El culo de Ariel

Hace bastante tiempo que estoy tentado a volver a ceder a las tentaciones que en esta recuerdo, un tanto fabulado, me atrevo a recordar. Ese fue mi primer culo.

Hace bastante tiempo que estoy tentado a volver a ceder a las tentaciones que en esta recuerdo, un tanto fabulado, me atrevo a recordar. Ese fue mi primer culo.

Es increíble cómo puede marcarte el deseo homosexual adolescente si es, como ocurre habitualmente, culposo y reprimido. El asistir a un colegio únicamente de hombres transforma esa situación en una todavía más torturante y persistente. Si bien suscribo plenamente a quienes piensan que estos deseos son espontáneos, naturales y no implican por sí mismo en ese momento sino la indeterminación de la opción sexual, natural a esa etapa de la vida, eso fue en ese tiempo para mí ciertamente un problema. Pero como decía el estar en un colegio de hombres puede hacer la situación tanto angustiante como tentadora. Displicentemente se manifiesta en los juegos, manoseos fugaces, sobajeos sobre el pantalón, una fila de espera para entrar a la sala más estrecha y demorosa que lo esperable. Juegos de masturbación comunitarios incluso, miradas y toques en baños, camarines. Todas ocasiones de pequeñas cuotas de placer pero también de culpa.

Tenía 14 años y ciertamente ser el más brillante del curso te hace envidiado, pero con todo invulnerable. Tus compañeros te respetan aunque no te impongas por la violencia, la fuerza, el liderazgo o la broma fácil. Tu agudeza, tu humor negro, la respuesta siempre oportuna y despectiva, crea subliminalmente cierta autonomía peculiar. Eso lo descubrí bastante temprano. Si bien siempre están las bromas porque no participas en la clase de gimnasia muchas veces, porque no sabes jugar al futbol, porque tu voz es más ligera o eres "marcadamente" educado, esa agudeza mental hacía que tu delicadeza o afeminamiento no fuese inmediatamente sinónimo de "mariconería". Esos chistes siempre estaban latentes y a veces inevitablemente se producían, pero jamás asiduamente. Ellos de algún modo me temían.

En mis abordajes homosexuales adolescentes siempre fui activo, si bien siempre solapadamente. Era yo quien se acercaba, quien deslizaba mi paquete abultado tras un trasero tentador, quien procuraba rozarse, etc. Pero un día esto no fue meramente incidental; recibí una respuesta inesperada, ese trasero escogido para esa ocasión respondía no sólo con inercia sino que con explícita complacencia y se dejaba hacer, se dejaba hacer y cooperaba. Los culeos eran videntes y no eran imaginaciones mías. Mi pene erecto y duro a rabiar, tenía delante y pegado a sí un culo deseoso de mantener e incrementar esa proximidad. Mi complacencia no podía ser mayor, era el culo más hermoso y turgente que hubiera rozado jamás y además pertenecía a quien menos podría haber pensado que quisiera ese tipo de "complicidad"; Ariel, el más porro, subversivo y antojadizo miembro de mi clase. El deportista, el líder natural que todos siguen en sus bromas y jugarretas, y en las escapadas del colegio. No era guapo, sino de rostro más bien desgarbado, ojos pequeños, delgado, más bien flaco pero con un culo muy marcado y bien puesto que por esos días me traía especialmente caliente.

Con el pasar de los días esos roces fugaces se fueron haciendo más frecuentes y menos intempestivos, eran instintivamente preparados y promovidos. Ambos nos asegurábamos, cada uno por su parte, de buscar la ocasión más propicia y menos comprometedora. Disimuladamente el buscaba el mejor ángulo y la mejor comodidad, hasta que no se trataba ya de meros sobajeos sino que inevitablemente mi calentura y la de él terminaban en un orgasmo bajo el pantalón, que por supuesto cuidábamos de ocultar. Me entretenía ese juego y hasta ese momento nada me preocupaba más que proveerme la mayor cantidad de ocasiones de esos todavía moderados juegos sexuales. No era Ariel ni lo que el representaba, era simplemente su inolvidable y virtuoso culo.

Pero un día Ariel me hizo seguirlo al otro pabellón del colegio, el de la enseñanza primaria. Y me condujo inesperadamente a los baños. Procurando no ser visibles y vigilando que nadie más se aproximara nos manoseamos por primera vez de frente y descaradamente. No quise besarlo pero lo restregué contra mía como si no quisiera más que entrar en él con toda mi carne. La pulsión sexual era tan fuerte que nos desnudamos sin pensar, aun antes de entrar a uno de los baños privados. El condujo todo, se apoyó contra la pared y dándome la espalda agarró mis manos y las puso en su trasero y yo le toqué descaradamente sobre su calzoncillos, que todavía recuerdo me llamaron la atención por lo pequeños y ajustados ya que dibujaban esas nalgas tan perfectas que hasta ese momento sólo podía intuir en su delineada curva, y, bajo ellos, una raja cubierta de vellos que coronaban la aureola perfectamente desnuda y rosada de su agujero.

Era un culo de ensueño que en sus contoneos por la calentura se me hacía el paraíso. Luego de manosearlo en su culo y entrepiernas le quité el calzoncillo y lo bajé hasta la rodilla, y le embestí con violencia y con mi mano en su boca ahogué el grito que sabía vendría luego de esa violenta zambullida. Su culo, tan puto como siempre, no opuso luego mayor resistencia y parecía devorarse poco a poco y cada vez más y abultada y enhiesta verga que marcaba en su venas el rigor de su potencia. Mi pene quedó inmediatamente lubricado por mis propios jugos y por la saliva de Ariel que luego de un breve meteysaca se lanzó abrumado sobre mi polla, lamiéndola y succionándola como todavía no lo ha hecho ninguna mujer. Era para él una suerte de obsesión hacer entrar hasta su garganta lo que su lengua y boca saboreaban y con un rictus imperturbable hizo de mi pene, caliente y movedizo, las delicias de su boca y trasero, alternativamente, como si se tratase de un ritual en el que se jugaba la vida. Ver a mi pene entrar y salir en ese culo era un espectáculo soberbio, ver su "hambre de verga" era alucinante. A esas alturas yo me dejaba hacer, esta recibiendo un placer que ni en la más celebre paja había conocido. Su boca y sobre todo su culo, menudo y apretado, le daban a mi verga una atención privilegiada que sólo hacía gemir de deseo a mi boca desocupada. Ese culo dilatado ya pero siempre estrecho, al subir ya bajar, me hacía transtornar.

Era una máquina sexual perfecta, creada para dar el mejor placer. Me ponía a mil su cara lasciva, su putería altiva, y luego de incontables y estremecedoras culeadas estallé en chorros de semen y en un alarido, acallado inmediatamente por el miedo. Miedo a no poder parar y a ser descubierto. Ese día fue mi primera y última vez con un hombre, hasta ahora.