El Convento de la Isla La Tortuga

América Española, siglo XVII; la Inquisición de Caracas acondiciona, en una isla muy próxima, un lugar para que las mujeres de buena cuna expíen sus pecados mediante el tormento. Pero los piratas acechan...

EL CONVENTO DE LA ISLA LA TORTUGA

Por Alcagrx

I

Desde mi llegada a Caracas, destinado como Receptor del Santo Oficio, me di cuenta de que las cosas no iban a ser fáciles. En primer lugar porque el Inquisidor Apostólico con jurisdicción en la Provincia de Venezuela estaba muy lejos, en Cartagena de Indias; y eso, incluso con los modernos galeones de la segunda mitad del siglo XVII, suponía demasiada distancia. Pues el problema era que no disponíamos de suficientes medios, y menos aún de la colaboración necesaria por parte de las autoridades seculares. Además de que, a la práctica, no éramos los españoles quienes controlábamos el comercio y las finanzas de la provincia, sino que lo hacían los malditos holandeses; lo que, por más que hubiesen perdido tiempo atrás la soberanía sobre aquellas tierras, nos ponía muy cuesta arriba el poder actuar contra ellos. Aunque razones no nos faltaban en absoluto, pues en su mayoría eran descendientes de sefardíes. Así que cuando el Inquisidor Decano me mandó llamar, temí que se avecinasen más problemas; por lo que me dirigí tan deprisa como pude al Convento de San Jacinto, para entrevistarme con él.

Me recibió más contento que de costumbre, y enseguida me explicó el motivo de su llamada: “Parece ser que, por fin, podremos hacer algo por todas estas mujeres cuyas almas andan descarriadas, Fray José. No sé si sabrá usted que, hace ya algunos años, el gobernador de Cumaná, Don Benito Arias Montano, recuperó para Su Majestad la Isla La Tortuga; donde instaló una guarnición, tras echar de allí a los piratas y a los holandeses. Si es que ambos no son la misma cosa, Dios me perdone…” . Ambos sonreímos, pues no le faltaba razón; y enseguida continuó hablando: “No la confunda, por favor, con ese peñasco lleno de piratas que hay frente a La Española; yo le hablo de la isla que hay en la bahía de Cumaná. Ahora está deshabitada, pero los soldados holandeses construyeron en ella un edificio enorme, con hechuras de convento. Además, hay otras construcciones junto a las salinas que también los holandeses dejaron. Para la escasa guarnición que ha quedado sobra espacio, así que se me ha ocurrido una idea: llevaremos allí a todas las desgraciadas que evitan la hoguera, para que expíen sus pecados y, con su sufrimiento, regresen a la Fe. Y he pensado que nadie mejor que usted para hacerse cargo de la empresa; aquí está su nombramiento, recién llegado en el galeón que vino ayer de Cartagena” .

Al oírle, una ancha sonrisa cruzó mi cara: por fin iba a poder poner en práctica las ideas que, había que reconocerlo, me habían obligado a marchar de España. Mi empeño en someter a tormento a la hija menor de un marqués, a la que se acusaba de brujería, había estado a punto de acabar no ya con mi carrera, sino con mi vida; y eso que, para cuando intervinieron los soldados que su padre envió, Doña Petronila ya había indicado su predisposición a confesar todas sus malas artes. Para ello bastó con llevarla ante el tribunal de la Santa Inquisición, constituido en el lóbrego sótano del palacio Arzobispal de Toledo, y exhibirle los instrumentos con los que Dios iba a arrancarle la verdad; no sin antes, claro, desnudarla, lo que le produjo tal vergüenza que, en un momento de sinceridad, me dijo que casi hubiese preferido el tormento a eso, siempre que hubiese podido sufrirlo vestida. Y, una vez estuvo desnuda ante el tribunal en pleno, más los legos, escribientes, verdugos, asistentes, etcétera, mostrarle en la persona de una de sus damas de honor los terribles efectos del potro. Aún recordaba el chillido de horror que se le escapó cuando uno de los brazos de aquella mujer, a la que previamente habíamos sometido al tormento de la pera vaginal y por ello sangraba por su sexo obscenamente exhibido, se dislocó con un ruido que, ciertamente, helaba la sangre a cualquiera.

Pero la labor divina se vio interrumpida por una compañía de soldados del marqués, que amenazaron -Dios les perdone!- con pasar a cuchillo hasta al mismísimo arzobispo, si no les devolvíamos a la señora sana y salva. Aunque, afortunadamente para mí, una vez entregada el mismísimo Don Diego de Arce, entonces aún Inquisidor general, me protegió de las iras de aquel noble, y pude escapar a Caracas. Pero repugnaba a mi conciencia que las hijas de familias nobles -o, peor aún, sin hidalguía pero ricas- escapasen no solo al tormento sino, incluso, al imprescindible castigo posterior; una postura que todos en aquel Tribunal conocían más que de sobras. Sin embargo el Decano seguía hablando: “El Almirante ha dado su visto bueno, así que a partir de ahora todas las pecadoras de buena familia le serán enviadas; tiene usted carta blanca para devolverlas a la Fe como lo entienda más oportuno. Pues allí en la isla será usted el único representante no solo de este Santo Oficio, sino incluso de Su Majestad el Rey Don Carlos, a quien Dios guarde muchos años. Así se ordena en este otro pliego, rubricado por el mismísimo Capitán General de la Provincia Don Félix Garci González de León, Almirante y Caballero de la Orden de Santiago” .

Mientras regresaba a mis aposentos, para comenzar la organización del  viaje, pensaba en las vueltas que daba la vida: en muy poco tiempo, tan solo meses, había pasado de ser un humilde monje perseguido por un marqués, a ser el Virrey de la Isla La Tortuga. Aunque, claro, en aquel pergamino solo me nombraban gobernador de la isla; un cargo que, para un territorio tan pequeño, incluso pudiera parecer muy exagerado. Pues, por lo que me había contado el Decano, la isla, de forma elíptica, no mediría más de cinco por dos leguas; aunque, bien mirado, lo cierto era que aquel rey al que yo iba allí a representar tampoco era gran cosa, Dios me perdonase. En los mentideros de la villa de Caracas, como en los de toda España, no se hablaba de otro tema, y corría la especie de que, en el mejor de los casos, Su Majestad era persona de muy escasas luces; aunque los muchos enemigos de la Casa de Austria decían que estaba hechizado, lisa y llanamente. Pero en fin, mientras fuese menor de edad la regente era Doña Mariana; lo que quería decir que quien verdaderamente gobernaba la Nación era el padre Nithard, su confesor. Un jesuita, sí, pero al menos un hombre de fe. No se podía tener todo…

Para cuando, un mes después, zarpé hacia la isla La Tortuga con seis de mis colegas más sabios y píos, mi plan estaba ya trazado; basándome en las Consuetudines Cartusiae había elaborado un plan de vida para las internas -así había decidido llamarlas- basado en unas sencillas reglas: oración, trabajo duro, mortificación constante y silencio absoluto. La cuestión de su trabajo se había resuelto sola, por así decirlo, pues efectivamente los holandeses habían dejado en la isla unas salinas; cuya explotación resultaba, para quienes las trabajasen, de una gran penosidad. Y, para la mortificación de las pecadoras, aparte de llevar conmigo a bordo toda clase de instrumentos de tortura que me permitiesen someterlas a sufrimiento físico, había ideado una refinada forma de humillación: además de cargarlas de cadenas, las mantendría desnudas de modo permanente. Para unas mujeres de clase alta, criadas en el más extremo pudor, aquello supondría sin duda un castigo muy duro, como yo ya había comprobado con la hija del marqués; pues su desnudez no solo sería visible para las demás mujeres y para nosotros los monjes, sino también para los soldados de la isla. Algo que, pensé, me iba a obligar a ser muy estricto en mis instrucciones al capitán de los soldados, quien no debería permitir excesos lúbricos por parte de sus hombres. Al menos, me dije para mí mientras sonreía, no de los que me podrían crear un problema; una gestante, por ejemplo…

II

La voz de la criada me despertó de mis cavilaciones: “Doña Leonor, me dice su señor padre que debe ponerse esto para el viaje…” . Cuando me giré hacia ella, y vi que llevaba en sus manos un sambenito, las lágrimas volvieron de nuevo a mis ojos; yo, Doña Leonor de Miranda, viuda a mis treinta años de uno de los caballeros más ricos e influyentes de toda la Provincia, llevando esa infamante prenda! Pero de nuevo el recuerdo de las palabras de mi padre me tranquilizó un poco: “Hija mía, no sabes tú lo que me ha costado librarte del tormento y de la hoguera! A quién se le ocurre relacionarse con luteranos… Al final, he logrado convencer al Inquisidor Decano para que permita que expíes tu pecado en el convento de la isla La Tortuga; pero nos ha costado todo lo que tenemos, y más… Vamos a sufragar la construcción de un nuevo convento en las misiones; espero que Dios nos lo tenga en cuenta, porque nos va a costar todo mi dinero y toda tu herencia, y tal vez aún falte. Además, piensa que no te vas para siempre; Fray José decidirá cuando estés a punto para volver a la vida cristiana, y espero que sea así muy pronto” .

Mientras me ponía aquel horrible saco de esparto encima de mis ropas, pensaba en los rumores que había oído sobre aquel lugar; según mi amiga Francisca, las mujeres allí recluidas eran obligadas a trabajar de sol a sol en las salinas, y además cargadas de cadenas! Ya suponía que exageraba, pues era muy dada a ello, pero no por eso dejaba de preocuparme; aunque lo que más me preocupaba ahora era salir de mis aposentos con aquello puesto. Al final, y reuniendo todas mis cada vez más escasas fuerzas, abrí la puerta y me enfrenté al monje que iba a llevarme hasta el barco; por supuesto, y como ya me habían advertido, de pie en la caja de un carro tirado por bueyes. El rubor en mis mejillas debía de ser muy llamativo, pero aún y así eso no fue lo primero que aquel hombre miró sino mis faldas; las cuales, al llegar aquella infamante prenda solo hasta debajo de mis rodillas, eran visibles de allí hasta el suelo. Al verlas fue él quien a su vez se ruborizó, pues no sabía como explicarme lo que a continuación, y con un notorio tartamudeo, me dijo: “Lo siento mucho, señora, pero debajo del sambenito no puede llevar usted nada en absoluto; ni siquiera calzado. Es mi obligación comprobar que cumple la regla antes de que suba al carro; disculpe por ello el atrevimiento de mi mirada” .

Imagino que mi cara de estupefacción se lo dijo todo, pues se apresuró a añadir: “No tema, señora, me fiaré de la palabra de su criada, dada bajo riesgo de tormento y hoguera; no voy a comprobarlo yo personalmente. Faltaría más. Pero es obvio para cualquiera que así no cumple usted el precepto” . Cuando volví a entrar en mi habitación, seguida de la criada, no podía creerme aquello; ¿en serio pensaba aquel fraile que yo iba a enseñar mis pantorrillas desnudas a todo el populacho de Caracas, y a los marineros del barco? La sola idea me parecía una broma de mal gusto, pero no veía otra salida; así que me despojé de mi falda, mis medias y mis zapatos, quedándome solo en enaguas, camisola y corpiño. Pero enseguida me di cuenta de que este último se vería, sin duda, al asomar por debajo del sambenito una vez puesto, ya que sus hombreras eran mucho más anchas. Y lo mismo sucedía con la camisola; así que la sustituí por otra escotada, sin hombros ni manga, pensada para llevar vestidos de gala. Una vez que me puse el sambenito encima, comprobé en el espejo que mi atuendo, aunque sin duda muy indecente -pues exhibía mis piernas desnudas desde justo debajo de la rodilla, así como brazos y hombros de igual manera- me permitía conservar un mínimo de pudor; sobre todo, pensé, así evitaré que, una vez subida en el carro, la gente pueda ver mis vergüenzas por debajo de la corta prenda de esparto.

Mi sirvienta, sin embargo, fue inflexible: “Señora, si sale usted así tendré que decirle la verdad al fraile. Pues no quiero que, si la descubren, me torturen y luego me quemen…” . Aquello era inaudito, y por más que le insistí en que al menos me permitiese conservar las enaguas, no hubo modo: “La última vez que un hombre pasó frente a mi casa con el sambenito, en el carro y camino de la hoguera, todos pudimos verle las vergüenzas. A él ya le daría igual, claro, pero si la descubren a usted con enaguas, soy yo la siguiente que va al fuego. Así que ni pensarlo; licéncieme usted si quiere, pero nada de ropa” . Mientras, por supuesto sin quitarme el sambenito, retiraba por su abertura inferior tanto la camisola como mis enaguas, me sentía la mujer más desdichada del mundo; y, una vez estuve desnuda por completo bajo aquel saco, no pude evitar empezar a llorar otra vez. No solo por la humillación, tanto la que ya estaba sufriendo como, sobre todo, la que me esperaba; además de eso aquel horrible esparto atormentaba mi piel desnuda, y provocaba verdadera irritación en mis sensibles pezones. Los cuales, tan pronto como empecé a moverme, no hicieron sino rozar constantemente en la basta tela del saco; pues, al hacerlo sin el corpiño ni la camisola, mis grandes pechos se balanceaban libremente. Un movimiento  que ¡horror! podía apreciar cualquiera, con solo mirar hacia la parte frontal del sambenito mientras yo caminaba con él puesto.

Aunque con las mejillas encendidas por la humillación, logré salir de mis aposentos con aquella apariencia indecente, caminar hasta el patio de nuestra hacienda y subirme al carro; esto último lo hice, para evitar enseñar aún más piel desnuda de la que ya me veía obligada a mostrar, sentándome en el borde de la caja con las dos piernas bien juntas, subiéndolas así y luego poniéndome en pie una vez girada hacia su interior. Por el camino al puerto de La Guajira la verdad es que no encontramos demasiada gente; algo que yo agradecí en mi fuero interno, pues por más que trataba de mantener el bajo del sambenito sujeto, entre mis rodillas firmemente apretadas, los baches del camino hacían que, a veces, aflojara mi presa. Una vez en el muelle, horas después, bajé del carro del mismo modo en que había subido, y desde que lo abandoné hasta que abordé el barco siempre sujeté, con una fuerza que hizo que mis manos se pusieran blancas como un papel, el bajo de la infame prenda; pues soplaba un viento marino que me hizo temer un desastre para mi decencia. Ya a bordo, busqué un rincón apartado en la cubierta y me senté en el suelo; no sin antes, por supuesto, esperar a que no hubiese nadie cerca, y menos aún mirando, pues al sentarme -y por culpa de lo corto de aquel saco- enseñé por lo menos la mitad de mis muslos. Aunque, afortunadamente, fuese solo un instante.

