El culo de Doña Felisa

La historia de cómo perforé el culo de Doña Felisa, mi tía

El culo de doña Felisa, la jaca más apetecible del pueblo, siempre me había puesto la polla bien dura. Desde adolescente había protagonizado mis más calenturientas fantasías onanistas. La imaginación es libre, y en mis sueños, le reventaba el pandero a pollazos y le dejaba la cara y las tetas bien llenas de leche. Leche que ella sumisamente agradecía, pidiendo más y más...

Pero no eran más que eso, fantasías. Había varias razones de dificultaban que mis mórbidos sueños se hiciesen realidad. En primer lugar, doña Felisa me llevaba 23 años, rondaba los 40 tacos cuando yo era adolescente. En segundo lugar, estaba casada y su marido, un ganadero del pueblo con aspecto patibulario y cuerpo de armario ropero, que de joven había sido torero y se retiró por una mala cogida, era famoso por ser un borde integral y tener un mal genio de la ostia (lo que me hizo disfrutar el doble cuando le hice lucir su hermosa cornamenta). Y, en tercer lugar, además de un cúmulo de otras pequeñas razones que sería muy largo detallar, porque doña Felisa, cómo era conocida por todo el pueblo, era mi tía.

De hecho, la tenía casi olvidada desde que abandoné el pueblo para estudiar bachillerato en la capital. Hacía más de quince años que me había ido. Sólo volvía en contadas ocasiones, Navidad, Semana Santa y otras fiestas. Pero, por una cosa u otra, no había llegado a coincidir con ella. Felisa era la hermana menor de mi madre y vivía en una finca, más bien un cortijo,  de las afueras. Allí solía celebrar las fiestas con la familia de su “simpático” marido, Don Basilio, en lugar de con sus propios hermanos, por lo que se fue distanciando de su hermana, mi madre.

Por lo tanto, por x o por b, llevaba sin verla un porrón de años, cuando, hace unos meses, volví al pueblo, esta vez  para instalarme definitivamente. O, al menos esa es la idea.

Antes de ir al grano, os diré que mi nombre es Julián y acabo de terminar la carrera de medicina. Tuve la suerte de que mi padre, que es lo que antiguamente llamaríamos el cacique el pueblo, aunque ahora esa denominación esté bastante mal vista, me consiguiese, no sé realmente cómo, un puesto en el Centro de Atención Primaria. Y, además, me financió la instalación de una consulta privada, para sacar algún dinerillo extra... El caso es que al hombre, y también, como no, a mi madre, les encanta tenerme cerca, y más ahora que acabo de casarme y ellos se ven viendo crecer a una caterva de nietos en la casa familiar... En fin, que, en vista de la generosa oferta de mi progenitor, y cómo, a fin de cuentas, no tenía mejores opciones, decidí empaquetar los bártulos y trasladarme con mi mujer y los críos a vivir de nuevo al pueblo.

La verdad es que no me quejo, la experiencia está resultando de lo más cómoda y satisfactoria. Me he convertido en una joven celebridad en la localidad. Tengo un buen montón de buenos clientes y, de paso, aprovechándome del sistema, los voy desviando desde la consulta pública a mi consulta privada, donde puedo sacarles la pasta con suma facilidad. En resumen, que me estoy forrando a costa de mis convecinos. Bueno, no es que me sepa especialmente mal, el dinero tiene que circular, hasta que llegue a mis manos, claro... Y yo seguramente le sacaré mejor partido a esa pasta que la panda de catetos indocumentados de mis paisanos. En fin, ¡sólo se vive una vez!

Pero lo mejor no ha sido eso. Lo mejor ha sido recobrar el contacto con la tía Felisa. Yo, que prácticamente la había apartado de mis pensamientos, me llevé la sorpresa del siglo cuando mis padres la invitaron, con el tío Basilio, a una cena que organizaron para presentarnos en sociedad a mí y a mi esposa.

A la cena, en casa de mis padres, asistieron, junto a los anfitriones, mi mujer y yo, mis hermanas, con sus respectivas parejas y sus niños, los dos hermanos de mi padre y la tía Felisa y el tío Basilio. La pareja tiene dos hijas recién casadas en el pueblo y un hijo, mi primo Roberto, que vive en Madrid y era el único con el que mantenía el contacto. Mis primos no pudieron venir.

Fue ver a la tía Felisa, embutida en un ceñido vestido rojo con dos tallas menos que la suya, y sentir un agradable cosquilleo en la polla que me hizo recordar las mil y una pajas que me había hecho a su salud en mí tierna adolescencia.

Felisa, cuando me vio, me pegó un achuchón de los que cortan la respiración, ante la severa mirada del tío Basilio. Yo, aturullado por los besos, húmedos y pringosos que iba dejando en mi mejilla, me dejé hacer y aproveche para abrazarla y sobarle, con fingida inocencia el principio de ese culazo de zorra que se gasta. Ella pareció no darse cuenta y me apretó contra sus tetas, que yo observaba atentamente desde mi metro ochenta de altura: un canalillo de vértigo. Ella, que es más bien bajita, no debió percibir que me estaba poniendo la polla dura, y, si lo hizo, disimuló a base de bien. “¡Cuantos años, Julián, cuantos años!” decía sin parar, medio lloriqueando. Yo pensaba que tampoco era para tanto, pero ella, inasequible al desaliento, continuaba con su perorata sentimentaloide , hasta que el tío Basilio separó, en un plan bastante borde, todo sea dicho, nuestro calenturiento abrazo.

Obviamente, para mí, ella seguía siendo un objeto inalcanzable. Durante la cena, me dedique a apreciarla y valorarla, al tiempo que contemporizaba con el resto de invitados. Después de tantos años, es cierto que había engordado un poquillo. Pero esto no le restaba un ápice de atractivo, más bien al contrario. El aumento de chicha se había producido en lugares estratégicos, como en su inmenso culo panadero que culminaba sus muslazos de jamona,  y sus tetazas blancuzcas, que se movían como flanes cada vez que se reía.

Ella seguía tan parlanchina, risueña y campechana como siempre. Todo lo contrario del tío Basilio, que se limitaba a seguir la conversación con monosílabos y cara de amargado, con el claro aspecto de la persona que está en el lugar equivocado y esperando la primera oportunidad para escapar. Afortunadamente, la cena pudo prolongarse lo suficiente, para que yo pudiese disfrutar con la panorámica de mi tía. La tenía sentada enfrente, y pude enterarme de que su vida actual era bastante más aburrida, desde que sus hijos habían abandonado el nido y ella, un ama de casa vocacional, no sabía qué hacer con su tiempo, “ hasta que sus hijos se pusiesen al tema de tener nietos ”, añadió.

