El cuidador de caballos

Me llevó a la naturaleza... cabalgando.

Mi web. Lee aquí y conoce allí:

http://ampliguitarrista.weebly.com/ Pass: yoteleo

Grupo de Facebook: Guitarrista Todorelatos: https://www.facebook.com/groups/515684358485590/

El cuidador de caballos

1 – Llegó un viernes…

Hace un tiempo pasé un par de años dedicado al mantenimiento de la red de una empresa importante. Sólo tenía que ir por las tardes, pero en invierno era bastante penoso porque oscurecía antes de las 6 y ya era de noche cuando salía. Cerca de la oficina, en una bocacalle que daba a la avenida, encontré al principio un bar sencillo, humilde y muy acogedor. El matrimonio que lo llevaba era muy agradable y enseguida hicieron muy buena amistad conmigo. Acabé yéndome allí todas las noches, cenando y volviendo a casa para preparar trabajo para el día siguiente hasta altas horas de la madrugada.

Vivía entonces en La Puebla del Río, un pueblecito cercano a Sevilla y, cuando despertaba a media mañana, iba a tomarme un buen tazón de chocolate con churros. Solía darme unos paseos por aquellas calles tranquilas, mirar los escaparates de las tiendas, comprar algunas cosas y esperar a la hora del almuerzo. Como no me gustaba conducir recién comido, me iba antes a la ciudad, almorzaba, volvía a dar unos paseos y acababa tomando café en mi bar preferido antes de entrar a trabajar.

Las semanas se me hacían largas y monótonas. Casi no hablaba con nadie y, las personas que iban al bar tan a menudo como yo, fuimos haciendo amistad. Un señor mayor jubilado, Trinidad, pasaba allí toda la tarde y teníamos largas conversaciones de muy diversos temas. Eso empezó a hacer mi tiempo más ameno… aunque no podía ocultar que necesitaba la compañía de alguien; un chico que compartiese mi vida y con quien hablar de otros temas. En el fondo me encontraba solo.

Al terminar de trabajar un viernes, entré en el bar ilusionado y lo encontré lleno de gente pendiente de un partido de fútbol en la televisión. Me abrí camino y llegué hasta mi lugar preferido en la barra; el que Trinidad llamaba el rincón de la muerte . «Todos los que se sientan aquí horas y horas solos, acaban muriendo. Aprovecha la primera oportunidad que tengas para dejar este sitio», me dijo un día.

Desde aquel rincón no se veía muy bien el partido y estaba tranquilo y, sin embargo, podía tener una visión completa del bar. Había mucha gente que había visto pocas veces y otra que no había visto nunca. Entre esos conocidos que aparecían por allí de vez en cuando, vi a un chico que aparecía, normalmente, los fines de semana por la noche. Me gustaba. Me pedí una cerveza y lo estuve observando.

Después de tomar varias cañas ya había acabado el partido y la gente se fue yendo poco a poco hasta que quedamos tres clientes y se hizo la tranquilidad. Vi entonces a aquel chico al otro lado de la barra, bastante retirado de mí, me saludó con un gesto y le correspondí. Para mi sorpresa, tomó su caña y se me acercó despacio.

  • ¡Qué partido!, ¿eh?

  • Sí, supongo. Es que no soy demasiado aficionado.

  • ¿Y por qué? – tomó un banco y lo acercó para sentarse junto a mí -.

  • La verdad… No lo sé. Siempre he preferido una buena tertulia o escuchar música. Mi trabajo me roba mucho tiempo.

Ahí empezó una larga conversación. Me dijo que trabajaba y vivía en el campo y, curiosamente, no muy lejos de La Puebla del Río. Aquella conversación estuvo acompañada por cervezas; una detrás de otra. Juan – que así se llamaba – bebía bastante y muy deprisa.

  • Lo siento, Luis – se excusó -. Ya sabes que el último autobús sale a las once. Tengo que irme.

  • Espera, espera. Dices que vives cerca del pueblo, así que puedes quedarte un poco más y te llevo a casa.