La travesía, sin embargo, duró mucho más de lo que yo esperaba; para cuando se hizo de noche yo tenía hambre, sed, y lo que era aún peor: muchas ganas de orinar. Así que, finalmente, me decidí a preguntar a un marinero que pasó por mi lado dónde estaba el retrete; el hombre se rio y me dijo que allí no había tal cosa, sino el “beque”, y que estaba en la sentina de popa. Esperé a que se hubiera marchado y, cuando vi que nadie me miraba, me incorporé; lo que, pese a que ya era oscuro, con seguridad hizo que volviese a exhibir mis muslos de un modo impúdico. De todas maneras, determinada a orinar bajé a la cubierta inferior, no sin antes comprobar que al pie de la escalera no hubiese nadie que pudiera ver lo que había bajo mi sambenito; era un barco pequeño, con solo dos cubiertas, y enseguida vi a lo que se refería aquel marinero: en la parte posterior había dos agujeros, de como dos palmos de diámetro cada uno, que daban directamente al mar. Allí me fui y, viendo que no había nadie, hice lo único que me era posible: me agaché sobre uno, sonrojándome hasta la raíz del cabello, y oriné en el hoyo. Pero nunca hubiese imaginado lo que entonces sucedió: mientras me alegraba de la relativa protección que me ofrecía el sambenito, que al yo agacharme cubría mis piernas e incluso aquel agujero, un hombre se acercó hasta el otro, que estaba libre justo a mi lado. Se puso en pie frente a él y, después de dedicarme una sonrisa desdentada, ¡sacó su miembro y se puso a orinar!

En mi vida había sufrido una vergüenza semejante. Y lo peor de todo fue que no pude apartar la vista, pues el miembro de aquel marinero era algo inmenso; o al menos a mí así me lo pareció, aunque no había visto nunca otro que el de mi difunto marido. El hombre, claro, se dio cuenta de mi interés por su sexo; y cuando terminó, en vez de volver a ocultarlo entre sus ropas, se giró hacia mí y me lo ofreció impúdicamente, levantándolo con la misma mano con la que lo había sujetado mientras orinaba. Ni que decir tiene que entonces sí que logré cerrar los ojos, y pegué un alarido que aquel hombre interpretó correctamente; guardó su obscena carne y se fue, dejándome allí temblando de miedo. O quizás de excitación; lo cierto era que, en aquel preciso momento, me hubiese sido del todo imposible decirlo. Pero, en cualquier caso, tardé bastante en incorporarme de mi postura; de hecho no lo hice hasta bastante después de haber terminado la micción, y únicamente porque me pareció que otro marinero venía hacia las letrinas. Mejor dicho, los beques. Y, una vez estuve de pie, me di cuenta de que pasaría la noche mucho más a resguardo en aquella cubierta inferior; así que busqué un rincón entre la carga, donde me acurruqué con el cuidado de no exhibir mis piernas más que lo imprescindible, y enseguida me quedé dormida.

Me despertó el ruido que hacían los marineros yendo de un lado a otro, y cuando me despejé y subí a la cubierta exterior -tiempo me costó, pues todo el rato había alguien en el principio de la escalera, desde donde habría podido ver mis vergüenzas al subirla yo- vi que estábamos llegando a tierra; por lo que podía suponer, más concretamente a la Isla La Tortuga. Por el momento, sin embargo, otra cosa llamó mi atención: a pocos metros de mí un marinero, usando un cazo, bebía junto a un barril abierto que supuse de agua; así que me fui para allá enseguida y, cuando él terminó, cogí aquel utensilio de sus manos y bebí hasta hartarme, pues efectivamente era agua dulce. Para cuando sacié mi sed comencé a buscar algo de comida, pero eso sí que no pude hallarlo en ninguna parte; así que finalmente, y un poco desanimada, me puse a contemplar el paisaje que se divisaba por la borda. A lo lejos, y cerca del puerto, se divisaba lo que parecían unas salinas, en las cuales trabajaban bastantes personas; conforme nos fuimos acercando más confirmé mi primera impresión sobre la actividad que allí se llevaba a cabo. Pero, a la vez, comencé a sentir una creciente incomodidad, pues no podía dar crédito a lo que veían mis ojos; una vez que entramos en el pequeño puerto, sin embargo, ya no me cabía duda alguna: las personas que trabajaban en aquellas salinas eran, todas ellas, mujeres encadenadas de pies y manos. Pero lo peor no era eso, sino que… ¡Santo Dios, estaban completamente desnudas!

III

“Este puñetero fraile nos va a meter en un lío, Don Pedro! Solo a un cura se le podía ocurrir llenar una isla de mujeres en cueros, y luego prohibir a los hombres que las vigilan yacer con ellas… Vamos, si cuando estábamos en la selva les ordenamos eso a los soldados, nos pasan por las armas a los dos; yo no sé vuesa merced, pero un servidor ya ha perdido la cuenta de las indias que se ha beneficiado…” . Al oír eso del bueno de Matías, mi sargento, no pude por menos que darle la razón, pues solo un fraile era capaz de convertir en un infierno lo que, en apariencia, podía ser el Paraíso. Aunque, ciertamente, no era comparable yacer con indias que con mujeres de buena familia; pero, en tal caso, ¿por qué Fray José no les había dejado conservar sus sambenitos? Lo único seguro era que, al final, íbamos a tener una o varias gestantes en aquella isla, pues todos mis hombres, además de ser muy valientes, eran eso: muy hombres… Mientras yo iba pensando estas cosas, el soldado que tenía frente a mí seguía balbuceando excusas: “Le juro, mi capitán, que no hice más que tocarla un poco. Fue ella la que se me insinuó, además; si hubiese visto vuesa merced con qué ímpetu me chupaba el miembro viril… Parecía que se hubiera vuelto loca!” . Dejé que se explicase un poco más, pero antes de que lograse excitarme incluso a mí le avié tras imponerle un castigo leve, doble turno de guardia aquella noche; pero estaba claro que así no podríamos seguir.

No me hizo falta buscar a Fray José, pues cuando salí del edificio de las salinas le vi bajar hacia el puerto acompañado por dos de sus frailes. Y al mirar hacia el sur pude ver que, a lo lejos, se divisaba un barco que se acercaba; por lo que concluí que en él llegaría alguna otra mujer a la isla. Así que decidí que, antes de eso, tendría unas palabras con el “Gobernador” sobre el problema que me acuciaba. Me acerqué a él, le saludé, y sin más preámbulo le espeté: “Fray José, hoy he tenido que reprender a otro de mis hombres. Le digo que esto no puede seguir así; son soldados, no monjes, y un día vamos a tener un disgusto. Al menos haga que las mujeres de la isla se tapen un poco sus vergüenzas…” . Mientras le hablaba mi mirada se perdió en las salinas, donde media docena de mujeres desnudas y encadenadas trabajaban muy duramente: unas haciendo canales para el agua de mar, otras apilando la sal con palas, … Pese a que estaban a cierta distancia, contemplar el esfuerzo de aquellos cuerpos jóvenes, desnudos y sudorosos me estaba excitando sobremanera; de hecho me notaba erecto, y lo que más me sorprendía era que a aquellos monjes no les pasara lo mismo. Aunque seguro que sí, pensé para mí; pero con esos hábitos logran disimularlo mucho mejor que yo con mis calzas…

Sus palabras, sin embargo, me sorprendieron; parecía que por fin había recapacitado. “Tiene usted mucha razón, Don Pedro; créame si le digo que he rezado mucho en busca de una solución. Y ya la tengo. La idea de cubrir con ropas a estas mujeres está descartada, pues la expiación de sus pecados nos exige humillarlas lo más posible. Es por ahí, precisamente, por donde Dios me ha enviado la inspiración; qué puede haber más humillante para ellas que estar a disposición de sus hombres, ser meros objetos para el placer pecaminoso de unos soldados?” . He de confesar que su discurso me dejó atónito; la idea me parecía excelente, por supuesto; no solo con eso se calmarían las ansias de mis hombres, sino incluso las mías. Pero se trataba de un cura, claro; por lo que, como ya me temía, enseguida me vino con la letra pequeña: “La cosa, sin embargo, plantea un problema: si alguna mujer quedase preñada, mucho me temo que las autoridades pondrían fin a mi pía obra. Así que sus soldados deberán evitar yacer con ellas por la vía, digamos, natural; pero cualquier otra les estará permitida desde ahora mismo. Pues pocas cosas puede haber más humillantes, para una mujer de buena cuna, que el sexo contra natura… Eso sí, sus hombres deberán confesar con mayor frecuencia, pues no me perdonaría nunca que, por ayudar a salvar las almas de estas desgraciadas, se fuesen a perder las suyas” .

Sé que yo no soy hombre de letras, sino más bien lo contrario; así que, para evitar malentendidos, le pregunté: “Vamos a ver, Fray José, que yo me entienda: desde ahora mismo mis hombres y yo podemos hacer con las presas lo que se nos antoje, excepto preñarlas?” . Él me miró con aquella expresión de condescendencia que tanto me molestaba; y me dijo, con el mismo tono que si hablase a un niño: “Hijo mío, comprendo vuestra impaciencia; ya dijo el Señor que no es bueno que el hombre esté solo… Pero la idea no es que los hombres de la guarnición conviertan esto en una segunda Gomorra, sino que utilicen el sexo para castigar a las internas; es decir, para que además de humilladas por su desnudez se sientan vejadas, deshonradas, mancilladas… Eso las llevará a anhelar aún más la clemencia divina, pues aunque sea a la fuerza sabrán que están pecando gravemente contra el Sexto mandamiento; y nosotros, para ayudarlas a lograr el perdón de Dios, podremos aplicarles aún más tormento. Si no funciona volveremos al régimen original, pero vamos a probarlo durante un tiempo. Eso sí, la regla de no matarlas ni mutilarlas sigue vigente para la tropa; otra cosa es durante el tormento, claro. Ahí ya todo dependerá de la voluntad de Dios…” .

La idea me quedó tan clara que, después de mascullar ante los monjes una cortés despedida, marché corriendo a reunir a mis hombres; y, una vez que los tuve formados ante el edificio de las salinas, les expliqué las nuevas normas de conducta: “Soldados, a partir de hoy las mujeres son suyas para lo que les pueda apetecer. Solo hay un límite: prohibido yacer con ellas por su lugar natural; a la primera preñada se acabó la fiesta. Los curas nos han dado su bendición…” . La andanada de vítores de mis hombres me confirmó lo que ya sospechaba: de todas las órdenes que yo podría haberles dado, esa era la que más estaban esperando. Tanto era así que, en cuanto mandé romper filas, todos marcharon corriendo a agenciarse alguna mujer; a los quince minutos la isla parecía, en las sabias palabras del fraile, una segunda Gomorra. Entre los gritos de horror de todas aquellas hembras, alguna de las cuales estaba siendo penetrada simultáneamente por los dos orificios permitidos, destacaban los de la chiquilla que yo, desde que la vi llegar a la isla, soñaba beneficiarme: Doña Ana de Lacorte, una veinteañera de formas espectaculares y pechos llenos, cuyas miradas lánguidas y gestos pudorosos -pese a su constante desnudez- me provocaban un efecto devastador. Cuando pasó frente a mí, corriendo lo poco que le permitían sus cadenas y perseguida por uno de mis arcabuceros, no tuve más que alargar una mano y sujetarla por el brazo; la muy inocente, pensando que yo la iba a librar de su fatal destino, se apretó contra mi cuerpo de tal forma que sus senos se aplastaron contra mi coselete, con tanta fuerza que pese al metal la notaba temblar. Algo que aproveché para hacer lo que me pedía a gritos mi voluntad: echar mano a sus gloriosas nalgas.

Ni que decir tiene que, así sujeta, la llevé de inmediato a mis aposentos; donde por fin logré yacer con ella, aunque tuviese que ser contra natura. Como sería vergonzosa y temerosa pero no tonta, cuando vio que yo comenzaba a desnudarme entendió enseguida para qué estaba allí; y, también, que resistirse no iba a servirle de nada. Así que, aunque entre sollozos y ruegos de que no le hiciera daño, se dejó colocar como yo la quería: a cuatro patas sobre mi catre, con la cabeza baja, las piernas tan separadas como le resultaba posible -era bastante, pues al menos habría tres pies de cadena entre los grilletes de sus tobillos- y las nalgas muy avanzadas hacia mí, como si buscasen mi miembro. El cual, para entonces, estaba tieso como una pica; así que no tuve más que untarlo un poco en mi propia saliva y, tras apoyarlo en su ano, metérselo hasta el fondo de un fuerte empujón. Doña Ana emitió un grito desgarrador, como si le hubiese penetrado una lanza en vez de hacerlo mi hombría; pero, tan pronto como empecé a bombear dentro de ella, yendo atrás y adelante con todas mis energías, aquel alarido inicial fue tornando en gemidos cada vez más tenues. Tal vez sea presunción, pero hubiese dicho que, para cuando vertí mi simiente en ella, sus gemidos eran más de pasión que de dolor; de lo único que estoy seguro es de que, tanto la segunda como la tercera vez que la monté así, su puerta trasera me recibió mucho más acogedora. Y de que, una vez que agoté mis fuerzas por completo, Doña Ana se acurrucó junto a mí sobre el catre, pegando su cuerpo desnudo al mío; y así se quedó profundamente dormida.

