El convento

Historia de fantasia en un convento alejado de la mano de dios.

El convento.

Me encontraba perdido en el bosque. No sabía ni como había llegado allí. Solo me acordaba de que salté desde un coche en marcha intentando escapar de alguien, pero no me acordaba de quién.

Desfallecía mi cuerpo. Sentía un gusto amargo en mi boca. Necesita agua urgentemente. A lo lejos se divisaba una casa o algo por el estilo, pues mi vista se nublaba. Iba por una especie de sendero de tierra, pero no estaba seguro. Ni recuerdo cómo iba vestido. Estaba agonizante, y ya dejé de recordar cosas. Me desmallé.

Cuando desperté, la poca luz de aquella habitación me parecía radiante. Mis ojos se molestaron con la simple bombilla que alumbraba a penas esa estancia y la tenue luz que entraba por una pequeñísima ventanilla en lo alto de la pared. Intenté incorporarme, pero el dolor en mi cabeza y en las costillas me lo impedían. No recordaba nada de nada. Me asusté al comprobar que estaba completamente desnudo. No sabía ni dónde estaba ni como me llamaba ni nada de nada. Estaba perdido en mí mismo. Se abrió la puerta de la minúscula habitación grisácea. Una sombra borrosa apareció ante mí.

  • ¡Está despierto, hermanas! – gritó desde la puerta.

El grito de aquella sombra con voz femenina retumbó en mi cabeza como si de una explosión se tratase. ¡Explosión! Eso sí me recordaba a algo, pero ¿a qué?

  • Hermano, ¿se encuentra mejor? – preguntó la duce voz de la sombra.
  • ¿dónde estoy? ¿qué ha pasado? – atiné a decir frotándome los ojos e intentando levantarme de aquel catre.
  • Tranquilo, hermano. Aquí serás bien atendido. No te preocupes y descansa.

Sentí como me ponía un paño de agua fría en la cabeza. Parecía agua milagrosa, pues cesó el agudo dolor de mi cabeza, aunque persistía levemente. Caí rendido sin más.

Cuando volví a despertar, la luz tenue había desaparecido. Solo brillaba, aunque suavemente la bombilla del techo. Me quité el paño de la cabeza, mojado aún y procuré levantarme. El dolor agudo que salía de mi interior, a la altura de mi costillar izquierdo, casi me derrumba, pero logré sobreponerme, llevándome las manos al sitio donde me dolía y apretando fuertemente.

Sentado en el catre, desnudo por completo, seguía sin tener claro muchas cosas. Preguntas sin respuestas afloraban de mi mente. No recordaba ni siquiera como me llamaba. ¿Qué me había pasado? ¿Dónde estaba? Ayudándome de una silla casi quebrantada, conseguí ponerme de pie. El dolor de cabeza había cesado, y la nube de mis ojos también. Aguanté de pie junto a la mesita de madera vieja, roída por los años, que sucedía a la silla. Sobre la mesa, un libro pequeño, aunque rollizo. En la portada, de color oro, se leía: "SAGRADA BIBLIA". Comprendí que debía de estar en una especie de convento o algo así, pues la única decoración que existía en las paredes de aquel lúgubre espacio era simplemente un crucifijo de madera con un rosario colgando de él.

En eso, entró una mujer, vestida con un hábito blanco, tapada desde el cuello hasta los pies. Traía un gran vaso de agua en sus manos y algo más que no alcancé a ver. No se inquietó al verme desnudo, y yo tampoco pude hacer mucho esfuerzo por taparme. Dejó rápidamente el vaso sobre la mesa y agarrándome por uno de mis brazos, me ayudó a sentarme en la silla.

  • ¿cómo te encuentras, hermano? - preguntó ofreciéndome el vaso de agua cristalina.
  • Pues bien, creo. Pero, ¿dónde estoy? ¿Qué pasó? – preguntaba sin beber nada todavía.
  • Tranquilo. Luego podrás hablar más tranquilo. Tomate el agua y esta aspirina y vístete con estas ropas. – me las ofreció tumbándolas en la cama.
  • ¿necesitas ayuda para vestirte? – preguntó nuevamente cogiendo el vaso de mis manos.
  • No creo. Gracias.

La monja permanecía a mi lado. Incluso me ayudó a levantarme para comenzar a vestirme. Todavía no mantenía el equilibrio muy bien, y tuvo que ayudarme a ponerme los harapos que me había traído.

Me senté en la cama, y ella se agachó para ponerme los pantalones. Eran suaves, como recién lavados. A la altura de mis rodillas se detuvo. Poniéndose de pie, me ayudó a levantarme. Cogió nuevamente el pantalón y lo subió. Sentí como rozaba mi polla con sus manos a la vez que subía el pantalón, y presionaba sobre ella cuando anudaba los cordones para que no se me cayesen. Luego la camiseta. Sin mangas, olía a rosas, y de un azul cielo muy impactante. Era de propaganda, pero no me sonaba haber utilizado esos productos en mi vida, ni los conocía.

  • Acompáñame. La madre superiora te está esperando. – dijo agarrándome de la mano.

Junto a la monja, bella y preciosa, había que reconocer, que no pasaba de los 30 años, e incluso me atrevería a decir que no llegaba ni a los 25, salí al exterior de la celda donde había despertado. Notaba el vaivén de mi polla en el pantalón, pues no llevaba bóxers ni slips que me la sujetasen. El roce del pantalón casi me produce una erección, aunque todavía no estaba con fuerzas para ello.

