El Culo de Mariam (1)
De como me lo monte para conseguir estrenar a esta, no tan recatada como parecia, chica.
Cuando subí a aquel tren con mi mochila, aquella noche de verano, dispuesto a pasar unas vacaciones libres y bohemias, sin destino prefijado, no sospechaba que estaba a punto de conocer a Mariam, sencillamente la tia más buena que he conocido nunca. Acababa de coger mis vacaciones estivales, mi primera paga extra, y, cansado de pasar mis vacaciones en Sagunto con mis padres, decidí que ya era mayorcito para experimentar unas vacaciones diferentes, un vagabundeo ocioso y divertido, sin destino prefijado a través del país. Había pensado en Cádiz, en la ruta de los pueblos blancos. Permanecer en algún camping y, desde allí, realizar diferentes excursiones. Estaba realmente eufórico por mis expectativas: todo me resultaba tan excitante y nuevo..., disponer de mi propio dinero, decidir sobre la marcha los cambios que me apetecieran, conocer nuevos lugares, quizás nuevas gentes... Y digo quizás porque soy una persona bastante tímida y no me resulta fácil relacionarme, así que no contaba demasiado con
hacer nuevas amistades.
Subí al tren y busqué mi compartimento. Lo encontré rápidamente y, dejando mis cosas, salí al pasillo del tren a mirar por la ventanilla a la espera de que el tren comenzara su bamboleante viaje. En el pasillo, que estaba atestado de gente, divisé casi al final una cabecita rubia con graciosas trenzas. Era una muchacha de unos 20 años a la que no le ví la cara. Sólo pude ver, sobre las cabezas del resto de los pasajeros, que transportaba una pesada mochila gris y llevaba los morenos hombros desnudos. En aquel momento no le presté mayor atención. Era una de las decenas de pasajeros anónimos que iban en mi vagón.
Poco después, con el tren ya en marcha, tras haber estado en mi litera hojeando una revista comprada en el puesto de periódicos de la estación, decidí salir al pasillo del vagón a estirar las piernas. Eran las 12 :00 de la noche y mucha gente estaba ya acostada en sus literas intentando conciliar el sueño en sus incómodas literas.
Estiré las piernas en el pasillo y me apoyé para mirar a través de la ventanilla el paisaje nocturno desde el tren. Estaba adormeciéndome por el rítmico traqueteo cuando miré hacia mi izquierda, al fondo del pasillo. Al principio creí que había visto algo que en realidad no estaba ahí, un nebuloso ensueño propio de la hora que era; pero no, era real y allí estaba. El más grandioso culo que he visto nunca estaba allí, embutido en un prieto pantalón de pana negra. Y pertenecía a aquella rubita de las trenzas que había atisbado brevemente apenas dos horas antes.
Antes de proseguir la descripción de aquel monumento a la carne que se exhibía ante mí, debo explicar al lector algunas cosas sobre mi concepto de lo bello y lo deseable. No soy un admirador de las chicas 90-60-90, de ese concepto de belleza famélico que, entre modistos, publicistas y demás, hemos acabado asimilando como natural e inevitable. En cuestión de cánones de belleza, yo sigo la llamada de mi sangre, y esta me pide, como sé que a muchos de vosotros, amigos lectores, los cuerpos gloriosamente abundantes. No quiero decir con esto que me apasionen las chicas meramente gruesas, sino que tengo un amplio concepto de cuán gruesa puede ser una mujer y ser, precisamente por ello, más deseable. Me fascinan los pechos enormes, los muslos rotundos y, por supuesto, las nalgas desbordantes, y sé que en estas cuestiones no somos ni mucho menos minoría. Hecho este inciso, prosigo explicando por qué aquella rubia, mi Mariam, me pareció y parece la tia más maciza que he visto nunca.
Aquella chica estaba charlando con la que parecía regentar el minibar del tren en ese vagón, comprando un botellín de agua mineral. Los breves momentos que estuvo de espaldas a mí los aproveché para comerme con los ojos el tremendo espectáculo que se desplegaba ante mis atónitos ojos. Teniendo como marco unas muy anchas caderas, dos abultadísimas, rotundas, macizas nalgas en forma de graciosa pera que amenazaban con reventar las costuras del ajustadísimo pantalón de pana negra que contenía aquella maravilla. Por si fuera poco, la chavala cambiaba el peso de su cuerpo casi constatemente de una pierna a otra, haciéndolas mecerse encantadoramente, y ofreciendo distintas posturas que no hacían sino dejar claro lo macizo y bueno que estaba su alucinante trasero.