IV

Como yo ya suponía, a los diez o quince minutos de que Don Pedro se alejase del puerto a la carrera la producción de sal quedó suspendida por completo; pues todas las internas fueron requeridas por los soldados para que copulasen con ellos. Mientras esperaba que el barco atracase, pues estaba ya acercándose al puerto, pensaba en lo arriesgado de mi plan; no podía permitir que la producción de sal cesase por completo, y si aquella orgía se prolongaba demasiado eso era sin duda lo que sucedería. Pero yo confiaba, además claro está de en la Divina Providencia, en algo mucho más prosaico: la naturaleza humana. Era evidente que, después de casi un mes viendo pasar frente a ellos aquellos magníficos cuerpos desnudos -que Dios me perdonase, pero sin duda así eran- los soldados no pensasen ahora en otra cosa que en el fornicio; pero lo más posible era que, pasando un tiempo, la permanente accesibilidad a las mujeres fuera limitando su “ardor guerrero”, y se conformaran con una o dos expansiones diarias. Y, en fin, si no era así siempre podía volver al régimen anterior, y tenerlos abstinentes otro mes… Ya que mi objetivo, obviamente, no era satisfacer las bajas pasiones de los soldados; sino, como había indicado al capitán, otro muy distinto: llevar hasta el límite la humillación y la deshonra de las internas. Pues ello las empujaría naturalmente a aceptar, incluso a desear, el tormento; algo que, hasta entonces y para antes tener el tiempo suficiente para preparar sus almas, aún no habíamos comenzado a aplicarles. Pero que, a mis ojos, cada vez era más necesario iniciar.

Mis meditaciones cesaron al ver descender del barco a Doña Leonor de Miranda, a quien en el fondo ya esperaba desde que me trasladé a la isla. Pues su proceso fue todo un acontecimiento social en Caracas, ya que corrió la voz de que se había convertido al luteranismo; si en su día el Decano me hubiese hecho caso a mí, de hecho, yo no tendría ahora la ocasión de corregirla, pues mi recomendación fue muy clara: tormento, confesión, y a la hoguera. Pero los amigos holandeses de su difunto marido supieron moverse mucho y bien, y el padre de Doña Leonor desembolsó una fortuna; así que, al final, lo más que le había sucedido a la joven viuda era tener que vestir el sambenito, y ser enviada a La Tortuga. Claro que ya me ocuparía yo de que aquí expiase sus pecados… Por de pronto, iba a recibir su primera lección; pues tras bajar de aquel barco con mucho cuidado para, al superar la borda baja, no exhibir sus vergüenzas, vino hacia nosotros tres muy apurada, y sonrojándose nos dijo: “Gracias a Dios que les encuentro, hermanos; vean ustedes como he tenido viajar, con cuánta indecencia. Les ruego que, de inmediato, me faciliten un vestido acorde con mi condición de dama, y que guarde el necesario recato” . Con mi mejor sonrisa le contesté: “Tiene usted mucha razón, Doña Leonor, este saco es impropio de una pecadora de su talla. Así que por favor quíteselo ahora mismo, y déselo a uno de mis compañeros” .

Al principio pareció no comprenderme: “Pero, Padre, si debajo de él no llevo ninguna prenda más…” ; pero, al callar yo, empezó a darse cuenta de su suerte. Sin duda que habría visto, desde el barco, como sus compañeras de cautiverio trabajaban desnudas, por lo que algo debía barruntarse ya; pero lo cierto fue que no logró reunir las fuerzas suficientes para quitarse el sambenito, y se quedó allí inmóvil, sonrojada hasta la raíz del cabello y balbuceando lo que parecía una plegaria. Yo continué forzando su humillación: “Si lo prefiere puedo llamar a los soldados para que se lo quiten ellos. Pero mucho me temo que, una vez que la hayan desnudado, igual querrán hacerle alguna cosa más… Nosotros, por el contrario, somos sacerdotes; por más que trate de tentarnos, no pecaremos. Pero sepa que, durante su estancia aquí, le estará prohibido cubrir su cuerpo en modo alguno; lo único que se le permite llevar son sus cadenas. Las cuales, por cierto, recibirá tan pronto como se haya quitado el sambenito” . Para entonces Doña Leonor ya lloraba a moco tendido, y temblaba como una hoja, pero seguía sin desvestirse; así que dije a uno de mis frailes que fuese a buscar a un par de soldados. Por fortuna ella me detuvo; y digo “por fortuna” porque, de tan ocupados como estaban, no sé si hubiese logrado que alguno acudiera. Pero no fue preciso; Doña Leonor solo me dijo “No, por favor; eso sí que no, se lo ruego!” y, con sendos gestos simultáneos, apartó las hombreras de su sambenito y lo dejó caer al suelo.

He de reconocer que, de todas las pecadoras a mi cargo, Doña Leonor era sin duda la más bella. Más alta que el común de las mujeres, tenía una silueta extraordinariamente esbelta: largas y bien torneadas piernas, caderas bien marcadas, un trasero alto, firme y redondeado, cintura estrecha y, sobre todo, unos pechos grandes y bien formados, que se movían libremente con la agitación que, una vez se vio desnuda, invadió todo su cuerpo. Pocas veces había podido comprobar, de una forma tan evidente, como el Maligno se servía del cuerpo de la mujer para llevarnos a la perdición; pues a punto estuve de lanzarme sobre ella y manosearla, besarla por todas partes, morderla quizás… Aquella mujer desnuda me hacía ver con toda claridad que mi misión tenía dos caras: no solo trataba de salvar las ánimas de aquellas descarriadas, sino que si resistía las tentaciones que a través de ellas Satanás me ofrecía, mi propia alma estaría muchísimo más cerca de la salvación eterna. Reconfortado por ese pensamiento, y ayudado por la mordedura del cilicio que, desde que llegué a la isla, llevaba siempre en uno de mis muslos -y que, en estas situaciones, apretaba con mi mano por debajo del hábito, a veces hasta hacerme sangre- me limité a decirle, como si no me afectase su desnudez “Sígame, por favor; vamos a la herrería” . Y acto seguido me di la vuelta y eché a andar hacia el edificio de las salinas, dando gracias al Cielo por haberme ofrecido una excusa perfecta para dejar de mirar aquel hermosísimo cuerpo desnudo.

No fue, sin embargo, por su propia voluntad que me siguió, pues Doña Leonor se había quedado allí como paralizada; mientras trataba de cubrir sus senos y su sexo con las manos, jadeaba y sollozaba como si estuviese a punto de sufrir un ataque de nervios. Pero mis dos hermanos en la Fe solucionaron el problema como solían hacer en estos casos: sujetando cada uno de un brazo a la recién llegada, y llevándosela a rastras a la herrería detrás de mí. De hecho, la única de todas las internas que me había seguido caminando ella sola, en una actitud que era más desafiante que humillada, era Doña María Teresa de Arce; yo nunca en mi vida había visto a nadie tan carente de la más elemental y natural modestia. Vamos, ni siquiera las prostitutas eran tan lascivas. Primero porque, cuando le ordené quitarse el sambenito, lo hizo de inmediato, sin dudar un solo instante y además buscando ofenderme; pues mientras se desvestía me decía cosas como “Esto es lo que queréis, verdad? Cerdos, malnacidos; como nunca podréis conseguir amar a una mujer, os vengáis humillándonos!” . Luego porque, una vez desnuda, en vez de tratar de ocultar sus vergüenzas nos las exhibió de forma impúdica, adoptando las posturas más obscenas que se le ocurrían. Y por último porque, de camino a la herrería, me siguió andando tan feliz, como si aquello no fuese con ella; cuando estuvimos más cerca y pudo verla, incluso me adelantó mientras decía “Así puedes ver un rato como se mueve mi trasero, desgraciado!” . Eso por no decir que además, cuando la encadenamos, nos trató todo el tiempo como si fuésemos sus criados, y en vez de unos grilletes le pusiéramos sus joyas.

Con Doña Leonor no fue en absoluto así. Es más, yo diría que fue la que más vergüenza sintió, de todas, al ser engrilletada. Y eso que se dejó hacer sin resistencia, pues estaba como ida, alucinada; solo emitió un gemido de súplica cuando uno de los hermanos, para poder martillar bien el grillete de su tobillo, le levantó la pierna hasta ponerla sobre el yunque del herrero. Pues, al hacerlo, dejó al descubierto los labios de su sexo, tanto por ser ella poco velluda allí abajo como por la gran separación a que había obligado a sus piernas. Pero, más allá de eso, se dejó poner sin queja los pesados grilletes y cadenas que todas las internas arrastraban: en cada muñeca y tobillo recibió al menos una libra de hierro, y las cadenas que juntaban sus manos y sus pies, lo bastante largas como para que pudiese andar y trabajar sin óbice alguno, eran también de eslabones gruesos. Pero el detalle más humillante era, sin duda, el collar: hecho del mismo hierro, alto de casi dos pulgadas y grueso de media, tenía en su frente una arandela de la que salía otra cadena, que iba a unirse -mediante un remache martillado- tanto al centro de la de las muñecas como, ya cerca del suelo, al de la cadena tobillera. Una vez con todos los hierros puestos, si Doña Leonor -o para el caso cualquiera de aquellas mujeres- hubiese sido algo más oscura de piel, sin duda todos la hubieran creído una esclava indígena.

V

Se me hace difícil recordar con detalle nada de lo que sucedió desde que aquel endemoniado fraile me obligó a quitarme el sambenito, y a quedarme completamente desnuda frente a él y a sus cómplices. Supongo que mi mente reaccionó ante aquella suprema humillación simplemente alejándose de una realidad que, aún ahora, me cuesta describir; pero lo cierto es que no recuerdo nada de lo que hice entre ese momento y cuando, un rato después, uno de aquellos pervertidos me levantó una pierna y la colocó sobre lo que parecía el tocón de un árbol cortado. En ese instante la consciencia volvió a mí como una iluminación, y me di cuenta de lo que estaban haciéndome: no tenían bastante con desnudarme, sino que además me estaban cargando de cadenas. Pero era evidente que toda resistencia iba a ser inútil, pues no solo ellos eran cuatro hombres, los tres frailes y el herrero, y yo una pobre e indefensa mujer; es que, además, por algún rincón de mi cabeza corría la idea de que el cura me había amenazado con entregarme a unos soldados. Y, si era cierta una mínima parte de lo que Francisca me había contado que les hacían a las indias, cuanto más lejos de ellos me mantuviese, tantísimo mejor. Sobre todo mientras estuviese así, en cueros vivos…

Pero aquellos animales no se quedaron contentos con desnudarme y cubrirme de hierros; aun tenían pensada otra forma de humillarme. Al poco de que terminasen de encadenarme un ayudante del herrero vino con una bacina de afeitar, la navaja y el jabón; al verlo, lo primero que pensé fue que aquellos hombres iban a obligarme a que les afeitase, y vino a mi mente la imagen del fraile que me había obligado a desnudarme con el cuello cortado, y sangrando como un cerdo degollado. Pero no llegué a tocar siquiera la navaja, pues no era eso lo que pretendían; para mi horror, dos de ellos me tumbaron sobre una mesa de trabajo de la herrería y me levantaron las piernas, separándolas tanto como las cadenas entre mis tobillos lo permitían. Que era bastante, lo menos tres pies. Y, acto seguido, el herrero mojó, y luego comenzó a enjabonar, el vello de mis partes pudendas hasta que lo cubrió de espuma de jabón; tras lo que… comenzó a afeitar mi entrepierna! Yo me revolví, tratando de impedir que siguiera adelante con aquella ignominia; pero de inmediato cada uno de los frailes que me sujetaba agarró con fuerza uno de mis largos pezones, y ambos comenzaron a apretarlos. Hasta que yo, además de chillar mi dolor a los cuatro vientos, comprendí lo que tenía que hacer para que cesaran de atormentarme: me quedé inmóvil, aunque sonrojada hasta las orejas, y dejé hacer al herrero. Y lo seguí haciendo cuando aquel hombre, una vez hubo dejado mi pubis como el de una niña, siguió con su labor por los demás rincones de mi ingle; para lo que tuve que adoptar una posturas que, sinceramente, excedían con mucho cualquier obscenidad que yo hubiese podido imaginar hasta entonces.

Cuando juzgó acabada la tarea, y antes de incorporarme otra vez, puso su grande y callosa mano sobre mis partes y me dijo “A partir de ahora es su responsabilidad, señora, mantener sus vergüenzas completamente desnudas; cuando vea que el vello vuelve a crecer ha de venir aquí a que yo la afeite de nuevo, sin esperar a que se lo ordenen. Pues si le han de llamar la atención recibirá un castigo por ello. Y procure repasar bien todos sus rincones, ya sea usted misma o con la ayuda de otra interna; si los soldados le encuentran algún pelo en la entrepierna la denunciarán a los frailes, y también será castigada. Lo  mismo vale para sus axilas o sus piernas, por cierto, aunque veo que ya las ha traído depiladas” . Mientras me ayudaba a incorporarme, yo recordaba cómo le gustaban a mi difunto marido mis largas piernas sin vello, o mis axilas lisas y suaves; siempre me decía que era nuestro secreto, y solo de oírle murmurarlo en mi oído yo ya me excitaba… Pero, claro, jamás se atrevió a pedirme que me depilase la entrepierna, y yo tampoco habría accedido; ni las prostitutas hacían algo así, y ahora entendía el por qué. Pues, si ya era devastador tener que permanecer por completo desnuda frente a aquellos hombres, al menos el vello del pubis me permitía conservar un cierto pudor, al ocultar un poco mi sexo; así que sin él me sentía doblemente desnuda, por decirlo de algún modo. Pues podía ver perfectamente los labios de mi vulva, finos y muy bien marcados; lo que quería decir, obviamente, que cualquiera que estuviese frente a mí, como entonces estaban los frailes, también podía verlos. Y mejor no pensar en lo que sucedería cuando, como había sucedido unos minutos antes, me obligasen a separar las piernas…

Al comenzar a andar, escoltada por los monjes y camino de las salinas, lo primero que noté fue el peso de aquellas cadenas; contando collar, grilletes y eslabones lo menos me habrían puesto media arroba, si no más, de hierro. Y la cadena que unía mis tobillos, aunque era lo bastante larga para permitirme andar, iba arrastrando por el suelo; lo que hacía que los grilletes se moviesen, y de seguro me causaría heridas en la piel en poco tiempo. Pero nada podía hacer; mas allá, claro, de horrorizarme por lo que pude ver de camino, pues los rumores que corrían sobre los soldados se revelaron rigurosamente ciertos. No solo abusaban de nosotras, sino que lo hacían de un modo bestial; pues -el mero hecho de recordarlo ya me avergüenza- vi a dos de ellos montando a sendas mujeres, igual de desnudas y encadenadas que yo, del mismo modo que lo hacen los perros. El primero parecía hacerlo con un cadáver, pues su víctima ni se movía ni se quejaba; aunque, al pasar junto a ella, pude ver que lloraba quedamente, y murmuraba lo que me parecieron plegarias. Pero la segunda, a quien vi estando ya cerca de las salinas, hacía justo lo contrario: pataleaba, chillaba, se debatía… Aunque la pobre mujer nada podía hacer por zafarse, aplastada como estaba bajo los dos quintales de peso, por lo menos, de aquel bruto que la forzaba. Sus pataleos, por otra parte, fueron lo que me permitió ver hasta qué extremo de degradación habían llegado los hombres de aquella isla; pues el soldado la estaba penetrando por detrás. Y no “desde detrás” sino por detrás, contra natura.