Caminamos alrededor de un patio, abierto solo por el techo, por donde entraba la luz. El patio estaba muy bien decorado con flores y plantas de todo tipo. En las paredes, colgaban cuadros de santos que no llegué a identificar, pues la verdad, nunca he sido muy devoto de la religión.

Al finalizar el patio, donde nos cruzamos con 2 monjas más, también bellas y que no superaban los 30 años, llegamos a una péquela salita. Solo estaba adornada con una planta grande y un crucifijo de marfil, muy blanco.

La monja, Sor Rosa, según entendí a las otras monjas cuando la saludaron en nuestro paseo, entró tras llamar a la puerta. Enseguida me hizo pasar con un ademán de afirmación. Delante de mis ojos, ya recuperados, se encontraba una monja, algo mayor, diría que bastante más mayor que las que por el momento había visto. Madre Superiora Mercedes, según me presentó Sor Rosa, aparentaba cruzar ya los 50 años o rozarlos. Se veía muy alegre, pero la pesadez de los años empezaba a ser una carga. Me convidaron a prestar asiento y así hice tras extenderle la mano a la Madre Superiora.

Sor Rosa nos dejó a solas, y nada más salir y cerrar la puerta, la Superiora del convento comenzó a hablar.

  • Bienvenido a nuestra casa, la casa de Dios. Espera que se encuentre mucho mejor.
  • Sí, gracias. Ahora me encuentro mucho mejor, pero en realidad no sé cómo he llegado hasta aquí. – contesté con cara de extrañeza.
  • Nosotras lo hemos recogido casi en la entrada del convento. Se encontraba inconsciente en el suelo, y traía las ropas rasgadas.
  • La verdad es que no me acuerdo absolutamente de nada. ni siquiera recuerdo mi nombre.
  • Por lo que ponía en esta tarjeta de seguridad, es usted Sergio Castillejo - y me ofreció la tarjeta donde se veía mi rostro.

Me quedé un instante en silencio, mirando atentamente la tarjeta, pero seguía sin recordar nada referente a mi vida. Sabía ahora mi nombre, pero en la tarjeta no especificaba nada más. Ni mi domicilio, ni un teléfono ni nada de nada. Solo la foto y el nombre, a la par que la fecha de nacimiento.

  • Es usted bastante joven – señalo la Superiora en la tarjeta.
  • Sí, tengo 26 años, según pone aquí.
  • Por el momento, y hasta que recupere sus recuerdos, le ofreceremos un alojamiento y comida, así como todo de lo que disponemos aquí, que es bastante poco. Solo una condición.
  • Claro, no faltaba más. Después de lo que han hecho por mí, no puedo negarme a nada de nada. – la interrumpí.
  • Me alegro de oírle decir eso. La condición es que ayude a las hermanas en la labor diaria del convento. Me explico. Tendrá que ayudar en el huerto, y al ser un hombre de corpulencia, también a ayudar en las labores de reconstrucción que estamos llevando nosotras mismas a cabo en esta casa del Señor.
  • Ayudaré con todas mis fuerzas, Madre. Es un placer ayudarlas después de haberme ayudado vosotras a mí.
  • Si necesita cualquier cosa, Sor Rosa, que ya la conoce, le ayudará.
  • Es un placer. No se preocupe por nada. –y diciendo esto me levanté y salí despidiéndome con una sonrisa.

En la mano llevaba la tarjeta que la Madre Superiora me había mostrado. Me la guardé en el bolsillo del pantalón y encontré a Sor Rosa esperándome en el patio. Me condujo hasta una habitación, más o menos grande, repleta de mesas formando una U, dejando el medio libre. En ella, de pie cada una en un sitio, se encontraba 10 monjas. No parecía muy vieja ninguna de ellas. La mayor rondaría las 40, aparte de la Superiora, que ya se encontraba en el lugar. Me acomodé en un sitio, al lado de Sor Rosa. De pie, comenzaron a rezar sus oraciones, dándole gracias a Dios por los alimentos y todas esas cosas que dicen los cristianos creyentes. En total conté 11 monjas, y según me hizo saber Sor Rosa, eran las únicas que todavía quedaban en el convento.

Permanecía en silencio hasta que todas se sentaron. Una de ellas, repartía pan mientras la otra servía sopa en unos tazones de madera. Al finalizar todos con la sopa, la misma monja que la había repartido, se encargó de poner unas ensaladas distribuidas por todas las mesas y unas piezas de pollo que fueron repartidas entre todas.

Cuando acabamos, todas las monjas se trasladaron a una pequeña ermita situada tras el patio mientras yo me afanaba en recoger los platos y lavarlos en la cocina, como me había encomendado Sor Rosa.

Acabando de fregar, me senté en el patio para disfrutar de un poco de descanso. Cuando las monjas salieron de rezar sus oraciones nocturnas, con Sor Rosa a la cabeza, exceptuando la madre superiora, todas se acercaron a mi lado. (A partir de ahora, solo las llamaré por su nombre).

Rosa me las fue presentando una a una. Con un simple apretón de mano bastaba para saludar. A medida que iban presentándose, iban desapareciendo a sus aposentos, pues según Rosa, madrugaban mucho para ponerse a trabajar en sus quehaceres. Me enseñó lo restante del convento. No era muy grande, aunque tenía multitud de estancias, donde dormían o elaboraban sus tareas las monjas.

