El Cuadernillo Violeta

A veces cuando me folla a cuatro patas, pienso que le excita y mucho saber que se está tirando a un miembro del rancio católico que tanto critica. Me humedece pensarlo así.

“Dios Nuestro Señor en su infinita sabiduría, os entrega a vosotras, sus hijas, en sagrado matrimonio para la felicidad familiar del esposo y de los hijos que cristianamente, traigáis a su divina creación. Tú, Lucila, encontrarás el equilibro perpetuo en manos de tu futuro marido. Deberás amarlo, respetarlo, apoyarlo y estar siempre atenta a sus necesidades, procurando refutarlo en todo momento. El matrimonio, indisoluble ante los ojos de la Santa Iglesia, es eso, respeto para todo el resto de vuestra común existencia. No lo dudéis”.

Mentira.

Claro que Lucila era demasiado joven e inocente para intuirlo.

Yo en cambio, llevaba ya un tiempo sospechándolo.

Cuando madre ordenó que con mis lozanísimos quince años, acompañara a los diecinueve de mi hermana mayor, camino a los cursos matrimoniales que impartían en la parroquia, no pude dar una negativa, aun sintiendo como sentía, que toda aquella parafernalia era solo eso, puro y rimbombante barroco.

Una soberana y adornada mierda.

En primer lugar porque durante los veintiún días que duró aquello, parapetada yo en una esquina del salón parroquial bajo la espantosa estampa de un San Sebastián asaeteado, el Deme, no apareció ni una sola vez.

Y eso que iba a ser mi futuro cuñado.

Si con tanta palabrería se anunciaba que el matrimonio era cosa de dos, entonces algo estaba empezando mal cuando la mitad de aquella historia no mostraba mucho interés en el casorio.

En segundo lugar, era incapaz de comprender como aquel sacerdote enjuto con cara de tiránico, de quien se suponía llevaba tantos años de castidad como de magisterio, estaba doctorado en enseñar como convivir en católico matrimonio.

Como si yo enseñara chino sabiendo apenas que “Ni Jau” significa hola.

La tercera razón la proporcionó mama, una señora de fanáticas convicciones, dogmática sobre todo lo que sermoneara una sotana, sargento de infantería hacia sus vástagos, sumisa hasta la claudicación frente a su marido, convencida que su compulsiva colección de vírgenes y santos, cada uno con su velita incorporada, iba a salvar su alma de todo pecado.

Recuerdo con un escalofrío mi cuarto, coronado por un Cristo aterradoramente realista, sangriento y con gesto dolido, presidiendo el centro de las dos camas, la mía, la de Lucila, sin otro arreglo o decoración que nuestras mesas de estudio y un armario empotrado repleto de calzas oscuras.

Un año más tarde, contemplando ensimismada el blanco inmaculado del techo sobre aquella cama de muelles rechinantes, escuchaba como Lucila lloraba su desventura, sentada en la cocina, entre los hombros resecos de nuestra madre….

  • Así está hecho todo hija mía y así debes soportarlo. Las mujeres hemos sido creadas para aguantar. Yo lo hice encantada con tu padre y he sido eternamente feliz. Hija, diste unos votos de fidelidad y amor para el resto de tu vida y el resto de tu vida deberás respetarlos.
  • ¿Pero y Deme? – preguntaba llorosa - ¿Por qué el puede tirarse a la secretaria?.
  • Eso deberías haberlo ignorado, enterrado en tu seno, aceptarlo. Amen y punto.

Amen y punto.

Cuando madre utilizaba aquella coletilla, nada ni nadie estaban autorizados a contradecirla.

Era su supino, taxativo y definitivo razonamiento.

Lo que ella no supo es que en ese preciso momento, dentro de aquel insípido cuartucho, decidí que mi vida no iba a discurrir por el mismo carril que Lucila, sumisamente, había acatado.

  • Nunca me casaré.

Así se lo comunique a madre poco después, sorbiendo una crema.

Y ella se rio, tratando burlescamente de infantilizar el gesto, transformando el conato de rebeldía en pura payasada.

Pobre mujer.

Para ella, recortada por su recortado universo, vivir soltera, escoger la posibilidad de liberar mente, piel, uñas, pensamientos y vagina, era un imposible si cada noche, una no se acostaba al lado de una barriga roncando….pero sacralizada.