Al llegar a las salinas pude comprobar que eran inmensas; como poco habría una cuarentena de eras, y ninguna tendría menos de una aranzada de superficie, lo que suponía muchísimo trabajo para su correcta explotación. Sobre todo si se tenía en cuenta que, a parte de mí, solo vi allí a otras tres mujeres; aunque lo que había podido contemplar durante el camino me sugería que, si bien en aquel momento estarían ocupadas en otra cosa, seguro que habitualmente más pobres desgraciadas trabajarían en aquel lugar. Uno de los frailes me dio una pala, y me llevó hasta una de las eras en las que la sal ya se había secado; señalándome un carro que había junto a ella, sobre el camino que coronaba el pequeño muro de separación, me dijo “Llénelo, y cuando lo tenga henchido arrástrelo hasta aquel montón de sal allí al fondo. Llega, lo vacía en él, vuelve aquí con el carro y a empezar de nuevo con lo mismo. Si el vigía la ve trabajar con pereza, o descansar sin permiso, nos lo dirá al caer la tarde, y será castigada por ello. Antes de empezar acérquese un momento aquí; no queremos que el sol la consuma en dos días, antes de que hayamos comenzado a sacarle de dentro al Maligno” .

Yo le obedecí y, tan pronto como me tuvo frente a él, el fraile comenzó a untarme todo el cuerpo con un ungüento espeso, que dejó mi piel de un color cobrizo; una vez estuve por completo embadurnada, se limpió las manos en mi cabello, me indicó que usase un sombrero de paja que vi sobre el carro, y se marchó. Dejándome allí, de nuevo roja de vergüenza; pues, aunque fuese un sacerdote, el manoseo a que me había sometido era escandaloso, indecente, algo que ni a mi marido le hubiese dejado hacer. Baste con decir que dedicó la mayor parte del tiempo a untar a fondo mis senos, mis nalgas y mi sexo; con lo que, Dios me perdone, logró al cabo de un poco que comenzase a sentir una excitación como no recordaba desde los tiempos, ya algo lejanos, en que mi esposo me susurraba palabras turbadoras al oído. Algo que el fraile notó, sin duda, al pasar repetidamente su mano a lo largo de la hendidura de mi sexo, pues me miró con severidad y me espetó “Pronto empieza usted, Doña Leonor, a comportarse como una furcia de Babilonia en celo; ya nos dijo Fray José que iba a ser la más difícil de devolver al recto camino de la Santa Iglesia” . Solo la prolija mención que aquel maldito fraile había hecho a los castigos, unida sobre todo a lo que había visto sufrir a las dos mujeres por el camino, me permitió contener mis ganas de abofetear a mi embadurnador.

No tardé más de una hora en darme cuenta de lo duro que era aquel trabajo. Primero, porque mis delicadas manos no estaban hechas para manejar una pala, y no tardaron mucho en cubrirse de ampollas. Segundo, porque el sol caribeño quemaba de lo lindo, por más ungüentos que me hubiese untado el cura; cuando yo tocaba cualquier rincón de mi piel desnuda la notaba ardiendo, las plantas de mis pies se cocían en la sal caliente, y el reflejo del sol en ella hería mis ojos. Y tercero, porque al poco empecé a tener mucha sed, y la cosa fue cada vez a peor; ya fuese por la evaporación, por mi esfuerzo -muy pronto el ungüento se mezcló con mi sudor- o por las dos cosas a la vez, para cuando acabé de llenar mi primer carro de sal hubiese hecho lo que fuera a cambio de un cántaro de agua fresca. Pero allí no lo había, así que me situé frente al carro, sujeté sus dos barras y tiré. Nada sucedió, sin embargo; pues el peso de la sal, unido al del propio carro, eran demasiado para mí. Cuando me convencí de que no iba a poder en modo alguno, vacié allí al lado parte de la sal, y así fui haciéndolo hasta que logré moverlo; a duras penas, e invirtiendo en ello aún más esfuerzo que el que me había costado llenarlo, lo arrastré hasta el montón de sal que estaba junto al espigón del pequeño puerto. Allí lo vacié, regresé a mi era y seguí llenando carros, y trasladándolos, hasta que el sol se empezó a poner. Para entonces yo estaba no agotada, sino literalmente reventada; tenía los labios resecos por el sol, la sal y la deshidratación, toda la piel bastante quemada -pese a aquel ungüento- y las manos y los pies llenos de ampollas. Así que, cuando al verter el último carro un fraile me ofreció un cántaro, lo cogí como un náufrago agarraría su tabla de salvación, y me bebí de un tirón toda el agua fresca que contenía.

Pero aún me esperaban más alegrías, si es que en mi situación aquella palabra tenía algún sentido. Al terminar los cántaros el fraile nos ordenó, a las cinco mujeres que allí nos habíamos juntado -todas las demás, por supuesto, igual de desnudas, encadenadas y agotadas que yo- que le siguiéramos, y lo hicimos hasta el edificio principal del convento. En cuya parte trasera habían instalado un ingenioso dispositivo: canalizando hasta allí el agua proveniente de una surgencia próxima, habían creado una especie de pequeña cascada artificial; bajo la cual mis cuatro compañeras se remojaron con gran alegría, pues incluso escuché como reía alguna de ellas. Por supuesto yo las imité de inmediato, y además aproveché para seguir bebiendo agua; era muy pura pero también muy fría, y reconozco que, mientras me lavaba, no pude evitar dejar ir algunos gemidos, y no todos de dolor. Pues en parte eran debidos al frío, pero también sin duda por sentir, de un modo que me resultaba incomprensible, una sensación parecida al bienestar. Tras dejar que nos secásemos al aire libre, por más que tiritásemos todas, nos introdujeron en una especie de refectorio, donde vi que ya habría al menos una docena de mujeres; por supuesto todas desnudas y encadenadas, y además en absoluto silencio. Una compañera me indicó dónde debía coger mi escudilla, y llenarla con una especie de estofado; cuando por fin me pude sentar, y comencé a comerlo, el bienestar se convirtió en una extraña felicidad: al estar agotada, y hambrienta, hasta un punto que nunca hubiese creído posible, aquel momento me pareció magnífico.

Aunque no durase demasiado; tan pronto acabamos las escudillas mis compañeras se levantaron, y empezaron a salir usando una puerta lateral. Las seguí, y desemboqué tras ellas en un corredor lleno de celdas a ambos lados; eran todas iguales, de unos diez pies de fondo por algo menos de ancho, y no tenían en su interior otra cosa que un catre desnudo y una bacina. Como yo no sabía cuál me habrían asignado fui caminando tras la última mujer, hasta que entró en una celda, e hice lo propio en la siguiente; no tardó mucho en pasar un fraile cerrando las puertas, una a una, hasta que llegó frente a la mía. Antes de cerrarla se detuvo, y mirándome me dijo “Veo que ha guardado silencio todo el tiempo. Bien hecho, pues esa es justamente la regla; no puede hablar si no se lo indicamos, y debe obedecer siempre, al instante, todo lo que se le ordene. Ya sea de nosotros o de los soldados, que para el caso es lo mismo. Ahora acuéstese y duerma; a partir de mañana le espera, además del trabajo, el tormento; Fray José ha ordenado que comencemos, ya, con los esfuerzos para tratar de recuperar sus almas de pecadoras” . Ni que decir tiene que, cuando cerró la puerta y me dejó sumida en la oscuridad, todo mi cuerpo temblaba; y no era solo porque la humedad, que la había, me hiciese lamentar una vez más mi permanente desnudez. Era, sobre todo, de puro miedo.

VI

La noche anterior Fray José me había mandado recado diciendo que, al alba, comenzaríamos con el tormento de las mujeres; así que tan pronto amaneció me dirigí, acompañado por dos de mis arcabuceros, al convento, pues él ya preveía la necesidad de utilizar cierta coerción. Antes, empero, fui hasta el cuerpo de guardia a recibir las novedades, pues la víspera habían avistado un barco en la lejanía que pudiera ser pirata. O peor aún holandés; pero la noche había transcurrido sin novedad, así que dejé a mi fiel Matías a cargo de todo. Tan pronto como ingresamos en el edificio un fraile nos dijo que fuésemos a las celdas, pues al parecer la primera penitente del día se resistía a bajar a recibir el tormento; así lo hicimos, y al descubrir de quien se trataba no pude sino sonreír: era, claro, Doña María Teresa de Arce. Pues aún recordaba lo que sucedió cuando ella llegó a la isla; sobre todo, la maestría con la que logró, pese a ser desnudada y encadenada como todas las demás, que fueran los frailes quienes se sintiesen humillados, y especialmente Fray José. Así que la elección de la primera víctima de aquel fraile no me extrañó en absoluto; en concreto solo me hizo pensar que, además de insensato, aquel desgraciado era bastante rencoroso.

“Por favor, Capitán, se lo ruego; sé que usted es un hombre de honor. Se lo suplico, no deje que estos endemoniados me hagan daño; desde que en mala hora mi marido me envió aquí que están deseándolo” . Aunque al entrar yo en su celda estaba sentada en el catre, de inmediato se levantó, dejándome ver su belleza sin más obstáculo que las cadenas; era una mujer de formas rotundas, con muslos, nalgas y pechos firmes pero muy carnosos. En particular sus senos eran algo digno de mención; sobre todo en aquel momento, pues con la agitación que invadía todo su cuerpo se balanceaban de un modo que no dejaría indiferente a ningún hombre digno de serlo. De hecho, de no haber sido porque los monjes la esperaban me la hubiese beneficiado allí mismo, y lo más posible era que mis dos soldados me hubieran imitado a continuación; pero eso no era, entonces, factible. Y así se lo indiqué: “Señora, si en mi mano estuviera, dedicaríamos juntos las próximas horas a los placeres de la carne. Pero quien manda aquí es Fray José; si le desobedezco, me juego mi carrera y quizás mi vida. Y eso no lo haré por ninguna de las mujeres de esta isla…” .

Mis palabras parecieron convencerla de la futilidad de cualquier ulterior resistencia, aunque aún hizo un intento desesperado: arrodillándose frente a mí, comenzó a buscar con sus manos encadenadas la abertura de mis calzas, dándome a entender que los placeres de la carne eran perfectamente posibles allí y entonces. Pero yo, con un supremo esfuerzo, sujeté sus dos pechos y, tirando de ellos hacia arriba, la obligué a ponerse en pie; una vez incorporada me miró con total desprecio, y con paso muy digno cruzó frente a mí, salió de su celda y se dirigió a la escalera que, al final del corredor donde se hallaban todas, conducía a los sótanos. Yo la seguí con mis hombres, asombrado por su valor; aunque he de reconocer que a mitad de la escalera Doña María Teresa tuvo una especie de vahído, y de no haberla sujetado yo quizás hubiese tropezado y caído al suelo. Pero al notar mis manos apretando con firmeza sus nalgas, y muy poco después de nuevo uno de sus pechos -de los que, he de reconocer, me era muy difícil apartarlas- se rehízo, y siguió descendiendo con paso seguro hasta llegar al umbral de la sala de tormentos.

Una vez allí, sin embargo, se detuvo, y su cuerpo desnudo comenzó a temblar como una hoja al viento. Era muy fácil comprender por qué, ya que en el centro de aquella sala había tres aparatos iguales, los cuales yo conocía de anteriores autos en los que había servido a la Inquisición. Ellos los llamaban la cuna de Judas, y consistían en una pirámide de madera, con la punta muy afilada, colocada sobre cuatro gruesos soportes del mismo material; de forma que su vértice quedase a algo más de un metro del suelo, justo debajo de las cuerdas con las que, empleando poleas en el techo, se alzaba a la víctima. Mientras yo, con una mano en sus nalgas y otra en un brazo, la llevaba hasta el primer aparato, Doña María Teresa comenzó a largar una retahíla de insultos a los monjes, y en particular a Fray José; pero esta vez el fraile venía preparado, pues al instante me alargó una mordaza de trapo. Lo que me obligó a hacer daño a aquella pobre mujer; pues no tuve más remedio, para obligarla a abrir la boca, que retorcerle un pezón con toda la fuerza de que fui capaz. Y entonces aprovechar su alarido de dolor para ponérsela contra su voluntad.

Colocarla sobre aquel artilugio precisó de más manos, aunque entre mis dos hombres y yo, y teniendo en cuenta que ella estaba cargada de cadenas, la cosa se resolvió en pocos minutos: primero pasamos la soga que descendía de la polea por debajo de sus sobacos, luego la alzamos hasta que su sexo estuvo una pulgada más alto que el vértice de la pirámide, y una vez colocado uno sobre otro la dejamos bajar hasta que todo el peso de su cuerpo reposó sobre, precisamente, aquel único punto: su vulva, penetrada por el puntiagudo extremo del aparato. Tras lo que aflojamos un poco más la cuerda, pero tan solo un par de pulgadas; lo suficiente como para que no soportase ni una libra de su peso, pero en cambio impidiese que Doña María Teresa pudiera caerse hacia un lado. Aunque la mordaza hacía su trabajo de un modo muy diligente, sus gritos de dolor eran realmente desgarradores, pues la postura tenía que suponerle mucho sufrimiento; y, además, el dolor iba a ir en aumento conforme pasaran las horas, como yo ya había podido comprobar en las otras ocasiones en que había presenciado el mismo castigo. Pero tampoco pude entretenerme mucho contemplándola sufrir, pues Don José me dijo, exhibiendo una sonrisa que aparentaba ser de beatitud pero yo sabía que era de pura satisfacción, por haberse tomado cumplida venganza: “Don Pedro, vaya por favor a buscar a la siguiente pecadora…” .