Fui anotando toda la información en la mente, no con un plan determinado, sino, cómo diríamos: por si acaso... Nunca se sabe.

El caso es que la oportunidad se presentó. Y bastante antes de lo que yo esperaba. Un día, un par de semanas después, la tía me llamó a la consulta, para preguntarme por “ un tema delicado ”. Yo le pregunté si podía decírmelo por teléfono, porque estaba bastante ocupado y tampoco le podía dar hora enseguida. Cuando me lo contó, enseguida vi que se trataba de una auténtica chorrada, pero, mi mente se puso a cavilar casi automáticamente y pensé en utilizar la información que estaba recibiendo para mis pérfidos fines.

La tía me dijo que le habían salido unas ronchas por todo el cuerpo que le picaban bastante. Tras unas breves preguntas, deduje, y posteriormente confirmé, que se trataba de una intoxicación alimentaria por un atracón de gambas que se pegó viendo un partido del mundial. Debían estar en mal estado. Al tío Basilio, como el marisco no le va, no le pasó nada. No las probó. El caso es que, tratándose de una intoxicación leve, como parecía, más valía no hacer nada y dejar que fuese remitiendo sola. Pero, la ocasión la pintan calva y le di hora para esa misma tarde en la consulta para examinarla a fondo. De paso, cancelé todas las citas. Si lo que me había dicho era cierto y tenía ronchas por todo el cuerpo, era el momento de echarle un vistazo a la jamona, a ver qué tal se conservaba sin envoltorio.

Esa misma tarde recibí a la pareja. Mi tío, aparte de tener mala ostia a raudales, no dejaba sola a la tía ni a sol, ni a sombra. Está claro que no tenía demasiada confianza en que la jamona no se la pegase. Y, tenía razón, como en breve yo mismo iba a demostrar.

Había dado la tarde libre a la chica que me ayudaba en la consulta con intención de tener el campo despejado. Tras los saludos de rigor y una breve entrevista conjunta, le indiqué al tío Basilio que, si quería, podía esperar en la sala de espera, donde tenía un televisor con todos los canales habidos y por haber... El tío, que, lógicamente, no desconfiaba de su adorable sobrino (¡menudo iluso!), y, viendo que la entrevista médica y el examen que venían a continuación pintaban la mar de aburridos, aceptó la invitación y se apalancó en el sofá de la sala de espera con el mando a distancia entre manos.

Yo me quedé con mi encantadora tía en la consulta y preparé el terreno para la embestida.

Comencé con una inocua entrevista acerca de sus hábitos. Mientras, con todo el descaro del mundo, contemplaba sus tetazas que pugnaban nerviosas en su escote. Proseguí con un cuestionario de paciente que me estaba inventando, para enterarme de todas sus costumbres. Aunque apenas la escuchaba. Mi mente se recreaba en el modo en el que me podría correr en toda su jeta de zorra tras frotar mi polla entre sus tetazas... ¡Estaba hecho un enfermo! Sólo desperté de las ensoñaciones cuando empecé con las preguntas más íntimas y la interrogué,  así como quien no quiere la cosa, acerca de la frecuencia de sus relaciones sexuales. Su respuesta me hizo dar un respingo:

-Bueno, tía, tendrías que evitar tener relaciones con el tío durante un tiempecito... Sólo mientras dure la infección. –le dije, entrando indirectamente en el asunto que más me interesaba.

-¡Ay, sobrino, si yo te contara...! Tranquilo, que tu tío y yo hace años que no....

"¡¡¡Bingo!!!" , pensé, "al armario ropero no se le levanta"

Ella prosiguió:

-Además, chico, yo ya soy una vieja, y a mí esas cosas no me interesan... –al decir la frase, rio nerviosamente y agachó la mirada avergonzada.

Mirando sin rubor sus tetas, me dije para mis adentros: "no te preocupes ya me encargaré yo de hacer que te interesen. Cuando acabe el tratamiento, mi polla va a ser lo primero en lo que pienses cuando te levantes por la mañana y tu último deseo antes de dormirte... Y eso, si no andas sacando con los dedos los grumos de leche que te haya dejado en el ojete para lamerlos e irte a dormir con un buen sabor de boca...” ¡Bufff, qué burro me ponía la cabrona!

-No te preocupes por lo del tío... –añadí, tratando de tranquilizarla.- Seguro que pronto recobráis el interés por el asunto.

En plan morboso hurgaba un poquito más en la herida. Sobre todo, viendo cómo le incomodaba el asunto y el sofoco que estaba pasando la buena mujer.

Tras indagar un poco más en el asunto, con preguntas de lo más indiscretas acerca de su pasada vida sexual (de lo más mediocre, todo hay que decirlo), supe que, tras la cogida que provocó la retirada del tío Basilio, una de las consecuencias, que no había trascendido, fue su impotencia. Una impotencia que había convertido la esplendorosa juventud de la jaca de mi tía (tenía 28 años cuando sucedió) en un erial sexual. Yo estaba analizando toda la información que recibía, sólo en función de su valor para poder vaciar mis cojones. Y tras oír sus palabras acerca de la impotencia del cornudo, vi el cielo tan abierto como pensaba dejar su ojete. Mi objetivo empezaba a parecer más fácil que nunca.

Tras aclarar que su vida sexual (inexistente ahora) fue de una vulgaridad aplastante: el misionero, besos, magreos y ser un mero recipiente de esperma para que el torero la dejase preñada, pasé a analizar su estado físico en general (bastante bueno, la verdad). Dedicarse solo a la vida de ama de casa y a cuidarse (pilates, yoga, caminar...) se notaba en su aspecto.

Después, le dije que pasase detrás del biombo de la sala, tras la camilla, para desnudarse, pues tenía que examinarla a fondo.

Ella me miró sorprendida, pues pensaba que habiéndome mostrado el par de ronchas que tenía en el antebrazo, iguales a las que tenía por todo el cuerpo, con eso bastaba.

Con la cara de póquer que estaba usando durante toda la sesión, le dije, con voz neutra que estuviese tranquila, que no se preocupase, que era médico y, además, éramos familia y tenía que examinarla bien para ver la magnitud del problema y cómo atajarlo. Además, tenía que hacerle unas " mediciones " y unas pruebas rutinarias de diagnóstico.

La tía Felisa, a pesar de su sorpresa, y viendo que yo ponía una cara de total indiferencia, como restando importancia al asunto, fue a desvestirse tras el biombo. Está claro que no estaba demasiado acostumbrada a desnudarse ante ningún hombre que no fuese el cornudo. De hecho, luego me enteré que, tanto su antiguo médico de cabecera (ahora soy yo, claro), como su ginecólogo, eran mujeres.