Justo cuando ella se iba a marchar, le pedí permiso para tomar un baño. Ya me había mostrado el servicio. Al verlo por primera vez, me dio un pequeño repelús, pues la ducha, de plato llano, se encontraba fuera del servicio, a la entrada y al descubierto. Ofreciéndome una toalla limpia, me dirigí al baño. Me quité la ropa y me metí bajo la regadera. ¡Menos mal que por lo menos contaban con agua caliente, pues tenían una caldera en la cocina! Me frotaba bien el cuerpo con la pastilla de jabón que allí había. Al secarme, sentía la brisa fresca natural de la noche en medio del bosque. Ataviado solo con la toalla para tapar mis partes nobles, me fui a mi celda. Decidí que debería ducharme todas las noches a esas horas, para no importunar a las monjas.

Por la mañana, Rosa fue la encargada de despertarme. Otra vez entró y no se inquietó a verme desnudo sobre el catre. Me puse nuevamente la ropa que había dejado sobre la mesa y la acompañé a desayunar. Todas estaban ya allí. Me esperaban. Buenos días cortésmente para todas y tras la oración de rutina, el desayuno a base de pan, queso y leche.

Mi primera tarea fue arreglar unas tejas sueltas de la ermita. Subí al tejado mediante una escalera renqueante, y desde allí se divisaba todo el patio y las tierras que concernían al convento. Desde la pequeña grande con cerdos, gallinas y cabras, hasta los portones de la entrada, separados de la casa por un jardín muy bien cuidado.

Pasé la mañana allí, observando cómo las hermanas se dedicaban a hacer sus cosas en el huerto, otras a la lavandería y Francisca a la cocina, como era habitual.

Después del almuerzo, regresé al tejado. Podía ver el incesante ir y venir de las monjas al servicio, pues estaba muy a la vista, sobre todo la ducha.

En esto, casi me caigo del tejado, resbalándome, cuando me fijé que una de las monjas, permanecía junto a la ducha desnuda por completo. El deseo de la carne me volvió a nacer. Mis costillas ya estaban perfectamente, solo había sido un golpe reflejado en un moratón. Tras ella, otra monja y otra y otra. Solo aparté la vista cuando la Madre Superiora comenzó a ducharse, pero por respeto, no por otra cosa, pues estaba de muy buen ver. Los cuerpos, se supone que vírgenes, de la mayoría de las jovencitas del convento estaban increíbles. Algunas presentaban grandes pechos, otras poco, algunas una gran cortina negra en su monte de venus y otras apenas nada. Mi posición de privilegio en las alturas hacía que la vista fuese maravillosa, aunque intentando disimular para no ser visto mirándolas.

En mi cabeza solo pasaba una cosa:

  • O sea, ¿yo diciendo que me ducharía de noche para no importunarlas y a ellas no les importaba lo más mínimo ducharse delante de mí, a sabiendas de que las estaba mirando?

Solo faltaba Rosa por ducharse. Fue la última. Los grandes pechos que había notado bajo su hábito aparecieron cuando se lo quitó. No llevaba nada de ropa interior. Y su coñito, sin nada de vello. Se frotaba su cuerpo con la pastilla de jabón que todas habían utilizado. Cuando se aproximó a su coñito, levantó la cabeza. Vio que la miraba y sonrió. Moví la cabeza como haciendo que trabajaba, pues me había cogido de lleno en la inspección que le estaba haciendo.

Con el rabillo del ojo puesto en la ducha, veía como Rosa se frotaba el jabón por sus partes íntimas sin dejar de mirar al cielo, justo donde yo estaba. Mi polla ya había reaccionado hacía bastante tiempo, cuando vi a la primera de ellas, Margarita, creo que la más joven de todas, duchándose en primer lugar. Rosa no quitaba su sonrisa de la boca. Y mientras, yo haciendo que martillaba y mirándola a ella. Tenía que pasar. Me martillé un dedo, que enseguida se me hinchó. El fuerte grito que di alertó a las demás monjas, mientras Rosa ya se secaba con la toalla que la Superiora había dejado allí.

Bajé por las escaleras. La primera que encontré a mi paso fue a Rosa. Ella pedía ver mi mano, y ofreciéndosela, comenzó a soplarme.

  • Ven, te sanaré. – y me arrastró con ella a la cocina.

Las demás monjas habían salido de sus quehaceres para asomarse al oír el grito de dolor que proferí. Maldije al aire, mientras Rosa sonreía metiendo mi mano bajo el agua fría.

Calmado ya, Rosa se marchó a su habitación para terminar de prepararse para la oración de la tarde.

Sentado en un banco del patio, junto a la ducha, seguía pensando en las monjas.

  • Como es posible que unas mujeres que se suponen, dedican su vida a Dios y deben de guardar castidad, sean tan guarras y tan liberales a la vez.

Bueno, lo de guarra era por enjabonarse todas el coño y su cuerpo con el mismo jabón. De todas formas, pensándolo bien, tampoco era nada malo. Además, yo también lo había utilizado la noche anterior y lo utilizaría esa noche.

Después de la cena, y la última oración del día en la ermita, todas regresaron a sus celdas. Aproveché para ir a tomar mi ducha. La luna llena se reflejaba en el patio, haciéndolo muy luminoso. El agua salía caliente, y yo también estaba caliente de ver a las monjas frotándose sus cuerpos. Sobre todo, a Rosa, que mimaba sus partes intimas como la que más. Mi polla había crecido sin darme cuenta y me estaba tocando pensando en aquella hermosa vista que tenía desde el tejado.

