El cuartito del portero

Adolescente descubre el sexo con el portero de su edificio.

Me sentí furioso cuando sustituyeron al portero de mi edificio. Con él había comenzado a experimentar y había descubierto las delicias del sexo. Raúl era un hombre de mediana edad, de bastante buen ver. Era alto, tenía el pelo rizado, algo largo y siempre lucía barba de tres días. Mi madre solía quejarse de su aspecto, algo desaliñado, pero la verdad era que le quedaba bien, y yo la había visto turbarse cuando él le subía la compra, le sonreía o se acercaba demasiado a ella en el ascensor. No me importaba en absoluto. Yo sabía qué era lo que le gustaba a Raúl, y mi madre jamás podría dárselo. Lo recuerdo trabajando desde siempre en mi edificio, aunque no comenzamos a prestarnos verdadera atención hasta que llegué a la adolescencia. La tensión fue poco a poco en aumento hasta que quedó en evidencia que, en algún momento iba a suceder algo. El día que salí a celebrar mi décimo octavo cumpleaños, me emborraché demasiado y mis amigos me llevaron a casa antes de tiempo. Cuando llegué al portal sabía que él aún estaría allí y, como siempre, mi entrepierna comenzó a tener vida propia. Estaba en el semisótano, donde se guardan los cubos de basura y sus instrumentos de limpieza y mantenimiento del edificio, y se había dejado la puerta entreabierta. De no haber estado tan borracho, jamás me habría atrevido a hacer lo que hice, pero entré y cerré la puerta. Él se volvió en cuanto entré y se me quedó mirando en silencio. Tampoco dijo nada cuando me vio echar el cerrojo. Ahora estábamos solos. Siempre me había excitado mucho cómo le quedaba el traje azul marino de portero, así como la camisa blanca y la corbata. Me quedé viéndole embobado, mientras notaba que también él estaba erecto. Tras unos instantes reaccionó y se quitó la chaqueta, al tiempo que me hacía una seña para que me acercara. Yo estaba paralizado, muerto de miedo y deseo, pero conseguí que mis piernas me obedecieran. Cuando llegué frente a él, se me quedó mirando unos instantes a los ojos, mientras sus manos inspeccionaban mi cuerpo de adolescente, mis incipientes pectorales y, sobre todo, mi prieto trasero. Pude sentir su olor. Llevaba todo el día trabajando y olía a sudor y a tabaco, pero era estupendo. Me encantaba sentirlo tan cerca. Al poco, y sin mediar palabra, colocó sus fuertes manos sobre mis hombros e hizo presión hacia abajo, obligándome a ponerme de rodillas frente a él. Cuando se desabrochó los pantalones y su enorme rabo chocó contra mi rostro creí que me iba a desmayar. Pero no lo hice. En lugar de eso, comencé a lamerlo. Al principio lentamente, con la punta de la lengua. Después, algo más osadamente, con los labios. En determinado momento, el pareció cansarse, me agarró la cabeza con las manos e introdujo su polla hasta el fondo. No sabía si era por tenerlo tan dentro, o bien por tener la nariz enterrada en su espesa mata de vello púbico, pero creí que me iba a asfixiar. Sin embargo, justo en el momento en que ya no podía más, él retiró parte de su pene, y pude respirar rápidamente antes de que volviese a meterla hasta el fondo de mi garganta. Pronto entendí aquel juego y comenzó a gustarme, y mucho. Me la saqué yo también, y comencé a masturbarme. Él se desabrochó la camisa y pude ver desde abajo su pecho peludo, sus pezones enormes y su barriga incipiente sobre mí, lo cual terminó de volverme loco y comencé a mamársela aún con más ganas, totalmente fuera de mí. Aquel primer día terminó echándome una buena corrida en la cara y en la boca. Y fue sentir su leche caliente sobre la piel y también yo me corrí al instante. Después él me limpió la cara con un trapo que tenía, me ayudó a ponerme de pie y se vistió, y si en algún momento se le pasó por la cabeza que fuese a contarles a mis padres lo ocurrido, la verdad es que no lo dijo. Sabía que no lo haría. Sabía que volvería a por más.