Y entonces sorbí la crema, sonoramente, tal y como me habían prohibido, descubridora como era de la maquiavélica maldad que se escondía tras la desmaquillada faz de mi progenitora.

Su matrimonio era pura infelicidad, pura amargura y ella, recuperaba parte de aquella felicidad perdido, condenando a sus iguales a idéntica tortura.

Aunque esas iguales, resultaran ser sus propias hijas.

“Lo dicho” avisé, advirtiendo que allí comenzaba la batalla.

Y mi primer combate, fue terminar los estudios de Enfermería.

Y hacerlo sin novio o relación que fuera conocida.

Para mi madre, recosida con el estrecho fajo de los años cincuenta, la universidad, tan solo era un lugar idóneo para conocer quien pusiera el anillo al dedo.

Para mí, en cambio, resultó ser un gigantesco campo de experimentación donde, acatando la estadística, el 35% de la población, resultaba ser masculina.

No sentí dolor, ni pena, ni ningún cargo de conciencia.

Hablo del día en que me penetraron por primera vez.

Toda una vida pensando que en el momento en que un pene me desflorara, la tierra se abriría en oscuros abismos desde donde surgirían demonios alados y con pezuñas para ensartarme en tridentes al rojo vivo y resultó que lo único rojo, fue la pequeña mancha que dejé sobre las sábanas.

El, Carlos, un compañero tan falsamente seguro y torpón como yo trataba de aparentarlo, era de la buena gente que una se topa en el camino.

Si lo escogí fue porque no expresaba imagen arquetípica y no buscaría amor eterno.

Yo pretendía que aquello, fuera tan solo cuestión de un breve e intenso pinchazo.

Cuando al día siguiente despertamos, desnudos y

avergonzados, entre risas nerviosas y sin arrepentimientos, nos contemplamos más detenidamente, sonreímos y decidimos repetir….algo más placenteramente.

Tanto que por la tarde, entró en mi vida un objeto que desde entonces, se convertiría en irrenunciable: mi cuadernillo violeta.

Y Héctor… “Dieciocho años, creo que catorce centímetros más o menos. No sabe dónde poner las manos. Como yo. Pero nos reímos mucho averiguando, explorando, conociendo. Creo que la segunda vez tuve un orgasmo. Fue muy breve pero un escalofrío recorrió mi cuerpo desde la nuca hasta la rabadilla. Es un tío adorable y gentleman. No ha presumido ni dicho nada sobre lo que ha pasado. Ni para fardar delante de sus amigos. Al pasar por los pasillos, me guiña un ojo. Siempre el izquierdo. ¿Será zurdo?”….fue el primero en inaugurarlo.

No hubo consecuencias.

Ni con Carlos ni con Antón, un vasco de pelo mato grosso y patillas setentonas tipo Nino Bravo que se mecían por la calle cuando soplaba el viento….”Es muy fogoso, poco delicado pero no sé por qué razón, me hace gozar intensamente. No le gusta variar la posición. Como empezamos, acabamos. Tampoco aguanta mucho tiempo pero sus manos bastas me excitan muchísimo cuando rozan mi piel y así me corro no muy intensamente pero si al tiempo. Al acabar, sin salir de mí, le da por sonreír y hacer preguntas estereotipadas de macho “¿Te gustó?”. Le digo que si aunque alguna vez le miento”.

Lucas hablaba demasiado.

Comunista del barrio del Pilar, pensador y politiquero, conquistaba más por su labia reformista que por su atractivo físico….”A veces cuando me folla a cuatro patas, pienso que le excita y mucho saber que se está tirando a un miembro del rancio católico que tanto critica. Me humedece pensarlo así. Se pone como loco, lo siento embestir como un poseso tan adentro….ayer tuve incluso que morder la almohada porque grité como una endemoniada cuando llegó el orgasmo. Sin duda el mejor que nunca he tenido. Y eso que Lucas contemplado al desnudo, carece de encanto….10 centímetros….y siendo generosos”.

Todos ellos me regalaron dos cosas en común; argumento para el cuadernillo y multitud de apetitosas corridas.