He de decir que siempre he estado orgulloso de mi dotación. Normal, me mide alrededor de 14 o 15 cm. aunque no lo sé con exactitud, pues nunca he tenido el placer de medírmela. Además, está bastante bien de grosor.

Mientras me tocaba, unas sonrisas me sacaron del trance en el que estaba sumergido bajo el agua hirviendo de la ducha. Con el esplendor de la luz de la luna sobre el patio, pude adivinar que había dos cabecitas que sobresalían desde detrás de una columna de madera que adornaba el fantástico patio donde estaba.

Margarita y Sofía, dos de las más jóvenes hermanas del convento, yacían escondidas en ella. Sus risas las delataron al ver que me estaba tocando. Sin ningún pudor, las saludé con la mano mientras sonreía. Seguí tomando mi baño, dejando de tocarme, pues lo encontraba algo obsceno hacerlo delante de ellas, aunque mi polla seguía en su máximo apogeo.

Cuando cerré la ducha, ambas muchachas se presentaron frente a mí. Margarita, la que parecía más atrevida, se acercó con la toalla en la mano.

  • Gracias – dije observando su linda sonrisa de niña.
  • Para eso estamos, para ayudarnos. – respondió gratamente.

Se sequé ante la pasiva mirada de las chicas. Enrosqué mi toalla en la cintura y se montó una tienda de campaña a la altura de mi entrepierna. Sus caritas recorrían mi cuerpo, no muy marcado, pero bien puesto. Recuerdo como me miraban cuando con ambas manos secaba mi polla delante de ellas, a escasos centímetros de su posición.

  • Hasta mañana – les dije sonriendo, y dirigiéndome a mi aposento.

No dijeron nada. Sentí como me seguían y pararon al abrir la puerta de mi celda. Entré en él y me quedé mirándolas.

  • ¿queréis pasar? – pregunté.

Asintieron ambas con la cabeza. Sus hábitos estaban impolutos y pasaron rozando mi cuerpo. Cerré la puerta tras ellas. Permanecieron calladas frente a mí, en un silencio incómodo, y solo roto por una pregunta:

  • ¿se os ofrece algo?
  • Nada, solo queríamos ver a un hombre desnudo – respondió Sofía.

Ahora parecía que la que era muda era Margarita.

  • ¿nunca habíais visto a un hombre desnudo? – pregunté extrañado de su respuesta.

Negaron con sus cabezas, sin quitar ojo de mi cuerpo. Ni siquiera me miraban a los ojos para responder.

  • Bueno, pues ya habéis visto a uno desnudo. ¿Qué os ha parecido?

Sonrojadas, Margarita fue la que contestó.

  • Muy bien. Pero, ¿por qué te masturbabas?
  • Pues… ¿la verdad? – pregunté.

Asintieron sin decir nada por sus boquitas.

  • Es que me calenté mucho esta tarde viendo como os duchabais todas allí delante de mí, y ya sabes, los hombres se vuelven locos por una mujer desnuda.
  • ¿puedes quitarte la toalla de nuevo? – preguntó Sofía.

Me quedé pensativo. No sabía si lo que estaba haciendo estaba bien. Pero acepté.

  • Claro.

Me despojé de la toalla y la dejé sobre la silla. Mi polla estaba morcillona. Ya no erecta del todo, aunque enseguida se puso cuando Margarita dijo:

  • ¿puedo? – señalando con su mano a mi polla.
  • Esto… sí, sí, pero no sé si esto estará bien. Sois mujeres de Dios. – respondí.
  • Tranquilo, solo queremos tocarla. Dios no se enfadará por eso
  • ¿y la Madre Superiora? – pregunté con el gusanillo de que me la tocase.
  • No creo que le importe si con ella logra su objetivo – contestó Sofía.
  • ¿y cuál es su objetivo, hermana?
  • Pues que seamos fieles a Dios.

Sin decir más nada, Margarita descendió su mano y palpó mi miembro viril como una inexperta. Se arrodilló ante mí y para mi sorpresa, sacó su lengua y la saboreó.

  • Tiene razón la hermana Rosa, esto es pecado, pero del bueno. – dijo dejando de lamer.

Abrió su boca y se la introdujo dentro. Parecía una experta. Era imposible que aquella chica nunca hubiese visto ni tocado la polla de un hombre, pues su mamada era fabulosa. A su lado, cayó de rodillas Sofía.

  • Déjame degustarla a mí también – pidió casi apartándola de un pequeño empujón.

Sofía lamió el tronco de mi polla y luego, de vuelta al glande, se lo introdujo en la boca.

"Y una mierda estas tías son vírgenes", pensé al instante, llevándome por el placer que me proporcionaban.

Se trasladaban de una boca a la otra mi polla como si fuese un chupete. De rodillas, las dos, esta vez solo chupaban mi polla, y no rezaban. El que rezaba de placer era yo.

De sucedían lamiendo y chupando mi polla y mis huevos. Sin aventurarles lo que procedía a continuación, eyacule en la boca de Margarita. Al sentir el chorro de semen, sacó mi polla de su boca y dejó que su compañera gozase de mi leche.

