El corto adiós
El detective privado Nick Burton no puede menos que disfrutar del espectáculo de la imponente anatomía de su nueva y única cliente; aunque no tanto como del cobro en especie que se ve obligado a aplicarle. Pero cuidado, Nick: las femmes fatales pueden ser peligrosas como pirañas en un bidé.
“Demasiados tequilas anoche”, pensé al llegar al despacho, acariciándome la sien como si ello pudiera aliviar mágicamente la jaqueca. Me senté en mi vieja y chirriante silla, delante del escritorio saturado de papeles, trastos y polvo, jurándome que aquella era la última ocasión en que acudía al hipódromo. ¿Cuánto había perdido? Abrí el cajón y saqué la botella de mi medicina contra las resacas: Jack Daniel’s. El líquido quemó mi garganta como ácido, pero calmó los temblores de las manos, provocándome unas inmensas ganas de fumar. Mientras buscaba la cajetilla y el mechero entre el caos que dominaba el archivador, me planteé a qué dedicar la mañana. Si a continuar husmeando en el caso del “Azor Corso” o meterme en el baño con alguna revista a cascármela. El sonido de la puerta del despacho al abrirse me sacó de dudas, planteándome una tercera e inesperada opción.
Apareció entre las volutas de humo de mi primera calada: alta, rubia, soberbia, enfundada en un caro traje sastre compuesto por falda, blusa y chaqueta que se le adherían al cuerpo como una segunda piel. Me pareció que su figura encajaba en mi despacho como la Venus de Milo en un estercolero, pero decidí obviar la señal de alarma que sonó en algún lugar de mi cabeza. Ignorándome, lanzó una indulgente mirada al cochambroso mobiliario, al desgastado papel de indeterminado color que cubría las paredes y a la sucia cristalera antes de dignarse a dirigirme la palabra. “Debería haberme afeitado esta mañana”, me dije.
–¿Nick Burton? –Presté tanto interés al sensual movimiento del rojo corazón que formaban sus labios que apenas reconocí mi nombre.
–Eso pone en la puerta.
Ella obvió mi ingenioso sentido del humor –tampoco pude reprochárselo–, lanzó una mirada de desagrado a la silla vacía, limpió el polvo con un pañuelo insultantemente blanco y se sentó. Su cruce de piernas, sugiriendo unos muslos de perfecto diseño, casi logró que mi mandíbula se estrellara contra el suelo. Iba a ser difícil concentrarme en la conversación con toda mi sangre fluyendo lejos del cerebro, hacia mi segunda cabeza.
–Me llamo Vera McMillan. Me han hablado de usted.
–Lo negaré todo si no es en presencia de mi abogado.
–Alguien me le ha recomendado.
–Deme su nombre. Haré que le detengan –esta vez casi logré una insinuación de sonrisa–.
–Verá… sospecho que mi marido me engaña.
–No soy capaz de imaginar a semejante majadero.
–En fin –encajó condescendiente mi burdo piropo–, quisiera contratarle para que lo investigara.
–Nena –aquí hinché pecho–, yo soy su hombre.
–Hay algo más… En este momento no dispongo de dinero en efectivo y me pregunto si habría otra forma de… compensarle por sus servicios.
Algo dentro de mi cabeza hizo ¡bum!, lanzando mi resaca a través de la ventana. “¡No puede ser! –Me dije– Estas cosas sólo pasan en las películas y, desde luego, no a mí”, cuando aquel monumento se levantó, rodeó el escritorio, se apoyó en mis piernas y me metió la lengua hasta la campanilla. Después de succionar hasta la última gota de saliva de mi boca, aquella fulana de lujo se fijó en la botella del elixir de Tennessee que descansaba en el entreabierto cajón, la cogió y le pegó un trago que habría dejado temblando al más viril estibador del puerto. A continuación se agachó, abrió la bragueta y me agarró la polla, que a esas alturas ardía ya como una barra de hierro incandescente.
La punta de su lengua se posó con suma delicadeza sobre mi capullo, jugueteando con la entrada de la uretra. Después dibujó una espiral de saliva alrededor de la tensa piel del glande, siguió por el carnoso borde que lo une al fuste y se recreó con deleite en el estirado frenillo. Jugó con él un rato antes de deslizarse por la venosa superficie del pene, hasta alcanzar su base antes de volver a ascender, todo ello sin dejar de masajear con la mano mis testículos.