Esta vez se trataba de Doña Gabriela de Mendiluce, una bella mujer cuya historia había hecho las delicias de los mentideros de Caracas. Según me contaron, su riquísimo marido la había descubierto teniendo trato carnal con otro hombre, para mayor escarnio de baja ralea; a él lo había matado en un duelo, y a ella, antes de mandarla a reformar a la isla, le aplicó un castigo muy original: organizó una gran fiesta en su palacio, a la que invitó a toda la gente principal de la provincia. En la que él hizo de anfitrión acompañado de Doña Gabriela, aunque con una peculiaridad: la obligó a permanecer completamente desnuda desde su inicio hasta su final, e instruyó a todos sus criados para que la manosearan tanto como pudiesen. Pues no confiaba en que sus invitados, acompañados de sus mujeres, se atreviesen a hacerlo; aunque se llevó una gran sorpresa, pues conforme corrían el vino y los licores la gente se fue, por así decirlo, envalentonando. Y entrada la madrugada ya todos disfrutaban de las desnudas y prietas carnes de quien el anfitrión, para mayor escarnio, llamó todo el rato “la furcia”; siendo sobre todo las esposas de sus invitados quienes más crueles fueron con Doña Gabriela, tanto de palabra como de obra. Hasta el punto de que, al terminar la fiesta, habían dejado su cuerpo desnudo cubierto de moratones.

A ella hubo que llevarla a rastras. Algo que no supuso, por otra parte, problema alguno, pues aunque bastante alta era una mujer muy delgada, enjuta de carnes; con pechos pequeños y duros, de prominentes pezones, y unas nalgas que eran sin duda su mejor atributo: altas, firmes y perfectamente redondeadas, parecían estar llamando a gritos a mis manos. Hice caso a dicha llamada, y ayudé a mis hombres a bajarla al sótano precisamente sujetándola de esa parte de su cuerpo; mientras ella chillaba y trataba de patalear, aunque entre sus cadenas y los fuertes brazos de mis hombres estaba claro que nada podía hacer. Como tampoco pudo hacerlo cuando, en un santiamén, quedó colocada sobre su cuna de Judas; al instante comenzó a chillar por el dolor y a suplicar clemencia, pues en su caso el fraile no había considerado necesario amordazarla. Sin embargo, los delicados oídos de la Curia no gustaban de tanto ruido; así que Fray José se acercó a la mujer y le dijo “Ya ve usted, Doña Gabriela, cómo hemos resuelto el problema de Doña María Teresa, siempre demasiado locuaz. Si lo desea puedo hacer lo mismo por usted, pero ya ve que no es nada agradable tener la boca llena de trapos sucios. Para cuando le administremos los azotes ya le garantizo que los va a necesitar, eso seguro, pero igual puede usted aguantar ahora un poco sin hacer tanto ruido; si es así, mejor para todos” . Ni que decir tiene que logró convertir los aullidos de la mujer en meros gemidos…

Pero aún quedaba una cuna libre, y era obvio que no iba a permanecer así por mucho tiempo. A una orden del fraile nos dirigimos de nuevo arriba, a las celdas, en busca de la tercera mujer a atormentar; y, cuando llegamos al pasillo, lo primero que pudimos escuchar fue a un fraile maldiciendo. Estaba en la puerta de una celda, y al vernos llegar nos dijo “Vayan con tiento, señores; esta endemoniada me ha mordido…” . Al mirar al interior me di cuenta de que la tercera a castigar era Doña Leonor de Miranda; se había acurrucado sobre el catre, apoyada contra el ángulo de la pared y con sus piernas dobladas por las rodillas, apretadas contra su cuerpo. Lo que, por cierto, nos permitía una visión magnífica de los labios de su sexo, por entre los muslos apretados. Al vernos comenzó a llorar, y yo le dije “Doña Leonor, sea usted razonable; qué va a ganar con que nosotros le hagamos también daño… Ya sabe que ha de bajar al tormento le guste o no, y que nosotros estamos obligados a llevarla” . Aunque gimoteando, desdobló sus largas piernas e incorporó lentamente su esbelta desnudez; yo, muy caballeroso, le ofrecí mi mano, que ella sujetó con fuerza, y así bajamos ambos hasta aquel sótano, seguidos por mis dos soldados. Por el camino, y con un tenue hilo de voz, atinó a decirme “Gracias!” ; algo que, he de reconocerlo, me avergonzó un poco. Pues en el preciso momento en que me lo dijo yo estaba contemplando, fascinado, cómo se balanceaban sus grandes pechos al bajar la escalera; y, mientras notaba como mi hombría se recrecía, iba pensando en lo mucho que me hubiese gustado yacer con ella allí mismo, a la vez que estrujar con mis manos aquellas espléndidas ubres.

VII

Había elegido expresamente a mis tres primeras penitentes, pues por distintas razones sabía que iban a ser las más difíciles de corregir; Doña María Teresa por su altivez y su descaro, Doña Gabriela por su natural propensión a la traición y la hipocresía, y Doña Leonor por haber abrazado conscientemente la herejía. Lo que, sin duda, a los ojos de Dios la convertía en la peor de todas ellas. Mi plan era sencillo: someterlas cada día, durante algunas horas, a la cuna de Judas, mientras entre mis compañeros y yo las flagelábamos con las disciplinas de cáñamo; las mismas, por cierto, que usábamos nosotros cuando los cilicios no eran suficientes para vencer a los pensamientos impuros. Y con todas aquellas desvergonzadas a nuestro alrededor, exhibiéndose de un modo impúdico, lo cierto era que nos resultaban muy útiles. Las que habíamos traído de Caracas eran de las más tradicionales: unos pequeños látigos hechos en cáñamo trenzado, de siete colas -como los siete pecados capitales- y con tres nudos en cada una de ellas, llamadas cordones y que simbolizaban los días que Jesucristo permaneció enterrado. La única diferencia era que, para poder usarlas mejor con las internas, yo las había mandado hacer algo más largas; desde el inicio del mango hasta el último nudo medirían casi cuatro pies, uno y medio más de lo que era común en las disciplinas de nuestra Orden.

Una vez que las tuve a las tres sentadas sobre el vértice de sus cunas, dos de mis frailes y yo comenzamos a azotarlas; para que no hubiese ninguna diferencia entre ellas, había decidido que cada doce azotes nos cambiaríamos de lugar, y después de cada ronda -treinta y seis en total, pues- de lado. Esto es, primero las flagelaríamos en su espalda, y luego en sus pechos y vientre; aunque por la postura, algo elevada respecto del suelo, era seguro que algunos azotes iban a terminar en sus muslos, y en su trasero muchos de los primeros. Siendo posible, incluso, que los golpes lanzados contra la parte baja del vientre alcanzasen los sexos de las penitentes, pues todos ellos -pero sobre todo el de Doña Gabriela- sobresalían obscenamente por los laterales del ángulo sobre el cual se hallaban empotrados. Aunque lo primero fue mandar que amordazasen a las otras dos mujeres como lo habíamos hecho con Doña María Teresa, pues ya sabía yo por experiencia que los golpes con las disciplinas solían provocar, sobre todo en las mujeres, muchos gritos de dolor. Para entonces, además, las tres llevaban ya un buen rato sobre la cuna, con lo que el sufrimiento ya las iba venciendo, pues el dolor en sus ingles tenía que ser tremendo; pero, cuando empezaron a llover los azotes sobre sus espaldas y sus nalgas, el griterío se recrudeció, por suerte apagado por las mordazas.

Los golpes se daban siguiendo la regla que yo había impuesto; esto es, separados en el tiempo por una pequeña jaculatoria, que recitábamos entre uno y otro. Para la primera ocasión en que las purificábamos me pareció lo más oportuno elegir “Ave María Purísima, sin pecado concebida” ; mi intención era ir variándolas diariamente, y mi secreta esperanza que fuesen las pecadoras, un día, quienes las recitaran entre azote y azote. Pero, de momento, eso hubiese sido del todo inviable, pues estaban demasiado ocupadas preocupándose por las miserias de sus cuerpos pecadores, en lugar de pensar en sus almas. A mí me correspondió comenzar azotando a Doña María Teresa, y puedo decir sin falsas modestias que puse todo mi empeño en arrancarle a Satanás a golpes; para cuando terminé mi tanda de doce latigazos su espalda estaba enrojecida por completo, y en algunos puntos la piel parecía a punto de rasgarse. Pero donde más a fondo me empleé fue en sus nalgas, y en la parte posterior de sus muslos; por la altura a la que estaba sentada podía golpearla allí con mucha más fuerza, pues para alcanzar su espalda tenía que lanzar mi brazo hacia arriba. Así que al menos la mitad de mi docena fue a caer sobre la grupa de aquella desdichada, que se agitaba frenéticamente en su asiento; con lo que, por supuesto, aún se hacía más daño en sus partes pudendas, para entonces ya muy amoratadas.

Con Doña Gabriela, y después con Doña Leonor, seguí la misma táctica; sobre todo con la primera, pues por su mayor estatura aún me era más difícil golpear su espalda con efectividad. Mientras que sus nalgas se ofrecían justo frente a mi brazo, como pidiendo ser azotadas; así que allí descargué la mayor parte de mi furia. Conforme las iba azotando yo tenía la extraña sensación de que cada vez tenía más fuerzas, en vez de irme cansando; esto último hubiese sido lo más normal, pues el esfuerzo que ponía en castigarlas era muy grande, acorde con la magnitud de la tarea. Pero de pronto comprendí que tenía que ser el mismo Dios quien iba dando más y más fuerza a mi brazo; no podía haber otra explicación, y entenderlo me hizo muy dichoso, pues era la prueba definitiva de que lo que estábamos haciendo placía al Cielo. Así se lo hice saber a mis compañeros cuando acabamos la primera tanda de azotes, y antes de comenzar a fustigar los pechos y los vientres de las penitentes; para mi mayor júbilo los dos me confesaron que ellos sentían, también, como algo inexplicable daba fuerza a sus brazos, y les permitía dar los golpes cada vez con más potencia y decisión. Así que, tras un brevísimo receso para rezar un Padrenuestro, en agradecimiento al Señor por habernos mandado una señal tan clara, nos pusimos de nuevo a la labor.

Tan pronto como comencé a flagelar la parte frontal del cuerpo desnudo de Doña María Teresa me di cuenta de dos cosas: la primera, que los grilletes de sus manos alcanzaban para cubrir sus pechos o su vientre, pues la cadena, pensada para que pudiesen trabajar en las salinas, era lo bastante larga; así que resolví que, a partir de la siguiente vez que las azotásemos, habría que sujetar sus manos a los costados, de algún modo, antes de subirlas a la cuna. Seguramente lo más fácil sería pasar, por sus espaldas, un cordel que sujetase los dos grilletes de las manos, pegados al cuerpo y en la posición de máxima extensión de la cadena que los unía. El segundo problema tenía más difícil solución, pues se debía a la propia existencia de las cadenas, y sobre todo de la que bajaba desde su collar; al descender por la parte frontal de su cuerpo recibía gran parte del impacto de las disciplinas, con lo que una fracción de mi esfuerzo era en balde. No todo, claro, pues los pechos de Doña María Teresa sobresalían a ambos lados de la cadena, y las veces que logré impactarlos recibieron los cordeles, y los nudos, de pleno; era suficiente con ver cómo se bamboleaban, agitándose en todas direcciones, para comprobar que el impacto era perfecto. Pero los golpes en el vientre perdían más efectividad, pues los cordones se enredaban un poco en la cadena; sobre todo porque, al mover hacia delante su cuerpo, la penitente la separaba de él, y la interponía en el camino del látigo. Y, además de eso, en tres ocasiones logró interponer sus manos, en el camino de otros tantos azotes que buscaban sus pechos o su vientre para descargar su furia en ellos.

A la vista de dicha dificultad, y después de haber logrado darle al menos un par de veces en los pechos, decidí concentrar los últimos seis golpes en los muslos de Doña María Teresa; lo cual era muy fácil pues, por la forma en que se hallaba empalada en aquel vértice, sus rodillas estaban tan separadas como la cadena que unía sus tobillos lo permitía: prácticamente lo mismo que, de no haber estado aherrojada, hubiese podido separarlas así sentada. Además, la penitente no alcanzaba hasta allí abajo con sus manos engrilletadas, la cadena que seguía descendiendo hacia sus tobillos no obstaculizaba para nada los latigazos, y yo podía dárselos con todas mis fuerzas, golpeando de arriba hacia abajo; para cuando terminé de dar los seis restantes, sus muslos presentaban un aspecto amoratado y sanguinolento. Y hubiera jurado que sus alaridos de dolor mientras los recibía habían sido incluso más intensos que con los golpes anteriores; algo que tenía una explicación lógica, pues yo recordaba haber leído, seguramente en el Directorium Inquisitorum de Nicolás Aymerich, que la carne de los muslos era una de las más delicadas del cuerpo, por lo que los latigazos allí dolían especialmente. Un extremo que mi cilicio, por otro lado, se encargaba constantemente de recordarme.

Antes de flagelar a Doña Gabriela, empero, ordené a los soldados que les sujetaran las manos a los costados a las tres; pues era la única forma de que no las interpusieran en el camino del azote, como hasta en tres ocasiones había hecho Doña María Teresa conmigo. Como era de esperar con un simple cordel pasado por detrás, de muñeca a muñeca, solucionamos el problema; y, de rebote, el de que la cadena frontal se interpusiera, pues al sujetarles las manos bien juntas a los laterales del cuerpo, sus cadenas descendentes quedaron pegadas a sus ombligos. Una vez que las vi así fijadas me di cuenta de lo muy injusto que sería privarlas de los golpes errados contra sus manos, y les indiqué a mis frailes: “Hermanos, yo he errado tres de mis azotes, pues esta desdichada ha interpuesto sus manos. Así que ahora que ya está por completo indefensa voy a dárselos; haced vosotros lo propio con las vuestras” . Y, acto seguido, di tres azotes más a Doña María Teresa, mientras ellos completaban sus tandas sobre los cuerpos de las otras dos penitentes; aprovechando que ahora estaba bien sujeta, y después de un primer golpe que aterrizó de lleno en sus pechos, propiné los otros dos en su vientre. De los que con el primero tuve la suerte de acertar, al menos con un cordón pero quizás incluso con un nudo, en los labios de su sexo; el respingo que dio me convenció de lo muy atinado del impacto, aunque con el siguiente y último no fui tan afortunado.