Y todos ellos carecían de algo….algo vacío y decepcionante como la apertura de una nuez corrompida o un mensaje en el móvil que resultaba ser publicitario.

Y ese algo desconocido, me irritaba.

La carrera dijo “au revoir” con buenas notas y varias perspectivas, ninguna de las cuales causo gracia alguna en el imperturbable y marmoleo gesto de mi señora madre.

  • ¿Qué se te ha perdido allí? – inquirió como siempre, afilada y quisquillosa, cuando hice público mi destino en el hospital de Menorca, sin ninguna intención de escuchar argumentos, sino de humillar cualquier pretensión que no fuera propia.
  • Mi vida – respondí reforzando la contestación con una faz tan tajante e incomprensiva como la suya.

De nada valieron las presiones inflexibles y diarias que siguieron al enfrentamiento, durante los dos meses que tardé en aceptar el destino y recibirlo.

Amenazas y chantajes sentimentales de todo tipo…”te vas a quedar sola, tus amigos están aquí, ¿vas a hacerle este feo a tu madre?, no podrás pagarte tu sola el alquiler, los hijos de Lucila quieren tener primitos” a las que si el primer segundo encaré, terminé por ignorar mientras componía las maletas y arreglaba.

Menorca embaucadora terminó por liberar las ya de por si cadenas de plastilina que me unían a la jerarquía familiar y su pétrea religiosidad.

Menorca consiguió hacerme adorar la profesión elegida y cada rincón de una isla rodeada de aguas mágicas.

Bueno, Menorca y Juan Edelmo.

El neurocirujano Juan Edelmo sacaba veinte años a todas las enfermeras que, recién licenciadas, lo contemplaban con cara de envidia, seguro en su porte, sabedor de que cada uno de sus movimientos, de sus palabras, eran movimiento y palabra deseada y ejecutada.

Juan Edelmo, cuarenta y tres años, tres hijos, casado con una prestigiosa abogada, era persona o personaje de seguridad ilimitada.

  • Todas ustedes trabajarán duro durante este su primer año, y más durante el segundo y no puedo ni contarles lo que trabajarán el tercero – declinaba de pie aunque ligeramente apoyado en una camilla – Su vida profesional y privada, se verá….seriamente perturbada.

Ay palabras que pronunciadas de carrerilla, resultan insulsas.

Y hay palabras que con una correcta acentuación, con el gesto exacto, consiguen que el latido pase de sosiego a taquicardia.

Y Juan Edelmo, al soltar su “perturbada” con las retinas atravesando como alfileres las mías, logró que mi piel espabilara.

  • Es feo – lo describía una de las compañeras en un breve receso del primer día – Muy flaco, muy nervudo.
  • Y encima calvo – añadía otra.
  • No se le ve nada más allá que la fama – concluía la tercera, una chica rubia y regordeta con labios de subsahariana – Me parece que nos ha tocado buena pieza ¿verdad? – preguntó directamente donde yo me encontraba.

Y no di respuesta.

No la di porque en ese instante, relamiendo el azucarillo hundido en el café amargo, resulta que ya había adivinado que era lo que mis pretéritos amantes no habían conseguido proporcionarme….ni una polla enorme, ni una chequera sin frontera…..ese anhelo desconocido de mi sexo era sencillamente el indescriptible morbo de lo prohibido, de lo ajeno, de lo dañino, de lo negativo…..un amante casado.

Juan Edelmo era, realmente, un ser físicamente vulgar, incluso con ciertos rasgos de la leve decadencia en que los cuarentones van lentamente entrando, por mucho ejercicio y dieta sana que hayan acatado.

Alto, fino hasta casi llamarse fideo, calvo como bola de billar, su envoltorio guardaba sin embargo, el irresistible aroma rápidamente identificado: el hombre chistoso y serio, seguro y débil, loco y juicioso, hablador y silencioso, capaz de transportarte a la locura del no saber que se pisa o la seguridad de vislumbrar hasta donde llega lo que se ofrece.

Por muchos hombres que hayan visitado tu lecho, si nunca has topado con un ejemplar como Edelmo, las primeras sensaciones son las de una virgen nerviosa e inexperta, sabiendo que lo que huele, toca o percibe le resulta irresistible….pero es incapaz de averiguar el mecanismo.

Pero Juan lo conocía bien.