Les dejé la toalla para limpiarse y se levantaron de suelo haciéndolo, cada una por un extremo de la tela.

  • Ha sido un placer. – confirmó Sofía, abriendo la puerta de la celda.
  • Lo mismo digo. – repitió Margarita saliendo por la puerta.

Cerré cuando desaparecieron tras ella, y lo único que acerté a decir fue el placer había sido mío.

Me acosté y dormir muy relajado.

Los días pasaron. Margarita y Sofía seguían con sus rituales de monjas sin prestarme la mínima atención. Solo saludaba amablemente como de costumbre, sin dejar atisbo alguno de lo que había pasado. Parecía que lo hubiesen olvidado. ¿Tan mal les había parecido? Me encomendé a mis tareas. Todas las tardes, desde casi siempre lugares distintos, podía ver como las monjas se duchaban y restregaban la pastilla de jabón, casi inagotable, por sus cuerpos. En más de una ocasión, mientras una se duchaba y las otras esperaban sus respectivos turnos, pasé a su lado, pues venía de echar de comer al ganado. Ni la mínima importancia prestaba a que pasase a su lado, e incluso, me detuviese a hablar con alguna de ellas. Tampoco les importaba lo más mínimo que las mirase desnudas, y ver como jugueteaban con la pastillita de jabón en sus cuerpos. Solo Rosa parecía inmutarse cuando la miraba. Siempre me sonreía bajo el vapor del agua cayendo sobre su cuerpo. Sus atractivas tetas paseaban por mi mente día y noche y hacía que fuese en ella la que más pensaba por las noches, pajeándome en la ducha, a sabiendas de que varias de ellas me miraban a escondidas. Ya no me importaba. Si a ellas no les molestaba mi presencia para sobarse indiscretamente el coño y las tetas en la ducha, ¿por qué iba a importarme a mí que me viesen tocándome la polla y eyaculando pensando en ellas?

Una tarde, en la que leía un libro sentado en el patio mientras ellas se duchaban, y después de terminar mis quehaceres diarios, observé que Rosa no había venido a bañarse como era habitual todos los días. Siempre la última. Pero hoy no apareció. Todas desfilaban delante de mí, tapadas con la toalla o simplemente con el hábito vuelto a poner encima de sus cuerpos. Lo que más me llamaba la atención es que bajo los hábitos, siempre impolutos, ninguna de ellas llevaba nada debajo, o por lo menos, a la hora que iban a ducharse.

Esa noche, tras el rezado, como siempre, volvieron todas a sus celdas. Me dispuse a darme una ducha, para quitarme la suciedad del trabajo del día. Me desposeí de la ropa y me metí bajo la ducha cuando alcanzó su máximo calor. El vapor del agua nublaba todo alrededor de mi ser. El patio permanecía en un silencio sepulcral roto por el agua que caía sobre mí. Como cada noche, mi polla se alargaba y mis manos se posaban en ella, en busca del placer que puede darse uno mismo. Pero de pronto, una mano salida de la nada, se apoyó en mi hombro y me asustó.

  • ¿puedo ducharme contigo? Para ahorrar agua.
  • Joder, que susto me diste – contesté.

Al darme la vuelta, Rosa estaba a mi lado, casi metida en la ducha completamente desnuda. Mi polla erecta rozó uno de sus muslos al darme la vuelta.

  • Lo siento – dije disculpándome ante tal hecho.

No dijo nada. Empujó su cuerpo contra el mío, y sus enormes tetas aprisionaron mi pecho. Subiendo la cabeza, mirando al cielo, dejó que el agua cayese sobre su cuerpo y el mío. Me miró y sonrió. Cogió el jabón de la jabonera y comenzó a deslizarlo por su cuerpo. Giró y se agachó dejando que mi polla se clavase entre sus posaderas, grandes y suaves. Restregaba el jabón por sus piernas y movía su culo contra mi polla. Yo permanecí inmóvil a su lado, dejándola hacer a ella. Se alzó de nuevo y ofreciéndome el jabón en la mano, me pidió que la estregase por la espalda, que ella no llegaba. Seguía inmerso en mis pensamientos calenturientos, pero no impidieron que hiciese ese favor a la monja. Levantó los brazos y lavé su espalda con el jabón en mano, pasando bien por los costados, rozando sus tetas por los lados, intencionadamente. Dejé de nuevo el jabón en su sitio y ella se giró para limpiar la espuma de su cuerpo. Seguía muy pegada a mi cuerpo. Mi polla rozaba sus labios vaginales y hacía la intención de meterse en su rajita y explorarla. Pero antes de que pudiese hacer algo más, Rosa me agradeció la ayuda y cogiendo su toalla, se perdió entre la nube de vapor y las sombras del patio. Me corrí con tres o cuatro sacudidas que le di a mi polla. Cerré la ducha y me fui a mi cuarto, secándome por el camino.

Al llegar, la puerta estaba entreabierta. Asomé la cabeza y Rosa me esperaba allí envuelta en su toalla. Cerré la puerta a petición de la monja.

  • Echa el pestillo – me dijo dejando caer su toalla al suelo.

Obedecí como si me estuviera asignando una nueva tarea doméstica, como todas las mañanas.

  • Ven, quiero disfrutar de tu cuerpo como hicieron Margarita y Sofía.

Me quedé paralizado. ¿Cómo sabía ella eso? Antes de poder abrir la boca, ella contestó a mi pregunta, como leyéndome la mente.