A partir de entonces, cuando a última hora de la tarde me acercaba a la portería y encontraba la puerta del cuartito semiabierta, sabía muy bien qué quería eso decir. La clase de invitación que era. Otras veces, me acercaba a él y le susurraba que iba a estar solo en casa toda la tarde, y entonces él se las arreglaba para escabullirse y yo lo metía en mi habitación. La segunda vez que estuve con él me obligó a ponerme a cuatro patas y me la clavó con violencia. Esa primera follada no la disfruté nada, sólo sentí dolor, pero le dejé hacer. Tampoco la segunda, ni la tercera, pero al poco tiempo comencé a saber lo que tenía que hacer, las técnicas para relajarme y comenzar a disfrutar. Y ahí empezó mi mejor etapa con Raúl. Él me dio una llave del cuartito, y a veces yo lo esperaba desnudo con las piernas abiertas y en alto, mostrándole mi ojete. Eso le volvía loco. Él siempre quería darme rabo, y siempre quería follarme. Llegamos a hacerlo tres, o cuatro veces al día. Nunca fallaba, era increíble.

Por eso cuando de buenas a primeras me enteré de que le habían echado, y de que en su lugar habían puesto a un hombre de sesenta años ya a punto de jubilarse sentí que me quería morir. Quise buscarle, pero no sabía dónde. Raúl estaba casado, y nunca me había invitado a su casa, ni me había dado su teléfono, ni nada de nada. Les pregunté a mis vecinos qué sabían de él, pero parecía habérselo tragado la tierra. Al poco tiempo, comencé a entender que si no sabía nada de él, era precisamente porqué él así lo había querido. Él había querido terminar con nuestro rollito al irse a trabajar a otro sitio, y por las noches me ponía enfermo imaginándomelo follándose otros culitos que no fuesen el mío.

Muy a mi pesar, volví a la abstinencia forzosa de la época pre-raúl, y además algo deprimido. Poco a poco, mis estudios, mis amigos y los deportes ocuparon todo mi tiempo, hasta olvidarme casi de todo lo que había ocurrido, como si no fuese más que un sueño, una más de mis muchas fantasías sexuales. Sólo eso.

Un buen día, pasados varios meses, volvía a mi casa cuando vi a Leopoldo, el hombre que sustituía a Raúl- ocultando algo precipitadamente bajo su escritorio y con cara de quien ha sido sorprendido cometiendo un crimen. No fue lo bastante rápido, y pude ver que lo que ocultaba era una de esas revistas de maromos desnudos que también yo compraba, y también yo escondía. Fingí no haber visto nada y me metí en el ascensor, pero cuando se cerraron las puertas una sonrisa se dibujó en mi cara.

Aquella tarde, usé la llave que me había dado Raúl y esperé a Leopoldo sentado en el cuartito, en la misma silla en la que Raúl se sentaba mientras yo, de rodillas, se la mamaba. Y al igual que Raúl entonces, le esperé desnudo de cintura para abajo, con una buena erección bien preparada. Al pobre hombre casi le da un ataque al corazón cuando me vio, como supongo que a mí aquel primer día que seguí a Raúl a aquel lugar. Y al igual que yo, finalmente reaccionó y se acercó a mí. Se puso de rodillas y comenzó a oler mi entrepierna, sin atreverse a tocar nada, ni a lamer nada. Yo se lo puse más fácil, y me abrí de piernas para que él pudiera contemplar mis huevos y mi culo, y también pudiera olerlos. Algo en aquel acto de exhibicionismo me puso increíblemente caliente y comencé a pajearme en la cara de Leopoldo como un poseso. Terminé echando la corrida más potente que había echado hasta entonces, una cantidad de leche brutal, y entonces Leo sí se atrevió y comenzó a lamerme en todas las partes de mi cuerpo donde había llegado la leche, incluyendo mis pezones y mi cara, hasta dejarme completamente limpio. Después, me levanté y me fui dejando allí al pobre hombre totalmente descolocado sin entender nada de nada.

A partir de entonces, comencé a esperarlo con regularidad en el cuartito. Él nunca me folló, y eché de menos la virilidad y la potencia sexual de Raúl, siempre dispuesto a meterla por cualquier agujero, siempre dispuesto a darme más y más leche. Leopoldo era más bien un cero a la izquierda en el sexo. Nuestras sesiones solían limitarse a que yo me tumbaba sobre una esterilla y él me iba masajeando y lamiendo cada parte de mi cuerpo, mientras me masturbaba. Después, siempre lamía mi leche. No era lo mismo, pero con aquel hombre de sesenta años descubrí algo que jamás Raúl me hubiera permitido descubrir: ¡que me gusta tener el control!