El Culo
Ese culo a él le parecía simplemente el Culo. Podía haberlo llamado trasero, pompas, nalgas, pandero o incluso cola en honor a sus amigos argentinos, pero definitivamente la palabra que mejor lo definía era exactamente esa: culo. Tenía la sonoridad y rotundidad adecuadas...
Ese culo a él le parecía simplemente el Culo. Podía haberlo llamado trasero, pompas, nalgas, pandero o incluso cola en honor a sus amigos argentinos, pero definitivamente la palabra que mejor lo definía era exactamente esa: culo. Tenía la sonoridad adecuada, y además recogía la rotunda sensualidad del cada vez mayor protagonista de sus sueños. No conocía ese culo. Ni en el sentido bíblico ni en el sentido terrenalmente más pasional. Podía decir que le resultaba conocido tan sólo de vista. En realidad podía decir que ese culo, y obviamente su dueña, formaban parte del rutinario paisaje urbano, junto a los mismos policías ordenando un tráfico nunca ordenado, los mismos perros haciendo sus necesidades en los mismos jardines, y las mismas figuras que cada día se cruzaba en su camino. No sabía cuánto tiempo hacía que lo conocía. Tal vez hiciera ya un año, porque le era habitual verlo desde que comenzó a trabajar en ese despacho como becado. Sí, hacía ya más de un año, porque él ya no servía más el café a sus compañeros. Ahora era encargado, de sacar las fotocopias, pero encargado al fin y al cabo. Aunque su jornada vespertina empezaba a las cuatro, casi todos los días ya estaba en su puesto de trabajo a las tres y media. Sólo así podía verlo. No recordaba si la primera vez que lo vio fue antes al trabajo para adelantar un informe, o fue para evitar que la modorra se apoderara de él con el comienzo de los documentales en televisión. Ahora poco importaba eso, sólo salía antes de casa con la esperanza de verlo. De hecho casi siempre lo veía. Él iba andando hasta la oficina y caminando unos metros delante iba ella. La mayor parte de los días eran tan sólo unos segundos, a lo sumo un par de minutos, los que podía caminar detrás de él, del culo, observando esas magníficas posaderas. Hasta el semáforo, día sí y día también siempre en rojo, que los igualaba. Después del semáforo su mayor zancada hacía que dejara atrás a la dueña del objeto de su devoción. Por supuesto que podía aminorar la marcha y seguir caminando detrás de ella un centenar de metros más, pero eso significaría hacer trampas. No sería justo. Alguien, el destino, el azar o la jornada partida les había puesto en el mismo camino a la misma hora. Una cosa era aprovechar la oportunidad y otra querer imponerse al destino. ¿Si hacía ya un año que lo conocía-pensó-debía acordarse cuando y como le gustaba más? Tras darle alguna que otra vuelta al asunto, finalmente encontró la solución. Sí, definitivamente, cuando más le gustaba era en primavera y en otoño. Incluso había concluido que como mejor lo veía era con unos pantalones vaqueros que se ajustaban como un guante. En otoño y primavera, cuando el fresco aun se puede soportar con una cazadorita a veces prescindible, ese culo quedaba libre a su vista. En invierno los abrigos largos y los pantalones gruesos hacían que la monotonía de su trayecto fuese aun más monótona. No recordaba haberlo visto en los días más calurosos del verano. Quizás, le gustaba imaginar, vistiera minifaldas que dejaban ver más de lo que él estaba acostumbrado a imaginar, pero las vacaciones y la jornada intensiva no le dejaban controlarlo. En cuanto a las prendas que mejor le sentaban no había ninguna duda. Tenía que ser un pantalón vaquero gastado, incluso diría viejo, que lo realzaba de una manera increíble. Las nalgas más juntas y más altas, si cabe, que nunca parecían dibujar una sonrisa de cadera a cadera, aunque la única mueca era la que se dibujaba en su cara al verlo. En reposo aquel culo es hermoso, pero en movimiento adquiere dimensiones colosales. No es que sea grande, ya que podría abarcar cada nalga con una de sus manos según él creía. (Nunca había hecho esto último porque además de trampas podía constituir delito de acoso o incluso de agresión sexual) Por cierto, pensó, debería releer el código penal por si existiera algún artículo que permitiera acariciar ese culo como si se tratara de un bien de interés cultural. En movimiento, volvió sobre su pensamiento anterior, es casi hipnótico. Sube, baja va de un lado a otro balanceándose de una manera que debe estar prohibida por la ley y sancionada con el paraíso del infierno en las Escrituras. Y tus ojos, claro, no pueden dejar de mirarlo. También otros ojos lo miran. Ojos intrusos. De esos que aparecen un día, giran la cabeza al verla pasar para admirarlo, y desaparecen. Y a él le da un gran coraje, pensando que son unos obsesos y unos usurpadores, porque ese culo hace mucho que lo eligió él como centro de tus fantasías. Pero que nadie se equivoque. Para él ese culo no es un objeto de deseo sexual. Si fuera así lo pensaría desnudo, carnoso, en el baño y con las manos agitadas. Pero no. A él nunca se le ha presentado así. Él lo ve algo así como una obra de arte. Sí, para él, es más bello que la pintura de Malevich. En una escala de belleza lo colocaría entre las Meninas y el juego de Zinedine Zidane. Sí, si alguien lo presentara como monumento nacional él no dudaría en firmar y en presentarse candidato voluntario para su mantenimiento. Alguna vez ha pensado en hablarle, a la dueña obviamente, porque al culo ya le ha dedicado piropos entre dientes y le ha escrito dos canciones y un soneto en su cuaderno de apuntes. Algún que otro día le ha mirado de reojo cuando están los dos detenidos ante el semáforo. Su figura es armoniosa pero no tan bella como su cola, pero tiene dos primas de aquel en su parte delantera que merecen, al menos, una cuarteta. Cada una. Pero al final no abre la boca. El semáforo se pone en verde antes de que reúna el valor suficiente para soltar algo más que un suspiro de admiración, y avanza hasta dejarlo atrás. Quizás sea mejor así. Claro que le gustaría tocarlo, acariciarlo, besarlo… pero tiene más posibilidades de que la respuesta sea un bofetón. Además, prefiere ser el anónimo chico que está a mi lado en el semáforo a ser el obseso sexual que me sigue babeando con mi culo. Mira el reloj, son ya las tres y veinticinco, y todavía se tiene que lavar los dientes y poner los zapatos; además el ascensor parece tardar más que nunca, todos los semáforos están en rojo salvo el que tenía que estarlo, y efectivamente, de tanto pensarlo hoy se va a quedar sin verlo.