Lo del biombo fue un paripé bastante absurdo, si tenemos en cuenta que el único que había en la habitación era yo, y  que un par de minutos después iba a contemplarla en todo su esplendor. Pero seguía interesado en guardar mis cartas y dar un aire profesional al asunto.

Cuando la vi salir del biombo, me quedé literalmente sin habla, aunque creo que ella, cabizbaja y sonrojada, ni siquiera se dio cuenta. No me había hecho caso del todo y se había dejado puesta la ropa interior, unas bragas y un sujetador de encaje bastante bonitos, de color burdeos, que, a duras penas, podían contener sus turgentes y rebosantes carnes de jamona.

Como ya dije, mi tía no era muy alta, 1,62, como pude saber minutos después, cuando la talle, y era, maciza, como ya he dicho, con sus 58 kilos perfectamente repartidos y a punto para hincarles el diente. Con un pelín de grasa en la barriguita y los muslos y un poco de cartucheras. Lo justo para acentuar el morbo y endurecer más mi polla, si eso fuera posible...

Evidentemente, yo la quería en pelota picada y, haciéndome el tonto, le indique que se desnudase del todo. Podía estar tranquila. Estábamos en familia.

Y, dicho y hecho, mi tía retornó al biombo mientras yo empezaba a relamerme. Esta vez, salió más rápido, pero con la cabeza más gacha, más avergonzada si cabe que minutos antes.

Al verla, adopté mi tono más persuasivo y meloso para tranquilizarla, al tiempo que contemplaba sus tetas, que pudorosamente tapaba con los brazos cruzados y el recortado triángulo de su pubis rizadito y castaño, en contraste con el rubio de bote de su melenita.

Ver a la cachonda allí en pelotas, con esa pinta que podría levantarle el rabo a un muerto, no hizo más que reafirmar mis intenciones. Le iba a dar a mi entrañable tía una ración de rabo de la que no se iba a olvidar en su puta vida. Ella, ignorante todavía de lo que se le venía encima, me miraba obediente, con los brazos a los lados, tal y como yo le había indicado, y con la mirada gacha, como avergonzada.

Ya la había aleccionado bien, con el rollo de que todo el asunto era una mera cuestión médica y que, además, no tenía por qué sentirse cohibida ante su sobrino. A fin de cuentas éramos familia. ¡Bah, un montón de paparruchas! Todo con el objetivo único de camuflar mi interés en follármela. Y, si las cosas iban como tenían que ir, dejarle el ojete como un bebedero de patos, como suele decirse.

Antes de iniciar mi " exploración " médica, me recree en una panorámica del cuerpo serrano de la jamona... Dediqué una fracción de segundo a sonreírme a mí mismo pensando en el morboso placer añadido que iba a suponer ponerle los cuernos al cabrón de mi tío, que esperaba pacientemente al otro lado de la puerta del despacho, en la salita, sin notar todavía los incipientes cuernos que en breve iban a adornar su cabezón de gilipollas.

" ¡Mmmm, esto marcha! ", pensé, con la mirada puesta en las colgantes tetazas de mi tía y la rizada alfombra de su coño, que, evidentemente, pensaba afeitarle en breve, con la excusa de “ observar la evolución de la infección ”...

Ella seguía asustada, algo tímida. Aunque, poco a poco, al ver que mi interés por ella (¡que ilusa!) era únicamente profesional, se fue relajando e inició un esbozo de sonrisa. Aproveché la circunstancia para ir rodeándola y darle un buen repaso visual a su macizo cuerpo. Llevaba una carpetita e iba anotando tonterías para que pareciese que la observaba con ojo clínico... Y no como un depredador regodeándose en su presa antes de zampársela.

-Pues muy bien, tía. -empecé a hablarle mientras admiraba su firme culazo que coronaba unos sólidos muslos. Ese culo que traía de cabeza a medio pueblo. -Veo que tienes unas cuantas ronchas bien repartidas....Mmmmmm... Habrá que hacer un tratamiento combinado e intensivo para esta dermatitis.

-¿Qué quieres decir?

-Unas píldoras para la raíz del problema y unas sesiones diarias de masaje y fricción con una pomada para reducir la inflamación.... Hay que atajar el problema rápido para que no se extienda y se cronifique...

-Ya... Y, las sesiones... esas... ¿quién...? ¿O dónde tendría que ir...?

-Hombre... Aquí en el pueblo no hay ningún especialista... Podrías ir a la capital, pero es hora y media de viaje de ida y lo mismo de vuelta... Una paliza, vamos...

-¡Buuuuffff!

-Aunque, si quieres, te lo podría hacer yo... Hice un curso de esta especialidad y creo que habiendo tomado el caso tan a tiempo, no habría ningún problema. Además, somos familia, y te haría un precio especial....

-¡Ay, gracias! Menos mal... Porque ir cada día a la capital... Y con tu tío... que no le gusta conducir... Menudo rollo... ¡Y de precio especial, nada! Tú nos cobras la tarifa que toque, que bastante favor nos haces...

-Bueno, como quieras, tía... No será caro, no te preocupes...-" no qué va... Al tío le cobraré un cincuenta por ciento más... Y a ti, te daré el cambio en jarabe de rabo "

Poco a poco, como quien no quiere la cosa, me fui aproximando a ella y empecé a sobarla, al tiempo que localizaba las ronchas más estratégicas, que me permitían meterle mano.

Las había por la espalda, el culo, los muslos, bajo las tetas... ¡Genial! Hasta, con la excusa de localizar si tenía en el pubis, le haría afeitarse el chochete...

Tras darle un buen repaso visual y deslizar mi mano suavemente por todo el cuerpo, le dije que se tumbarse en la camilla. Primero boca abajo. Puse algo de música suave de fondo y dejé sólo la luz de una lámpara de pie que había en la consulta. La idea era que mi tía se sintiese cómoda, relajada y que, en resumen, bajase las defensas...

A pesar de la escasa iluminación, ésta era suficiente para mis propósitos. Le dije que no se pusiese nerviosa y que no se preocupase por el masaje que iba a darle. Era necesario para ir reabsorbiendo las ronchas... ¡¡Menudo cuentista!!

Cogí un bol en el que había echado un par de botes de crema hidratante. De la más barata. Para lo que la quería, que era allanarme el camino para echarle un polvo a la jamona, era más que suficiente. A ella le dije que era un compuesto bastante caro del laboratorio. Ya me encargaría de facturarlo al cornudo cuando le pasase la cuenta.

Esparciendo porciones de la crema le fui dando un intenso masaje por toda la espalda. Empecé por el cuello, me regodee bastante en la cintura. Me di cuenta de que estaba bien maciza. Tenía unas carnes prietas. Se nota que la guarrilla hacia ejercicio.

