El Cuerpo Huésped

El principio de la reencarnación es cuando la esencia individual de las personas adopta un cuerpo material no solo una vez sino varias. El amor se mantiene contenido en el universo.

El CUERPO HUÉSPED

En el tocadiscos sonaba la versión ópera del Ave María de Schubert. En los rincones de aquel cuarto de hostería, dos mesas de pino talladas a mano por algún artesano que dejó su arte cobrando vida en anonimato. Sobre una de ellas una lámpara ahogando los últimos suspiros de su flama. A un lado de ella, un reloj de arena marcando raudo el paso de los minutos. Las sombras del día anterior abandonaban aquella habitación dejando que las lágrimas del sol se colaran entre las cortinas plisadas de fino crepé.

Isabel yacía dormida sobre el piso a un extremo de la cama. Sostenía en sus manos páginas y páginas de lo que fuera una carta y que con el paso de las horas se había convertido en su paño de lágrimas. La carta de un pronto regreso, la carta que representaba sus anhelos y más profundos deseos.

Los suaves cabellos de aquella mujer reposaban sobre su rostro, apenas unas hebras tocaban sus labios que guardaban el rosa que su vida ya no tenía. Por un momento en su paz resquebrajada, escuchó la voz de Catalina. Forzó sus ojos a cerrarse con más fuerza para poder escucharla de nuevo.

-       Abre los ojos, estoy aquí. No me he ido a ninguna parte. Te prometí regresar por ti y he vuelto.

-       ¿Catalina? – susurró a su oído mientras ésta la ayudaba a ponerse en pie – al fin llegaste.

-       Duerme, yo me quedaré contigo – dicho esto, la acostó sobre la cama y le dio un suave beso en los labios –

El sol tempranero se invitó a pasar e hizo espacio entre sus cuerpos. Isabel se abrazó al cuerpo de Catalina tomándola fuerte para que no se fuera de su lado. Acomodó su cabeza entre el cuello y la cara de Catalina.

-       ¿aun duerme?

-       Aun. Sigue llamando a Catalina. Se ha abrazado a mí pensando que soy ella y me pide que no me vaya. ¿qué debo hacer?

-       Espera que duerma profundo. Estará rendida por tanto llanto.

-       No suelta la carta.

-       Es lo único que le queda.

Elena salió de la habitación y dejó a Luciana haciendo compañía a Isabel. Ambas eran sus primas y sabían muy bien la tristeza que anidaba dentro de ella. Catalina era la hija de los San Andrés, quienes desde siempre fueron amigos de los padres de Isabel. Catalina ella sus primas habían sido inseparables desde siempre. En la adolescencia, entre juegos y convivencia, se despertó un sentimiento de amor que trascendía la amistad entre Catalina e Isabel. Sellaron su amor con un beso, el primero de muchos que se daban furtivamente. Antes de cumplir los 18 años, un descuido de ellas y la inoportuna presencia de la madre de Isabel, las dejó al descubierto mientras envueltas en sábanas y sendas pieles se amaban.

Catalina fue enviada a un país vecino ante el repudio de sus familias. Ella era de fuerte ímpetu y rebeldía. Por su parte, Isabel era dulce y entregada a su pasión… la música. Tocaba el piano prodigiosamente y dedicaba gran parte de su tiempo a aprender lo necesario y más. La melodía favorita de Catalina era Nocturno de Chopin en su segunda obertura. Mientras Isabel la tocaba, Catalina se abrazaba a su cintura, respiraba en su cuello tanto para acomodarse, como para sentir el aroma primaveral de Isabel. Con los ojos cerrados y tocando esta pieza, ellas se hacían el amor en el silencio de voces, con ropa o sin ella, pero con esta pieza ellas se hacían una.

Una tarde, esa tarde de verano, se convirtió en la primera vez que los besos se acompañaron de caricias, descubriéndose entre sus pomposos vestidos y corsés. Catalina quitó las manos de Isabel que acariciaban el marfil de las teclas del piano de cola y las llevó a su rostro. Acercó sus labios a los de ella, ese beso significó el inicio del preámbulo para amarse bien. Se desnudaron una a otra con afectos y sin prisas. La sangre recorría sus venas como olas rompiendo en la arena. El arrebato de la pasión surgía como lava volcánica. Desnudas sobre la cama, ambas dóciles y entregadas. Catalina llevaba la iniciativa y sólo se detuvo para ver los ojos de Isabel al decirle un te amo. Conocieron sus labios cada centímetro de su clavícula. Sus manos con movimientos más nerviosos que torpes, se amoldaron a la piel descubierta, a las curvaturas de su silueta. Suspiros de sus bocas decían lo que no podían con palabras, el aliento ardiente de Catalina marcaba el camino ida y vuelta por los costados y cadera de Isabel. Las piernas de ésta bailaban lento sobre el cuerpo de aquella mujer que la poseía.