  • ¿Tienes coche? – se alegró -. No me importa llegar más tarde.

2 – Hasta el Camino del Lince

Curiosamente, trabajaba Juan criando caballos en una finca y pasaba allí todo el día y la noche. Decía que no iba nunca a ver a sus padres y no tenía que darle explicaciones a nadie, sino a su jefe. Comenzaron a apagarse las luces y supimos que los dueños querían cerrar el bar.

«Es tarde, Manolo. Vamos a cerrar el bar que estos señores querrán irse», decía siempre Marisa de broma.

  • ¿Vamos? – preguntó Juan -; podemos parar en el camino en cualquier otro bar ¿Tienes prisas?

  • No. Soy mi jefe y tampoco tengo que dar explicaciones a nadie ni trabajar mañana.

  • ¡Jo, qué suerte! - dijo mientras salíamos -. Yo casi no tengo descanso.

Cuando llegamos al coche lo miró, me miró a mí y pareció no comprender.

  • ¿Un Mercedes? Debes ganar mucho dinero y si estás solo…

  • Se supone. Además necesito un buen coche para mi trabajo.

  • Es que este me encanta – lo acarició como a uno de sus caballos -. Nunca lo he conducido.

  • ¿Tienes permiso de conducir?

  • ¡Claro! – contestó orgulloso -. Mi jefe me necesita como conductor a veces y también uso tractores.

  • ¡Bien! Cuando estemos fuera de la ciudad te dejaré llevarlo un rato.

  • ¿De verdad?

Se sentó a mi lado mirándome con felicidad en sus ojos y comenzamos a viajar hasta que me señaló unas luces.

  • Para en aquel bar – dijo -; es muy bueno y podemos cenar algo.

  • Hmmm. Tengo hambre. Bebes demasiado deprisa y hay que comer.

Y paramos, cenamos algo y seguimos hablando. Cuando salimos caía una fina lluvia y la temperatura era muy baja. Corrimos al coche y, al llegar, me puse ante él y le mostré las llaves.

  • ¡Llévalo! No hace falta que te diga que tengas cuidado.

  • ¡Lo tendré!

Noté que arrancó con soltura y dominaba el volante.

  • Te enseñaré la finca – no apartó la vista de la carretera -. Está cerca pero bastante perdida; pasando Isla Mayor.

  • No está tan cerca entonces. Mejor si lo llevas tú.

Después de recorrer algunas estrechas carreteras asfaltadas, entramos ya por caminos de tierra. Perdí la orientación por completo y no pude adivinar dónde estábamos. Llegamos a una verja, se bajó del coche corriendo, la abrió y volvió.

  • Hace mucho frío – comento restregándose las manos -. Imagino que vienes bien abrigado.

  • Sí. No te preocupes ¿Vamos a pasear por el campo de noche y lloviendo?

  • Noooo – rio -; en la casa hay chimenea.

Me dejó en el coche muy cerca de la puerta y, cuando abrió la casa, me hizo señas para que fuese.

  • ¿Vas a dejar las llaves puestas? – me sorprendió -.

  • Sí. No pienses que viene mucha gente por aquí. Ni de día.

3 – Una chimenea en un corral

Cuando entré en la casa no pude evitar asustarme. Era una sola habitación muy grande, de tejado visto muy alto y suelo sin solería; de tierra dura. Algo parecido a un corral, cubierto y agradable. Me asustaba encontrarme en un lugar desconocido, aislado, un tanto alejado y con un chico que conocí unas horas antes. Habíamos serpenteado por unos caminos que no podría recorrer solo si quisiera volver.

  • ¡Pasa, pasa! – me tomó de la mano -. Acércate a la chimenea para entrar en calor. Hay mantas, que no hacen demasiada falta, y sólo tengo ese camastro, pero te aseguro que es cómodo.

  • ¿Me estás diciendo que duerma aquí?

  • Lo siento. He olvidado que este no es lugar para alguien… como tú.