Con Doña Gabriela, sin embargo, pronto me di cuenta de que azotar sus pechos tenía poco interés, pues eran demasiado pequeños para reaccionar con la elegancia, y la amplitud, de los de Doña María Teresa. Aunque sus pezones eran en verdad fascinantes, anchos y alargados como una bellota, o incluso un poco más largos; la tercera y última vez que la golpeé allí un nudo alcanzó de lleno a su pezón derecho, y a punto estuvo de arrancárselo. Lo cierto era que aquella mujer, con excepción de sus nalgas -donde antes me había ensañado, justo era reconocerlo- tenía poca carne en cualquier otro lugar; sus muslos, ya muy marcados por la docena anterior de azotes, parecían poco apetitosos a la hora de descargar en ellos la ira divina, por lo que después de darle dos azotes a cada uno concentré los restantes cinco en su vientre. Una sabia decisión, pues los labios de su sexo eran muy prominentes; más aun en su situación, dado que el vértice que la penetraba cada vez más los hacía avanzar por los laterales de aquella pirámide de madera. Así que al menos tres de los cinco golpes lograron impactar en ellos; tan grande sería el dolor que le causaron que el capitán, al ver cómo se agitaba, corrió a su lado por si caía de la cuna de Judas. Lo que, como era de suponer, no sucedió en momento alguno.

Cuando me coloqué frente a Doña Leonor he de reconocer que, pese a la evidente colaboración divina, mi brazo estaba ya muy cansado; y notaba, por debajo del hábito, como todo mi cuerpo estaba empapado en sudor, puede que tanto, o más, sudor que el que corría libremente por los cuerpos desnudos de las tres penitentes. Pero la labor de Dios no consentía espera ni demora, así que hice acopio de mis últimas fuerzas y descargué sobre aquella mujer el castigo divino; esta vez de un modo más metódico, pues comencé por los pechos, luego golpeé el vientre y por último uno y otro muslo, para repetir ese mismo orden tres veces. Y, para así aprovechar la tarea para mortificarme un poco, la azoté con toda la fuerza de que fui capaz y aún un poco más; para cuando terminé la piel de uno de los muslos de Doña Leonor se había roto en varios sitios, y sangraba bastante, y lo mismo sucedía en uno de sus pezones. Pero, aunque completamente agotado, me invadió al punto una gran beatitud, que achaqué a la satisfacción por el deber cumplido; pero enseguida recordé que en la isla había el doble de mujeres que de frailes, por lo que aquel día me iba a tocar, otra vez, azotar a otras tres de aquellas desdichadas. Pues mi idea era que, para acelerar su expiación, todas sufrieran el tormento a diario.

Así que, antes de retirarme a orar y a descansar un rato, di instrucciones al capitán: “Déjenlas en la cuna de Judas una hora más, y luego las bajan y se las llevan a las salinas, a trabajar. Si les duele la entrepierna, o los latigazos, mejor que mejor; señal de que la penitencia surte efecto. Pero nada de holgar, o de ir más despacio de la cuenta; diga al vigía que las controle estrechamente, que trabajen lo mismo que de costumbre. Tan pronto como las haya puesto a trabajar trae aquí a otras tres internas; antes de que acabe el día todas habrán de pasar por la mortificación impuesta para hoy. Una vez que las bajen aquí las colocan a las tres en las cunas, cuidando de sujetar sus manos como le acabo de enseñar; una vez sujetas vienen a buscarme, y yo les diré quienes serán los siguientes tres frailes encargados de azotarlas” . Al comenzar a subir por las escaleras de regreso a mi celda me di cuenta de algo sorprendente; ni una sola vez había tenido que apretarme más el cilicio con la mano, para evitar que el Diablo, valiéndose de los cuerpos desnudos de aquellas tres desgraciadas, hiciese la maléfica labor en mi miembro viril con la que tantas otras veces me había atormentado. Otra señal divina, sin duda…

VIII

Fue Don Pedro en persona quien me bajó de aquel terrible instrumento de tortura. Para entonces el dolor era mucho mayor al que sentí la única vez en mi vida que había dado a luz; y no solo porque había ido creciendo hasta ser mucho más intenso que el de un parto, sino sobre todo porque al menos hacía dos horas que lo soportaba. Y, en mi caso, cuando parí el sufrimiento fue extremo pero breve; no más allá de diez, quizás quince minutos de labor. Así que cuando mis pies tocaron el suelo fui incapaz de sostenerme; y, de no ser por sus fuertes brazos, me habría desplomado. Además, al intentar juntar las piernas un calambre me recorrió ambos muslos, agarrotándolos; así que le pedí por favor que me dejara sentar unos minutos, aunque fuese en el suelo. Pero él, lamentándolo mucho, me dijo que tal cosa no era posible, dado que el fraile había sido tajante en sus instrucciones; así que, andando como pude y fuertemente sujeta por él, logré subir las escaleras, cruzar el convento y salir al patio. En aquel momento, ya un poco más recuperada y gracias a la luz solar, me di cuenta de que todo mi cuerpo estaba surcado de latigazos; aunque la piel solo estaba rota en unos pocos sitios, el efecto visual era terrible, pues no había rincón de mis muslos, mi vientre o mis pechos sin marcar, y suponía que en mi espalda y en mis nalgas sucedería igual. Al menos en mi nalga derecha seguro, pues era allí donde una mano del capitán me sujetaba con firmeza; y, aunque agradecía su ayuda, el escozor que su presa causaba en mi lacerada carne me hacía saltar las lágrimas.

Al llegar a la entrada de la salina Don Pedro me entregó a otro soldado, pues él tenía que llevar al tormento a otras tres desdichadas. En mala hora lo hizo, sin embargo, pues aquel arcabucero tenía sin duda otros planes para mí que ponerme a trabajar: en cuanto marchó el capitán me dejó caer de rodillas y sacó su miembro viril, poniéndolo frente a mi cara. Lo que me insinuaba era algo horrible, sin duda, propio de las furcias más degradadas, pero como no me veía capaz de resistir más maltrato abrí dócilmente la boca, y dejé que me lo introdujese en ella; olía a suciedad y a orines, pero no me quedó otro remedio que comenzar a succionarlo, y a lamerlo, hasta que lo tuvo tieso y duro como un poste. Sin embargo aquel hombre no tenía bastante con mi boca, pues en cuanto se sintió a punto retiró su miembro y, de un empujón, me hizo dar la vuelta; para luego ponerme de cuatro patas en el suelo, y arrodillarse detrás de mí. Aunque la peor parte la había sufrido mi vulva, pues aquel vértice se había clavado en ella, con el paso del tiempo mi ano también había terminado por resentirse; así que, cuando aquel soldado lo penetró de golpe, de un fuerte empujón, el dolor fue tan intenso como el que, durante horas, había lacerado toda mi pelvis. Y, además, vino acompañado de otro igual en mis pechos recién azotados, pues aquel hombre los apretujó con violencia mientras taladraba mi recto con una furia salvaje, auténticamente desmedida.

Lo único bueno fue que resistió poco; en unos minutos eyaculó dentro de mí, se apartó y, de una patada, me tiró al suelo. Tras lo que me dijo “Levántese ya, que hay mucha sal que cargar…” . Yo lloraba desconsoladamente, pues mi capacidad para soportar el dolor había sido superada hacía rato, pero con un esfuerzo sobrehumano logré ponerme de pie, y seguirle hasta una de las eras; allí me entregó una pala y, antes de ponerme a trabajar, me untó todo el cuerpo con aquella pasta oscura que ya me habían puesto el primer día. Escocía una barbaridad en mis heridas recientes, así que comencé a retorcerme y agitarme; pero el soldado rio y me dijo “Ya sé que pica, pero además de protegerla del sol este unto le limpiará las heridas del látigo. Ha de estar bien para mañana, pues a partir de ahora le espera cada día el tormento” . Para cuando se marchó, y me dejó sola frente a aquel montón de sal cuyo reflejo me cegaba los ojos, hubiera sido capaz de acabar con mi propia vida; pero no tenía modo, así que me puse a trabajar lo mejor que pude, para evitarme más golpes. Y, al levantar la vista, vi que igual estaban haciendo Doña María Teresa y Doña Gabriela, unas eras más allá; lo que, por lo menos, me permitió una pequeña alegría, al comprobar que las dos habían superado el primer día de tormento. Aunque sus cuerpos, incluso untados por doquier con aquella pasta oscura, se veían tan horriblemente castigados como, a ellas, les debía de parecer el mío.

Mis penalidades del día, sin embargo, no habían concluido aún, pues los soldados parecían tener un apetito sexual desmedido; tan pronto como logré llevar al depósito de sal mi primer carro lleno -no mucho, en realidad, pues en mi estado no podría haberlo movido ni con dos tercios de carga- el que estaba de vigilancia me tumbó sobre la caja, una vez lo vacié, y volvió a penetrarme por el recto con auténtico salvajismo. Cuando acabó, y me dejó volver a la era con el carro vacío, yo no podía dejar de pensar en la suerte que tenía, pues si alguno de aquellos animales hubiese decidido violarme por la vía natural me habría hecho un daño imposible de describir con palabras. Pues toda la carne de los labios de mi sexo, y de la vagina, estaba tumefacta y dolorida al máximo; hasta el punto de que, si probaba a tocarla con un dedo, el dolor me hacía ver, literalmente, las estrellas. Al bajar de vuelta observé que otro soldado estaba, allí mismo sobre la sal, penetrando por detrás a Doña María Teresa, y entonces caí en la cuenta: para evitar preñarnos, les habrían ordenado hacerlo siempre contra natura! Pese a estar tan dolorida, una sonrisa vino a mis labios: si ellos supieran que, en mi primer y único parto, no solo perdí a mi hijo, sino también la capacidad para volver a ser madre alguna vez… Pero mis pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada a las salinas de otras tres mujeres que, por su aspecto, venían del tormento; las tres, por supuesto, fueron violadas por los soldados antes de empezar a trabajar.

Una de ellas lo fue de un modo especialmente doloroso y humillante, pues el hombre que acababa de violarme, seguramente por no haber tenido el tiempo suficiente como para recuperar sus fuerzas, decidió usar el mango de la escoba que tenía en el cuarto de los vigilantes. Así que colocó a la mujer, que lloraba y suplicaba en vano, de cuatro patas, y luego le metió aquel palo hasta que sus chillidos de dolor le convencieron de que ya no podría llevarlo más adentro; así estuvo un rato, metiéndolo y sacándolo, pero cuando se cansó de hacerlo aun tenía, al parecer, ganas de atormentar a su víctima. Pues sacó el mango, se lo metió en la boca a la pobre mujer para que lo limpiase, y acto seguido la tumbó boca arriba allí mismo y la volvió a penetrar con él, pero esta vez en la vagina. Los alaridos de aquella mujer me helaban la sangre, pues yo entendía muy bien lo que su vagina recién torturada debía de estar pasando, pero al soldado le dio igual; estuvo un buen rato metiendo y sacando aquel palo del sexo de la mujer hasta que un compañero le gritó algo que no entendí; entonces lo retiró y le dijo “Ni para el fornicio sirven ustedes; por una vez que es masturbada, y no lo aprovecha para correrse. Ande, vaya a trabajar, que para lo único que sirven es para hacer de mulas!” . No hace falta decir que la desgraciada marchó de allí tan deprisa como su mucho dolor le permitió.

Para cuando empezó a ponerse el sol yo había logrado cargar y vaciar cuatro carros de sal; mejor dicho cuatro medios carros, pues era incapaz de moverlos con más carga. Pero eso pareció ser suficiente para mis guardianes, pues no fui castigada en todo el tiempo; parecía interesarles más ensañarse con las pobres mujeres que iban regresando, de tres en tres, de haber sufrido el tormento. Al terminar la jornada nos llevaron de regreso al convento, donde al igual que el día anterior pudimos lavarnos antes de la cena; cuando me quité aquella pasta espesa bajo el chorro de agua pude ver que, aunque las marcas de los golpes seguían viéndose perfectamente, la piel se notaba más lisa, y no había restos de sangre coagulada debajo de ella. Así que, ciertamente, no solo nos protegía del sol sino que también curaba. Cenamos un estofado y fruta en absoluto silencio, como siempre; las principales diferencias con el día anterior eran que todas teníamos nuestros cuerpos desnudos cubiertos por las marcas del látigo, en algunas muy recientes, y que al sentarnos emitíamos gemidos lastimeros de dolor. Al acabar fuimos en fila hacia nuestras celdas, arrastrando como siempre nuestras pesadas cadenas; tan pronto como uno de los frailes cerró mi puerta me tumbé encima del desnudo catre y, al instante, me quedé profundamente dormida.

IX

Durante una semana, quizás algo más, y a partir de que el fraile permitió a mis soldados desahogarse con las mujeres, la tropa no me causó problema alguno; lo único que tuve que resolverles fue una duda, y lo hice por supuesto del modo que ellos esperaban: excepto el miembro viril, podían introducir en las vaginas de las internas lo que les apeteciera. La cosa vino a cuento de que el herrero, muy molesto con una de las mujeres -que había acudido a él para ser depilada, por haber visto regresar su espeso vello- porque, según él, ponía muy poco interés en el fornicio, decidió meter en su sexo una barra de hierro e irla calentando, hasta que aquella pobre dio tales alaridos que uno de los frailes se acercó a ver qué sucedía. A partir de ahí se abrió, primero, una discusión entre los frailes, para decidir si aquello era o no un tormento; pero Fray José decidió que no lo era, pues el motivo que había llevado al herrero a castigarla, el despecho, no era de carácter piadoso. Pues, como bien nos recordó, sólo es tormento el que se impone para averiguar la verdad o expiar los pecados; así que aquello no lo era, y aprovecho para insistirnos una vez más en que no podíamos matar, o mutilar, a ninguna. “Y quemarles las partes pudendas se acerca mucho a una mutilación, hijos míos, así que mejor dejáis de castigarlas de ese modo” , nos dijo, exhibiendo su habitual expresión de desprecio hacia nuestra ignorancia teológica. Resuelto el tema religioso, zanjé yo la duda seglar en los términos que ya he expuesto.

