guapo eres. Me gusta mucho que estés aquí conmigo así no hagamos nada más.

Yo me decidí y toqué el volumen que elevaba la tela de su calzoncillo como si fuera una carpa de circo. Supe que lo que saldría me sorprendería. Al fin metí mis dedos debajo de la elástica y estiré hacia abajo. Jofre elevó sus caderas y el calzoncillo comenzó a bajar lentamente. Lo primero que se presentó fue una oscura y enredada mata de pelos encrespados. Cuando se comenzó a observar la base de su pene me asombró su grosor, mas cuando emergió por completo lo hizo con fuerza encabritada y sonó como un aplauso cuando se plegó hacia su abdomen. Tuve que detenerme. Era muy recto e increíblemente grande. Demasiado robusto. La cabeza era aun más gruesa que el tronco lo que le daba la apariencia de un moreno 747. Me quedé con la boca abierta.

-Es enorme –fue lo único que pude balbucear.

-¿Tú crees?

-Que sí, ¿no?

-Yo diría que es de tamaño normal –aseveró.

-¿Normal? Cómo serán los grandes, entonces.

-Anda, acarícialo, tómale confianza.

Lo tomé en mi mano, sentí su dureza de piedra y su ardiente temperatura, como si llevara fuego por dentro. Deslicé la mano sobre todo él y calibré su verdadero grosor haciendo un círculo con mis dedos. Después bajé, y examiné sus testículos, potentes, pesados y macizos. Me recordaron a los de un caballo que había visto hace unos días en el club.

-¿Cuántos años tienes tú? –le pregunté.

-Veinticinco.

-Estás bien crecidito para tu edad, ¿no?

-Je, je.

-¿Tú se lo has metido a alguien de mi edad?

-¿Ah?

-Dime, anda.

-Incluso a más chiquitos que tú.

-¿En serio? ¿Les cupo? ¿Tú crees que a mí me entre?

-Mmm. Vamos a ver.

-Me va a doler, ¿verdad?

-Yo creo que ya tú aguantas.

Comencé a masturbarlo suavemente, el prepucio se replegó hacia atrás y mostró la toda la gran cabeza brillante. Jofre llevó una mano detrás de mi nuca y haló aplicando algo de fuerza. Yo supe lo que quería. Debo advertir que hasta entonces yo no había madurado ninguna fantasía en cuanto a tener un pene dentro de mi boca y sólo pensar en hacerlo me daba asco. Cuando lo tuve a pocos centímetros lo miré a la cara pidiéndole clemencia.

-Mójate bien los labios.

-¿Para qué?

-Para qué va a ser. Bésalo.

-Es que

-¿Puedes abrir la boca sin mostrar tus dientes? –me preguntó.

-No, pero… No sé.

-¿O prefieres lamerlo primero?

Volvió a aplicar fuerza detrás de mi cabeza. Al principio fue obligado, lo hice sólo por complacerlo. Pero al pasar las primeras sensaciones él sabor ácido desapareció y pude entender que, a través de la lengua y de los labios, y aun más, al tenerlo dentro de la boca, podía entonces captar toda la fuerza contenida en el pene de un tipo. Rapidito aprendí, y era tanto el placer que Jofre sentía, que gemía y chupaba aire entre los dientes. Cuando le agarré el gusto ya no quise separarme. No sé si es que eso estaba ya grabado en mis genes de ser homosexual pero luego me embebí chupando, lamiendo y comiéndome todo ese, mi primer pene. Fue el mismo Jofre quien me separó tomándome por las mejillas entre sus manos.

-Ya, que me vas a hacer acabar.

Sentí el gusto en mi boca de las primeras gotitas que se derramaron, y me quedó la sensación de su calor y su textura en mis labios. Yo mismo estaba asombrado. Me dejé caer sobre la cama, Jofre me abrazó y comenzó a besarme de nuevo, esta vez parecía buscar con su lengua profunda los restos que quedaban en mi boca del sabor exquisito de su propio pene.

Luego descansamos de medio lado muy juntos uno al lado del otro. Jofre colocó sus manos como almohada y volvió a recostarse. Me quedé mirando sus ojos cerrados y como su pecho se expandía con la respiración. Vi su axila peluda y acerque mi nariz a ella para captar su olor. La mezcla de perfume y sudor me fascinó. Él estaba algo sudado, la leve capa húmeda que cubría su piel le daba cierta brillantez. Con el dorso de mis dedos recorrí suavemente el contorno de su cara rozando por encimita el volumen de su corta barbita. Bajé por el cuello y llegué al centro de su pecho donde mis dedos juguetearon con los vellitos suaves que lo cubrían. Caí a su abdomen y mis dedos siguieron y se introdujeron en la cálida y densa pelambre de su pubis. Era el tipo más apuesto que yo nunca había visto. Sin dejar de admirarlo coloqué mi cabeza sobre un brazo y seguí observándolo.