Recorrían sus cuerpos con parsimoniosa calma pero con la elevada energía de la pasión, esa pasión que solo se conoce cuando hay amor. Cuando se sabe que se abraza el cuerpo al mismo tiempo que se abraza el alma. Sus manos tersas recorrían sus senos, lo desconocido hoy tenía nombre. No era necesario que supieran cómo hacerlo, la excitación era su mejor maestra. Ambas de frente una a la otra, entrelazando piernas, brazos y lenguas. La mano de Catalina se encontró rozando las pieles íntimas de Isabel a lo que ella respondía abriéndose para facilitar el paso de ella. La sensación que tuvo Catalina la dejaba jadeante de deseo, tan sólo al sentir su vagina humedeciéndose con cada caricia. Su instinto le dijo que hacer y cómo hacerlo. El cuerpo de Isabel enfrentaba los espasmos que ésta tenía. Atrapó la mano de Catalina entre sus piernas y su lengua con su boca. Su cuerpo sudoroso, agitado y tensionado liberó la energía que contuvo la pasión hasta el momento justo en que debió dejar salir al placer. Esa tarde, esa tarde de verano, se unieron más de lo que ya estaban.

Habrían pasado uno o dos meses desde aquel día cuando las encontraron de nuevo rendidas en la cama jugando al amor y el destino se hizo entrada en forma de repudio y amenazas. Catalina debió partir lejos de su amada. Con la ayuda de Elena y de Luciana, lograron mantener su relación por medio de cartas, eran una o con suerte, dos al mes, la distancia no facilitaba el envío pero se mantuvieron firmes a pesar de las vicisitudes y desavenencias.

Cuando Isabel cumplió los 21, sus padres en tradición, permitieron que su hija fuera cortejada por el doctor Felipe Saravia. Fue prometida en matrimonio para el otoño. Catalina prometió a Isabel regresar por ella, así se lo hizo saber en una carta, la carta a la que ahora Isabel se aferraba mientras sus lágrimas corrían la tinta. La carta estaba fechada un 7 de junio, 4 meses antes. Le fue entregada por su tía el mismo día en que le entregó la carta en la que se notificaba de la muerte de Catalina por tuberculosis un mes atrás. La primera fue interceptada pos su tía quien había decidido no dársela jamás a Isabel, pero al recibir meses después la misiva que daba fe de su muerte, decidió dárselas ambas.

Corrían las horas y con ellos los días. Las lágrimas de Isabel se habían secado como las tierras más áridas. Su dolor era viva tristeza. En ella solo tenían color sus ropas. No tocaba más el piano considerando que en él, revivía los momentos más bellos y a la vez esa despedida y aquella promesa incumplida. Campanadas anunciaban el final de la liturgia ofrecida en la parroquia del pueblo.

-       Hoy iremos a la plaza, tú irás con nosotras.

-       ¡Anda Isabel! Tu esposo ha dicho que vengas con nosotras.

-       Mi esposo… ¿es que acaso él decide por mí? Ni siquiera yo puedo decidir por mí y viene él a disponer de mi voluntad como lo hace con mi cuerpo.

-       Prima, las cosas son así y lo sabes. Es la forma en que nuestras vidas se dirigen. Dale una oportunidad, es buen hombre.

-       Luciana tiene razón. Has corrido con suerte por tenerlo a tu lado.

-       ¡Vaya suerte la mía! Muy afortunada que soy. Cuando sólo he querido estar con una persona toda mi vida.

-       Con Catalina – dijo Luciana mirando a Isabel.

-       Con Catalina… y con nadie más.

-       Anda, vamos y trata de despejar el pensamiento.

Luego de un poco de insistencia, decidió acompañarlas. No tanto por ir a la plaza, sino para calmar la compasión que los ojos de sus primas reflejaban. La plaza en domingo era concurrida. Luego de la misa de 9 las señoras de casa y sus criadas hacían compras en los mercados, perfumerías y alguno que otro almacén robustecido por la opulencia mientras tras las ventanas, contrastaban las calles en miseria.

Los caballeros paseaban rodeando la plaza, algunos ocupaban las bancas platicando unos con otros de política y de cómo cambiar el mundo. Hablaban de cómo la nueva economía y el inicio de la industrialización les beneficiaría en sus negocios. Los niños jugaban ajenos a esos cambios, jugaban a ser niños porque era lo que conocían. De grandes, soñaban con viajar en grandes navíos y conquistar lo que ya estaba conquistado.