No exagero nada, amigos, si os digo que, literalmente, se me cortó la respiración por unos momentos, y que sentí un intenso calor en mi entrepierna, con un ténue dolor físico en mis testículos. Creo que más de uno de vosotros sabe de qué hablo, no del deseo normal que experimentamos decenas de veces al día por chicas anónimas, sino ese deseo salvaje que de vez en cuando padecemos en contadas situaciones.
Me quedé alli paralizado sin saber qué hacer. Siendo como soy un gran aficionado a los culos femeninos, encontrarme de buenas a primeras con el mejor que había visto nunca me dejó inmovilizado. Antes de que pudiera hacer nada, la chica se dio la vuelta y se dirigió hacia mí. Entonces pude apreciar su cara y el resto de su cuerpo. Si bien no era exactamente guapa, tenía una cara regordeta y graciosa, definitivamente agradable: carnosas mejillas y brillantes ojos color miel, nariz chatilla. Tenía un sedoso pelo rubio que llevaba recogido en dos graciosas trenzas que le llegaban hasta los hombros y que le daban un aspecto semi-infantil tremendamente sexy. Pero si os digo lo verdad, no pude fijarme mucho en la cara porque, al darse la vuelta, pude ver el resto de su anatomía, y como bien sabéis, a un buen culo le suelen acompañar unas buenas tetas. Nuestra amiga no era desde luego una excepción. Tuve que reprimir mi mirada para no quedarme embelesado ante las dos tremendas tetas que tenía la nena. Tremendas. Tremendas.
Noté claramente cómo mi polla se había salido del calzoncillo debido a la espontánea y tremenda erección, sintiendo cómo mi glande rozaba la áspera tela de mis vaqueros. No pude mirarlas detenidamente porque ella se dirigió a mí:
Perdona, ¿tienes cambio de 5000?
Eh...creo que sí....
Rebusqué nerviosamente y saqué algunos billetes para dárselos. Estaba muy nervioso.Como no tenía suficiente, le pedí que me esperara, que iría a mi litera donde si tenía billetes. Este gesto de amabilidad me hizo ganarme su simpatía inicial.
Recogí mi dinero de la litera mientras mascullaba en voz baja para mí "¡Joder, qué buena está!", con mi polla aún tiesa como un garrote.
Salí fuera y le di el cambio. Ella me regaló una preciosa sonrisa y, tras darme las gracias, se dio media vuelta para pagar su botellín de agua. Aproveché la circunstancia para mirarle impunemente el culo. Los pantalones estaban ajustadísimos, no porque ella se los hubiera comprado así, realmente eran de su talla pero los volúmenes de su cuerpo eran tales que necesariamente la tela se tensaba al límite y la pana desaparecía en las profundidades insondables de la abertura de sus nalgas. De cerca eran aún más grandes y macizas. Se alejó con un involuntario contoneo que me puso aún más cachondo. Me dí cuenta de que quizás no tendría muchas oportunidades de mirarla tan descaradamente, así que permanecí allí comiéndomela con la mirada.
Llevaba una camiseta roja. En aquel momento no pude apreciar si llevaba sujetador (¡De qué talla debería ser!), pero sí me dejó estupefacto el tamaño de aquellos melones. ¡Vaya tetas! Eran las más grandes que había visto en vivo. Sin embargo, siendo enomes, no resultaban excesivas. Estaban en ese delicioso punto ideal entre lo muy grande y lo ya excesivo.
Ella terminó de pagar y se dirigió a su compartimento. Me miró de soslayo y me sonrió con gratitud. Desapareció en su camarote.
Sentí una sensación agridulce. Sabía que me esperaba un verdadero pajón en mi litera, a la salud de aquella guarra, pero sentía una ténue amargura. No quería masturbarme a su salud, quería follarla.
Me metí en mi compartimento, que sólo ocupaba yo, eché el cerrojo y me bajé los pantalones hasta los tobillos. Me masturbé voluptuosamente, recordando el culo de la nena que acababa de ver. Enseguida me corrí, derramando espesa y abundante leche caliente. Creí que aquello me calmaría, pero cinco minutos después tenía de nuevo ardientes deseos de follarla.
"Si no fuera tan tímido...", pensé. Encorajinado por mi propia frustración decidí intentar conocerla. Si no llegaba a nada, al menos me beneficiaría de verla de cerca otra vez y de retener en mi memoria nuevas posturitas de aquel tremendo putón.
Salí al pasillo y me acerqué a su camarote. La puerta del suyo estaba entreabierta. Ella estaba sentada en la litera, con los pies descalzos en el suelo.
Me miró con simpatía y me invitó a entrar.