De súbito, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, se metió por completo mi rabo en la boca, de un golpe, hasta notar sus labios rozándome el vello púbico. Me pregunté si aquella garganta tendría fondo. La húmeda y cálida abertura se ajustó alrededor de mi fuste como un perfecto anillo de carne de incansable capacidad succionadora, subiendo y bajando a lo largo de toda su extensión, desde la aureola del glande hasta el mismo límite del pubis. El cielo pareció abrirse ante mis ojos cuando su dedo se deslizó por detrás de los testículos hasta alcanzar mi ano.
Al notar la presión de sus dientes contra mi polla a través de la delgada carne de los labios mi libido se revolucionó, punzada por la sensación de peligro que emanaba aquella soberbia hembra.
Con la sabiduría que sólo proporciona la experiencia detuvo su impagable masaje bucal un instante antes de correrme. Se irguió entonces, elevó su falda hasta la cintura y dejó ante mí agradecida vista un cuadro que no igualaría ninguna de las estampitas colgadas en el Louvre. Hasta la zona superior de unos muslos tallados en mármol de preciosa y casi transparente piel, dos medias de seda negra culminaban en sendas ligas, en perfecta combinación con unas minúsculas braguitas que permitían vislumbrar la oscura araña de vello que cobijaba su coño. “Qué sorpresa –se me ocurrió como si no tuviera nada mejor en que pensar– no es rubia natural”.
–¿Y bien, soldado? –Preguntó– ¿Vas a desenvolver tu regalo o vas a quedarte admirándolo todo el día?
Con la única intención de no defraudar las expectativas de la dama, reaccioné sujetando las dos elásticas tiras que se clavaban en sus caderas y deslicé hacia abajo el húmedo triángulo de tela, desvelando la carnosa grieta que parecía palpitar enviándome un mensaje cifrado: “¡cómeme!”.
Obediente como soy ante cualquier petición emitida desde unos labios femeninos, sumergí mi cara entre aquella oscura vegetación, embriagándome con el sensual aroma impregnado en los rizos. Mi lengua comenzó a explorar la ignota pero familiar geografía de la vagina, palpando primero los jugosos salientes de los labios, para después penetrar en el empapado interior de aquella cálida caverna. Con la habilidad de la que no me gusta presumir busqué el capuchón bajo el que se cobijaba el clítoris y lo hallé sumamente dilatado.
Las caricias arrancaron a mi –única– cliente los primeros gemidos, los cuales interpreté como tácita aprobación de mi labor “investigadora”, así que incidí con renovado ahínco. A mi experta boca sumé mis juguetones dedos, que masajearon los pliegues de aquella vulva incandescente, entrando y saliendo de una vagina que ensanchaba su boca, ansiosa, por momentos.
Apartó entonces mi cabeza de su entrepierna, clavó su mirada en la mía y se situó a horcajadas sobre mí. Agarró mi polla por la base y descendió sobre ella lentamente, dejando que el miembro entrara sin dificultad en su lubricado coño. Mientras ella cabalgaba busqué dentro de su blusa aquellas rotundas tetas. Atrapé entre mis dedos unos pezones duros como dátiles y los pellizqué inmisericorde, desatando en su dueña un estremecimiento acompañado de un dulce ronroneo. Después deslicé mi mano por la piel de sus nalgas, enterrándola en la raja empapada de sudor y jugueteé con el dilatado anillo, hasta que mi índice se enterró en aquel agujero que se abría como un cráter lunar. Como si hubiese apretado un detonador, la fogosa señora McMillan intensificó con virulencia su cabalgada, hasta el punto de que pensé que me desollaría la polla, succionada por aquella vagina implacable.
El orgasmo, más que asaltarme, me fue arrancado, como si el interior de mi amazona fuera una potente máquina aspiradora. Me pregunté, antes de caer derrengado sobre la silla, si aquella mujer no sería un súcubo que se alimentaría de la energía vital de los hombres que se follaba, arrancándonosla a través de la polla y succionándola por el interminable canal de una vagina de diabólico diseño.
–¡Joder! –Acerté a decir en un alarde de originalidad tras recuperar el resuello, alargando la mano hacia la botella– Nena, has cubierto mi tarifa con creces.
Ella recomponía su conjunto de marca con un gesto enigmático en la cara.
–¿Por qué despedirse con una lágrima pudiendo hacerlo con una sonrisa? –Dijo– Ese es mi lema.
Mi mirada interrogativa debió convertirse en cara de panoli cuando el revolver apareció en su mano como por ensalmo.
–Saludos del señor Spillane –anunció como respuesta a mi boca abierta–. Y no pongas esa cara, hombre. Ya te advirtió de que no husmearas en sus asuntos. Para ti el azor es un pájaro de mal agüero.
Un instante antes de escuchar la detonación mis ojos se posaron en las suaves ondulaciones de su escote y me pregunté si aquél era el material del que están hechos los sueños.