El cornudo burlado y su mujer follada

Con la excusa de un partido de fútbol y utilizando a su mujer como cebo, consigue follarse a la esposa del invitado.

Aquella tarde de sábado de verano se preparaban Rosa y Dioni, su marido, para ir a la casa de un matrimonio amigo, Antón y Lola, con el fin de presenciar por televisión un partido de futbol.

Hacía tiempo que no les veían y, este sábado, aprovechando que Juan, su único hijo de diez años, iba a pasar la noche en casa de un amigo, aprovecharon para quedar con ellos con la excusa de que echaban por televisión un partido de futbol de la selección.

Los dos matrimonios habían coincidido las navidades pasadas y, desde entonces, habían quedado un par de veces y, a simple vista, parecían que habían congeniado, incluso podía decirse que había una fuerte atracción física entre los dos matrimonios, especialmente de Antón hacia Rosa, que aparentemente no percibía Dioni, el marido de ésta.

Aunque al principio Rosa se sentía incómoda por la forma tan intensa con que la miraba Antón, la incomodidad se fue convirtiendo en morbosidad. De hecho, la mujer, cada vez que quedaban los dos matrimonios, un excitante cosquilleo recorría todo su cuerpo, sintiéndose deseada por Antón, que, por la forma que tenía de mirarla, parecía que, no solo la desnudaba, sino que se la estuviera beneficiando ante la indiferencia e incluso complacencia de los cónyuges de ambos.

En esta ocasión habían quedado para ver el partido en el chalet que Antón y Lola tenían a pocos kilómetros de la ciudad. El plan era enseñarles la casa y ver el partido por televisión mientras picoteaban un poco.

A pesar de que Dioni ya había bajado a la calle a por el coche, Rosa todavía dudaba que ponerse y, viendo en el armario un vestido que hacía tiempo que no se ponía, se lo probó para ver como la quedaba.

Era un fino vestido blanco ajustado, que se pegaba a su cuerpo como un guante, que la cubría desde poco más arriba de los pechos hasta poco más abajo del culo, sin mangas, “palabra de honor”. Como se la marcaban bajo el vestido el sujetador y las bragas, se los quitó. Sonriendo perversa al espejo, fantaseó con una velada morbosa y excitante en casa de los amigos. Suspirando desilusionada pensó que las fantasías luego nunca se cumplen. El timbrazo del telefonillo la sacó de sus eróticas ensoñaciones y, a la carrera, cogió unos zapatos de tacón y, todavía descalza, salió de la vivienda, calzándose en el mismo ascensor mientras descendía, dándose cuenta en ese mismo momento que no era el vestido que llevaba el que debería haber elegido para una visita a unos amigos.

En el portal la esperaba su furibundo marido montado en el coche que, ni se fijó en el vestido que llevaba, recriminándola agriamente por su habitual tardanza.

Sentada en el coche la mujer se dio cuenta que, al sentarse, el vestido se la subía dejando al descubierto su desnuda entrepierna y su coño apenas cubierto por una fina franja de vello púbico. Moviéndose para colocarse el vestido y taparse el sexo, su malhumorado esposo, que solo tenía la mirada fija en la carretera, la volvió a recriminar ásperamente que no se estuviera quieta, que si tenía algo metido en el culo que no la dejaba tranquila, así que Rosa optó por cerrase de piernas y colocar sus manos cubriéndose la entrepierna, permaneciendo en silencio y sin moverse todo el camino para no irritarle todavía más y no sin dejar de pensar preocupada que se había pasado, que, llevada por sus fantasías y en un momento de debilidad, se había puesto un vestido demasiado sugerente, que dejaba demasiada carne al descubierto y además sin nada debajo, completamente desnuda, pero ya era demasiado tarde para rectificar y tenía que apechugar abochornada con las consecuencias.

Sonó el móvil del coche y Dioni lo descolgó de forma que lo pudiera escuchar también Rosa. Era la potente voz profunda, pausada y autoritaria de Antón que les preguntaba dónde estaban. Rosa se estremeció en una extraña mezcla de miedo y deseo. Dioni respondió en un excepcional tono jovial que no utilizaba con su esposa. Antón preguntó por Rosa y ésta, ante la mirada inquisitiva de su marido, saludó brevemente cohibida.

  • Bienvenida, Rosa. Ya verás cómo disfrutamos.

Respondió el hombre con su vozarrón potente. Tenía el tono inequívoco del triunfador, exultante, del hombre que sabe que conseguirá lo que se propone, pasando por encima de quien se lo impida.

Aunque inicialmente el marido de Rosa se extrañó por la entusiasta bienvenida a su mujer, lo olvidó al momento sin darle más importancia, pero Rosa, tragando saliva al escucharlo, supuso que se refería a que disfrutarían follando.

  • Seguro que el casoplón donde vives nos deja anonadados y si además gana la selección mucho mejor.

Respondió jovialmente el marido, con una risita patética e hipócrita, que contrastó con la estruendosa risotada de Antón que replicó con su voz grave y enérgica:

  • Mejor imposible.

Sentenció al otro lado del teléfono y les dio instrucciones detalladas de cómo llegar al chalet, indicando que les esperaría en la puerta, colgando a continuación.

No tardaron en llegar al chalet y allí estaba Antón, esperándole con Lola, su mujer.

Se le puso la piel de gallina a Rosa al verlo, cerrándose fuertemente de piernas como si pudiera penetrarla en ese mismo momento, en la distancia, lo que provocó que a punto estuviera de correrse, lubricándose su entrepierna.

El hombre medía casi un metro noventa, de anchas espaldas, todo fibra y músculo, sin nada de barriga y con el pelo completamente blanco y espeso, echado hacia atrás.

Según se acercaba la mujer se dio cuenta del enorme y congestionado pene que se marcaba bajo el pantalón que llevaba puesto el hombre. Tragando saliva desvió avergonzada la vista hacia su marido por si se había percatado de su turbación, pero éste estaba ocupado mirando lascivamente a Lola, la mujer de Antón, que … ¡estaba desnuda, completamente desnuda!