  • Lo sabemos todas. Pero yo quiero más que una simple corrida en mi cara.

Me atrajo con los brazos sobre la cama. Me acostó y comenzó a besar mi pecho, bajando muy despacio hasta alcanzar mi polla, flácida en ese momento después de eyacular en la ducha. Pero no hubo problemas para ponerla tiesa de nueva. Con las primeras sensaciones de su lengua en mi glande, mi polla se estiró del todo. Apretando los labios como una profesional, mamaba casi por entera mi polla, jugando con sus manos en mis huevos, haciendo que mi cuerpo regresara a un estado de gloria divina, como me había pasado con las dos monjitas hacía un par de días.

Cuando se cansó de mamar, subió y me besó en la boca. Su lengua recorría todo los lugares de mi boca, chocando con la mía, e intercambiándonos saliva y los fluidos pre-seminales que traía desde mi polla. ¡Oh, Dios, que placer me daban los besos de aquella mujer!

Mi polla, interpuesta entre nuestros cuerpos, fue adherida por su mano para metérsela en el coño. El placer en ese momento fue máximo. Un gemido sordo salió de sus adentros y comenzó a cabalgar a buen ritmo, a sabiendas de lo que hacía. Un orgasmo incesante apareció en su persona, aludiendo que llevaba tiempo sin tener una polla en su alojamiento privado. Posiblemente se masturbaba muchísimo en la intimidad, pero una polla es mucho mejor que una simple mano, según decía ella mientras no paraba de cabalgar, a mayor ritmo que antes, cuando terminó de correrse sobre mi polla. Incansable, parecía que acabaría conmigo. Pero un tercer orgasmo la venció, al mismo tiempo que yo eyaculaba en su interior a petición de la monja.

No esperó ni un minuto. Cuando terminó de correrse, recogió la toalla del suelo y, con un simple "hasta mañana, si Dios quiere" entre una mueca sonriente, se despidió, cerrando la puerta a su salida.

"Joder con las monjas. Están más salidas que yo", pensé recostado en la cama.

Por la mañana, durante el desayuno, la Madre Superiora se alzó sobre un pequeño púlpito allí existente. Todos miramos y esperamos a que ella comenzase a hablar.

  • Hermanas, hermano. Como sabéis, se aproximan fechas importantes para nuestra congregación. Por eso, y para comenzar con los festejos de nuestros 80 años de historia en este convento, propongo que hagamos lo que desde 1995 no hacíamos por estos lares. Permaneceremos desnudas día y noche, sin excepción alguna, y viviremos como Dios, nuestro padre, nos trajo al mundo durante un tiempo estimado de 2 semanas. Nadie podrá salir del convento ni entrar en estas dos semanas. – y concluyó.

Me quedé anonadado con lo que la Superiora acababa de anunciar. ¿Cómo había dicho? Seguro que había entendido mal. ¿Quería que todos estuviésemos desnudos durante dos semanas? Mi madre, aquello más que un convento, parecía otra cosa que no sé ni cómo denominar. No me podía creer lo que acababa de oír de boca de Mercedes.

Las demás monjas asintieron al conjunto, y siguiendo el ejemplo de la Madre Superiora, que empezaba despojarse de su hábito, todas dejaron que sus cuerpos saliesen al mundo libre, como cuando se duchaban.

En ese momento comprendí que mis dudas de si llevaban o no ropa interior mientras no fuesen a ducharse, se extinguieron. Todas, absolutamente todas, estaban desnudas bajo sus hábitos. Rosa me incitó a que me desnudase, pues todas ya lo habían hecho y faltaba yo. Sin remedio alguno, y sin vergüenza alguna, evidentemente, me despojé de mi ropa, y la lancé al centro de la sala, donde todas habían arrojado sus hábitos. Sor Lucía, una de las más veteranas allí, recopiló las prendas y caminando hacia la chimenea que presidía el comedor, recientemente acabada por mis manos, las echó al fuego. Ardían mientras las monjas rezaban un padre nuestro y un avemaría, o algo así. Todavía seguía yo allí, casi un mes, y solo había aprendido el padre nuestro de tanto escucharlo.

Cada una de ocupó de sus menesteres, desnudas. Mi polla no podía con tanta excitación, y siempre andaba tieso, señalando a las personas que estuviesen frente a mí. Las monjas sonreían a mi paso, mirando descaradamente mi polla. A la hora de la ducha, no tuve que esperar a que fuese de noche. Me bañé junto a ellas, el último, para poder observar los cuerpos de las mujeres aquellas, que a esas horas del día y después del tiempo que llevaba con ellas, conocía a la perfección, pero me encantaba mirar. Hasta miraba a la Superiora, entre su sonrisa pícara. Terminé de ducharme sin poder contenerme las ganas de tocarme una paja, delante de todas las monjas, que miraban y hasta alguna se tocaba viendo el espectáculo. La mayoría de ellas permanecían sentadas o de pie en el patio, mirándome, y solo Rosa, que permanecía a mi lado, se atrevió a decirme algo.

  • Seguro que en vez de tocarte tú, te gustaría que te tocásemos nosotras – señalando al resto de monjas que había por allí.

Casi me desmayo con el sonido de sus palabras retumbando en mi cabeza. Mi polla no se bajaba ni incluso después de haberme corrido.