Al llegar al culo me lo salté y pasé a los muslazos y las pantorrillas. Fui notando como ella agitaba su respiración por momentos, cuando le acaricié la cara interior de los muslos. Yo ya tenía la polla como un palote, pero estaba aplicándome un ejercicio de contención.

Finalmente, le dije que levantase un momento el vientre y le di un cojín para que se lo pusiese abajo y así elevar el culo. Yo ya estaba babeando... Venía el primer plato...

Ahora sí que ella estaba visiblemente nerviosa. Podía ver cómo sudaba copiosamente. Aunque no era precisamente sudor lo que fluía de su coño mojando el cojín. Sí, también se estaba poniendo cachonda. ¡Milagros de la crema hidratante!

Recreándome en la escena, contemplé el apretado agujerito marrón de su ojete, bien oculto entre sus apretadas nalgas. Acerqué la nariz para olerlo y mi polla, como un resorte, pegó un respingo. Creo que hasta ella se dio cuenta de mi gesto y notó el calor de la respiración junto a su puerta trasera.

Yo, al ver que me estaba excitando demasiado y corría el riesgo de perder el control antes de tiempo, puse el freno de mano y me embadurné bien los dedos con crema.

Primero masajee bien las nalgas, notando su movimiento gelatinoso. Y apretándolas con ganas. La tía gastaba un buen pandero. Para rematar la faena, mojé el índice en el bote y comencé a masajear le suavemente el ojete, mientras, pasaba la otra mano por su húmeda vulva.

Esto ya fue definitivo, y la zorrita empezó a gemir casi sin disimulo. Ese momento lo aproveché para continuar pajeándola a buen ritmo y con todo el descaro del mundo, al tiempo que empezaba a dilatarle suavemente el ojete introduciendo el dedo cada vez más dentro.

Tras unos escasos cinco minutos, culminé la maniobra haciendo correrse a la puta, que lanzó un gemido ahogado, mitad por el orgasmo y mitad por el dedo que la penetró hasta el fondo, justo en ese instante.

Despacio, mi tía fue recuperando el aliento. Yo la deje hacer y solo me limité a preguntar, como si fuera lo más normal del mundo:

-¿Estás bien, tía?

Un escueto y ronco sí fue su respuesta...

La dejé descansar y recuperarse tal y como estaba. Oyendo como disminuían sus jadeos, trasteé un poco por la consulta, me sobé la polla, que empezaba a molestarme de lo dura que estaba. Cuando vi que la tía estaba más tranquila, le indique que se pusiese boca arriba.

Íbamos a por la segunda parte.

La tía, con un aspecto plácido después del rotundo orgasmo que acababa de disfrutar se colocó como le indiqué, estirada en la camilla y con los brazos a ambos lados. Sus enormes tetas se desparramaban sobre su torso y su cara, con la boca entreabierta y algo ansiosa, o, al menos, eso me pareció a mí, se mostraba apetecible. De hecho, si no fuese porque todavía quería mantener el paripé, le habría pegado un pollazo en toda la jeta para espabilarla, pero, como suele decirse, cada cosa a su tiempo.

A pesar de que ya no parecía asustada, seguía mostrándose algo pudorosa y mantenía los ojos cerrados, quizá para evitar ser cómplice activa del crecimiento de la cornamenta de su amado esposo, que seguía en la habitación contigua haciendo el gilipollas. Bueno, si a ella le hacía feliz hacerse la tonta, a mí me daba igual. Yo a lo mío, con la polla bien dura y a seguir preparando la mercancía.

Esta vez le di un completo repaso a su parte delantera, centrándome en las tetazas, que masajee a conciencia. Acaricie sus pezones hasta hacerla gemir involuntariamente un par de veces. Y cuando vi que estaba madura y el coñete empezaba a babear, se lo sobé a fondo con la otra mano, hasta que, tras aumentar el ritmo de sus jadeos, soltó un gritito y se corrió casi en silencio, como la buena zorra reprimida que era.

La dejé recuperarse mientras me dirigí al lavabo oliendo el agradable perfume de su chocho. Ahora sólo me quedaba la puntilla final.

Tenía la polla como una piedra, así que procedí a hacerme un buen pajote, mientras me olfateaba el olor a coño que destilaban mis dedos. Estaba tan excitado que no debí tardar ni dos minutos en correrme. En el lavabo había dejado un bol con kefir, del que venden en el super, preparado para soltar mí espesa cuajada. Me estrujé bien los cojones hasta dejarlos bien secos y llenando el recipiente con un buen montón de espesos y blancuzcos grumos. Cuando vi que mis huevos estaban vacíos, y tras recuperar el aliento, cogí una cucharilla y revolví bien el recipiente antes de taparlo.

Al volver a la consulta encontré a mi tía perfectamente vestida y sentada modosita en la silla. Lucía una sonrisa tímida, y no parecía en absoluto contrariada por el sorprendente tratamiento a la que la había sometido.

-¿Qué, tía, te encuentras mejor? –le espeté nada más tomar asiento frente a ella.

-Sí, Julián, mucho mejor. Gracias. –habló bajito, tímidamente y con las mejillas todavía enrojecidas. No sé si de vergüenza o de excitación. Yo sonreí y, haciéndome el tonto, le fui indicando las nuevas pautas a seguir.

-Estupendo, tía, me alegro. Bueno, en primer lugar, creo que deberíamos seguir el tratamiento durante varios días. Por lo menos una semana. Así que, si te va bien, puedes ir viniendo todas las tardes sobre esta hora, e iré cancelando las citas que tenga... Sí al tío le va  bien, claro... –añadí.

-Claro, Julián, por supuesto que le vendrá bien. Total, para ver la tele en casa, la puede ver aquí...

-Perfecto. -proseguí – Además tendrías que hacer un par de cositas más.

-Dime, dime.

-En primer lugar tomarte el producto este que te he preparado. –le pasé el bol. Ella lo cogió, mirándolo extrañada.

-¿Qué es? –preguntó.- Parece yogurt.

-Bueno, es parecido. Es kéfir, sólo que también le he añadido un poco de antibiótico y  protector estomacal, para ver si vas recuperándote de la infección y depurando el organismo. En realidad es sólo para que te lo tomes hoy. A ser preferible en cuanto llegues a casa, porque si no perderá sus propiedades. –“ y así mis pequeños espermatozoides todavía estarán frescos como lechugas mientras bajan por tu garganta... ”, pensé.

-Muy bien, Julián, me lo tomaré en cuanto llegue.

Yo sonreí y proseguí con las instrucciones.

-Y la segunda cosa es que deberías ir mañana mismo, antes de venir, a hacerte una depilación integral del pubis y también de alrededor del ano... De todo el vello de la zona, vamos.