Fue unos breves segundos lo que les duró la imagen, debido a que al acercarse se dieron cuenta que no, que no estaba desnuda. Llevaba puesto un vestido color carne que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, aparentando que no llevaba nada encima.

Lola, más de cinco centímetros más baja que Rosa, medía poco más de un metro sesenta, de pelo corto y negro, caderas anchas, muslos musculosos y tetas grandes.

Nada más aparcar, un sonriente Antón abrió la portezuela del coche próxima a donde estaba Rosa sentada, fijando su lujuriosa mirada tanto en las enormes y erguidas tetas que amenazaban con reventar la parte superior del vestido como en los voluptuosos muslos de la mujer que se exhibían en su totalidad, y especialmente en las manos que torpemente intentaban cubrir el sexo que sensualmente se asomaba provocador del vestido. Al momento se percató que Rosa no llevaba sujetador y, por la forma de cubrirse con las manos la entrepierna, se dio cuenta que tampoco llevaba bragas, comenzando a palpitar entusiasmado su verga, amenazando con estallar la bragueta del pantalón.

Al girarse la mujer para salir movió sus manos descubriendo por unos instantes al hombre el jugoso conejito que escondía entre las piernas, confirmando que su dueña no llevaba bragas.

Extendió Antón los brazos para que ella le cogiera las manos y ayudarla a incorporarse y salir del vehículo, mostrando Rosa ahora sí el sabroso coño apenas cubierto por una fina franja de vello púbico.

Con el rostro colorado como un tomate intentó Rosa apartar su vista del enorme y congestionado cipote del hombre, sin conseguirlo y, mientras se incorporaba ayudada por Antón, se la bajó la parte superior del vestido, descubriendo los pezones empitonados y gran parte de sus erguidas y enormes tetas.

Una vez incorporada, la mujer, siguiendo la lúbrica mirada del hombre, observó alarmada que tenía los pezones y parte de sus tetas por encima del vestido, pero, al tener sus manos fuertemente sujetas, no podía subirse la prenda.

Lentamente Antón, sin dejar de mirarla las tetas, la dio un suave beso en el dorso de cada mano, y, al levantar la cabeza, la dijo sonriente sin soltarla las manos.

  • ¡Es un auténtico placer!
  • ¡Gra … gracias! ¡Yo .. tam .. también!

Fue lo único que pudo balbucear la avergonzada mujer con el rostro colorado como un tomate.

Soltándola por fin las manos, Rosa se subió rápidamente el vestido cubriéndose los senos.

Tan obcecado estaba un salido y baboso Dioni mirando a la mujer de Antón que no se fijó en el estado de su propia esposa.

Acercándose Lola al marido de Rosa, que acababa de salir del vehículo, le propinó un par de rápidos y frugales besos en las mejillas, alejándose antes de que el hombre la baboseara y manoseara ansioso las nalgas como era su intención.

Y acercándose Lola a una abochornada Rosa que, conmocionada, no se atrevía ni a moverse, la saludó alegremente, dándola otro par de besos.

Un ligero azote recibió Rosa de Antón en las nalgas, antes de que éste se acercara a Dioni a estrecharle fuertemente la mano, provocándole un gritito de auténtico dolor, indicándole quien era el macho alfa por lo que debía tener cuidado y no incomodarle.

Entraron primero las dos mujeres en el chalet, seguido por los dos esposos que no dejaban de mirarlas el culo y como lo balanceaban sensualmente al caminar.

Era Lola la que llevaba la conversación, sin parar de parlotear, con una Rosa callada y todavía conmocionada. Entrando a un saloncito, la invitó a sentarse en un mullido y bajo sofá, y, empujándola ligeramente para que se sentara, se sentaron ambas en él. Los lascivos ojos de Antón se fijaron en el coño de Rosa, confirmando nuevamente que no llevaba bragas, mientras que los de Dioni se fijaron en la entrepierna de Lola, descubriendo que, para su desgracia, ésta si las llevaba, aunque muy finas, casi transparentes y de color también carne lo que simulaba que no las llevaba.

Mientras Lola hablaba sin parar, Rosa se cubría con una de sus manos la desnuda entrepierna y con la otra se sujetaba la parte superior del vestido para que no se le bajara, descubriendo sus hermosos y erguidos pechos.

Como el partido estaba a punto de comenzar, pasaron a un salón próximo para ver el partido y donde les esperaba una larga mesa rectangular llena de canapés y bebidas, dejando, según palabras de los anfitriones, para después el enseñarles el interior del chalet.

Como dijeron Lola y Antón y pudieron comprobar Rosa y Dioni, el chalet estaba dotado de un moderno sistema de iluminación de forma que, utilizando células fotoeléctricas, las luces se encendían automáticamente al detectar movimiento.

El salón disponía de tres bancos que cubrían tres laterales de la mesa, mientras que el otro lateral estaba libre frente a la gigantesca televisión donde se podía ver el partido que acababa de comenzar.

Una vez servidas las bebidas, los dos maridos se colocaron enfrentados en los bancos más próximos a la televisión, mientras las dos mujeres se colocaron en el banco más alejado.

Mientras bebían y consumían los canapés, viendo el partido, todavía conversaba Lola con Rosa de todo menos del partido, cuando el marido de la primera la mandó callar y ésta, lejos de inmutarse, le respondió que cambiara de sitio con ella ya que, según sus palabras, no podía ver bien el partido desde tan lejos, y eso hizo Antón, levantarse al momento, cambiando el sitio con su mujer.

Intimidada por la presencia del hombre que la había mirado las tetas y la entrepierna, Rosa no atrevió ni a moverse ni a decir nada, aguantando en el banco mientras contenía la respiración.

Los lances del partido fueron comentados por los dos hombres y por Lola mientras Rosa, a la que no interesaba lo más mínimo el deporte, permanecía callada, aunque eso sí, se fue poco a poco relajando, hasta que de pronto Antón, una vez pasó una jugada de peligro para la selección, la colocó su enorme mano sobre el muslo desnudo, provocando que la mujer diera un respingo asustada, pero lejos de quejarse o de moverse, permaneció quieta como una estatua y en tensión.