Rosa tendió su mano y me acercó la toalla. Me sequé con la polla apuntando hacia ella. Su mirada se clavaba en mi miembro viril a pesar de haberlo probado en una ocasión.

  • Vente. Quiero hacerlo de nuevo.

Me aferró la mano izquierda entre las suyas y dejando que la toalla cayera al suelo, la seguí. No dimos ni cinco pasos. Se sentó en un banco de piedra y comenzó a masajearme la polla, dura ante su cara taimada. Las hermanas que presenciaron el momento en el que Rosa comenzaba a comerme la polla delante de ellas, no se arrugaron y fijaban la vista en nosotros. Me pareció ver a más de una hundiendo sus manos entre sus piernas, aunque la majestuosidad de la boca de la monja me dejaba casi nublado. Rosa me miraba según se metía mi polla en su boca, acompañada de una de sus manos, mientras con la otra me apretaba el culo para acercarme más a ella. De pronto, la Madre Superiora se presentó y soltándome de Rosa, me quedé mirándola.

  • Las hermanas de este convento comparten su alimento, Hermana Rosa – dijo, sentándose a su lado.

La Superiora del convento se veía bastante bien para su edad. Las tetas ya le habían caído debido a la acción de la gravedad en su cuerpo maduro, pero el tamaño de éstas no había decaído. Rosa se apartó un poco, dejándole sitio. Y la Superiora agarró mi polla extendiendo su mano y me atrajo ante sí. Mi cara de asombro desapareció en el momento en el que comenzó a meterse mi polla en su boca. Desaparecía por completo dentro de sus grandes y gruesos labios. Había transformado mi cara de asombro a una de pletórica felicidad. Mamaba mejor que las aprendices de la otra noche o que Rosa. Se notaba con experiencia, sobre todo al utilizar sus manos y su lengua. Me deleitaba con movimientos fuertes, pero a la vez suaves y muy sensuales, produciendo en mí ese gusanillo que se retuerce cuando estás a punto de explotar. En el momento que exploté, Rosa compartía mi polla con Mercedes, incluso rozándose las lenguas en el momento que una le cedía el testigo a la otra. Varios gemidos se escuchaban a mis espaldas y por los lados, donde las otras monjas buscaban el placer carnal ya fuese con sus propias manos como con las de la hermana que tuviesen a su lado.

El espectáculo era muy variopinto. Creo que a pesar de que miraba a mí alrededor y veía como las monjas se postraba de rodillas y terminaban sus faenas con sus manos o las de las otras, me corrí por la fenomenal mamada que me daban mi buena compañera Rosa y la Superiora del convento. Sobre todo, ésta última.

Ordeñado como una vaca, sacaron de mí bastantes chorros de semen que ambas ingirieron. Saboreaban la punta de mi polla dejándola sin rastro de corrida y se permitieron hasta lamerse entre ellas para recoger los restos de leche que quedaban por las comisuras de sus labios. Me había corrido 2 veces en unos 10 minutos. Estaba extasiado. Y eso que normalmente suelo durar bastante, eso sí lo recordaba.

Los gemidos de placer se acrecentaban desde todas direcciones. Observaba como algunas terminaron acostadas sobre bancos mientras otras las masturbaban y hacían lo propio consigo mismo. Era tremendo el espectáculo allí vivido, pareciendo más de una película que de la propia realidad en la que vivía.

Ante tal excitación, mi polla era capaz de controlarse y seguía apuntando hacia el frente cuando me dirigía a mi habitación. Allí estaban Margarita y Sofía. Me imaginé lo peor, pues estaba agotado de la paja y la mamada.

Desnudas, como todos evidentemente, acostadas sobre mi cama, Margarita le comía el coño a Sofía, tumbada boca arriba y abierta de piernas. Se frotaba las tetas en señal de placer, entrecerrando los ojos y dejándose llevar por el goce que le ofrecía su compañera. De rodillas, hundiendo la cabeza entre las piernas de Sofía, estaba Margarita. Con una mano ayudaba a su boca a perderse en el coño de su cómplice y con la otra se masturbaba. Mi polla decía que no, pero tanto mi vista como mi cabeza decían que era el momento preciso para follarme a aquellas niñas dulces de corazón y traviesas de cabeza. Subiendo por detrás de Margarita, y de rodillas como ella, empujé mi polla por su coño. Sin decirle nada a ninguna de las dos, bombeé un buen rato en el afeitado coñito de Margarita, mientras ésta seguía tocándose con una mano y perdiendo su boca en la entrepierna de la otra joven monja.

Los gemidos de ambas chicas se cruzaban en el ambiente. Sin pensar en que podrían ser descubiertas, pues les daba igual, sus gemidos y gritos se podrían oír aunque las campanas repicaran la hora de la oración. Margarita cayó derrumbada sobre su amiga después de temblar unos buenos segundos con mi polla dentro. Se me salió de su interior cuando se dejó caer sobre su amiga, que necesitaba más para llegar a su orgasmo. Empujé a Margarita y salió de encima de Sofía. Ésta, con las piernas abiertas, me esperaba con una amplia sonrisa. Me dejé caer un poco sobre ella y me metí la polla todo lo que pude de una sola vez. Apretó fuerte sus manos contra mí, en mi espalda. Con mi boca succionaba sus voluptuosas tetas que me ofrecían el sabor cálido del que ofrecen unos pechos vírgenes. Solo la interrupción de Margarita metiendo su boca en las tetas de su compañera me privaron de seguir haciéndolo a mí. Dado que ya se había apoderado de las tetas de Sofía, me acomodé y levantando las piernas de ésta, y colocándolas en mis hombros, hincaba mi polla hasta tocar sus entrañas. El orgasmo que sintió Sofía no lo recordaba yo haberlo visto en una mujer, y alomejor ya lo había vivido antes, pero no lo recordaba dada la escasa memoria que tenía en aquel instante de mi vida.