Ella abrió los ojos como platos y me miró asombrada. Yo continué antes de que me preguntase nada. Quería parecer imperativo y categórico y no tenía ganas de que me pusiese pegas, y así se lo planteé.

-Sí tía, mira. Es necesario que esa zona, que es la más delicada, esté libre de todo lo que pueda ayudar a la propagación de la infección y esta es la mejor manera y la más rápida de hacerlo.

-Pero, pero... –balbuceó - ¿Qué tengo que hacer? ¿Afeitarme...?

-Hombre, eso sería una opción... pero no es la mejor, ni de lejos. Lo óptimo sería una depilación definitiva al láser, y nos quitamos el problema. Pero, para salir del paso, lo mejor es que te lo hagan a la cera o algo así. Por lo menos para que mañana cuando vengas ya esté listo. Te dolerá un poquito –menudo cabroncete estaba hecho... – pero al final será lo mejor. Y hasta me lo agradecerás. Te sentirás mucho mejor...

Ella seguía con la cara de susto, pero parecía que lo estaba asumiendo.

-Bueno, bueno... –dijo muy cortada. –Lo miraré a ver, aunque no sé si para mañana me va a dar tiempo...

-Tú inténtalo, tía... Y ya verás como la sesión de mañana será aún mejor. –si esto no la convencía... ja, ja, ja.

A continuación, llamé al cornudo, le di un hipócrita e intenso apretón de manos,  y despedí a mi tía con un casto besito en la mejilla. Acompañé a la feliz pareja al ascensor, mi tío tieso y serio como un palo, sin notar todavía la presión de los cuernos que empezaban a brotar de su cabezón y mi tía, sexualmente saciada, que sujetaba el bote con el cóctel de kéfir y esperma fresco, ignorante de su verdadero contenido, como si fuese un tesoro. Yo, detrás de ambos,  admiraba el tembloroso pandero de Felisa. Un culazo que me prometí perforar antes de una semana.

Al día siguiente, con puntualidad prusiana, la tía Felisa, escoltada por el inocente cornudo que, entonces sí, lucía una ridícula sonrisa de oreja a oreja, apareció por la consulta.

Aunque ella me había confirmado la cita el día anterior, cuando la dejé en manos de su esposo, cabizbaja, sonrojada y con el chocho todavía chorreando, no tenía nada claro que apareciese. Supuse, que, en su casa, cuando reflexionase sobre lo sucedido, su mojigatería vencería a la lujuria y se olvidaría de todo el asunto. Pensé que llamaría con cualquier estúpida excusa y la milonga de que ya se encontraba mejor y no quería continuar con el tratamiento o algo parecido. Pero, como fui descubriendo durante esa semana, Felisa era bastante más guarra de lo que pensaba, seguramente, ni ella misma sabía la puerca que habitaba en su interior...

Tras los saludos de rigor, la pareja se sentó frente a mi mesa. Él, como he dicho, exultante y contento, hablando por los codos de lo beneficioso del tratamiento y de lo rápido que se le estaban quitando las ronchas a la tía Felisa. Yo, por dentro, me descojonaba de su ingenuidad y asentía a su perorata con breves interrupciones para decirle que no había que confiarse y que había que seguir el tratamiento hasta el final (¡ni de coña me iba a quedar yo sin petarle el ojete a la tía!) porque el virus podía estar latente y tal, y tal, bla, bla, bla...

Mientras tanto, la tía contemplaba toda la conversación muy seria, con cara de póquer. Por momentos daba la sensación de estar enfadada. Lo cual me resultaba chocante, porque si la sesión del día anterior no le hubiese gustado, cosa que, desde luego, no parecía, le bastaba con haber puesto una excusa y no haber vuelto. Pero no, al contrario, allí la tenía, con un escotado vestido de flores que mostraba el bronceado canalillo de sus tetazas de jamona.

Yo recreaba la vista y buscaba la complicidad de su mirada, mientras escuchaba las chorradas del cornudo. Pero ella parecía hacer caso omiso de cualquier insinuación y se mostraba esquiva, lo que, la verdad, me tenía un poco mosca.

Finalmente, me cansé de escuchar las paridas del tío Basilio y corté el rollo al pichafloja. Le dije que tenía otra cita poco después  y nos convenía empezar. Ambos se levantaron y, mientras Felisa se quedaba junto a la silla, acompañé al tío a la puerta y le indique que esperase en la pequeña sala de espera, donde ya estaba puesta la tele para que estuviese bien entretenido.

Tras dejarlo allí y cerrar la puerta, todas las dudas que hubiera podido albergar sobre mis posibilidades de seducir a Felisa se disiparon.

Seguía de pie junto a la silla, pero el vestido estaba perfectamente plegado sobre la misma y ella permanecía erguida y con un precioso y excitante conjunto de ropa interior negra de encaje que le levantaría la polla a un muerto.

Antes de que yo pudiese recuperarme del impacto, ella avanzó sobre sus zapatitos de tacón y cerró mi boca abierta con un morreo lascivo y puerco, de los que hacen época. Tras un par de minutos, intercambiando babas, se separó brevemente de mí y, mirándome fijamente me dijo:

-¡Aquí estoy! Para continuar el tratamiento...

El caso es que está claro que la tía Felisa acababa de descubrir a la puta que habitaba en su interior. Evidentemente, el tío no estaba capacitado actualmente (y, por lo que me contó ella, nunca lo estuvo) para satisfacer a una hembra de ese calibre.

Todo era muy distinto del aspecto de pareja perfecta y compenetrada que se preocupaban por transmitir. Un señorito de aspecto imponente que había conseguido emparejarse con la mejor moza del pueblo. Quizá no la más guapa, pero si la que era capaz de despertar los más bajos y puercos instintos entre el personal masculino.

Ahora, ya en la madurez, tras la fachada de esa pareja ideal, descubrí que la pobre Felisa había pasado su vida entera sin un triste orgasmo y fingiendo una felicidad conyugal inexistente. Y yo, con la inestimable ayuda de mi rabo, me disponía a aliviarla de esa desdicha.

Pude ver cómo ella, encantada, me seguía el juego, pasando ampliamente del cornudo impotente que miraba absorto programillas ridículos tras la puerta, mientras la boca de furcia de su esposa realizaba un curso acelerado de felatriz, babeando copiosamente sobre mí polla. Mientras mi adorable tía me mamaba el rabo, yo le apretaba la cabeza con fuerza hasta que los huevos le rebotaban en la barbilla.