Menos de cinco segundos aguantó la mano del hombre sobre el muslo de Rosa, y, al soltarla, la utilizó para coger bebida y canapés mientras gesticulaba gritando tacos y comentando jugadas del partido. Supuso aliviada Rosa que había sido un mero accidente, pero pocos minutos después volvió a posarse la mano sobre su muslo, provocando otra vez una fuerte tensión en la mujer. Miraba temerosa a su marido, que lejos de mirarla, tenía girado su cuerpo hacia la televisión y no dejaba de mirar el partido, comentando las jugadas.

Otra jugada de peligro en el partido, incitó, no solo comentarios e imprecaciones, sino que además la mano de Antón se desplazara sobre el muslo hasta colocarse directamente en la entrepierna de Rosa provocando que ahora ésta pegara un pequeño brinco, golpeando la mesa, al tiempo que dejaba escapar un ahogado chillido de estupor y cogiera la muñeca del hombre intentando quitarse la mano, sin conseguirlo, del coño.

Tanto Lola como Dioni se volvieron extrañados hacia la mujer que, con el rostro colorado como un tomate, no se atrevió a decir nada ni a moverse.

Carcajeándose los tres de Rosa, comentó en voz alta el marido de ésta:

  • ¡Es la primera vez que se emociona por un partido!
  • ¡Le va a coger el gusto!

Replicó Lola y Antón la dijo:

  • ¡Ya te dije que disfrutarías!

Y volvieron a mirar la televisión, mientras la mano de Antón continuaba sobre el sexo de Rosa, metiendo sus dedos entre los labios vaginales, acariciándolos suave y lentamente.

  • ¡Por favor, no!

Sin saber qué hacer, se atrevió la mujer a decir en voz baja al hombre, pero éste, impertérrito, seguía mirando la televisión mientras la magreaba el coño, como si no hubiera escuchado nada.

Miraba Rosa hacia su marido, concretamente hacia la espalda de éste, ya que la daba la espalda, mirando el partido.

Aunque exactamente no era el partido lo que estaba mirando Dioni sino a Lola que, una vez se hubo descalzado, había subido sus voluptuosas piernas al banco, mostrándolas estiradas en toda su longitud.

La falda tan corta de Lola se había plegado dejando la totalidad de las piernas a la vista de un lúbrico Dioni que, sin atreverse a mirarlas directamente no ya por su mujer sino por el marido de Lola, las miraba por el rabillo del ojo, de reojo, disimulando como si estuviera viendo la televisión. La falda iba poco a poco plegándose dejando al descubierto, ante el apenas contenido entusiasmo del hombre, el bulto que delataba el coño peludo de la mujer bajo las finas y casi transparentes bragas.

Y mientras Dioni estaba cada vez más empalmado mirando la entrepierna de Lola, su mujer, sin dejar de mirar a su marido, estaba cada vez más excitada mientras Antón la iba poco a poco masturbando.

El sonido de la televisión ahogaba los suspiros y gemidos de Rosa pero uno se la escapó a un volumen más alto que enseguida fue ahogado por un aumento del volumen del televisor por parte de Antón que mantenía en sus manos el mando a distancia del aparato.

Hizo un amago de volver la cabeza Dioni pero un comentario a tiempo de Lola hizo que el hombre volviera a concentrarse no en el partido sino en el coño de la mujer de Antón.

Abriéndose Antón la bragueta sacó su gigantesca y congestionada verga que, apuntando al techo, provocó una aún mayor vergüenza en Rosa que, aterrada, lo miraba como si fuera una enorme serpiente a punto de engullirla.

Cogiendo el hombre la mano a Rosa la llevó hacia su empalmado miembro, haciendo que la mujer, a base insistir, lo cogiera, temerosa y aprehensiva al principio, y mientras Antón manoseaba la vulva de Rosa, ésta, jalaba, el cipote del hombre, intentando que se corriera, sin dejar, eso sí, de mirar a su marido por si se volvía y la pillaba con las manos en la masa.

Pocos segundos más tardo Rosa en correrse, no así Antón que aguantó con la polla bien erguida y manoseada. No pudo ahogar la mujer un agudo chillido al correrse, alertando a su marido que, volviéndose, la pilló turbada y sudorosa, pero Lola enseguida puso su mano sobre el mentón de Dioni, girándole la cabeza hacia ella, para que la volviera a mirar el bulto del coño.

Y eso hizo Dioni, aunque no podía dejar de pensar en lo que había visto, teniendo la seguridad de que algo estaba sucediendo entre su mujer y Antón, aunque no sabía exactamente qué, por lo que ya sin tanto disimulo observó las piernas y la jugosa vulva de Lola.

Apartando Antón su mano del coño de Rosa lo acercó a la cabeza de la mujer, obligándola a inclinarse hacia él, hacia su verga erecta. Antes de bajar su cabeza, una ligera resistencia opuso Rosa, susurrando un “¡NO!” por si su marido la pillaba.

Tan trastornada estaba al correrse hacia unos escasos instantes que no se había percatado que su marido se había girado un momento y la había pillado en un estado como mínimo sospechoso.

Sin quitar la mano sobre la cabeza de Rosa, ésta, conociendo las intenciones de Antón, cogió con sus manos el duro y congestionado cipote y se lo metió en la boca, comenzando a mamárselo con sus voluptuosos labios.

Moviendo su cabeza arriba y abajo la mujer acarició insistentemente el enorme miembro, aumentando enseguida el ritmo de la mamada para que se corriera lo antes posible, insistiendo especialmente en el hinchado y encarnado glande.

Antón, lejos de correrse, la bajó la cremallera del vestido por detrás para a continuación moverla la falda para dejar al descubierto sus redondos y macizos glúteos, comenzando a sobárselos mientras comentaba jugadas y gritaba tacos observando la televisión, al tiempo que Rosa le comía la polla.