Al cabo de un rato eché una ojeada a mi reloj pulsera y me sorprendió la hora. Que rápido había pasado el tiempo, pronto tendría que comenzar a vestirme.

-A las ocho tengo que estar en casa –dije.

-¿Y qué hora es?

-Van a ser las siete.

-Ahh –exhaló y siguió dormitando.

-Jofre.

-¿Ah?

-Ponte de espaldas.

-¿Para qué? –preguntó, y abrió sus ojos.

-Quiero verte por detrás.

Entre indeciso y divertido se volteó, pero no volvió a cerrar los ojos, se mantuvo atento y algo tenso. Yo me senté en la cama y pude maravillarme al observar su aspecto posterior. Su espalda muy ancha, repleta de prominencias masculinas, sus nalgas como dos robustas almohadas que se elevaban describiendo una curva pronunciada. Lo acaricié intentando captar con el tacto esos macizos volúmenes. Hasta me decidí y hundí mis dedos en el pliegue que resultó calido y levemente peludito. Se le notaba incómodo pero ante la ausencia de protestas empujé mi dedo.

-¿Qué pasa? –preguntó.

-Nada, me gusta tocarte. ¿Acaso no puedo?

Se volteó sobre la cama y me miró a los ojos como queriendo medir mis intenciones.

-Mejor tócame por delante.

-¿No te gusta que te toquen por detrás?

-No mucho.

-Si yo hubiera ganado a las cartas te hubiera querido coger a ti.

-Sí, sueña.

-¿Por qué no? El culo es una zona erógena.

-Eso te lo voy a demostrar yo a ti.

-¿Cómo me lo vas a demostrar?

Sacó la puntita de su lengua, la movió rápidamente y puso cara de diablillo. Supuse que me volvería a hacer cosquillitas con su lengua. Se incorporó y de sentó sobre sus talones. Su pene se puso muy tenso y parecía palpitar.

-No te voy a coger.

-Anda. Yo no digo nada.

-No. Lo que te voy es a enseñar a culear bien. Ponte en cuatro patas.

En cuatro patas. Con emoción pensé en las veces que había oído esa expresión formando parte de chistes y en atrevidas conversaciones entre mis compañeros. Mientras me ponía pude sentir un apretón en mis nalgas. Sus dedos parecían tener sensores que los ubicaban con precisión sobre los puntos más sensibles, pulsando las zonas más erógenas.

-Te voy a poner a gozar, ya verás, creo que te lo mereces.

Se colocó detrás de mí y con sus dos manos presionó con fuerza mi cintura hasta que yo la bajé y en ese movimiento mis nalgas respingaron y se abrieron hacia él. Luego con sus manotas me tomó por las caderas, con sus pulgares separó el fondo de mis nalgas, me estiró el ano y volvió a lamer su lengua en todo el abierto orificio. Sentía su nariz y los pelitos de su barba estrellándose contra el interior de mis nalgas. Esta vez me succionó con más fuerza, tan desvergonzadamente que yo suspiré de placer.

-¿En serio quieres que te coja?

-Sí.

-Jura que no vas a decir nada a nadie.

-Yo no soy estúpido. ¿Qué crees?

Con esta respuesta gané que comenzara a meterme el dedo el cual se deslizó buscando profundidad entre la humedad de la saliva. Gemí muy suavemente. Ágil, con la destreza de un felino, se separó de la posición y buscó en la gaveta de la mesa de noche un tarro de forma semirectangular con las esquinas redondeadas que colocó sobre la cama. Leí que en la tapa y los costados tenía escrita una palabra: "Vaseline". "O sea que esta es la famosa vaselina", me dije. En ese entonces la vaselina también formaba parte de muchos chistes y era incentivo de la imaginación afiebrada de algunos compañeros. Lo destapó y cargó una buena cantidad con el dedo medio. Y esta vez el dedo se enterró fácilmente en mi culo y sentí que me tocaba muy adentro. La vaselina, al contrario de los lubricantes que ahora se usan, es cálida y pastosa. Pronto me dejó el culito calientico, dilatado y con el deseo abierto a seguir recibiendo.