  • ¡No, no! ¿Qué dices? – me excusé -. Me gusta el sitio y es muy acogedor, pero no quiero molestarte. Volveré a casa.

  • Creo que no – dijo muy seguro -. No vas a salir de aquí con el coche, de noche, por caminos que desconoces y lleno de cerveza hasta el gorro. Ni hablar. Aquí tienes un sitio para descansar. Mañana te acompaño a tu casa.

Comencé a dudar de lo que estaba haciendo y no podía negarme a quedarme porque, sencillamente, Juan tenía razón y me apetecía. Nunca iba a saber salir en aquellas condiciones de aquel lugar que él llamaba El Camino del Lince. Intenté reaccionar y comprendí que tenía que dormir antes de conducir el coche.

Cuando me di cuenta traía en sus manos dos mantas y me entregó una. Se quitó su ropa de abrigo y se echó la suya por encima acercándose a la chimenea.

  • Haz lo mismo que yo – dijo -; entrarás en calor enseguida. En cuanto nos fumemos un cigarrillo nos vamos a la cama.

Una simple mirada alrededor mientras me envolvía en la manta, me hizo pensar en montones de cosas. Entre ellas, que iba a dormir en un camastro con un chico que era prácticamente desconocido para mí. Me gustaba muchísimo y me daba una clara sensación de que yo le gustaba.

  • Tira ahí tu colilla – dijo arrojando la suya al fuego -; es hora de dormir ¡Vamos!

Seguí todos sus movimientos. Se quitó unas botas de campo muy bien acordonadas sobre una estera que quedaba junto al camastro, se abrió los pantalones y se despojó de todo menos de la camiseta y los boxers. Fui haciendo lo mismo hasta quedar como él.

  • Juntos no pasaremos frío. Ya verás cómo sientes calor si te despiertas.

Levantó una capa de mantas bajo las cuales había unas sábanas muy limpias y claramente sin usar. Se metió él y dejó el brazo en alto hasta que me metí a su lado.

  • Buenas noches, Juan. Y muchas gracias por ser tan amable conmigo.

  • No tienes que darme las gracias por nada. Puedes quedarte siempre que quieras. No puedo decirte que esta es tu casa porque ni es una casa ni es mía. Siéntete como si fuera un lugar tuyo ¿Vale?

Me tapó bien con las mantas – que pesaban bastante – y se volvió a mirarme sonriendo. Acercó su cuerpo al mío hasta enlazar nuestras piernas echando su brazo por encima de mi cuerpo y apretándome a él.

  • ¿Estás a gusto? – preguntó en voz baja -. Si notas frío me lo dices.

  • No. No noto frío – respondí muy tenso -.

Eché mi brazo sobre su cuerpo y quedamos abrazados cara a cara. Me pareció que torcía un poco la cabeza para que su aliento no viniese a mi cara y pegó su rostro al mío.

  • Buenas noches, Luis. Que descanses.

  • Igualmente. No te preocupes por mí. Dormiré muy bien así.

4 – Un sueño real

Había cerrado sus ojos y podía sentir su respiración. No quería dormirme sin observarlo un rato a la luz de las llamas. No era un chico objetivamente muy guapo; era un chico de campo con algo especial. Su sencillez al hacer las cosas me había llevado a aquella situación.

Seguí despierto observándolo y me di cuenta enseguida de que su respiración no era la de alguien que duerme. Descansaba abrazado a mí. No quise moverme para nada. Imaginaba que si hacía algún movimiento que le molestase por ciertos motivos iba a verme en una situación muy compleja. Me mantuve despierto con esfuerzo mirando sus pestañas posadas sobre sus mejillas, su nariz redondeada, sus labios sensuales… Todo eso a la luz temblorosa del fuego y, como me dijo, sintiendo bastante calor.

Cerré los ojos sin intención de dormirme; sólo para meditar. No pude evitar un suspiro.

  • Estás despierto – susurró - ¿Por qué no puedes dormir?

  • Imagino que por lo mismo que tú.

  • ¿Sí?  - acercó más su rostro - ¿También tú estás pendiente de mí?