Aunque la cabeza de un cada vez más empalmado Dioni apuntaba en dirección a la televisión, su mirada se desviaba, intentando disimular, hacia la entrepierna casi desnuda de Lola, respondiendo con monólogos a los comentarios y tacos del marido de ésta.

Sonó de pronto en la televisión el pitido del árbitro y el partido llegó al periodo de descanso, incorporándose al momento Lola y, cogiendo la mano de Dioni, le obligó a levantarse, al tiempo que le decía muy alegre:

  • ¡Ven, que te enseño la casa!

Al escuchar a Lola, Antón relajó su mano y Rosa, aterrada porque su marido no la viera comiendo la polla al hombre, logró levantar la cabeza e incorporarse.

Intentando seguir a su marido y no quedarse a solas con Antón, se levantó del banco pero el marido de Lola la sujetó por detrás por las caderas y, de un tirón la colocó sentada sobre su regazo.

Al sentir la verga de Antón bajo su culo, Rosa alarmada intentó nuevamente incorporarse, pero el agarre del hombre era muy fuerte, obligándola a sentarse nuevamente pero esta vez fue el erecto y duro cipote el que se metió dentro de su húmeda y lubricada vulva, del empapado acceso a su vagina.

Al sentirse penetrada, la mujer emitió involuntariamente un chillido y abrió mucho los ojos y la boca, quedándose paralizada, aprovechando Antón para llevar sus manos desde las caderas a los senos de Rosa, manoseándolos y, bajándola la parte superior del vestido, dejó al descubierto las enormes y erguidas tetas desnudas de la mujer.

Intentó nuevamente Rosa levantarse y eso hizo unos escasos centímetros, pero, tirando Antón de las tetas de ella, la volvió a sentar sobre su regazo, metiéndola otra vez la polla por el coño hasta el fondo. Gimiendo lo volvió a intentar volviendo a ser nuevamente penetrada, repitiendo la acción una y otra vez cada vez con menos fuerza y más entregada, sintiendo cómo se iba excitando cada vez más.

Tirando Lola de Dioni hacia la puerta, aún le dio tiempo al hombre, al escuchar el chillido de su mujer, a echar una mirada hacia atrás, observándola, con el rostro arrebatado, subiendo y bajando sobre el regazo de Antón, con sus tetas fuera del vestido y bajo las enormes manazas del hombre, manoseándoselas.

  • ¡Se la está follando! ¡Se está follando a mi mujer!

Pensó excitado y cachondo el hombre, sin atreverse a hacer nada, tanto por miedo a Antón como por morbo de saber que se estaba trajinando a su esposa.

Los tirones de Lola sacaron a Dioni de la habitación, casi a la carrera, cerrando la puerta tras ellos, dejando a Antón y a Rosa solos.

Una vez se cerró la puerta del salón, Rosa reaccionó y forcejeando se levantó del regazo del hombre, pero éste, agarrándola del vestido, tiró de él hacia abajo, bajándoselo hasta las caderas y de otro tirón hasta las rodillas, quitándoselo y dejándola completamente desnuda.

Chillando avergonzada, se cubrió con sus manos las tetas, inmóvil, sin saber qué hacer ni a donde ir, queriendo huir pero sin que su marido la viera así, totalmente desnuda, con las tetas, el coño y el culo al aire.

Rápido se acercó Antón a ella y, antes de que reaccionara, la cogió en brazos, perdiendo la mujer los zapatos, y la sacó del salón por una puerta distinta a la que hacía un momento habían salido Dioni y Lola.

Temiendo que pudiera caerse y hacerse daño, Rosa aterrada se abrazó al cuello del hombre, sin oponer ninguna resistencia, sabiendo su destino, lo que buscaba hacerla: follársela.

Recorrió rápido Antón un par de habitaciones hasta llegar a una enorme cama redonda donde depositó bocarriba a la mujer. Ésta inicialmente no quería soltarse del cuello, intentando evitar lo que parecía inevitable y, al soltarse, se quedó inmóvil sobre la cama, cubriéndose con sus manos las tetas y mirando horrorizada como el hombre se desnudaba sin dejar de mirarla lujurioso.

Unos potentes focos apuntaban a la cama, iluminando a una completamente desnuda Rosa.

Una vez sin ropa, Antón cogió con sus manos los tobillos de Rosa, tirando de ella hacia el borde de la cama y hasta que el culo de la mujer estaba al borde del colchón.

Levantándola las piernas, se las colocó sobre el pecho, y, dirigiendo su enorme cipote erecto y congestionado a la hinchada vulva, jugueteó despacio entre los sonrosados y húmedos labios vaginales. Restregándose insistentemente entre ellos, empapándolos todavía más, sin dejar de estimular el cada vez más tumefacto clítoris, hasta que, apoyando su miembro en el acceso a la vagina, la fue penetrando lentamente hasta que desapareció dentro, apretujándose entre sus lubricadas paredes, chocando sus cojones con el perineo de ella.

Mientras tanto la mujer, cada vez más excitada, gemía y suspiraba sin ofrecer ninguna resistencia, gozando de cada momento, y, cuando sintió que la iba penetrando, contuvo inicialmente la respiración, como sorprendida, para a continuación gemir con más fuerza, e incluso chillar.

Balanceándose adelante y atrás, una y otra vez, el hombre se la fue follando lentamente al principio, aumentando poco a poco el ritmo, al tiempo que incrementaba la cadencia de sus resoplidos.

Las manos de Rosa abandonaron sus pechos, dejándolos libres, al descubierto, bamboleándose desordenadas al ritmo de las embestidas de Antón, y, deslizándolas por el colchón, cogió con fuerza las sábanas de la cama, retorciéndolas cachonda y entregada.

Con el rostro encendido, sus ojos cerrados y su boca semicerrada, deslizando su húmeda y sonrosada lengua entre los voluptuosos labios, disfrutaba Rosa del bestial polvo que la estaban echando.

Alcanzó la mujer el orgasmo, emitiendo no uno sino dos agudos chillidos al correrse, pero, no por ello, dejó el hombre de follársela, volviendo otra vez a excitarse Rosa al cabo de pocos minutos, llegando nuevamente al clímax.