Esa tarde, hicimos todo tipo de cerdadas durante casi una hora. No me resultó difícil llevarla al orgasmo un par de veces y, también dos veces, la regué con mi esperma. La primera en el depilado chochete (me había hecho caso y se presentó con un coño y un culo de muñeca, una delicia, vamos...) y la segunda, me corrí en su garganta sentado en el sofá, apretando con fuerza su cabeza contra mi rabo, mientras le metía un dedo en su apretado ojete y ella forcejeaba tratando de escapar. Con poca convicción, todo hay que decirlo. A la muy zorra la estaba adiestrando a mi gusto y parece que empezábamos a sincronizar...

Después, hablamos de mis objetivos. Tenía una cierta urgencia en petarle el ojete a la guarra. De hecho, me lo había propuesto como buena obra del mes. Mi intención era hacerlo en la barbacoa del domingo, en la cama matrimonial que compartía con el cornudo y dónde, según me contó, hacia siglos que no se vivía ningún tipo de actividad  ni puerca, ni lujuriosa, ni tan siquiera romántica.

Ella, que acababa de entrar en el puterío por la puerta grande, se mostró encantada con la idea. Además, creía que ahora, con el rollo del tratamiento tan " exitoso " que estaba recibiendo, era el mejor momento para llevar a cabo nuestros planes y que nadie se iba a extrañar de una breve escapada durante la fiesta, para una rápida sesión curativa . Ya se sabe: la salud es lo primero...

Y como yo no tenía ganas de que el desfloramiento del virginal (y deseado) ojete de doña Felisa supusiese alguna molestia para ella, y le fastidiase su papel de anfitriona, opté por hacerle un regalito para que ella misma fuese preparando su delicada retaguardia para el evento.

En la sesión del jueves, mientras el cornudo esperaba pacientemente al otro lado de la pared, tras echarle un par de polvos a la putilla y, mientras ésta digería orgullosa la ración de esperma que acababa de extraerme en la mejor mamada de su incipiente carrera de comepollas, le di un paquetito:

-Toma tía, tengo un regalo para ti.

Ella rio, ilusionada y sorprendida, mientras preguntaba "¿Qué es? ¿qué es? " y rompía el cutre envoltorio que le había hecho, con papel de regalo de los chinos, a mi " generoso " y práctico obsequio.

Felisa, sonriendo todavía, lo observó unos instantes y me miró interrogativa.

Se trataba de un plug anal con un diamante de pega en su parte trasera, la que quedaba fuera del culo. Se lo enseñé y le dije:

-Te voy a decir la verdad, tía, quería comprar uno nuevo, pero esto nuestro ha ido tan deprisa que he tenido que improvisar y recuperar uno que tenía de una antigua paciente... (“ A la que me follé en todas las posturas... ”, debería haber añadido, pero me contuve.)

Ella no pareció disgustada en absoluto y se limitó a escrutar el objeto con detenimiento.

-Lo lavé y eso...-proseguí, “ qué menos, ja, ja... ”- pero creo que sí lo hueles, todavía debe conservar algo de olor del culo de la cerdita que lo llevó antes que tú.

Ella levantó la vista sorprendida, pero se lo llevó a la nariz, aunque sin notar nada. Mientras, yo le sonreía con bastante cinismo. A continuación, siguiendo mis instrucciones, comenzó a ensalivarlo copiosamente mientras yo le comía el culo y con los dedos iba preparando su orificio anal para el nuevo inquilino.

Le dije las normas de uso y la obligué a llevarlo el máximo tiempo posible. Salvo cuando tuviese que cagar. Si se cansaba del uso, o se encontraba mal, podía descansar, previo WhatsApp de autorización por mi parte. Eso sí, en presencia del cornudo, sus hijos y otras personas, el plug siempre tendría que estar puesto. En cualquier momento en que yo decidiera comprobarlo, debería ir a un lavabo o un sitio discreto y mandarme una vídeo-llamada para confirmar que el diamante estaba cubriendo su ano. Y, claro está, el domingo iba a comprobarlo en persona.

Ella, que ya estaba lo suficientemente emputecida, aceptó todas las condiciones sin rechistar y salió de la consulta, del brazo de su cornudo, con el ojete invadido y una sonrisa de oreja a oreja.

Y, ya del brazo del pichafloja, mientras se dirigía a su coche, me dijo, girándose y guiñando un ojo:

-¡Ah, una cosa, Julián! ¡El kéfir del otro día estaba delicioso! Había olvidado decírtelo. Me sentó genial... Otro día me tienes que dar otra ración...

-¡Por supuesto, tía, eso está hecho! –le respondí antes de soltar una carcajada mientras cerraba la puerta. Obviamente, el cornudo, permaneció en la inopia. Lo que toca, muy en su papel.

Había conseguido que, para el domingo, el día solemne en el que me proponía inaugurar el ojete de mi tía, ésta convenciera al cornudo para que nos invitase a la barbacoa familiar que iban a celebrar en el cortijo que tenían. No supuso ningún problema. El tío Basilio, encantado con lo radiante que estaba su mujer, gracias al tratamiento de choque que le estaba dando, ya contaba con invitarme a mí y a mi esposa. También acudía el resto de la familia, mis padres y bastantes familiares y amigos más... El tío Basilio era bastante popular (e influyente) en el pueblo.

A la puerca de Doña Felisa le hacía tilín que le reventase su puerta trasera en el dormitorio familiar, donde mucho tiempo atrás la desvirgo su esposo, mientras el resto de la familia y amigos disfrutaban de una agradable comida primaveral. Y, según me contó, pasó casi todo el tiempo a la espera del evento, con el coño babeando y un cierto nerviosismo a la  espera de que mi polla inaugurase su ojete.

Nunca creí que la mojigata de mi tía acabará siendo tan morbosa, pero no negaré que la cosa me encantó. Y a mí polla, ni te cuento.

El día en cuestión era un radiante domingo primaveral. Hacía un tiempo espléndido. El amplio patio del cortijo rebosaba de gente y actividad mientras se iban calentando las brasas.

Allí, vecinos, amigos y familiares, incluida mí mujer y mis padres, charlaban animadamente mientras compartían el suculento aperitivo.

Mis tíos, como perfectos anfitriones, se desvivían en amabilidad con los invitados. El tío Basilio había dejado de lado su talante chulesco y borde, y Felisa estaba radiante, con un ajustado vestido azul que marcaba sus formas y animaba hasta los rabos más mustios del personal masculino. Se movía entre la gente tan simpática y exuberante como siempre.

Pronto se acercó a saludarnos cuando estábamos todos juntos, yo, mi mujer y mis padres. Nos dio un beso a cada uno, y pude percibir como apretaba sus hermosas pechugas contra mi pecho, como quien no quiere la cosa. Cuando se acercó a besar mi mejilla, mi polla, se puso en estado de alerta...