  • Claro, pero no te preocupes. Estoy muy a gusto contigo y descansaré.

Ya no hubo que decir más. Movió su pierna un poco para colocarla sobre mí y puso su mano sobre mi nalga apretando mi cuerpo contra el suyo. No hablé. Deslicé mi mano por su espalda desde su cintura hasta su cuello y abrió la boca sin abrir los ojos. No me hacían falta más señales. Coloqué mi boca sobre la suya con mucha delicadeza y noté que aún me apretaba más y me pellizcaba la espalda. Se dio la vuelta y me pegó a él. Cuando me sintió en sus nalgas echó el brazo hacia atrás, volvió la cabeza y me besó. Ya todo estaba claro.

  • Tienes una piel muy suave – susurré -; da gusto acariciarla.

  • Acaríciala – contestó -; nadie te va a decir nada.

  • ¿No me vas a decir nada?

Volvió su cabeza para mirarme fijamente y bajó su mirada hasta mis labios.

  • Te diré cosas bonitas… si quieres.

  • ¡Claro! Me gusta tu voz. Creo que la vida en el campo te ha hecho así.

  • El agua fresca suaviza la piel y el aire limpio cuida la voz, ¿no?

  • ¡Pero si tú fumas!

  • No – contestó seguro -. Ese es el vicio de la ciudad. El último lo he echado al fuego.

  • ¿Por qué haces esto?

  • ¡Perdón! – se separó algo de mí -. Creo que te estoy molestando. Debes descansar.

Tiré de su cuello un poco y, rozando sus labios, volví a hablar casi sin voz.

  • Qué torpe deben ser los humanos que teniendo algo así entre sus brazos se sientan molestos.

  • Perdóname – insistió -. No sé por qué he pensado que tú desearías estar conmigo.

  • Porque tu vista no se topa todo el día con edificios y con gente contaminada. Es como si esta vida te llenase de belleza y de sabiduría. Estoy seguro de que has visto en mi mirada lo que yo no veía en la tuya.

  • Gracias. Me gusta lo que dices. Creo que eres sincero conmigo.

  • No lo dudes – lo besé en la mejilla -. Sé que tú tienes mucho más que enseñarme que yo a ti. Mentirte… sería mentirme a mí mismo. No dejes de abrazarme.

  • No. No lo haré – apretó mi cuerpo contra el suyo -. Podía haberme equivocado al hacer esto ¿Te imaginas? Creo que he tenido suerte.

  • Como yo. Y no creas que te lo digo porque esté muy borracho. No lo estoy. Ya estamos juntos y nadie obliga a nadie. Si esto es lo que quieres, lo tienes. Yo también lo quiero.

Sacó su mano de entre las sábanas y puso sus dedos sobre mis labios. Moví mi mano hasta ponerla sobre su cabeza para tocar sus cabellos y, cuando pude agarrarlos, tiré con cuidado de ellos para acercar más su cara a la mía y poner mis labios sobre su boca. Se sintió seguro, la abrió y nos besamos con pasión. Comenzó a mover sus manos bajo mi camiseta acariciándome por todos lados y una de ellas bajó hasta mi miembro y lo apretó; al mismo tiempo apretó también, aún más, su boca contra la mía y su respiración agitada soltaba chorros de aire por la nariz que podían oírse acompasados en aquel silencio. Nunca había imaginado una cosa así.

Se retiró un instante, me miró y tiró el embozo hacia los pies de la cama. No hacía frío porque su piel cálida me abrasaba. Se incorporó para ponerse de rodillas junto a mí y se sacó la camiseta arrojándola al suelo y tirando de la mía para que me la quitara. Cuando saqué la mía por la cabeza ya estaba completamente desnudo ante mí. Inmenso; de piel tersa, brillante y ausente de vello.

Me moví un poco para quitarme los boxers y sacarlos por los pies sin apartar mi vista de sus ojos y sin que él dejase de mirarme. Ya desnudos, dejé caer la cabeza sobre la almohada con un suspiro y me agarré a su brazo fuerte. Se inclinó sobre mí para besarme más, volvió a incorporarse y recorrió mi cuerpo con su vista como si quisiera memorizarlo rápidamente.