Antón, sin dejar de balancearse incansable, la observaba lúbrico el arrebatado rostro, el lascivo vaivén de sus enormes tetas y cómo su pene desaparecía una y otra vez entre sus piernas, dentro de la cada vez más dilatada y empapada vulva.

Varios minutos dedicó el hombre a follársela hasta que obtuvo su lentamente madurado orgasmo y, cuando lo logró, rugió como un fiero león y, deteniéndose, lo disfrutó plenamente, cerrando los ojos.

Escuchando un ruido dirigió la mujer su mirada hacia arriba y observó que el techo de la habitación estaba a unos seis metros de altura y, a unos cuatro metros de altura, cuatro amplios ventanales daban a donde ella yacía totalmente desnuda, recién follada y todavía con el cipote dentro.

Temiendo que su marido pudiera observar que se la estaban follando, susurró angustiada:

  • ¡Mi marido … mi marido!

Abriendo los ojos, Antón la observó detenidamente, y, sonriendo despectivo, la preguntó con su voz grave y potente:

  • ¿Dónde piensas que está tu marido que no viene a defender tu virtud?

Se cruzaron las miradas durante unos segundos y el hombre continúo diciéndola:

  • Bastante bien sabes que te ha entregado y a cambio intenta montar a mi Lola.

En ese momento Rosa, sorprendida, se dio cuenta que así era, que su marido la había abandonado para que se la follara y una enorme sensación de tristeza y desesperación la invadió, provocando que gruesos lagrimones fluyeran de sus ojos surcando sus mejillas.

El hombre, riéndose, la dijo despreciativo:

  • No te hagas la inocente ni la virgen que bien que venías sin bragas ni sostén para que te montara.

Y desmontándola, la cogió por las muñecas, obligándola a levantarse.

Sin soltarla, se sentó sobre la cama, obligándola a que se pusiera de rodillas entre sus piernas.

Sujetándola la cabeza, la hizo que se inclinara hacia su verga que colgaba morcillona empapada de semen y la dijo con voz autoritaria:

  • ¡Cómemela!

La mujer, obediente, no se lo pensó ni un momento y, cogiendo el miembro con sus manos, empezó a acariciarlo durante unos pocos segundos, limpiando en lo posible, el esperma que tenía pegado, antes de acercárselo a la boca y comenzar a chupar y a lamer el glande como un apetitoso chupa-chups durante casi un minuto.

Acariciando con sus manos el pene en toda su longitud se lo metió en la boca, comenzando a mamárselo, consiguiendo en pocos minutos que estuviera otra vez erecto y congestionado, listo nuevamente a follar.

Antes de que volviera a eyacular, el hombre la retiró suavemente la cabeza y, haciendo que se levantara, la sujetó por las muñecas. Tumbándose bocarriba sobre la cama, la obligó a ponerse de rodillas, a horcajas sobre él. Soltándola las muñecas y, mediante un simple gesto de cabeza en dirección a su pene, dio a entender a la mujer lo que tenía que hacer, y eso hizo una obediente y entregada Rosa, cogerle la verga y metérsela por el coño para, a continuación, apoyar sus manos sobre el pecho de él, y comenzar a cabalgar, adelante y atrás, adelante y atrás, una y otra vez, lentamente al principio y aumentando poco a poco el ritmo, el ritmo del folleteo.

Observándola lascivo el rostro, las tetas y cómo éstas se bamboleaban en la cabalgada, el hombre apoyó sus manos sobre las caderas de la mujer, sujetándolas, para, después de unos segundos, moverlas a las duras nalgas de Rosa, sobándoselas, magreándoselas, propinándola de vez en cuando unos fuertes y sonoros azotes al tiempo que la gritaba “¡Culona!”, que la hacían emitir agudos grititos de dolor y morbo pero sin dejar de follar en ningún momento.

Gimiendo y suspirando la mujer estaba cada vez más excitada, más cachonda, y pensó, sin dejar de cabalgar:

  • Si Dioni me ha entregado y ahora se está acostando con otra mujer, ¿por qué no iba yo a gozar con otro hombre?

A punto de correrse de nuevo, Antón la hizo detenerse y la dijo:

  • Móntate al revés que te quiero ver el culo mientras follamos.

Desmontándole obediente, se movió, colocándose otra vez a horcajadas, pero esta vez de espaldas al hombre, y volvió meterse el erecto miembro por el acceso a su empapada vagina, cabalgándole de nuevo.

Observándola ahora el culo, el hombre la manoseó las nalgas, amasándolas como un experto panadero trabajando una gran masa de pan.

Inclinándose hacia delante, se apoyaba Rosa con sus manos en las rodillas del hombre, mostrándole una mayor panorámica de su macizo y respingón culo y éste, agradecido, no solo la manoseaba las nalgas sino que, separándoselas, la metió los dedos entre ellas, masajeándola el blanco y prieto ano, provocándola un mayor placer.

Sin dejar de follar a un ritmo creciente, la mujer mantenía los ojos semicerrados y la boca semiabierta, entre cuyos carnosos y mojados labios, la sonrosada lengua se deslizaba serpenteante.

Sintiendo que se corría, Antón la sujetó por las caderas para que no se moviera, descargando dentro del coño los restos de esperma que aún tenía en los huevos al tiempo que emitía un ronco gruñido.

A punto de correrse por tercera vez, Rosa, llevó su mano derecha al coño y se masajeó frenética entre los turgentes labios vaginales, incidiendo en su congestionado clítoris, alcanzando en breves segundos un nuevo orgasmo que acompañó con dos agudos y prologados chillidos.

Tanto hombre como mujer se quedaron quietos, disfrutando de su placentero clímax. Él tumbado bocarriba sobre la cama y ella de rodillas a horcajadas sobre él.

Pasados varios minutos Antón la propinó un ligero azote en una de las nalgas y, con su grave vozarrón, la dijo:

  • La ducha está frente a ti. Dúchate que tu maridito te espera.