Volvieron sus dedos a cargar vaselina y volteé para mirar como se dedicaba a engrasar su instrumento. Se arrodilló justo tras de mi con las piernas muy separadas. Golpeó suavemente la parte baja de mi espalda y, ya adiestrado, bajé y abrí hacia él mi trasero. Sus manos apresaron mis caderas y me haló suavemente. Pronto sentí que, desde abajo, su cálido glande comenzaba a embestir mi abertura anal con golpecitos suaves y rítmicos. Y no lo pude creer cuando comenzó a entrarme. Siguió a un ritmo lento al que cada vez imprimía mayor profundidad. Apreté mis ojos para que las sensaciones se manifestaran sin interferencia al concentrarme en ellas. Me trató con un cuidado tan supremo que siempre agradecí, y aun hoy lo hago. Yo era sólo un pequeñín y era mi primera vez, él hubiera podido causarme mucho daño si me entrompaba con violencia.

Cuando lo sentí adentro me sorprendió no sentir tanto dolor. Me dio curiosidad por apretar y a partir de allí el ámbito de mis referencias dio un vuelco. Se generó un estímulo muy grande al intentar cerrar mi culito y no poder hacerlo; y un escalofrío intenso me recorrió en oleadas al mismo ritmo con que me embestía. Una sublime sensibilidad que me era totalmente desconocida. Sus manos que se habían conservado asiendo mis caderas, subieron por los costados. Su torso se inclino sobre mi espalda, con una mano retiró mis cabellos hacia un lado y me besó detrás de la nuca. Mi piel se erizó. Mis ojos se nublaron y una lágrima escapó de cada uno. Deslizó una de sus manos por mi torso, pellizcó sutilmente mis tetillas, acarició mi abdomen, bajó y comenzó masturbarme suavemente. Percaté entonces que mi pene había perdido rigidez al estar yo concentrado en tratar de descifrar las impresiones que estaban congregadas en torno al ano y el recto invadidos. Pero al masturbarme la erección de mi pene volvió a hacerse patente. Percibí sensaciones que nunca siquiera imaginé.

-¿Gusta? –preguntó con un susurró detrás de la oreja.

-Mmjm –fue lo único que mi garganta pudo responder. No quería desperdiciar esfuerzo de mi cerebro en tratar de formular palabras y así seguir deleitándome, centrado exclusivamente en las novedades que mi cuerpo percibía.

Auspiciadas por la cogida que me daba, la genitalidad cobró otro sentido. El estímulo que recibía por detrás incrementaba el otro tipo de placer hasta niveles insospechables. Aun así, y en vista que Jofre seguía punzándome con cuidadosa lentitud, como temeroso de profundizar su arraigo, yo mismo empujé hacia atrás, con la consecuencia inevitable de que, sin mucha dificultad, el pene se me encajó unos centímetros más. De allí comencé un jueguito muy erótico que consistía en que me separaba para después volver a caer, llevando el mismo ritmo que Jofre sugería, buscando por mí mismo la penetración.

Y no pude evitarlo, mi orgasmo se acercó. Instintivamente traté de retirar su mano a tiempo y así poder retardarlo, pero fue imposible. Acabé con un largo gemido que traté de ahogar en la almohada. Luego del disfrute supremo desfallecí. Estaba harto, empalagado por el exceso de placer. Mis rodillas perdieron rigidez y me dejé caer sobre la cama. Jofre siguió mis movimientos, no quiso despegarse. Supo que yo había eyaculado pues en su mano acabó la evidencia viscosa. Quedó encima de mí y, con un lento y largo empujón, terminó de penetrarme hasta el final. Gemí afligidamente. Sabía que me la había encajado toda porque sentí una fuerte presión interna y el roce duro de sus pelos raspando mis nalgas. Y comenzó a moverse con mayor rapidez, a frotarse con mayor tenacidad describiendo un asedio que me llegó a causar dolor. Era como si me estuviera cobrando tanto goce. Mordí la almohada para no gritar. Mis manos se aferraban con desesperación a las sábanas. Pero preferí esperar entregado, totalmente dispuesto, resignado, incluso colaborando al mantener mi trasero elevado, a pesar del genuino dolor. El ímpetu de su respiración se acrecentó, su aliento cálido resoplaba sobre mis mejillas. Trató de buscar mi boca para acompañar su orgasmo con un beso y yo, haciendo esfuerzo por complacerlo, volteé y saqué mi lengua para tocar la suya. Aun empujó más y se detuvo presionando duro. Un largo y crujiente gemido, acompasado por las oleadas de placer, coronó su orgasmo. Supe que estaba acabando y me sentí dichoso porque pronto ya todo terminaría, no aguantaba más.

FIN DE LA PRIMERA PARTE