El crucifijo

Pequeña historia de como terminé con uno de los mayores tabúes de mi vida.

El crucifijo

Aquella iba a ser la tarde en la que por fin lo hiciera. Llevaba mucho tiempo pensándolo y ya estaba todo decidido. Iba a terminar con las cadenas que me ataban a aquella vida de mierda de la manera más rápida. Me acerqué hasta mi cama y contemplé el crucifijo que había sobre ella. Me quité el hábito de monja que tanto me había jodido durante aquellos años y, completamente desnuda, miré desafiante a Jesucristo.

-Tú poder sobre mí, se termina aquí.

Y con toda la determinación que había acumulado en las últimas semanas, lo descolgué de la pared y lo sopesé en mis manos. Tenía el tamaño adecuado. Escupí sobre él varios salivazos y lo embadurné por completo. Daba asco, pero no más del que ya daba sin ellos. Me tumbé sobre la cama, me abrí de piernas, cerré los ojos y me lo metí por el coño. Dolía, el muy cabrón hasta en eso me hacía daño, pero no iba a parar. Ya no.

Con mucho cuidado para no desgarrarme nada ahí abajo, empecé a meter y sacar el crucifijo. Pronto dejé de notar el dolor y empecé a atisbar el gustito característico de todas aquellas caricias que había tenido que reprimir durante tantos años y por las que me había sentido tan culpable cuando no lograba resistirme a la tentación.

Aumenté el ritmo y el placer creció. ¡Qué maldita pecadora era y qué gusto me daba! Cada vez sentía más cosquillas en la tripa y cada vez aumentaba más el ritmo. Empecé a tocar uno de mis turgentes pechos, rozándome el duro pezón y pellizcándomelo suavemente con dos dedos. Lo mismo hice con el otro y dejé que la misma mano se deleitase con mi barriga. Metí un dedo en el ombligo y pensé que era una lástima no tener otro agujero ahí. Pensé en todas las cosas que se podrían hacer con él.

Sin dejar de menear el crucifijo dentro de mi coño, dejé que mi dedo se deslizase por mi costado hasta llegar al colchón y, levantando un poquito mis posaderas, lo coloqué entre mi cuerpo y las sábanas. Me tumbé de nuevo sobre la cama y acaricie un momento mi ano antes de hacer presión en él. Profané mi culo yo misma y cometí por primera vez el gravísimo pecado de la sodomía. Era toda una hereje y me encantaba.

Dejé el dedo ahí quieto ya que no era capaz de mover los dos brazos a la vez y me concentré en el crucifijo. Estaba violando a cristo y me estaba muriendo del gusto. Lo metía, lo sacaba y lo volvía a meter tan rápido como podía. El cosquilleo continuó, la intensidad del placer aumentó. Mi respiración se agitaba cada vez más y comenzaba a jadear. Mi columna se arqueó, mi ano se apretó en torno al dedo y me sobrevino la mayor oleada de placer que jamás he tenido. ¡Qué gusto! Fue el mejor orgasmo de toda mi vida.

Saqué el crucifijo de mi coño, retiré el dedo de mi ano y, satisfecha por lo que acababa de hacer, me quedé dormida.