Desmontando al hombre y bajándose de la cama, la mujer corrió ágilmente camino de la puerta del baño, desapareciendo dentro.

Mientras Rosa se duchaba, Antón, recogiendo su ropa, desapareció del salón.

Apareciendo en su lugar Lola, su mujer, que llevaba el vestido y los zapatos de tacón de Rosa, dándoselos a ella cuando salió, recién duchada, del cuarto de baño, secándose con una toalla.

Mientras Rosa se vestía sin atreverse a mirarla, Lola disfrutaba observándola el cuerpo desnudo, y, cuando Rosa se hubo vestido, Lola, con una amplia sonrisa en su rostro, la miró directamente a los ojos y la preguntó:

  • ¿Qué tal?
  • Bien.

Fue la única y escueta respuesta que Rosa se atrevió a dar, bajando la vista y sin atreverse a mirarla.

  • ¿Solo bien?

La volvió Lola a preguntar, echando varias carcajadas, y, sin esperar respuesta, continuó.

  • Te ha encantado, ¿verdad? Comparado con tu Dioni no hay color, ¿no?
  • Sí, me ha gustado.

Se atrevió a responder en voz muy baja Rosa, mirando avergonzada al suelo, sintiendo que una ola de calor la inundaba y encendía su rostro que adquirió un fuerte color rojo, provocando sonoras carcajadas a una divertida Lola.

Acompañando la anfitriona a su invitada, salieron del chalet y allí estaba el coche con Dioni al volante y Antón de pie cerca del vehículo.

Acercándose Rosa al vehículo, Antón, muy sonriente, la abrió la puerta del copiloto para que se sentara.

Sentándose Rosa en el asiento, se inclinó Antón hacia ella, que reaccionó asustada, y, dándola un beso en la mejilla, la susurró al oído:

  • Nos veremos muy pronto y entonces será mucho mejor.

Cerrando la puerta del vehículo, éste se puso en marcha, alejándose del chalet.

Volviendo atrás en el tiempo, nos concentramos en Lola y en Dioni cuando salían del salón donde habían estado frente al televisor viendo el partido de futbol.

Sin soltarle la mano Lola comenzó a subir por unas escaleras y Dioni, detrás de ella, la miraba las piernas y las finas bragas que asomaban por debajo del vestido.

Sin dejar de pensar, entre morboso y sorprendido, que Antón se estaba beneficiando a su esposa, Dioni considero que tenía el beneplácito para hacer lo mismo con la de éste, y, estirando el brazo, la tocó el culo bajo la falda, haciendo que la mujer chillará divertida, exclamando entre carcajadas:

  • ¡Qué malo! ¡Pero qué malo eres!

Los frenéticos bamboleos del culo de Lola le impedían mantener constante su sobe, así que, tirando de la mano de ella, para que no se moviera tanto, logró aposentar su mano en una de las nalgas de la mujer, sobándosela ansioso el culo.

Metiéndola la mano por detrás entre las piernas, la sobó también el coño sobre las bragas, haciendo que Lola chillara todavía más fuerte y arreara un fuerte puñetazo directamente en la nariz de Dioni, soltándose de un tirón la mano y subiendo más deprisa las escaleras, dejándole conmocionado atrás.

Éste, dolorido y mareado por el porrazo, viendo cómo se alejaba la mujer escaleras arriba, arreció a trompicones el paso, observando aun así como ella se alejaba cada vez más.

Al llegar al piso de arriba, no vio a Lola, encontrando dos puertas, una abierta y otra cerrada.

Supuso que se había metido la mujer por la abierta y entró sin verla. Como esa puerta llevó a otra y a otra, siguió Dioni entrando en nuevas habitaciones sin verla, hasta que, entrando en un pasillo, se cerró una puerta a sus espaldas, provocando que el hombre corriera rápido hacia la que se acababa de cerrar, pero ¡no podía abrirla! Estaba cerrada.

Intentó nuevamente abrirla, pero nada, estaba cerrada. Aporreó ligeramente la puerta al tiempo que decía con una voz de falsete:

  • ¡Abre, Lolichi, abre, que quiero jugar contigo!

Pero no se escuchaba ni respuesta ni ningún sonido al otro lado de la puerta.

Supuso que quizá la puerta por la que había pasado se había cerrado accidentalmente, quizá una corriente, pero no pensaba que la mujer la hubiera cerrado deliberadamente.

Aun así, la llamó varias veces sin obtener respuesta, así que optó por ver si podía abrir la puerta que estaba cerrada al fondo del pasillo.

Una gran ventana rectangular estaba situada en mitad de cada uno de los dos laterales del pasillo. Una de las ventanas daba al exterior del chalet y la otra al interior.

Recorrió rápido el pasillo, pensando muy cachondo que su amante le esperaba desnuda detrás de la puerta, lista para copular salvajemente como auténticas fieras en celo, pero … no. ¡No podía abrir tampoco esta puerta!

  • ¡Qué extraño!

Pensó sin saber exactamente que hacer ahora, y dando pequeños golpes con sus nudillos en la puerta, repitió en voz alta:

  • ¡Abre, juguetona, abre!

Continuó sin recibir respuesta. Intentó abrir la puerta, empujando y tirando del picaporte pero seguía sin abrirse.

Alarmado, pensó que estaba atrapado, ridículamente atrapado. Era una broma, una broma pesada, pensó.

Optó por volver a la primera puerta y lo hizo corriendo, pero seguía cerrada, sin poder abrirla. Volvió corriendo a la otra puerta, pero igual, cerrada, sin poder abrirla. Desesperado llamó a gritos a Lola sin respuesta. Gritó también llamando a Antón, incluso a su mujer.

Al borde de un ataque de ansiedad, de histeria, golpeó más fuerte la puerta, utilizando los puños, los pies, dando patadas a la puerta, levantando la voz, gritando, pero nada, ni se abría la puerta ni escuchaba respuesta. Cargó con los hombros contra la puerta una y otra vez pero no cedió. Se detuvo dolorido y sangrando por la nariz del puñetazo recibido de Lola

¡Estaba atrapado!