Bastó una leve sonrisa para que echase una pierna sobre mí quedando sentado en mi vientre.

  • ¡Lo he soñado tantas veces! – exclamó -. Nunca pensé que podría tenerte algún día. Aunque fuese uno…

  • Yo te he observado muchas veces; desde que recuerdo haberte visto por primera vez. Pero no se parece en nada ver tu cara asomar por un abrigo a ver tu cuerpo completo sentado sobre mí.

  • Amo los caballos – miró al techo -. Me encanta pasear sobre ellos por el campo mirando las copas de los árboles. Ahora ya sentía la falta de poder cabalgar contigo; tenerte dentro; hacerte feliz…

  • Seré tu caballo favorito, Juan. Déjame serlo y cabalga conmigo cuanto quieras.

Echó su brazo hacia atrás, agarró mi miembro y lo fue moviendo hasta el sitio donde lo deseaba.

5 – Cabalgando junto al fuego

Fui notando cómo iba penetrando en su cuerpo muy despacio. Creí que era un experto en lo que estaba haciendo porque, sin darme cuenta, estaba todo dentro de él. Cerré los ojos y soplé cuando comenzó a moverse con cuidado. El movimiento de su cuerpo era perfecto; parecía estar sobre un caballo cabalgando por un oscuro paisaje apenas iluminado por unas llamas. Mantenía un ritmo fijo, suave y enloquecedor. Me doblé hacia arriba como una sardina fresca se retuerce sobre la sartén y me agarré a su miembro con ambas manos sincronizando mis movimientos con los suyos.

No sé cómo pude aguantar tanto. Quizá, el efecto del alcohol fue ese: retardar mi orgasmo sintiendo un placer infinito. Se agachó varias veces a besarme y pasaba la palma de su mano sobre mi pecho como si la pasara sobre la crin de su caballo.

Comenzó a acelerar el ritmo. Aquel trote era como un deseo de llegar antes hasta el final. Aguanté poco. Unos segundos después, cayó sobre mi pecho una lluvia caliente de su semen blanco y cálido como la leche. Apenas lo había tocado y se había corrido conteniendo gritos.

Se dejó caer hasta quedar sentado sobre mí y me miró con una sonrisa mezcla de alegría y de intriga.

  • ¿Ya?

  • Sí, ya – me agarré a sus nalgas -. Ha sido sensacional.

  • ¿De verdad? ¿Te ha gustado así? Dime la verdad.

  • No puedo. No la sé. No sé si podríamos hacer otra cosa mejor que esta ¿Tú estás bien?

  • Creo que es la única vez que me he sentido bien – inclinó su cabeza a un lado -. Ojalá pudiéramos repetir esto otro día.

  • ¿Otro día? – pregunté teatralmente - ¡Siempre que quieras! ¿No te das cuenta de lo que está pasando? Estás haciendo realidad lo que has soñado muchas veces mientras que yo tengo que reaccionar para comprender que esto es cierto. No hace falta hablar más ¿Para qué? Ahora me pregunto cuánto tendremos que esperar hasta la próxima.

  • Puede ser luego, ¿no? – me pareció indeciso -. Dentro de un rato.

  • ¡Por supuesto! – lo apreté a mí -. No hablaba de eso, sino del resto de los días de la semana. Tú estás aquí y yo estoy allí.

  • Tengo teléfono – exclamó -. Podemos llamarnos. Puedes venirte cuando quieras o puedas. Te estaré esperando siempre.

  • ¡Claro! No es momento de pensar en eso. Échate a mi lado ¿Quieres?

  • Sí – se levantó de la cama -. Voy a limpiarte muy bien. Mira cómo te he puesto.

  • Ya. No quiero manchar tus sábanas limpias, si no, preferiría quedarme con todo esto tuyo sobre mi piel.