Me preocupaban, sin embargo, las mujeres, pues cada día las veía en peor estado de salud. No solo por el mucho trabajo, y la escasa alimentación; los tormentos que a diario sufrían todas, aunque Fray José hubiera reducido su intensidad -preocupado por el bajo rendimiento de las salinas, no por ellas-, también la quebrantaban sobremanera. De hecho, no volvió a administrarles los setenta y dos latigazos diarios que al principio les había prescrito, pero todos los días se llevaban su buena ración de azotes; y, para compensar que el número de golpes era menor, aquel fraile había tenido una de sus malvadas ideas: tan pronto como las bajábamos a la salina las obligábamos a meterse en el mar, hasta que el agua les llegaba al cuello, y allí las dejábamos un buen rato. Un nuevo tormento realmente diabólico, pues por un lado el agua salada les provocaba un insoportable escozor en las heridas recién infligidas a sus desnudos cuerpos; y, por otro, la mayoría de ellas no sabían nadar, ni hubiesen podido hacerlo cargadas con aquellas pesadas cadenas. Así que, mientras que no les ordenábamos regresar, la mayoría sufrían incluso más por el miedo a ahogarse que por el dolor de la sal en sus heridas; no digamos ya en las frecuentes ocasiones en que el mar estaba agitado. O en aquellas, tampoco nada extrañas, en que los tiburones merodeaban las aguas de la playa junto a la salina; aunque nunca se acercó ninguno lo bastante como para poder atacarlas, el mero hecho de ver sus aletas dorsales entre las olas ya las ponía al borde de la histeria.

Para cuando ya no sabía dónde de sus desnudos cuerpos golpearlas, el fraile comenzó a azotarlas en las plantas de sus pies; algo que a las mujeres les resultaba extraordinariamente doloroso no solo al recibir los latigazos, sino sobre todo cuando, regresadas a las salinas, tenían que andar sobre el agua del mar. O, peor aún, sobre la sal ya seca. Y siguió inventando modos de atormentarlas constantemente; por ejemplo, dentro del mismo sótano donde administraba el tormento nos hizo excavar tres pozos de casi una cuerda de profundidad por unos tres pies de anchura, donde cada día metíamos a tres de las mujeres. Las bajábamos hasta el fondo mediante una cuerda doble, pasada por el mayor eslabón de sus cadenas -donde se unían la de sus muñecas y la descendente- que luego recuperábamos tirando de uno de sus extremos; y tras cubrir la boca del pozo las dejábamos allí, enterradas en vida en aquel espacio angosto, hasta que a la mañana siguiente las sustituían otras tres. Por cierto que volver a sacarlas de aquel hoyo era a veces lo más complicado, pues la prisionera no siempre tenía la presencia de ánimo suficiente para colaborar a su rescate; alguna estaba, tras pasar un día entero allí, como ida, y entonces uno de mis hombres había de descolgarse, boca abajo, hasta sujetar la cuerda en el lugar óptimo. Ni que decir tiene además que, transcurridos unos cuantos días, el olor que emanaba de aquellos hoyos era realmente pestilente; yo, sin duda, hubiera preferido sufrir cualquier otro de los tormentos de aquel maldito fraile antes que ser metido allí.

Pero mi mayor preocupación no era esa, sino un barco que mis vigías habían avistado ya muchas veces merodeando la isla; lo que siempre hacía a la suficiente distancia como para no poder ser identificado, pero cada vez con mayor frecuencia. Pues, si éramos atacados por una fuerza enemiga, poco era lo que podríamos hacer; aunque Don Benito Arias Montano reconquistó la isla en el año del Señor de 1638 al frente de ciento cincuenta soldados, más otros tantos indios Cumanagoto armados con arcos y flechas, de eso ya hacía un cuarto de siglo, y los holandeses no habían regresado en todo ese tiempo. Así que a mí me habían dejado allí al frente de no más de una docena de hombres, incluyendo al sargento Matías, y con unos arcabuces como armamento de más calibre; ni siquiera un pequeño cañón, así que nuestra principal defensa era que nadie más que nosotros sabía eso. Bueno, sin duda el Almirante lo sabía; y también sus ayudantes, sus consejeros… Pero si me ponía a pensar en ello me preocupaba más de lo necesario, pues la cosa no tenía remedio; antes de partir a la isla reclamé refuerzos, y se me dijo que aún diese gracias de lo que tenía, pues andábamos muy escasos de tropas en la provincia. Así que lo único que yo podía hacer era, precisamente, lo que llevaba tiempo haciendo: rezar a Dios implorando la protección divina, y aprovechar las ventajas de la isla. Ahí sí que no tenía queja; desde que llegué, en pocos meses había fornicado más que en todo el resto de mi vida…

En realidad, mi constante fornicio con Doña Ana de Lacorte -a quien mis hombres, con su habitual tacto y delicadeza, llamaban ya siempre “la furcia del capitán”- había terminado por crearme un posible problema; pues su sexo me resultaba tan tentador que en más de una ocasión la había penetrado como la Naturaleza había previsto. Aunque cuando sucedía eso procuraba no eyacular en su vagina, por supuesto, pero no siempre lograba retirarme de ella a tiempo; algunas veces, llevado por mi natural pasión, lo hacía más tarde de lo debido. O por la de ella; pues no era extraño que, si la penetraba desde el frente, me sujetase pasando sus piernas alrededor de mi cintura lo que las cadenas le permitían, para que yo no pudiera salir fácilmente de su vientre. En cualquier caso, desde hacía ya unos días esperaba con impaciencia a que tuviera su flujo menstrual, que según las cuentas de ella misma no debía llegar hasta un poco más tarde; algo que me tenía sobre ascuas. Pero lo más sorprendente era que haberla convertido en una especie de compañera de facto la había envalentonado, por así decirlo, y constantemente me pedía privilegios; sobre todo, que hablase con Fray José para que a ella le aplicase menos tormento. Yo, lógicamente, no le hacía caso alguno; y si algo hubiese hecho habría sido más bien pedir al fraile que se ensañase más con ella, para así corregir sus aviesas intenciones. Pero su actitud conmigo revelaba la peculiar naturaleza de las mujeres: incluso en su situación, desnuda, cargada de cadenas y sometida como esclava a los hombres que la custodiaban, Doña Ana se las ingeniaba para tratar de darme instrucciones!

Finalmente me di cuenta de que la culpa era solo mía, por haber hecho nacer en ella la idea de que para mí era algo especial. Aunque no había duda de que sus nalgas, o sus pechos, lo eran; pero en la isla había muchos otros más que, bien mirado, merecían también mi atención. Así que, la siguiente vez que tras hacer el amor me vino con sus monsergas, aproveché para solucionar el problema de una vez por todas: llamé a todos mis hombres que no estaban de guardia, ocho de ellos, y les ordené que la montasen todos, uno tras otro, y tantas veces -y con tanta brutalidad- como fueran capaces. Y cuando, un buen rato y muchas penetraciones después, Doña Ana quedó llorando en el suelo, arrodillada frente al edificio de las salinas, aproveché que Fray José estaba allí repasando unas cuentas para llamarlo; cuando acudió le conté como aquella mujer, con perversas palabras a mi oído, pretendía condenar mi alma además de la suya. Él se quedó pensativo un buen rato, y finalmente concluyó: “Le agradezco, Capitán, su sinceridad; no puedo negarle que los rumores que corrían sobre usted y esta desdichada comenzaban a preocuparme. Pero de nada hubiera servido advertirle, al menos no antes de que el Señor le hiciese ver a vuesa merced el camino recto; agradezcámosle al Cielo que por fin lo haya hecho. Y, por cuanto afecta a esta pecadora, pierda cuidado, que mañana será la primera en probar mi nuevo castigo; vista su propensión a usar el sexo para pecar, vamos a hacerle expiar sus culpas a través de él. Será colgada por sus pies, con las piernas tan separadas como las cadenas se lo permitan, y recibirá en sus partes pudendas el azote hasta que aflore la sangre” .

X

Aquella noche, tras rezar mis oraciones, me fui a dormir francamente contento; pues los amores del capitán con Doña Ana de Lacorte hacía algún tiempo que me tenían muy preocupado. Y no porque él pudiese preñarla, claro; aunque ninguno de los dos lo supieran, pues era una Secretum Damnationem Suspensus, antes de ser llevada a la isla el Santo Oficio la había condenado a la hoguera. En mis manos estaba el ejecutar la condena o no, en función de los progresos de su penitencia, pues tenía el documento solemne en mi archivo; así que en cualquier momento podía deshacerme de ella sin mayor problema. Por ejemplo, en caso de haber quedado preñada. O si hubiese confirmado la imposibilidad de su redención descarriando también el alma del capitán, un supuesto en que no me habría dejado más remedio que cumplir la sentencia sin mayor demora. Pues eso último era precisamente lo que me preocupaba más: que el capitán, un hombre a todas luces de limitadísimo caletre, se dejase atrapar en las redes de aquella arpía e hiciese alguna locura. Pero parecía, sin embargo, que el Señor había conjurado a tiempo aquel peligro; y, por cuanto hacía a Doña Ana, ya me ocuparía yo, a partir de la mañana siguiente, de que lamentase una y mil veces haber tratado de corromper a un hombre de honor, a un verdadero soldado de Cristo.

De madrugada, empero, me despertó un ruido de disparos, con muchos gritos y lamentos; y, al asomarme a mi ventana, pude ver cómo, justo frente al convento, dos de los soldados de la guardia combatían fieramente, espada en mano, contra dos hombres que por su aspecto solo podían ser piratas. Pues ambos iban sucintamente vestidos, incluso uno de ellos sin la camisa, y sus brazos estaban cubiertos de tatuajes; ambos llevaban aretes en sus orejas, y el que sí llevaba camisa tenía el pelo recogido bajo un pañuelo, como si fuese una mujer del campo. Pero no había duda alguna de que no lo era, pues desde mi balcón le podía ver la barba; aunque el combate no duró demasiado, pues pronto llegaron más compañeros de los asaltantes. De los que uno, sin mediar palabra, ensartó por la espalda a uno de los soldados con su espada; el pobre hombre cayó al suelo sin un grito, y allí se quedó inmóvil, en medio de un creciente charco de sangre. Al ver lo sucedido su compañero huyó a la carrera, perseguido por los piratas; y yo me di cuenta de que debía esconderme como fuera, pues aquellos salvajes iban a matar a todos los que encontrasen. Mi primera idea fue despertar a mis compañeros, y tratar de huir juntos; pero Dios me hizo ver enseguida que un grupo de siete sacerdotes iba a llamar mucho más la atención. Así que salí de mi celda en silencio, bajé hasta las cocinas -a esa hora desiertas- y, con mucho cuidado, abrí la puerta posterior, que daba a la canalización de agua.

No había nadie; así que, agachado y procurando no hacer ningún ruido, bajé hacia la playa junto a las salinas, pues en uno de sus extremos había unas grandes rocas donde esperaba poder ocultarme. Pero no era posible llegar, pues en el camino veía grupos de hombres armados que hablaban una lengua que yo no comprendí; así que me dirigí hacia el centro de la isla, al ser la única dirección en la que no se veía a nadie. Caminaba agachado, agradeciendo a Dios que la noche fuese de muy poca luna, y enseguida pude ver de dónde habían venido nuestros asaltantes; pues, en una cala del norte de la isla, dos más allá de la que rodeaba las salinas, se hallaba fondeado un gran galeón de al menos diez cañones por banda, con la bandera pirata ondeando al escaso viento de la noche. Finalmente hallé un refugio digno de tal nombre, algo que en aquella isla casi sin árboles no era fácil; un grupo de rocas en un saliente que miraba hacia aquella cala donde estaba el galeón, entre las cuales pude acurrucarme. Y de paso tranquilizarme un poco, pues notaba como mi corazón latía a tal velocidad que parecía querer salírseme del pecho; con las prisas había salido del convento en camisa de dormir, aunque me había calzado mis sandalias. Lo que, una vez más, era prueba de la intervención divina, pues el color de mi camisa se confundía mucho mejor con aquellas rocas que el de mi oscuro hábito.

Permanecí allí refugiado durante horas, viendo ir y venir a los piratas de su barco a tierra en dos chalupas; primero en la oscuridad, y más tarde con la primera luz del día. Desde allí pude comprobar como rapiñaban los víveres de que disponíamos; y, una vez concluida su carga, como transportaban a bordo a las mujeres. Si no me desconté se las llevaron a todas, incluyendo a las tres que pasaban aquella noche en los pozos del sótano; y por supuesto igual de desnudas que las habíamos tenido nosotros durante todo aquel tiempo, aunque les habían quitado sus cadenas. Era fácil aventurar para qué las querían: iban a venderlas como esclavas, al no haber encontrado en la isla ninguna otra cosa de valor. Así que mis oraciones se elevaron para ellas al instante, confiando en que el Señor las reconfortaría durante la terrible ordalía que les esperaba en manos de aquellos salvajes; si bien, pensé luego, también puede ser que Dios hubiera planeado este desenlace para castigarlas, y porque yo no hubiera sido hasta aquel momento lo bastante severo con ellas. Dado que no me era posible conocer los designios del Altísimo, me resigné cristianamente a nunca saberlo, y seguí esperando allí oculto no solo hasta que el galeón pirata zarpó, sino hasta que se perdió de vista en el horizonte. Una vez eso sucedió salí de mi escondite con todo cuidado, y me acerqué sigilosamente al convento.

Como era de esperar, la visita de los piratas había dejado cadáveres por todas partes. Mis seis compañeros estaban todos en la iglesia del convento, degollados por aquellos animales; y los tres soldados que por las proximidades pude ver estaban también muertos. Procurando no hacer mucho ruido, o llamar la atención, bajé hacia las salinas; por el camino hallé los cadáveres de otros dos soldados, y en el edificio los cuerpos del resto. Aunque me pareció que el capitán no estaba aún en el Cielo; presentaba un fuerte golpe en la cabeza que sangraba abundantemente, pero tenía aun pulso, y lo mismo sucedía con uno de sus arcabuceros que gemía sentado en el suelo, apoyado contra la pared. Aunque este último no sobreviviría mucho tiempo, pues desde donde estaba el capitán yo podía ver sus tripas, ya que las tenía esparcidas sobre las piernas. Así que concentré mis esfuerzos en Don Pedro: fui por agua y un trapo, con los que le limpié la brecha de la frente y le mojé los labios; él gimió, sin recuperar el conocimiento del todo, aunque ayudado por mí logró incorporarse y andar, trastabillando, hasta uno de los catres del cuerpo de guardia, donde lo tumbé. Entonces regresé junto al pobre soldado que gemía, e hice lo único que aún podía por él: administrarle la extremaunción.