Sin saber qué hacer, volvió sobre sus pasos y miró por una de las ventanas del pasillo para ver si veía a alguien y avisarle para que le abriera. Al otro lado de la ventana estaba un patio cuadrado de unos cinco metros de lado, con ventanas en los otros tres lados del cuadrado.

¡Lola! ¡Vio a la mujer que le observaba desde una ventana situada a unos cinco metros de donde él estaba, al otro lado del patio!

Le miraba muy sonriente y, sacándole burlona la lengua, señaló hacia abajo, hacia el fondo del patio que estaba entre ellos.

Abriendo el hombre la ventana corredera, escuchó gemidos y chillidos, provocando que mirara hacia abajo, hacia el origen de tan sensuales ruidos, observando, bajo una potente luz emitida por unos focos, movimiento, ¡unas enormes tetas se bamboleaban sin nada que las cubriera! ¡una mujer completamente desnuda! ¡estaban follando! ¡Su mujer! ¡Se estaban follando a su mujer!

Tumbada bocarriba sobre una cama estaba completamente desnuda su Rosa. ¡Sus enormes tetas se balanceaban adelante y atrás al ritmo marcado por las potentes embestidas del hombre! ¡Sus congestionados y puntiagudos pezones, emergiendo de areolas negras del tamaño de una moneda de dos euros, apuntaban empitonados al cielo! ¡El rostro de su mujer estaba desfigurado por el vicio, casi irreconocible por el placer que sentía! ¡Estaba gozando! ¡Gozando del polvo que la estaban echando!

Sin poder apartar la mirada, Dioni se quedó petrificado, sin saber qué hacer ni qué decir, observando cómo se tiraban a su esposa.

Cuando reaccionó no se atrevió a decir nada por miedo a Antón, al macho alfa que se la estaba beneficiando, y, levantando la mirada, vio a Lola como le miraba burlona y con una extraña sonrisa, haciendo con sus manos el machacón gesto de que se la estaban follando.

Volvió Dioni a dirigir su mirada hacia abajo. Le atraía observar el hermoso cuerpo desnudo de su mujer, como gozaba y cómo se la follaban.

Al levantar nuevamente la mirada, Lola ya no estaba asomada a la ventana y la habitación donde ella había estado, estaba apagada, lo que significaba que ya no estaba en esa habitación.

Volvió a mirar hacia abajo en el momento que el hombre gritó como una fiera salvaje y dejó de moverse, se detuvo, había alcanzado el orgasmo dentro del coño de Rosa.

No atreviéndose a mirar más, avergonzado cerró la ventana sin hacer ruido, para que no supieran que actuaba como un obseso y asqueroso mirón gozando al ver cómo se tiraban a su propia esposa.

Sentándose en el suelo, apoyado en la pared, bajo la ventana cerrada, pensó, entre deprimido y avergonzado, en lo que había visto, cómo que se habían tirado a su mujer, y él, impotente, sin poder follarse a la hijoputa calentorra de Lola. No podía quitarse de la cabeza la imagen de las enormes y redondas tetas de su esposa desplazándose lúbricas adelante y atrás, una y otra vez, y se dio cuenta de que estaba empalmado al recordarlo.

Le ardía el rostro y un fuerte dolor de cabeza se concentraba detrás de sus ojos, palpitando.

Tenía esperanza de que abrieran la puerta y apareciera Lola, en pelota picada y cachonda perdida, dispuesta a que se la follara, pero no, no se escuchaba ningún ruido que lo indicara. Aun así, se levantó del suelo y, acercándose primero a una puerta y luego a la otra, se cercioró de que todavía seguían cerradas.

Volviendo sobre sus pasos, se acercó nuevamente a la ventana y, sin abrirla, miró hacia la venta donde estaba antes Lola pero continuaba la luz pagada y no se veía a la mujer por ningún sitio. Mirando hacia abajo, observó ahora a Antón, sentado sobre la cama y a Rosa, completamente desnuda, de rodillas entre las piernas del tipo, comiéndola la polla como una puta experta.

Al darse cuenta que Antón le miraba directa y desafiante con una sonrisa sardónica en el rostro, apartó avergonzado la mirada y, aterrado, se escondió otra vez, sentándose en el suelo, ocultándose el rostro con sus manos, como si así no pudiera verle el macho alfa que se beneficiaba a su esposa.

  • ¡Le habían pillado! ¡Le habían pillado viendo cómo su mujer le comía la polla! ¡Ahora lo sabían, sabían que lo había visto y no había dicho nada!

Pensó angustiado, pero, al recordar que Lola también lo sabía, se dio cuenta que era ridículo pensar que su marido no lo supiera más tarde o más temprano. Lo importante ahora es que no lo supiera su mujer. No podría mirarla a la cara, se abriría una brecha importante entre los dos, imposible de cerrar, se tendrían que separarse y qué pasaría con su hijo, con su familia, con su casa, con su coche y con sus bienes.

Ahora no se podía quitar de su retina la imagen de su mujer con una enorme polla dentro de su boca, entre sus sonrosados, voluptuosos y húmedos labios, mamándola, así como su perfecto culo desnudo, que semejaba un gigantesco y jugoso melocotón listo para ser devorado. La verga erecta e hinchada de Dioni levantaba la parte frontal del pantalón como si fuera una pequeña tienda de campaña.

El deseo venció al miedo de ser pillado y se atrevió a incorporarse despacio, abriendo, con mucho cuidado para no hacer ruido, la ventana. Antes de mirar hacia abajo, escuchó el sonido inconfundible de una salvaje copula, los gemidos, suspiros, resoplidos, golpeteo de los cuerpos, de los cojones contra el coño.

Lola había desaparecido definitivamente de la ventana donde antes estaba, permaneciendo a oscuras la habitación.

Encorvado sobre la ventana, no se atrevía a erguirse completamente para que, si era posible, no le vieran, al menos que no le viera su mujer y se diera cuenta de que era un cornudo consentidor y un asqueroso mirón.