Él sabía descubrir, identificar, atrapar y desbordar el deseo.

Claro que sabía el significado del anillo que llevaba en el dedo.

Claro que sabía que ningún hombre abandona su privilegiado tren de vida (chalet en primera línea de playa, casa centenaria recién remodelada en pleno casco antiguo, amistades de copete, prestigio social) por una enfermera recién titulada.

Lo sabía todo.

Y lo más ecléctico e inesperado, es que me importaba una mierda.

Porque con los días, la presencia cercana del gran cirujano Juan Edelmo perturbaba todas mis ansias, aceleraba mi sistema cardiaco, mojaba intensamente mis bragas.

Y el adoraba su status, su familia, su agenda y su profesión, casi tanto como apasionaba ponerlo todo en riesgo por dar placer a una hembra.

Y yo resulté ser la hembra…..la última de muchas.

Buscaba las “casualidades” paseándose por postoperatorio previa visita al recuadro para cerciorarse que era mi turno….ordenaba que fuera a buscar anestésicos a almacén para luego descubrir por un cristal bien alineado que mientras lo hacía se quedaba largo rato contemplando el mecido de mis caderas….me pedía que le ayudara en quirófano “solo ver, para que aprendas” haciendo irresistibles comentarios con ese acento de John Wayne a punto de entrar a duelo.

Todavía me humedezco recordando su uniforme verde, convertido en centro de todas las atenciones, regalando seguridad a un enfermo plagado de dudas, animando a un residente que no hubiera sabido identificar una neumonía, acercándome el gorrito y rozando levemente mi meñique al entregármelo.

Incluso en una ocasión no tuve otra que ausentarme cinco minutos del operatorio y meterme en el cuarto de baño para, con pocas discreciones, masturbarme sentada en la taza del baño.

Regresé y Edelmo sonreía, localizando fácilmente el foco de aquellos rubores que encendían mi rostro (y mi clítoris) en cuanto lo veía.

Lo localizó, lo asedió y tumbó a la primera acometida.

¡Que hijo de puta!.

¡Bien sabía el lo que quería cuando ordenó que fuera yo quien bajara a recoger el material para una gastroscopia sin importancia!.

No había gastroscopia, no había urgencia, no había material pero si un rincón accesible pero discreto, amplio, limpio y con cerradura.

Porque cuando llegué, abrir, cerrar la puerta, darme la vuelta y encontrarme con Juan, que había acortado utilizando el ascensor de personal, aguardando como raboso en gallinero, de pie y casual, con el dichoso uniforme pero sin gorro, como si supiera que el brillo de su calva al raso, lejos de desanimar, echaba más ganas al deseo.

  • Eres un hombre casado – susurré mientras mordisqueaba su lóbulo justo en el instante en que, aupada entre sus brazos, con las piernas muy abiertas y la vergüenza muy por debajo, sentía como la cabeza de su pene comenzaba a incentivar el ya de por sí muy incentivado jugo de mi coño.
  • Mejoooorrrrr.
  • Ufffff.
  • Así no nos pedimos nada luego.

No hubo momento posterior.

Sentí su venida mezclada con la mía, tensa pero ahogada y silenciosa mientras en el pasillo resonaban los pasos y cuchicheos de dos mujeres de la limpieza.

  • Desde luego – lamentaba la más chillona – Es que tiran todo por el suelo. Nadie nos respeta.
  • Tu tampoco me respetas – le dije aun jadeando.
  • Y menos que pienso respetarte.

Y no lo hizo.

Y tuvo toda la razón; trabajábamos tanto, durante tanto tiempo que terminamos confundiendo vida laboral con vida privada.

Para nosotros aquello significaba buscarnos entre guardia y guardia, encontrar los recovecos más inverosímiles para lubricarnos, desnudarnos, lamernos, gozarnos, vestirnos y retornar al cotidiano como si nada hubiera ocurrido.

Para nosotros aquello significaba aprovechar el escasísimo tiempo libre que sonsacábamos a base de cinco o seis guardias consecutivas, quedando en el único sitio discreto donde no podíamos ser reconocidos; el sencillo apartamento que alquilé en un barrio desconchado pero con excelentes vistas al puerto deportivo, a la ciudadela y al mar manso y fresco.