Después, se deshizo en halagos, ante todo el mundo, sobre el tratamiento que le estaba haciendo para la dermatitis. Y añadió, para preparar el terreno, que quizá antes de comer le tendría que dar una sesión, para no tener irritaciones ni picores luego. Riendo para mis adentros, pensé en el modo en el que le iba a quitar los picores y noté como, inevitablemente, la polla se me endurecía aún más. Traté de poner la mente en blanco antes de que la erección empezara a notarse. Sobre todo cuando me fije que mi sonriente tía lanzaba una fugaz pero directa mirada a mí entrepierna antes de guiñarme el ojo provocativa. Afortunadamente, todos estaban distraídos departiendo y nadie se dio cuenta.

Después, sin que ninguna de ellas advirtiese mi presencia, pude asistir a un divertido diálogo entre la tía y su hermana mayor, mi madre, en el que la primera respondía al interrogatorio de mamá, mintiendo como una posesa, al tiempo que ensalzaba mi profesionalidad y mis métodos para tratar su inexistente enfermedad. ¿Cómo le iba a contar la verdad a su hermanita querida? Y explica, con pelos y señales, el maratón sexual que llevábamos... Desde el primer e intenso repaso de coño que le hice, a los guarrísimos polvos que pegábamos en la consulta, mientras el cabrón de su marido esperaba confiado en la habitación contigua. Un cornudo que, a continuación, aceptaba sin sospechas el casto beso de la puta de su mujer. Con unos labios que, minutos antes, acababan de tragarse la tranca de su sobrino hasta conseguir extraerle una buena ración de leche para anegar su estómago.

Seguro que si la tía Felisa le hubiese contado esa versión de los hechos, la versión real, a mi sacrosanta madre, se habría liado una buena patatera. O, tal vez no, nunca se sabe. Igual el chochete de mamá se hubiera puesto a babear y la buena mujer habría acabado viniendo a buscar el rabo que ya no obtenía de mi padre en el lecho conyugal. Pero, bueno, eso es otra historia...

El caso es que pude asistir, casi de incógnito, a una retahíla de elogios con los que la tía Felisa fue preparando el terreno para solicitar a su cornudo esposo, permiso para ausentarse un rato mientras yo le daba una sesión de mi milagroso tratamiento antes de la comida.

Obviamente, el cornudo aceptó sin dudar, para evitar la cascada de quejas y lamentos que sobrevendría de no hacerlo. Cómo tampoco puso ninguna objeción mi mujer, ocupada con los críos, o ninguno de los invitados, centrados en las bebidas y los aperitivos.

De ese modo nos escabullimos, escaleras arriba al dormitorio familiar, la jamona de mi tía Felisa y, yo tras ella, contemplando hipnotizado el enorme pandero que en breve pensaba regar de espesa leche.

Y allí la tenía, cinco minutos después, a cuatro patas, sobre la cama matrimonial, con la cabeza hacia abajo y de lado sobre la almohada, los dientes apretados y sus dos manos abriendo bien los cachetes del culo. De fondo se oían los ruidos de las conversaciones y los juegos de los niños que venían del patio. Era un primer piso, se oía todo perfectamente. El olor de las brasas de la barbacoa también se filtraba por la ventana  entreabierta.

Antes de entrar al trapo, disfruté enormemente de la visión del ojete de mi tía, que todavía llevaba puesto el tapón anal que le había obligado a llevar toda la semana para  adaptarse al nuevo inquilino que en breve lo iba a visitar: mi polla.

Mi tía, que empezaba a sudar como una cerda, supongo que por la mezcla de nervios y excitación, me susurró bajito, con voz ronca, como si pudiesen oírnos desde abajo, cosa altamente improbable:

-¡Venga, cabrón, date prisa! ¡Que no tenemos todo el día!

Me reí con ganas de su ansiedad y me acerqué, con la tranca tiesa a retirar el dildo que le tapaba su rosado agujerito. Ella pegó un suspiro cuando lo extraje, húmedo y pringoso. Lo olfatee con ganas y mi polla pegó un par de respingos de alegría. Después, se lo llevé a la boca y ella lo chupó con ansia. Le dije que quería que lo tuviese todo el rato en la boca. Luego, escupí un par de veces en el ojete, comencé a lamérselo a fondo mientras me embadurnaba el rabo con lubricante. A continuación, coloqué el capullo en posición y di un último consejo a la guarrilla:

-Bueno, tía, ahora quiero que te vayas haciendo un dedillo mientras te reviento el culo. Quiero que te corras cuando te inunde las tripas de leche, ¿de acuerdo?

-¡Mmmmmsíiii! -asintió ella, a duras penas, con la boca tapada por el plug a modo de chupete.

En aquellos momentos la escena era lasciva y puerca a más no poder. En la calurosa habitación, entrando la radiante luz del mediodía y con la brisa agitando una fina cortina de la ventana, el ruido de la fiesta y el olor de la barbacoa llegaban nítidamente a la cama. Allí estaba mi tía, a cuatro patas, y con su cabeza aplastada en la almohada. Yo, acuclillado tras ella, tenía mi polla enterrada en su ojete. Me movía con rabia, montando una ruidosa escandalera que se sobreponía al sonido que llegaba de la fiesta. Tenía un pie junto al careto de la cerda y se lo iba restregando por la jeta. Ella, seguía con el plug en la boca, mamándolo como si de una pollita se tratase. Lo cual, además, tenía el beneficio práctico de ahogar sus gemidos. No ocurría lo mismo con mis jadeos, cada vez más intensos.

La verdad es que estaba tremendamente excitado y sentir la polla apretada en el estrecho culo de la puerca, un culo que había deseado durante tanto tiempo, me ponía como una moto.

Ella parecía estar disfrutando también y con una de sus manitas, se frotaba su encharcado coño. Y todo ocurría en la cama que cada noche compartía con el cornudo. Un lecho nupcial presidido por un tétrico crucifijo en el que seguro que hasta a Cristo se le estaba poniendo la polla morcillona con la escena que se desarrollaba bajo su presencia.

Para completar el cuadro, al lado, en la mesita, había una entrañable foto en la que la zorra de mi tía y el cabrón de su esposo, contemplaban sonrientes la escena.

Pero, cuando estábamos en lo mejor, nos dimos un susto de muerte, al abrirse la puerta de golpe. La escena se congeló. Saqué la polla del culo con un sonoro " pop " y me giré asustado hacia la puerta, al igual que mi tía.

A ninguno se nos había ocurrido cerrar el pestillo. No esperábamos visitas inoportunas. Allí, parada en el dintel, teníamos una. Se trataba de Maruja, la doncella de unos sesenta años que llevaba toda la vida en la familia y que, con un montón de ropa entre las manos, se había quedado paralizada con la escena.