Hola...¿qué tal ? ¡Gracias por el cambio¡-me dijo.
De nada.
¿Quieres sentarte ?
Por supuesto que quería sentarme. Me senté en la litera de enfrente intentando no fijarme en su cuerpo por el momento.
Nos presentamos. Se llamaba Mari Angeles, Mariam. Mariam. Desde entonces ese nombre se convirtió para mí en el símbolo del más ofuscado deseo sexual. Le dije el mío, Antonio. Charlamos brevemente sobre el tren, y a los pocos minutos me dí cuenta de que no sólo Mariam estaba como un tren de mercancías, sino que era alegre y simpática. Lo que faltaba.
La conversación derivó a temas más interesantes. Resultó que le gustaba leer como a mí, de que no era una cabeza hueca. Tenía inquietudes sociales. Era una chica "progre", por así decirlo, y bastante liberada. Pronto nos sentimos muy cómodos el uno con el otro. Había química, y me di cuenta de que sería muy fácil relacionarme con ella: siempre tenía un comentario agradable, ingenioso. Me relajé bastante. En otras circunstancias, con otra chica, esta conversación hubiera dejado en un segundo plano mi ofuscado deseo. Pero es que la amiga Mariam no era una chica más. Era imposible no fijarse casi con angustia en la dos tremendas tetas que tenía bajo la camiseta, y que, me dí cuenta, ¡no llevaban sujetador!
Sus pezones se revelaban bajo la ligera tela, coronando aquellas dos suculentas montañas. Yo intentaba por todos los medios dismular mis miradas. Ella no parecía darse cuenta, afortunadamente. Calculé que pesaría unos 75 kilos, eso sí, muy, pero que muy bien puestos. Había donde agarrar. En realidad había donde agarrar para varios chicos a la vez.
Tenía las piernas cruzadas informalmente, los grandes muslos apoyados uno sobre otro, su entrepierna gloriosamente lisa se perdía entre aquellas macizas y torneadas barras de carne. Me parecía sentir el calor que emanaban. De vez en cuando, ella se inclinaba a tocarse los pies, que tenía evidentemente doloridos. Cuando lo hacía, sus pechos colgaban , revelando aún con más claridad su anormal tamaño.
Por aquel entonces mi polla pedía otra vez guerra, cómo no. Me brindé a darle un masaje en los pies gentilmente.
¿Tu sabes dar masajes, Antonio? -me preguntó.
Sí, mi hermano me enseñó.
Me encantaría.
Mariam puso su regordete pie a mi disposición. Lo apoyé en mis rodillas y comencé a masajearlo, firme y suavemente a la vez. Tocar su pie me produjo una gran satisfacción; no era su culo, ni sus pechos, ni su chocho, pero era su piel y aquello me erotizaba. Ella soltó un par de gemidos espontáneos que, desde luego, no contribuyeron a mi relajación.
Después de unos 10 minutos de masaje, Mariam me miraba con gratitud. Era obvio que me había ganado su confianza y su simpatía.
De improviso se levantó; sus tetas se balancearon majestuosamente. Se dio la vuelta y se encaramó a la litera superior donde tenía la mochila. Durante breves momentos, el culazo quedó expuesto ante mí en toda su gloria. Nueva salvaje erección. "¡Pero que culoooooo!"
Duró poco. Bajó la mochila al suelo y comenzó a sacar libros. Se inclinó poniendo el trasero en pompa. Desde donde yo estaba no podía verlo. Me desplazé discretamente cerca de la ventanilla, para tener una panorámica de sus nalgas abiertas. Lo conseguí. Durante breves momentos, a menos de un metro, contemplé maravillado aquellas nalgazas y la abertura que parecía no tener fondo. Los muslos eran increiblemente macizos y torneados. No había nada en su cuerpo que me sirviera de consuelo para desecharla, ninguna excusa para olvidarme de ella. Os aseguro, amigos, que me la habría follado por el culo allí mismo.
Ella se dio la vuelta y me enseñó varias revistas y libros. Me explicó que estaba buscando destinos donde ir. De alguna manera su viaje era semejante al mío, sin rumbo fijo. Le comenté los posibles destinos interesantes de aquella zona, que yo conocía bien, como andaluz. Ella era madrileña.
No sé por qué, pero en aras de no hacerla sospechar cuán salido estaba, decidí darle las buenas noches y marcharme. No quería estropear mis progresos con ella.
- Ha sido bonito conocerte, eres un encanto.
"Por favor, no me digas eso...", pensé. No hace falta decir que aquella noche en mi litera conseguí correrme hasta 5 veces a la salud de Mariam.
Continuara...