  • ¿Vas a ponerme un pisito en el centro como a las queridas de nuestros bisabuelos? – bromeaba cuando sintiendo sus empentones desde atrás, sus manos en mis caderas, mi cara sobre la baldosa, moflete hundido, carne contra carne, gemidos, Juan lamentó lo diminuto del plato de ducha – Ogggg no te pares.
  • Lo que quiero es esto – palmeó mi trasero – Ufff esto – volvió a palmear con más fuerza generando un cocktail indescriptible de pequeño dolor e inmenso deseo.

Juan Edelmo era peor cirujano que amante.

Breado, curtido en el combate amatorio, imaginativo, dominante cuando quería, sumiso solo si se encaprichaba, ni prometía ni pedía promesa.

Y eso lo convertía en un tótem carnal por el que merecía la pena malmeter el relax de los pocos días de descanso….follando.

Juan me regaló seguridad en mi misma, generosidad con los otros, certeza en lo que quería, capacidad para perseguirlo, lograrlo, disfrutarlo.

Juan no me dio amor.

Con un bisturí imaginario, precisamente utilizado, discernía meticulosamente lo que era el amor, el que sentía hacia su mujer, hacia sus hijos, hacia cada miembro de su familia, del anhelo endemoniado que le hacía correrse dentro de mí con el ardor guerrero de un presidiario recién liberado.

Y yo aprendí con el, apreciando sinceramente la falta de cadenas, obligaciones y candados que nuestra relación evitaba.

Todo era más sencillo.

Todo lo fue, hasta que en una cena navideña, un gesto inoportuno, una mirada lasciva de dos segundos y la intuición femenina de una esposa transformaron la velada en un inquisitorial interrogatorio sobre lo que éramos.

  • Tendremos que poner punto y final a esto – dijo acariciando mi espalda, desnudos ambos sobre el suelo del apartamento donde, fogoso como siempre, me había penetrado con rapidez y firmeza, incapaz de esperar a que llegáramos al dormitorio.
  • Tu polla dice lo contrario – objeté apreciando entre mis glúteos, la segunda y crecida erección con que se estaba confesando.
  • Lo se….pero mi mujer sospecha.
  • Tu mujer sabe que no soy la primera….tu mujer tampoco es una santa – contrataqué recordando que antes de mi aterrizaje en Menorca la fama de Edelmo estaba ya cebada y que su señora era una habitual de los locales donde amen de bailar salsa, se fornica a la caribeña.
  • No me tientes más – su mano salvó mis caderas para posarse, mansa y dulzonamente entre mis depilados labios vaginales – Pero no debes olvidar que es abogada. Un divorcio para mí, sería un suicidio.

Tenía razón.

Pero en ese instante, echando hacia atrás mi enervado trasero para facilitarle el trabajo, tan solo pensaba en que, tras doce meses e innumerables polvos, ni una sola vez cerró la puerta sin dejarme a gusto, con el descanso de un buen, prolongado y fabuloso orgasmo.

Un amante de los que no hay.

Un amante que ya no tendría.

  • Tan solo te pido una cosa más – le dije justo cuando apartaba la melena para besarme la nuca, gesto que solía coordinar con una primera y leve penetración con su capullo.
  • Dime.
  • Una follada, donde, como y cuando yo diga. Sin resistencias.

Accedió.

Accedió porque me la debía.

No presenté ninguna intransigencia a su deseo de abandonar lo nuestro. No amenace con hacerlo público, con marchar frente a la maquillada faz de su mujer para recordarle que el tamaño de su polla, también cabía en esta boca y hacerlo en una boda familiar, o en pleno buffet de abogados.

Accedió y gracias a ello, encontré la manera de recordarlo, de dejarlo blanco sobre negro en mi cuadernillo violeta.

Nuestra oscura cita, nocturna, detectivesca, tuvo lugar en una cala aislada, a la que si se quería llegar, era a través de una polvorosa pista de kilómetro y medio sin población ni casas aisladas entre medio.

Habían pasado cinco meses y el fresco del invierno menorquín, ya estaba transformado en su tradicional calima de verano.

Llegamos separados.

Cuando yo lo hice, en un Seat expresamente alquilado para la ocasión, el llevaba ya quince minutos esperando.