Saqué mi polla y ambas la buscaron. Sofía de rodillas en la cama, acostada casi y Margarita desde el suelo. Los chorros de leche llegaron a la cara de Sofía, que era la que más cerca se encontraba. Margarita la buscó y lamio su cara y su boca en busca de su premio.

Estaba agotado. Las chicas vieron que caía en la cama, derrumbado y con los jadeos propios de un gran esfuerzo saliendo de mi boca. Se marcharon cogidas de la mano, dejando la puerta abierta. Me dormí hasta la mañana siguiente.

Como de costumbre, Rosa me despertaba. Esa mañana me despertó con una mamada. Seguía pensando que aquello era más una casa de putas, gratis, eso sí, que un convento de monjas. Cuando salimos de la habitación, las 10 monjas restantes esperaban en el comedor para el desayuno. La Superiora se dirigió a mí para que, poniéndome unos pantalones y una camiseta, saliese a buscar el encargo de la compra que en breve llegaría.

Sonó la campana de la entrada del convento. Corriendo me coloqué la ropa y salí descalzo. Al abrir la puerta, un jovenzuelo, de apenas 18 años me entregó la mercancía que traía en un carromato. Y casi subiéndose ya a él, desde la puerta giró y preguntó:

  • ¿has vivido la gracia divina que hay en este convento ya?

Me quedé medio extrañado ante sus palabras.

  • ¿cómo, perdona? No te entiendo.
  • Creo que sí me has entendido. Se acerca el aniversario del convento, así que hay fiesta, jajaja.

Sonreía con la boca muy abierta. Sabía de lo que hablaba. Dejé las cajas en el suelo y me acerqué a él.

  • ¿a qué te refieres? – le volví a preguntar.
  • Cada vez que se acerca el aniversario, aquí dentro acurren muchas cosas raras. Seguro que te has dado cuenta. Además, cuidado porque son insaciables. Todas, sin excepción. Te lo digo por experiencia.

Se subió en el carro y poniéndolo en marcha, salió en dirección por donde había venido. Se perdió entre los arboles de bosque. Quedé pensativo. ¿Qué quería decir con que eran insaciables? Bueno, ya había comprobado que algunas eran insaciables, pero porque estaba casi todo el día masturbándose. Otras, en cambio, solo me buscaban para chuparme la polla o follarlas. Entré de nuevo, y dejé las cosas en la cocina.

Me desnudé y fui a hacer mis quehaceres diarios. Pero era imposible concentrarse en las faenas cuando lo único que se oía al fondo, eran gemidos.

Si no eran las jóvenes hermanas, eran las más mayores, si no, eran unas con las otras. A mí me dejaban en paz hasta la hora de la ducha. Desde esa hora hasta la de acostarse, pasaba los días entre chupadas de coño o follándome a las monjas. Terminaba agotado, pues detrás de una venía otra, aunque solo fuese para que le comiese el coño o ella me chupase la polla. Estaba extenuado.

Pasaban los días y mi polla llegaba el momento en el que ni se levantaba. Una noche intenté escapar, pero dado los altos muros del conventos, así como los grandes candados que la Superiora había ordenado colocar en la única salida de allí, me vi obligado a volver a mi celda y descansar para prepararme para otro día agotador.

Me tenían como una marioneta. Mercedes, Rosa, Margarita, Sofía, Fernanda, Francisca y las otras 5 monjas eran insaciables. Ni un completo ejército de grandes hombres hubiese resistido el envite de las 11 monjas que vivían allí encerradas.

Pasaba los días con la polla roja de tanto esfuerzo diario, hasta que comprendí que necesitaba escapar de allí, y averiguar mi verdadera identidad y volver a mi vida normal.

Por las mañanas, único momento que tenía para mí solo, reforzaba las escaleras que utilizaba para subir al tejado. Y el día que las tuve listas, me decidí a escapar por la noche de allí como fuese.

Después del suplicio de todas las tardes, porque ya era un suplicio tener que follar o mamar algún coño o que me la chupasen a mí, me encerré en mi habitación. Sobre las 2 de la madrugada, sin hacer nada de ruido, vestido con la ropa con la que me habían encontrado las que parecían amables monjas, fui en busca de la escalera. La acerqué a un árbol y trepé hasta él. Desde allí arriba podía saltar y salir fuera de los muros del convento. Casi me parto una pierna pero lo logré. Antes de salir corriendo a través del sendero hacia donde fuese que fuera, me persigné junto a los grandes portones del convento, delante de la señal de la cruz que los presidía. Eché a correr y hoy en día estoy a salvo.

Después de muchas averiguaciones con la policía del pueblo cercano, conseguí averiguar que trabajaba para una agencia de la policía. De allí aquella tarjeta de seguridad que permanecía en mi poder desde que hablase por primera vez con la Superiora.

Ahora he vuelto a mi vida normal, y solo pienso una cosa:

"bendito sea el Señor, pero que puta eran aquellas monjas"

FIN.