El contenido de mis cajones
Tras un tiempo de castidad, recompenso a mi esclavo.
El contenido de mis cajones.-
Hay ciertas cosas que debo esconder de mi esclavo y son mis utensilios de ama. Los motivos son muchos, pero dos son los que voy a explicar. Primero porque como ya he dicho mi esclavo es un perro lujurioso y si ve algunos juguetes se podría desmandar sólo para que le castigue, y segundo porque quiero que cada cosa que le haga sea justo una sorpresa inesperada, tanto si es regalo como si es castigo.
La semana siguiente de la paliza que conté estuvo como la seda, pendiente de mí, cariñoso, atento, afectuoso, servicial, dispuesto a complacerme antes de que yo le pidiera nada, no cometió ningún error, ni se pasó en sus cometidos ni en sus humillaciones, a lo que es muy dado. Por eso el sábado decidí hacerle un regalo, como si fuera un castigo. Durante todos los días de aquella interminable semana le dejé sin eyacular, le hice dormir con el cinturón de castidad y cuando volvía de mis quehaceres en la calle ningún día vi que estuviera manchado de semen. O se había hecho muy experto en limpiarlo, cosa poco probable, o había guardado la castidad a que le había forzado. Cada una de esas noches, al acostarme, le observaba tan hermoso recostado sobre su chaiselongue roja, implorándome con sus ojos húmedos, amorosos y el cinturón de castidad bien marcado entre las piernas. Cada una de esas noches, yo sacaba uno de mis consoladores favoritos y con mucha parsimonia, recreándome en las curvas de mi cuerpo, me masturbaba con él. Mi esclavo me miraba sin emitir ni un solo gemido, ni quejarse. Yo me corría de sentirme en esa situación, casi ni necesitaba el aparatito de silicona.
Fue una dura prueba y el modo en que la superó me llenó de placer, de manera que preparé una sesión intensa de algo que es una parte importantísima para mí en mis relaciones con mis esclavos. Hasta ese momento había un lugar intocado en el cuerpo de mi sumiso y lo había dejado así a propósito. La mañana del sábado dije que tenía que salir y busqué un falso pretexto para enfadarme con él, diciéndole que me ayudó torpemente a vestirme. Me miró asombrado pero no se defendió:
Perdone ama, no volverá a suceder.
No sé si lo volverás a hacer o no pero sin duda voy a castigarte para que sepas que conmigo debes andar con más delicadeza. Al suelo como el puto perro salido que eres y separa bien las piernas.
Se había turbado y en su mirada había una expresión de dulce reproche, de inocencia ultrajada que me pone en éxtasis. Saqué de mi bolso la llave de mi cajón secreto y lo abrí. De dentro extraje un rosario de pequeñas bolitas de silicona precintado y lo unté con aceite de almendras. Nada de estas manipulaciones pudo ver él porque tuve sumo cuidado en hurtarle cualquier imagen de ello. Me acerqué por detrás con mi cepillo de pelo y para despistarle le di dos o tres azotes con el envés. Levemente se le fue poniendo la piel rosácea. Daba casa azote de manera que calentara el culo pero no doliera, sé hacerlo con maestría, calentar el culo va excitando y haciendo que la sangre fluya a toda la zona genital, por eso es un ejercicio muy recomendable para antes del sexo. A pesar de que llevaba el cinturón de castidad, a mi esclavo se le pusieron los huevos negros y duros y la polla le creció en la breve jaula en que estaba apresada causando un agradable dolor en medio del placer de la azotaina. Sé que estaba en la gloria y yo también porque me estaba gustando darle los azotes y sentir que le recompensaba. Una buena ama sabe que debe proporcionar regalos convenientes al hombre que la adora. Estando en esa posición con su lindo culito enrojecido y sus huevos tan apretaditos aproveché para introducir el rosario de bolas. Este instrumento tiene la forma de un racimo de uvas, pero de una sola uva en la única rama. La primera es muy pequeña y se une a la siguiente por un puente muy estrecho; son seis y la última de la fila tiene el tamaño de una canica. Éste es el modelo de los que aún no se han iniciado. Lo introduje de golpe y como estaba bien lubrificado entró sin problemas. La sorpresa fue tan grande que gritó, y yo aproveché para volverle a azotar suavemente, como antes, para proporcionarle un placer añadido
El problema del rosario de bolas de ese tamaño, y habiendo usado lubricante, es que se cae con facilidad al moverse. Como solución tomé la cinta del rosario y la saqué hacia arriba pegando el resto al ano con cinta aislante muy firme que luego al quitársela le doliera, cosa que había calculado para que la sesión fuera completa.
Le dije a mi esclavo que se levantara y pude verle los ojos de rijoso tremendo que tenía: estaba ya muy cachondo y si no hacía lo conveniente era capaz de correrse contra cualquier esquina echando a perder el trabajo de toda la semana, por eso lo dejé atado en el cuarto de baño de manera que no pudiera sentir ni tocarse con absolutamente nada. Le di un beso en los labios y me fui.
Estuve paseando de tienda en tienda pero con una humedad tan grande que el algodón de mi tanga estaba completamente empapado y los líquidos me llegaban ya hasta mitad del muslo. Tanto fluía que temí fuera a verse por debajo de la falda. Para mayor contrariedad me había calzado unas sandalias negras de tiras muy finas, con un enorme tacón de aguja que me obligaba a caminar a pasos cortos, como a saltitos. Andar por la calle me estaba matando porque se me había puesto el coño gordo al hacerle todas esas cosas a mi esclavo, la entrada de la vagina abierta y, como estaba depilada, mis labios se rozaban y se deslizaban con el fluido que salía de mi cuerpo. El capuchón de carne de mi clítoris estaba a tope y los movimientos al andar más caliente me ponían. Entré en una tienda cualquiera, sin fijarme qué tipo de ropa vendía, pero lo elegí porque tenía de esos probadores con puertas que dejan un espacio en la parte inferior y se ven los pies desde fuera. Me senté en la silla del probador, tiré el tanga al suelo, abrí mis piernas y frente al espejo apareció mi sexo completamente oscuro y brillante de flujos; lo toqué y me lo olí porque me encanta esa fragancia fresca, estaba tan caliente que sin duda con dos toques me vendría una ristra de orgasmos, pero a pesar de eso quise prolongar más mi éxtasis y me desabroché la camisa, saqué mis tetas del sujetador negro de gasa transparente y me los toqué.