Y a Juan Edelmo no se le hacía esperar.

Por eso el enfado.

Por eso y porque durante aquellos cinco meses, acaté sus deseos, negándome al acercamiento, limitando el trato al estrictamente profesional o a los cortados entre horas, entre amigos, con miradas ajenas para evitar caldeamientos innecesarios.

No me cabía ninguna duda que durante aquellos 150 días Juan había buscado otras posibilidades entre el cuerpo de enfermería-

Y tampoco me cabía ninguna duda que ninguna de ellas lo había satisfecho.

Dos horas después, mis manos atenazaban los fibrosos glúteos del amante, atrapándolo para forzarlos a penetrarme más intensamente, más adentro.

Dos horas después, sintiendo el granulado y cálido tacto de la arena sobre nuestros cuerpos desnudos, mantenía abiertas mis piernas, en una “v” sensual, ofrecida a la polla de Edelmo pero también a aquello que bajo sus vociferantes empentones contemplaba……el cielo negro azabache menorquín, el cielo intensamente estrellado, el ruido del oleaje acariciando la playa a apenas unos metros y la luna.

Una luna intensa, punteada, grisácea, tan grande que casi podía extender los dedos y tocarla.

Sobre mí, Juan follaba con placentera precisión de cirujano, bufando para anunciar que su corrida era cosa de seis o siete embestidas.

Yo, gozosa, corrida una vez y a punto de hacerlo una segunda, mordía su hombro, negándome a cerrar los ojos para disfrutar del orgasmo con la vista puesta en aquella maravillosa e irrepetible noche mediterránea.

Sexo animal en una cala, a las tres de la madrugada, bajo la presencia voyeur de una luna de locura.

Cuando amaneció, Edelmo había desaparecido para siempre de mi vida sexual y yo, todavía desnuda, contemplaba como la luz reconquistaba la isla iluminando con tres decisiones lo que iba a ser mi vida.

La primera fue personal: decidí abrir las puertas de mi existencia, de mis abrazos y mis bragas a hombres que no buscaran sumisión, compromiso o algo serio.

Hombres que como Edelmo, encontraran en mi el goce y pasión desaparecida en la asfixia de sus matrimonios.

La segunda sería profesional.

Esa misma semana solicité mi traslado a un hospital de Edimburgo, sacándole así jugo a la carencia británica de enfermeras y a las 43.000 libras anuales que cobraría con dos días semanales de descanso.

En ello nada tuvo que ver Juan.

Nuestra relación se encarriló estrictamente a la profesional, sin desaires ni disgustos.

Mi antiguo amante resultó ser tan extraordinario ser humano como excepcional campeón en el lecho, convirtiéndose en todo un trampolín para mi perfeccionamiento profesional, en un aliado en los instantes de stress, en un apoyo cuando los nervios eran verdaderamente nervios.

La tercera sería familiar.

A los veintiocho años firmé la petición de apostasía y me senté a esperar la tormenta.

Toda mi existencia espiritual había permanecido encarcelada en aquella visión histriónica y depresiva que dominaba la existencia de mi progenitora.

En el momento de rubricarla frente a la severa mirada de aquel sacerdote con inquisitorial mirada, sentí que algo se liberaba.

Tres días más tarde, cuando el párroco del barrio hizo la amonestación pública en su sermón dominical, para mayor vergüenza y oprobio del apellido familiar, mi madre llamó.

Fueron tres horas de reproches, de lloros, de insultos y de exhibición del maravilloso arte del chantaje emocional que tan bien cultivaba.

  • Llevas toda la vida hundida por el peso de tu propia hipocresía – me despedí.

Papa ni tan siquiera quiso ponerse al aparato.

Para él, aquella decisión era incluso un riesgo empresarial, siendo que sus negocios recibían financiación de la Santa.

Por eso, públicamente, anunció que yo no era su hija y me dio, teatralmente, por muerta.

Edimburgo me fascinó en todo.

Bueno en casi todo pues ni la meteorología ni la gastronomía eran dos artes que esta gente conociera.

Allí encontré un hueco y me senté a desarrollarme, a avanzar y a ir rellenando los huecos de mi libreta violeta.

Disfrutando de la vida hasta el día de mi trigésimo cumpleaños.