Al mirar hacia abajo, observó ahora la espalda y el culo de su mujer. Se movía arriba y abajo, adelante y atrás, cabalgando sobre el macho alfa, follando incansable, como una experta amazona.

Sin dejar de mirarla el culo, se sacó la verga del pantalón y comenzó a masturbarse frenéticamente, pero, al darse cuenta del ruido que hacía al jalársela tan rápido, aminoró el ritmo y lentamente se fue masturbando sin emitir ningún sonido.

El movimiento hipnótico de las macizas nalgas de Rosa así como el gigantesco rabo del hombre que la penetraba una y otra vez por el coño, le excitaban cada vez más hasta que, de pronto, un enorme placer vino desde sus entrañas, provocando que se corriera a lo bestia, manchándose no solo el vientre, las ropas e incluso la pared, sino que expulsó cantidades ingentes de esperma que cayeron como una lluvia, como un ligero granizo, sobre los dos amantes.

Sin cerrar la ventana y sin dejar de escuchar los lúbricos sonidos cada vez más intensos del folleteo, se retiró de la ventana, intentando taponar el flujo de semen.

Todavía gozaba de la paja que se había hecho cuando escuchó la voz de Antón a través de la ventana abierta:

  • Móntate al revés que te quiero ver el culo mientras follamos.

Se detuvo por unos breves segundos el rítmico tam-tam del folleteo pero enseguida recomenzó.

¡Continuaba follándose a su mujer!

Todavía goteaba lefa la polla de Dioni cuando se acercó nuevamente a la ventana abierta y, mirando hacia abajo, ahora observó las redondas y erguidas tetas y el vicioso rostro arrebatado de su mujer. Se había cambiado de postura y ahora le cabalgaba mostrándole las nalgas, que él, ansioso, amasaba y manoseaba a placer.

Manteniendo Rosa siempre la mirada baja, concentrada en dar y recibir placer, las tetas se movían desordenadas al ritmo de su lujuriosa cabalgada y, aunque hacia escasos segundos que Dioni se había corrido, otra vez su miembro estaba erecto y preparado para nuevos espasmos, para correrse nuevamente.

Agarrándose el cipote con la mano derecha, se lo empezó a jalar otra vez, sin dejar de mirar en ningún momento al ardiente rostro y a los grandes senos de Rosa que bailaban en cada cabalgada.

Como hacía escasos minutos que se había corrido, Dioni no conseguía alcanzar un segundo orgasmo tan seguido del anterior, por lo que se masturbó con furia, incluso con rabia, con odio, hacia Lola que, la muy hija de puta calentorra, no había dejado que se la follara; hacia Antón, el engreído macho alfa, que se estaba follando a su mujer; hacia Rosa, tan mojigata casi siempre, que se comportaba ahora como una puta, abriéndose de piernas a la mínima oportunidad; y especialmente hacia él mismo, que había sido tan idiota para caer en la trampa y dejar que se follaran a su esposa sin recibir nada más que unos hermosos cuernos a cambio.

Casi al tiempo que Antón se corría, lo hizo Dioni y, mientras disfrutaba de la paja, todavía observó a su mujer que, todavía con la polla del hombre dentro, se masturbaba con fuerza y rapidez, como si se castigara por considerarse tan guarra y tan puta.

Se sintió en ese momento el hombre más desgraciado y más abominable del mundo y, mirándose las manos, se dio cuenta, alarmado, que las tenía ensangrentadas, pero la sangre no provenía de sus manos, sino de su verga, que, de meneársela con tanta energía, la había hecho sangrar profusamente.

Se echó hacia atrás, apoyando su espalda en la pared, y, deslizándose por ella, se sentó en el suelo, cubriéndose con sus manos el rostro y empezó a llorar en silencio.

Más de media hora después, escuchó un Dioni, más tranquilo, como el cerrojo de una de las puertas se abría, apareciendo Antón por ella, y, desde el mismo umbral, le dijo muy sonriente, sin más preámbulos:

  • ¡Venga, vamos que tu mujercita te espera!

Incorporándose Dioni se acercó, mirando siempre al suelo y arrastrando los pies, al hombre que se había follado a su mujer y éste, cediéndole el paso, le dejó que pasara primero y le ordenó, apuntando con su mano a una puerta cerrada:

  • Entra al baño y límpiate que tienes el rostro manchado de sangre. ¿No querrás asustar a tu mujercita?

Entrando al baño Dioni se limpió con agua el rostro y, al salir, Antón le aconsejó:

  • ¡Alegra esa cara, coño, que tu mujercita piensa que has estado follando como un mono con mi Lola! ¿No querrás que piense que eres un pringao y que no se te levanta?

Descendiendo lentamente por las escaleras iba Dioni el primero, seguido por Antón.

Fue Antón el que, abriéndole la puerta del chalet, le dijo que esperara a su mujer dentro del coche.

Sentado al volante, Dioni espero a su mujer que, en unos diez minutos, apareció acompañada de Lola.

Iba muy seria, mirando al suelo, y detrás de ella una muy risueña Lola.

Mientras Antón abría la puerta del copiloto a Rosa, Lola se acercó a Dioni, que tenía bajada el cristal de su ventanilla, y le susurró al oido:

  • Tienes una mujer que no te mereces. Tan buena para un tipejo tan cobarde y asqueroso como tú.

Y, apartando la cabeza, miró a un Dioni muy serio y callado, al borde de echarse a llorar, y continuó diciéndole sin perder la sonrisa:

  • ¡Ah! ¡Y sonríe! ¡Nunca dejes de sonreír!

Alejándose del coche, Lola se reunió con su marido y, mirando al vehículo que se movía, agitaron ambos la mano en señal de despedida, sin dejar en ningún momento de sonreír.

Dentro del vehículo, permanecía en silencio el matrimonio. Ella, aterrada, no se atrevía a decir nada y, al mirar a su marido, se dio cuenta que éste tenía un extraña mueca en su rostro que parecía querer ser una sonrisa, pero era una horrorosa cicatriz, la cicatriz de un triste y cornudo payaso.