Trajo una toalla suave y me fue lavando el cuerpo con cuidado y sin dejar de mirarme. En el suelo había dejado un bote con agua de colonia de baño; me lo mostró y me preguntó si quería. Me echó alguna por el pecho y por el cuello untándola como si mi cuerpo fuese algo que tuviera que mimar. De la misma forma, unté su cuerpo acariciándolo y, dejando el bote en el suelo, tomó el embozo y tiró de él para taparnos.

Nunca había visto algo igual.  Me tapó con cuidado y estuvo un tiempo colocando bien la sábana y las mantas sobre mi cuerpo.

  • ¿Estás bien así? – preguntó -.

  • Muy bien. Me faltas tú aquí.

Se acurrucó bien, pegándose a mí, y volvió a abrazarme como al principio.

  • Tienes que dormir, ¿vale? Cuando descansemos veremos las cosas de otra forma.

  • ¿De otra forma? – me extrañé - ¿A qué te refieres?

  • Estamos cansados. Cuando despierte prepararé café y unas tostadas. Cuando despierten nuestros sentidos, recordaremos esto mucho mejor; para que nunca se nos olvide.

6 – Extraños en la mañana

Ni siquiera recordaba haber soñado al abrir los ojos y ver los maderos del techo, a mucha altura. Dejé caer mi cabeza a la izquierda y vi a Juan vestido, agachado frente a la chimenea y trasteando. Un delicioso olor a pan tostado y café inundaba aquella enorme estancia. Siempre me había gustado el invierno por esos momentos tan acogedores, tranquilos y de recogimiento.

Miró atrás y sonrió al verme despierto.

  • Puedes seguir en la cama un rato, si quieres. En cuanto prepare el desayuno te vistes mientras pongo la mesa. Espero que te guste lo que te estoy preparando.

  • ¡Claro! Estoy seguro.

Eché a un lado todas las mantas sin recordar que estaba completamente desnudo justo cuando volvió a mirarme. Noté su sorpresa y cómo volvía la cara para no verme. Parecía darle vergüenza. Busqué mi ropa y la encontré muy ordenada sobre un taburete rústico de madera; junto a la cama.

  • Te he puesto ahí la ropa, Luis. Ya puedes irte vistiendo ¡Vamos a comer!

No dijo nada sobre una ducha ni me parecía que en aquel lugar la hubiera. De todas formas, no tenía otra ropa que ponerme. Eché abajo los pies y tiré rápidamente de mis boxers para taparme. No me hubiese importado nada estar desnudo con él mientras desayunábamos, sino que tenía claro que a él no parecía gustarle. Terminé de vestirme en pie y me acerqué hasta él, que seguía agachado frente a la chimenea. Observé que miraba con disimulo cuando me pegué a su espalda. Puse mis manos en sus hombros, me agaché y lo besé en la cabeza.

  • ¡Vamos, venga! – se incorporó nervioso -. Esto se enfría.

Nos sentamos a una mesa que más bien parecía otro tipo de mueble viejo adaptado. Sobre él, había un mantel blanco, impecable, muy bien planchado, con varios platos y un par de vasos de café y otro de agua.

  • ¿Lo pones siempre así para desayunar tú solo?

  • Mmmm. Sí, sí – contestó dudoso -. A veces…

  • Gracias, Juan. Sé que lo haces por mí. Todo lo que haces me gusta. Era verdad lo que decías; por la mañana veo las cosas mucho más bonitas. A ti también te veo más bonito.

Carraspeó nervioso y mantuvo su vista agachada.

  • Lo siento. Creo que estoy molestando.

  • ¡No, no! – dijo apresuradamente -. Verás… No estoy acostumbrado a hablar de eso. Me da vergüenza.

  • Lo sé. No volveré a comentar nada si no quieres.

  • Sí, sí quiero – se tocaba inquieto -; es que no estoy acostumbrado… Pero…

No quería hacerle pasar un mal rato, así que decidí no hablar más del asunto ni insinuar nada.

  • Hmmmm – cerré los ojos -. Esto sí que son pan y café. Y el aceite es delicioso.