Boquiabierta y aterrorizada, no dijo ni pío. Felisa también estaba en shock, así que fui yo el que tomo la iniciativa y le pregunté a mi tía:

-¡Eh, despierta, empanada...! ¿tienes dinero en esta habitación?

-Sí, sí... –balbuceo, tras escupir el plug entre hilillos de baba- Tu tío, siempre guarda algo en el cajón para las emergencias.

Lo abrí y vi un buen fajo de billetes de cien euros. Cogí 300.

Rápidamente, antes de que Maruja pudiese reaccionar, con la polla tiesa bamboleándose, me acerqué a la atónita doncella y, al tiempo que le entregaba la pasta, le dije:

-Coge esto y que no se te ocurra decir ni pío. Como me entere que sueltas algo por ahí, acabarás en la puta calle... ¿de acuerdo?

Ella con el dinero en la mano, se quedó bloqueada lo que me obligó a zarandearla por los hombros y a gritarle con más fuerza:

-¿Te has enterado, joder?

-Sí, sí... -musitó finalmente, al tiempo que abandonaba la habitación.

Cerré la puerta y, además del pestillo, puse una silla atrancándola, por si las moscas. Después, me giré y vi que mi tía seguía boquiabierta y asustada todavía por la súbita irrupción, pero en la misma postura: con el culo en pompa, una mano abriendo bien sus nalgas, la otra en su húmedo coño, y la cara sudorosa apoyada en la almohada.

La visión de tan romántica escena volvió a endurecerme el rabo. La interrupción me había enrabietado y ahora estaba más dispuesto que nunca a culminar el polvo.

Así que volví corriendo al catre, ensarté el ojete de mi tía y le grité:

-¡Te voy a reventar, zorra! Procura hacerte un dedillo y correrte rápido, porque tal y como me pone tu culazo no voy a tardar nada en correrme.

-¡Mmmmm! ¡Eso me suena...! – respondió ella al tiempo que se ponía en posición.

La ensarté de nuevo. En esta ocasión, mis emboladas eran cada vez más bestias y más rápidas. Ella, esta vez, en lugar de chupar el plug, se dispuso a mamarme el dedo gordo del pie, en los momentos en los que no le pisoteaba la jeta. El orgasmo se acercaba, y parece que también para Felisa que no paraba de jadear y decir frases como:

-¡Sigue, cabrón, sigue... No pares... Llena el culo de la puta de tu tía...!

Nos corrimos casi simultáneamente. Yo, que iba con una moto y con los cojones bien cargados, me desplomé sobre ella soltando cuajarones de leche durante más de un minuto. Mientras estaba allí, con la polla todavía dura en su culo y medio catatónico por el orgasmo, ella, que seguía agitando sus manitas sobre el clítoris, comenzó a gemir muy rápido y agitarse, antes de dejarse caer agotada también sobre la cama. Acababa de correrse.

Estuve unos minutos más sobre su cuerpo, mordisqueando su cuello y pegando lametones en sus lóbulos, mientras el rabo, lentamente, se iba aflojando.

Ella gimoteaba y repetía flojito:

-¡Que polvo, joder, que polvo!

Los sonidos de la fiesta, que ya no se amortiguaban por nuestros jadeos, se oían ahora con más claridad. Finalmente, tras hacerle un buen chupetón a mi tía en la base del cuello, donde quedaría tapado por el pelo, empecé a incorporarme:

-Venga, guarrilla, vamos a ir bajando, que el cornudo ya debe tener hambre...

-No creo que tenga más que yo...-me respondió entre risas.-Anda, sácamela y ve a limpiarte...

Yo, obediente, saqué la tranca, que conservaba bastante rigidez como para sonar a botella descorchada cuando la extraje de su ojete. Felisa, dio un gritito feliz cuando la saqué y se llevó rápido la mano al culo para evitar que la leche mancharse las sábanas. Para mí sorpresa,  después llevó la mano mojada a la boca, para saborear el esperma que, calentito, salía a borbotones del ano.

Y cómo quien no quiere la cosa, le pregunté:

-Oye, tía, ¿en qué lado duerme el cornudo?

Ella me miró extrañada, pero no dudó en contestar.

-Ahí, a la izquierda...

-Vale, gracias.

Ni corto ni perezoso, cogí la almohada de ese lado, le saqué la funda y procedí a limpiarme meticulosamente la polla, bastante pringosa del culo de mi tía, hasta dejarla completamente seca y reluciente. Ella me miraba asombrada, así que decidí gastarle una bromita y tirarle la funda a la cara, preguntándole:

-¿Qué, tía, quieres olerla un poco...?

Ella se apartó entre risas fingiendo cara de asco, antes de cogerla y restregársela bien por la jeta:

-¡Tú polla me huele a gloria...! Aunque me la acabes de sacar del culo... ¡O tal vez por eso... Ja, ja, ja!

-Anda, dame la funda, puerca, que se la pondré aquí al cornudo para que tenga un buen ambientador en sus dulces sueños de pichafloja...

-¡Ay, chico, que retorcido eres...!

Después, nos vestimos y ordenamos mínimamente la habitación. Me hubiera gustado dejarla en mejores condiciones, pero Felisa me cortó:

-Anda, déjalo ya. Luego le diré a la chica que la arregle un poco. A fin de cuentas le acabas de soltar 300 machacantes.

-Bueno. -respondí- Pero dile que las almohadas ni las toque...

-Descuida, agonías, ya me encargaré yo de que el cabezón de tu tío repose sobre los restos de baba de tu polla...

Me reí y tras pegarle un morreo de escándalo, abrí la puerta y le cedí el paso para contemplar el culazo que acababa de follarme, bajando la escalera, camino del jardín.

Una vez abajo, con una sonrisa esplendorosa, mi tía se acercó al cornudo y le dio un piquito con los mismos labios que, minutos antes degustaban el cóctel de esperma y efluvios anales que tanto le gusta a la muy puta.

-Hay que ver lo bien que me deja el tratamiento de tú sobrino.

-Se te nota. -respondió él agitando las salchichas en la parrilla. - Traes una cara estupenda.

Después, casi al final de la comida, en un momento en el que estaba toda la familia reunida, la tía Felisa se deshizo en elogios sobre mis habilidades como médico. Y, en un momento dado, se dirigió a mi madre para decirle:

-Pues mira Marisa, tú también tendrías que decirle alguna vez a tu hijo que te hiciese un tratamiento como este. Te ibas a quedar como nueva...

Y lo curioso del asunto es que, mientras lo decía y me miraba, buscando complicidad, empecé a fijarme en mi madre y a mirarla con otros ojos. Una idea diabólica se apoderó de mi mente.

Pero eso, amigos, es otra historia...