Alguien, no sé si el dependiente, debió haber visto mis tacones por la parte baja de la puerta y se había metido en el probador de al lado. Mientras me redondeaba los pezones con las yemas de los dedos miré a la parte superior del compartimento contiguo y allí estaba la jeta de un tipo mirándome arrobado. Yo no estaba para broncas, tenía que terminar ya y sólo le clavé los ojos con indignación. La cabeza desapareció. Continué entonces con el botoncito mágico de mi coño, apretándolo y deslizando el dedo medio a ritmo intenso hasta que me desplomé en el suelo del atracón de placer que me pegué con aquella paja. Estaba casi inconsciente, tirada a lo largo en aquel diminuto lugar y los pies se me habían metido en el probador de al lado. Tuve que sobreponerme rápido porque allí había alguien de rodillas tocándose la polla sobre mis pies y antes de que pudiera reaccionar se había corrido sobre ellos. Me levanté como pude, me coloqué bien la ropa y sin ponerme el tanga salí a la tienda a montarle un buen pollo al cochino hijodeputa que me había hecho eso. No hubo modo, el tipo estaba ya corriendo como una exhalación y yo con aquellos zapatos tan fino, encima chorreando de su leche los pies, no podía casi andar.
Muy enfadada volví a casa, que por fortuna no estaba lejos, y después de desatar a mi querido esclavo le mandé que me preparara un baño y me masajeara los pies con alcohol. No le conté nada de lo sucedido porque no quería una elevación de su testosterona en plan macho vengativo. Después del baño le dije que me diera un masaje por todo el cuerpo pero especialmente en los pies.
Con el enfado ya no me acordaba de lo que había hecho con el lindo culito de mi perrito lujurioso. Le dije que se pusiera delante de mí que iba a ver su jaulita. El pene parecía que iba a estallarle dentro de su red de silicona y había dos o tres gotitas colgando de líquido preseminal. Los huevos arriba y casi negros de apretados. Mi esclavo, tan tierno, me conmovió lo bien que se había portado, porque sin duda el rosario le había gustado mucho, mucho, mucho. Con cierto protocolo le quité el cinturón de castidad, demorándome en los lugares precisos para hacer más torturante la liberación de su presa con aquel delirio de tira y afloja sobre su caliente trozo de carne.
Luego me tendí en la cama desnuda y con un gesto le dije que viniera a mi lado. Aquella sería la primera vez que le dejaba subir a mi cama conmigo. El pobre chico estaba temblando, con la polla como un palo, que miraba hacia arriba con su único ojo, que ni siquiera se movía. Le dije que, sin tocarme, debía moverse adelante y atrás como si yo le estuviera follando el culo, para que sintiera fuerte el rosario traspasándolo, y él muy obediente movía sus caderas con una cadencia y una gracia que me excitaron nuevamente. Tumbada como estaba me puse a la altura de su cara y le dije que me comiera el coño. Se tiró a él con una avidez desmedida, tanto que no podía hablar para darme las gracias. Su lengua separó los labios mayores, remontó hacia arriba la redondez del clítoris y succionó con distintos ritmos en todas las direcciones. Me estaba llevando al delirio con una rapidez asombrosa; no me lo podía creer, ¡si acaba de correrme¡. Siguió su trabajo por la frontera de la vagina y empecé a contraerla estirándome lo más que podía en la cama. Uno de mis pies chocó con su polla que a esas alturas era una estaca supurante de líquido y la aprisioné, primero con los dedos y luego con la planta del pie. Gimió, chillo, pero siguió chupándome el coño. Esa devoción de mi siervo fue la conmoción que necesitaba para revolcarme de placer y sacudirme en tremendos orgasmos. Sobre mi pie su polla se descargaba en chorros de leche.
Apenas recupero la respiración, le digo que se tumbe boca abajo en la cama, y le despegó de un tirón la cinta aislante. Un ligero chasquido salió de su boca y despertó del sopor posteyaculación, acentué el castigo arañando su espalda, sus muslos, sus glúteos y despertó por completo, volvía a estar erecto y a gozar. Le mordí las orejas, el cuello y los hombros. Le quité el rosario y lo volví a meter, una vez, dos, tres, perdí la cuenta, lo hice muchas veces hasta que en una de ellas su esfínter empezó a abrirse y cerrarse solo. Esa era la señal que yo esperaba. Le metí nuevamente de un tirón el pequeño rosario y me tumbé sobre él, le dije que abriera bien las piernas y le puse el pubis contra el periné y comencé una tanda de embates. Con cada golpe salpicaba de líquido mi coño, brotaba de mí un furor salvaje y tenía que morder, arañar y desgarrar la carne de mi siervo, le marqué de incontables mordiscos y él jadeaba enajenado. Finalmente terminé con una serie muy rápida de golpes constantes que me hicieron correr otra vez.
Caí sobre mi espalda desfondada del esfuerzo que había hecho. Respiraba entrecortadamente y miré a mi esclavo que aún estaba boca abajo; se volvió de costado y una mancha de semen oscurecia las sábanas de seda a la altura de su polla y seguía dura todavía.