  • Es todo de  mi jefe – aclaró -. Lo hace y lo vende en el pueblo.

  • ¡Pero es fresco…!

  • ¡Claro! Lo trae de madrugada el panadero. Sabe que me acuesto tarde y me lo deja allí. Es como un torno.

Miré con curiosidad a un lugar de la pared cercano a la puerta. Había algo parecido a una alacena cerrada. Me di cuenta entonces de que ya alguien había visto mi coche en la entrada.

  • ¿Has hablado con él? – seguí comiendo -. Habrá visto mi coche en la puerta…

  • ¡No, no! – dijo seguro -. Cuando te dormiste me levanté y lo puse ahí al lado. Hay una cuadra vacía como cochera.

  • Todo aquí es delicioso, Juan. No quiero que te sientas mal, pero no puedo callarme al ver estas cosas.

  • No importa. Vamos a desayunar y daremos un paseo. No está mal la mañana. Te llevaré por el camino del Coto. Te gustará dar un paseo por un sitio que no conoce casi nadie. No está permitido llegar hasta allí.

  • ¿El Coto? – me asusté - ¿Te refieres al Coto de Doñana? ( Ver aquí )

Asintió sin dejar de comer y me sonrió pícaramente ¡Era tan bella su mirada de día…!

  • ¡No pensaba que estuviéramos cerca del Coto! – aclaré -. Anoche perdí por completo la orientación. Podría decirte que no tengo ni idea de dónde estamos.

  • Muy cerca del pre-parque. A unos pocos kilómetros de aquí comienza la zona protegida. No todo el mundo puede entrar.

  • ¿Y piensas que entremos en coche? ¡Nos van a multar!

No pudo contener la risa y tuvo que taparse la boca para no echar fuera el desayuno.

  • No puedo creer que seas tan ingenuo, Luis. Iremos a caballo, no en coche.

  • ¿A cab…? – no podía hablar -. He montado dos veces y no sé.

  • Te asustas al verte tan alto, ¿verdad? Tengo a Aire para que te lleve. Es muy dócil. Y siempre voy a estar a tu lado. No vas a pasarlo mal.

  • Creo que si es contigo… - dije lo que pensaba -, iría a cualquier parte.

  • Y yo contigo. Esta vez yo hago los planes; la próxima tú me llevas donde quieras, ¿vale?

Asentí mientras me limpiaba la boca ensimismado. «¡Yo a caballo!».

7 – Juntos a caballo

No quiero recordar los momentos en que me enfrenté a Aire y tuve que montar. Disimulaba cuanto podía porque observaba una sonrisa contenida en Juan. Entonces yo era un animal de ciudad, un perro de casa lujosa y de vida tranquila; un hombre-máquina que se había olvidado de que existían las cosas naturales; sin contaminar.

Pasear junto a él a caballo comenzó, en pocos minutos, a ser algo más que deseable para mí. A veces, cuando nos acercábamos más, le tomaba la mano y la acariciaba. Él sonreía azorado y se retiraba algo de mí hasta que se soltaban nuestras manos. Le faltaba ruborizarse; ponerse rojo como un tomate por algo tan simple.

Seguimos cabalgando despacio entre la arboleda cada vez más espesa y cruzamos por una zona de marismas donde el aire estaba perfumado como el del mar. Llegados a un lugar más salvaje, apareció ante mis ojos una pequeña laguna de aguas limpias y habitada por muchas aves como garzas. Me ayudó a desmontar y aproveché el momento para gozar del roce de su cuerpo y pegar mi mejilla a la suya. No dijo nada.

  • ¡Hemos llegado! – se dirigió a las aguas - ¿Qué te parece?

  • Tan bello como todo lo que estoy viviendo desde anoche. Tardaré mucho tiempo en acostumbrarme a sentir tanto placer. Esto es hermoso.

  • Si quisieras… - dejó de hablar -.

  • ¡Dime! Si quisiera… ¿qué?

No hablaba y me acerqué a su lado para poner mi brazo en su cintura. No se movió.