La mirada de Isabel se detuvo en una pequeña que refunfuñaba a su madre por no cumplirle un capricho. Vio en ella el recuerdo de Catalina cuando niña, sus caprichos y su vehemencia.

-       ¡Isabel! ¿Qué haces?

-       Veía a esa niña – dijo con una sonrisa que hace mucho no acariciaba sus labios – mírenla… se parece a ella.

Luciana y Elena se miraron con cierta preocupación. Sabían que no sería fácil que Isabel se despojara del recuerdo de Catalina.

Isabel aún sonreía cuando emprendió la marcha sin despegar los ojos de aquella niña. Entre la multitud apareció un tipo corriendo y tras él, una joven chica que le perseguía para recuperar las cosas que minutos antes él le había robado.

Al pasar cerca, Isabel le dio un empujón que lo llevó a comerse el  polvo del suelo. La agraviada chica llegó hasta ellos casi sin aire. Unos transeúntes se acercaron para acorralar al ladrón. En la confusión inició un conato de pelea de unos que querían castigarlo y otros que corrieron a su auxilio. En medio de ellos la chica se mezclaba para poder recuperar sus prendas. Su extrema concentración en los bolsillos del ladrón hizo que no se percatara del golpe que uno le propinara en la cabeza. La chica cayó al suelo y un pequeño flujo de sangre manó de ella. Isabel y sus primas lograron sacarla de entre los que se enfrentaban. La llevaron a un lado de la calle aun inconsciente.

-       Mírala, no responde. La mataron!

-       Cálmate Luciana, aun respira. Debemos llevarla por atención médica. – Señaló Isabel con seguridad. Levantó un poco la cabeza herida de aquella joven y la recostó en su regazo.

-       Iré por Felipe – dijo Elena al tiempo que corría en busca del esposo de Isabel –

Felipe era un hombre apuesto y joven, su edad era 33 años. Médico sobresaliente como lo fueran su padre, tíos y abuelo. Dejaba en su rostro una abundante pero recortada barba que lo hacía ver un poco mayor de lo que en realidad era. De reputación intachable, había conseguido que Santiago Varela le diera a su hija por esposa.

Luego de ser atendida en el hospital bajo la atención de Felipe. Isabel iba todos los días a visitar a la chica. Algo en ella la intrigaba, en varias ocasiones se descubrió a sí misma viendo con detenimiento los ojos de la joven mientras charlaban.

-       ¿Segura que tu nombre es Lourdes? – le preguntaba Isabel cada par de minutos –

-       ¿Cuántas veces me harás la misma pregunta? Ya me haces dudar de la gravedad del golpe que recibí. ¿tengo amnesia? Me haces dudar de todo lo que conozco.

-       No es eso… disculpa mi insistencia, pero es que al verte me pareces muy familiar, tengo esa idea rondando mi cabeza y al verte hablar o sonreír, me da la impresión de haberte visto en otra parte.

-       Pues a lo mejor, no sé. En una vida pasada. Suele suceder. Dos almas se encuentran de alguna manera y de ahí la familiaridad. Pasa con nuestros amigos o incluso nuestros hermanos.

-       No creo en vidas pasadas, eso sería afirmar que la reencarnación existe y la iglesia no acredita esa idea.

-       La iglesia no, pero… ¿tú en que crees? Acaso eres de las que sigue al pie de la letra lo que los arcaicos dicen.

-       Eres un poco agresiva en tu hablar. No son arcaicos, ellos conocen lo que nosotros no y nos guían.

-       Ellos conocen lo que nos quieren enseñar, la doctrina como le llaman…

-       Quieres callar por favor… mira como nos ven ya las personas aquí.

-       ¿eso te importa tanto? Jajajaja… por favor, dime que no crees en la ley humana más que en la divina. Hay muchos misterios allí afuera esperando que los descubras.

-       Me recuerdas a alguien… hablas como ella. Tu mirada es como la de ella, tu boca… la manera en que sonríes.

-       ¿me parezco a quien?

-       Te pareces a la mujer por la que alguna vez repudié a la iglesia.

-       No entiendo lo que dices, ¿quien fue la valiente que abrió tu mente durante algunos segundos? Mírame de nuevo, reconoces en mí a una mujer que…

-       Conocí. A una mujer que conocí.

-       A lo mejor si me abrazas recuerdas más, tal vez si me besas me reconozcas.

Isabel se alejó temerosa al escuchar lo que Lourdes decía. Se parecía tanto a Catalina incluso en su altanería.

-       ¿besarte? Dices tonterías. Mejor me voy para que descanses. – Isabel se puso en pie y caminó hacia la puerta –

-       Antes de que te vayas, respóndeme algo ¿tocarás el piano de nuevo para mí?