Aquella tarde libre, para variar, llovía como si el Diluvio quisiera dar la razón a quien escribiera la Biblia.

Me daba igual.

Para mi, las tardes lluviosas eran perfectas para disfrutar de un largo café y una buena novela, con los calcetines puestos y una camiseta de los Rolling Stones con la lengua extendida desde el canalillo hasta la cadera.

Sonó el timbre.

Al abrir la puerta, tratando de averiguar si era amigo o amante, si el día concluiría con una charla o un buen polvo, apareció

el semblante aplastado y cenizo de Lucila.

Mi hermana no pudo más.

Sin duda era así.

Porque nadie tan sometida como ella lo había estado, asediada su felicidad bajo el imperio de una madre dictatorial y un marido putero pero de misa, se hubiera atrevido a dejar sus tres hijos, sacar el dinero que había guardado céntimo a céntimo de lo que sobraba de la compra que su esposo le daba y venirse ella sola, sin una coma de inglés en la gramática, hasta la capital escocesa.

  • Pasa – fue todo lo que le dije – Estas en tu casa.

Mis sospechas iniciales de que mis padres la hubieran enviado para devolverme al redil, desaparecieron en cuanto me contó la larga decadencia de un matrimonio que nunca tuvo brillo.

  • Hasta que me empujó – contaba.
  • ¿Te empujó?.
  • Si. Estaba harta. Sabía perfectamente cuando volvía de estar con otra. Sus hijos eran algo a los que daba un beso cuando se iban a la cama o reprendía si chillaban mientras con sus amigos veía el futbol. No podía más. Se lo dije por enésima vez pero esta vez grité. Y el me empujó.
  • Eso es…
  • Se lo dije a mama. Me ha empujado mama. Y mama solo respondió…”debe ser paciente. Estará nervioso con el trabajo. Perdónale como Dios perdona nuestros pecados”. Cuando salí de casa, una vez más nuestra madre estaba convencida de que me había doblegado pero yo marché directamente al banco, saqué los tres mil euros que tenía y…aquí me tienes.

La presencia de mi hermana tuvo una enorme ventaja.

No es que una fuera una desastrada en las tareas del hogar pero cuando al regresar una del trabajo, harta de drenar hemorragias y poner sondas, agradecía eso de encontrarse el pequeño apartamento impregnado con ese olor a estofado, con el baño impoluto y la moqueta desempolvada.

Lucila dormía conmigo porque no había otra cama y esos momentos, me contaba su inexistente vida sexual y las risibles dudas que aquella carencia le generaba…”¿a ti te han, te han besado allí abajo?”.....”¿se siente lo mismo con un condón?”.

Tan solo hubo un detalle mosqueante.

Amen de que no le vi rosarios, comía carne los viernes y no preguntó por una iglesia católica, empecé a intuir que mi pequeño cuadernillo violeta, no paraba dos veces en el mismo sitio.

En realidad nunca salía del cajón de la mesita pero lo encontraba en un rincón o en otro, bajo o sobre el papeleo.

Lucila sin duda, lo estaba leyendo.

Cuando se cumplían dos meses de su compañía, lejos de sentirme molesta, notaba ligeros cambios en ella….vestía sin esa chaquetilla amarilla clara de misa diaria, caminaba descalza, se depilaba, le gustaba peinarse de diferentes maneras.

Hasta la primera noche de julio en la que el cielo escocés, consiguió pasar más de veinticuatro horas sin soltar gota.

Para celebrarlo, le serví una novedad en vaso que nunca había catado; una larga, espesa e irlandesa cerveza.

La bebíamos asomadas las dos a la pequeña venta que daba a una calle empedrada.

Los niños jugaban sobre ella a la pelota.

  • Hermana yo….tengo que decirte algo.
  • ¿Has estado disfrutando de mi literatura hermanita? – pregunté con una ligera sonrisa.
  • Perdona no quería ofe….
  • ¿Y que te parece mi vida sexual Lucila?.
  • Que tengo curiosidad.
  • Pues pregunta, pregunta.
  • Héctor. El senegalés…¿es negro no?.
  • ¡Claro!. Un negro en toda su intensidad. ¿Por qué?
  • Porque me preguntaba si todavía conservas su número de teléfono.