  • ¿Qué ibas a decirme?

  • Nada… Bueno, sí ¿Sabes que si quieres puedes quedarte conmigo para siempre?

  • ¿Qué? – no entendía por qué decía aquello - ¿Quedarme para siempre? ¡Tengo que trabajar!

Me miró pensativo, tiró de mi brazo y caminamos hasta una pequeña meseta cubierta de hierba húmeda. Cruzó sus piernas y se dejó caer despacio hasta sentarse. Hice lo mismo para no perder ni un detalle de sus gestos.

  • No te he mentido, Luis. Hay cosas que no te he dicho. Ahora pienso que debes saberlas y después pensar lo que te proponga.

  • Dime – me intrigué -. No temas a decir nada. Olvida por ahora tus temores.

Se dejó caer sobre la hierba y puso su cabeza sobre mis piernas mirándome con dulzura sin parpadear. Agaché mi cabeza y nos besamos levemente varias veces.

  • Verás… - comenzó indeciso -. Mi jefe… es mi padre.

Tuvo que notar mi sorpresa. No pude decir nada.

  • Nunca nos vemos. Hemos llegado a un acuerdo difícil de resumir. Digamos que… toda esa finca que has visto, los animales, todo eso… es mío. Mientras viva tengo trabajo y luego todas esas cosas serán mis propiedades. No me deja administrar dinero… aunque no me falta para lo que necesite. Me gusta vivir así, pero no solo.

Se incorporó nervioso se restregó la cara y siguió hablando.

  • No tendrías que trabajar en tus cosas. Ni siquiera tendrías que trabajar aquí.

Hubo un corto silencio y se levantó.

  • ¡Déjalo! Son locuras mías. Estoy intentando cambiar tu vida.

  • ¿Qué? – me había perdido -. No estás intentando cambiar a nadie. Comprendo tu deseo de tenerme aquí para siempre. Lo que no entiendo es eso de que puedo quedarme… Ojalá. Tengo compromisos y mi vida es de ciudad. Puedo venir siempre que queramos. Si me quedo, no sería más que un estorbo para ti.

  • No digas eso – se arrodilló frente a mí -. Yo cuidaría de ti. Puedes traerte tus cosas, tus máquinas… No quiero apartarte de nada. Yo mismo voy a Sevilla todas las semanas.

  • Te precipitas, Juan. Debemos conocernos más.

  • ¡Eso ya lo sé! No estoy fantaseando. Hablo de que te vengas… una temporada. Prueba esta vida; la compartiremos.

Acercó sus manos, las puso en mi cuello y me besó cerrando los ojos. En un instante, estaba echado junto a mí mirando al cielo; pensativo. No lo dudé. Me volví hacia él y lo abracé.

  • Tengo que pensarlo, Juan. Vamos a dejar pasar un tiempo como estamos. Hablaremos por teléfono, irás al bar como siempre y estaremos juntos el fin de semana. Puede ser que acabe viniendo y no volviendo; pero ahora acabamos de conocernos.

Comenzó a mover sus manos y a desabrochar mis botones con un gesto de suma tristeza. Hacía bastante fresco aunque estábamos al sol. Nuestras prendas acabaron volando por los aires y nos revolcamos desnudos por la hierba. Hice por primera vez el amor en plena Naturaleza observados, acaso, por Aire y Viento, que quedaron algo separados de nosotros. Tal vez por algún lince…

No sé si en aquellos momentos no era nada más que puro deseo y sexo. Acabamos riéndonos de nuestra propia sombra y nadando desnudos en las frías aguas de la laguna. Me acerqué a él y lo miré con dulzura recordando las palabras de Trinidad: «Todos los que se sientan aquí horas y horas solos, acaban muriendo. Aprovecha la primera oportunidad que tengas para dejar este sitio»  Nos abrazamos y nos besamos bajo las aguas y, al salir de allí, sólo pude decir una cosa:

  • Tenemos que volver. Hay cosas que no quiero perderlas. Nos las traeremos.