Una vez comprobé que ya no podía hacer más regresé al convento, para hacer inventario de los víveres que nos habían quedado. Tampoco era que eso me preocupase demasiado, pues por fortuna -o puede que, de nuevo, fuese cosa de la Divina Providencia- faltaban pocos días para que llegase el barco de los suministros; así que cuando comprobé que no se lo habían llevado todo me quedé más aliviado. No habría problema para subsistir hasta su llegada, por lo que pude ver, sobre todo teniendo en cuenta que solo el capitán y yo íbamos a necesitar alimentos; algo que confirmé cuando, llevando un cuenco con sopa que había encontrado en la cocina, regresé a las salinas, donde el soldado herido ya había subido al Cielo. Lugar en el que, con absoluta seguridad, el Señor lo acogería en su Gloria, como a mis hermanos y a los demás soldados de la guarnición. El capitán parecía haber recobrado un poco la consciencia, pues al menos ya hablaba; pero para mi sorpresa, y supongo que en pleno delirio, me culpaba a mí de aquel desastre, ya que decía “Cuánta razón tenía el pobre Matías, al decir que un día íbamos a tener un disgusto. Nos han pillado por sorpresa; el centinela se había ido a las celdas de las mujeres, a fornicar con una de ellas. Maldito cura, maldito mil veces; no se puede hacer nada útil rodeado de mujeres en cueros vivos” . Yo no pude más que orar, como hiciera Jesucristo en su día, para que Dios le perdonase, pues era obvio que no sabía lo que se decía; y al instante me di perfecta cuenta de cuán imperioso era que salvase su vida, y que se recuperase cuanto antes. Pues, de no ser así, tendría que ser yo quien cavase, solo, las sepulturas de todos aquellos infelices…

XI

Me despertó el ruido de la llave en la puerta de mi celda, y antes de que se abriera ya imaginé que sucedía algo extraño; pues en cuanto recuperé la consciencia comencé a oír gritos, disparos, carreras, … Tan pronto como la puerta se abrió mis sospechas se vieron confirmadas, pues quienes lo hicieron no eran ni monjes ni soldados, sino claramente dos piratas: aunque nunca me había encontrado frente a ninguno, y menos aún desnuda, las láminas de los libros los pintaban precisamente con el aspecto que tenían aquellos dos hombres. Sandalias, calzas cortas hasta media pantorrilla, camisa abierta hasta el ombligo uno de ellos -el otro simplemente iba desnudo de cintura para arriba- tatuajes por todas partes, pelo desgreñado y aretes en ambas orejas, como si fuesen mujeres. Pero sin duda no lo eran, pues lo primero que hicieron al abrir mi celda fue ponerme uno su machete al cuello, y el otro su miembro en la boca; tan pronto como se lo puse tieso me hicieron poner a cuatro patas sobre el catre y el ya erecto me penetró, mientras el otro acercaba su pene hasta mi boca. Por supuesto me penetró en mi sexo, y con bastante brutalidad; como aún estaba medio dormida me causó cierto dolor, pero teniendo aquel machete afilado justo en mi cuello no me atreví a gemir siquiera. Cuando el hombre terminó le sustituyó su compañero, quien mientras tanto y con mis atenciones había alcanzado ya una erección masiva; una vez que me penetró, y comenzó a bombear adelante y atrás en mi sexo, a punto estuvo de llevarme al éxtasis. Supongo que mi vagina, después de tanto tiempo sin ser usada, reaccionó con prontitud a aquel doble estímulo.

Terminó, sin embargo, para cuando yo comenzaba a estar a punto; entre ambos me sacaron a tirones de la celda, y me llevaron al patio del convento. Allí se iban congregando las demás mujeres, y a juzgar por lo que yo podía ver en sus muslos todas ellas venían de haber recibido el mismo tratamiento que yo; aunque estábamos, sin duda, más preocupadas por nuestras vidas que por una eventual gestación. Una vez que nos tuvieron allí a todas nos llevaron, a golpes y empujones, hasta la herrería de las salinas; llegando allí pude ver, al fondo de la bahía, un barco enorme, con la bandera pirata ondeando en su palo más alto. Tras agruparnos frente al taller fuimos entrando, una por una, y nos quitaron los grilletes que tanto tiempo habíamos llevado; recuerdo que, cuando me libré de los míos, tuve la sensación de que flotaba en el aire, de tan ligera como me sentía. Pero lo que no hicieron fue darnos ropa alguna; una vez libres de grilletes nos fueron formando otra vez, en dos filas y tan desnudas como antes de quitárnoslos. O más, pues una vez retiradas nuestras cadenas lo cierto era que no llevábamos puesto nada en absoluto.

Alguno de los piratas, mientras se completaba el lento proceso -pues tenían que romper todos los remaches a martillazos- decidió que necesitaba más sexo; allí mismo, frente a todas las demás, uno de aquellos hombres violó a Doña María Teresa, quien, más por estar frente a todas las demás que por otra cosa, al principio hizo ademán de resistirse. Pero el hombre, muerto de risa, la tiró al suelo de un empujón, boca abajo, y se sentó sobre su espalda; luego se sacó el cinturón y comenzó a golpear las nalgas de su víctima, y la parte posterior de sus muslos, con saña, hasta que ella le pidió perdón entre sollozos y gritos de dolor. Cuando el pirata se cansó de golpearla y se levantó, de inmediato Doña María Teresa se dio la vuelta y, separando al máximo sus piernas, le ofreció su sexo completamente abierto, alzando un poco la pelvis; algo que el hombre aprovechó para penetrarla con auténtica furia. Tanto fue así que logró desequilibrarla y tirarla al suelo, donde cayó sobre su espalda, al tercer o cuarto empujón que dio dentro de su vagina; lo que provocó grandes risotadas de sus demás compañeros.

Finalmente terminó la retirada de nuestras cadenas, y en fila de a una nos llevaron hacia la playa. Una vez allí nos embarcaron, de tres en tres, en las dos chalupas con las que habían llegado ellos; a mí me tocó en una de las dos primeras, y conforme nos acercábamos al barco pude ver que era enorme; no sabría decir de qué tipo era, pero conté catorce cañones en el lado que daba a tierra, y me pareció ver hacia proa un cartel: se llamaba “Tigre”. Cuando nos abarloamos tuvimos que subir por una especie de red de cuerda que colgaba por el costado del barco; supongo que nuestros cuerpos desnudos escalando por aquella red debían de ofrecer un espectáculo muy indecente, pues tuve la sensación de que todos los marineros de aquel barco estaban asomados por la borda, mirándonos entre vítores y aplausos. Y los hombres de la chalupa, cuya visión de nuestros cuerpos desde abajo debía de ser doblemente explícita, se quedaron igual, como traspuestos, hasta que superamos la borda. Una vez en la cubierta mi desnudez quedó literalmente cubierta de manos; todos parecían querer tocarnos, por todas partes, y durante algunos minutos llegué a temer que, con tantos hombres encima de mí, terminaría asfixiada. Pero de pronto sonó un disparo, y los piratas se apartaron de nosotras seis de inmediato, para rodearnos desde un par de metros de distancia; todos miraban hacia el puente, desde donde un hombre enjuto, bajo y bien vestido -pues incluso llevaba un sombrero de plumas- nos miraba con una sonrisa.

Nadie dijo nada, ni se movió, hasta que las demás mujeres subieron a bordo. Una vez que todas estuvimos allí, el hombre bien vestido comenzó a hablar, en un español muy correcto pero con alguna traza de acento extranjero: “Bienvenidas a bordo del Tigre, señoras. Me llamo Laurens Cornelis Boudewijn de Graaf, aunque todos los españoles me llaman Lorencillo. Supongo que se preguntarán qué voy a hacer con ustedes; la respuesta es muy simple: voy a hacer negocio. Por mis espías en Caracas sé que son ustedes, todas, hijas de buenas familias, así que cuento con que sus maridos, o sus padres, pagarán una fortuna por recuperarlas. Escribirán ustedes, de su puño y letra y bajo mi supervisión, una misiva pidiendo el rescate oportuno; se las haremos llegar a sus familiares, y cuando nos paguen las liberaremos. Mientras esperamos, su función será atender a mis hombres; y no solo como furcias, no se crean que van a holgar: también harán por ellos todas las tareas de a bordo, para que descansen un poco, que ya lo merecen” . Llegado aquí detuvo su discurso unos instantes, hasta que se acallaron los ruidosos vítores de la tripulación, y luego continuó: “Pero les advierto: cualquier desobediencia será castigada con rigor, según el código del mar. Aquí usamos un corbacho capaz de hacer llorar como un niño a estos salvajes; yo he visto a hombretones hechos y derechos suplicar clemencia tras solo doce azotes. Y las infracciones más graves tienen una sola pena posible: pasar por la plancha; así que a callar y a obedecer todas, sin la menor vacilación. Alguna pregunta?” .

Para mi sorpresa una de mis compañeras, cuyo nombre yo no conocía, se atrevió a hablar: “Señor, por piedad, denos algo de ropa; llevamos meses desnudas, y yo ya no puedo más de la vergüenza. Bien se ve que es usted un caballero; se lo ruego por su honor…” . El capitán pirata la miró sin alterar su sonrisa, y le dijo “Señora, créame que lamento su desdicha, pero parte de sus funciones a bordo consisten en alegrar la vista a mis hombres; ya llevan mucho tiempo sin ver otra cosa que piratas feos, sucios y peludos. Así que no puedo atender su ruego; aunque desde luego sí que puedo hacer algo por ayudarla a perder esa vergüenza que tanto la tortura: desde ahora mismo pasará sus ratos libres echada sobre el castillo de proa, al que le ataremos boca arriba con las piernas bien abiertas. Ya verá cómo, en algunos días, estará usted más sobada que las estachas de amarre. Caballeros, si son tan amables…” . Al instante, y entre las risas de los demás piratas, cuatro de ellos cogieron a la pobre mujer y en un instante la ataron sobre una especie de saliente cuadrado que había en la parte delantera del barco; colocándola con las piernas abiertas, de forma que su sexo quedase mirando hacia el centro del barco, a la vista de todos. Y tan pronto como estuvo así colocada, el capitán dijo “Subidme a la primera” y se retiró al interior del puente.

No fue mi turno hasta que hubieron pasado otras tres mujeres, la última  de ellas Doña Ana de Lacorte; cuando regresó por la escalera que bajaba del puente su cara era de absoluta desesperación, y al pasar a mi lado iba diciendo “Qué barbaridad! Estoy perdida…” . Yo subí, escoltada por un pirata, crucé el puente de mando y por un corredor fui a desembocar en lo que parecía el camarote del capitán; era muy amplio, y tenía grandes ventanales que daban al mar por la popa. Al entrar en él aquel hombre me sorprendió, pues se dirigió a mí por mi nombre: “Ah, Doña Leonor de Miranda! Un placer conocerla, señora. Siéntese aquí a mi lado, se lo ruego, frente a la mesa de escritorio; y separe bien sus piernas, por favor, es una lástima ocultar a la vista tales tesoros. De hecho, había pensado tasarlos en unos mil ducados…” . Al oírle el corazón me dio un vuelco, pues era imposible que mi familia reuniese tantísimo dinero; menos aún después del dispendio que le habría supuesto a mi padre librarme de la hoguera. Pero no me atreví a decirle nada; así que me senté a su lado, frente al papel, y comencé a escribir a su dictado. De inmediato me di cuenta de que su propósito no era solo dictarme la carta, pues una de sus manos se fue directamente a mi sexo, y comenzó a pasearse por mi vulva arriba y abajo; al poco la otra se posó en uno de mis pechos, y no tardó ni cinco minutos en olvidarse del escrito: me levantó en volandas, me llevó sobre su cama y me penetró allí tumbada sin siquiera quitarse la ropa, sacando su miembro por entre los pliegues de sus calzas. Era grande y estaba muy duro, y eyaculó en muy pocos minutos; cuando acabó volvió a vestirse correctamente, y luego me mandó a completar la misiva.

Cuando la terminé, me atreví a decir “Señor, puedo hablar?” ; él me hizo un gesto afirmativo, y entonces le dije “Mi familia no puede pagar ese dinero, ni siquiera la décima parte. Qué va a ser de mí?” . El capitán pirata me miró con expresión de fastidio, y dictó mi sentencia: “Todas ustedes van a permanecer a bordo, para solaz de mis hombres, al menos por un año. Salvo, claro está, que antes de eso me llegue noticia del pago de algún rescate. Pero eso no es fácil; como ya se imaginará vamos mucho de un lado para otro, y las noticias tardan. Si en un año no he recibido el dinero, las que no hayan sido rescatadas serán llevadas a algún mercado apropiado, y vendidas como esclavas. Pero aún no sé dónde; una docena larga de esclavas blancas, vendidas a la vez, pueden atraer una atención que por supuesto no deseo. En fin, por el momento no se preocupe por eso; ahora su único objetivo es hacer felices a mis hombres. Así que póngase a ello de inmediato” . Mientras regresaba a cubierta, siguiendo a aquel pirata que me había subido al puente, me daba cuenta de mi terrible destino; pero yo nada podía hacer por evitarlo, así que cuando un hombre me cogió por la cintura, una vez abajo, le seguí sin oponer resistencia. Con él bajé por otra escalera hasta la cubierta inferior, mientras iba sobando mi cuerpo desnudo con auténtica brutalidad; tal parecía como si quisiera arrancarme los pezones, de tanto que estiraba de ellos. Fuimos hasta un rincón donde había unos sacos amontonados; al llegar me tumbé encima, abrí las piernas y solo le dije “Te lo ruego, si vas a usar mi puerta de atrás déjame que te chupe antes un poco el miembro, que por ahí estoy muy seca…” .