El contable

Las causas que llevan a robar a una persona honrada son tan antiguas como el ser humano.

Aquella mañana de lunes parecía que tenía la sirena de una ambulancia dentro de mi cabeza. Ese sábado había salido de fiesta, celebrábamos el cuarenta cumpleaños de mi amigo Manuel. La suerte me había sonreído, y eso que yo no sabía que la hermana mayor de mi amigo también estaba divorciada.

Para evitar cuchicheos, abandonamos la fiesta por separado. Media hora después de que me marchara a casa, Vanesa ya estaba llamando a mi puerta. Vanesa y Sonia, mis hijas, pasaban ese fin de semana en casa de su madre.

Me gustó. Aunque la hermana de Manuel es unos años mayor que yo, se lo monta muy bien en la cama. No me había mentido al decir que tenía bastante sexo atrasado, follamos durante un par de horas.

Al despertar al día siguiente, mucho mas tranquilos, hicimos el amor como dos seres civilizados. Sin embargo, todo eso tan maravilloso ya era agua pasada. Era lunes y tuve que tomarme un ibuprofeno pues el más mínimo susurro resonaba como un trueno dentro de mi cabeza. Envejecer es una mierda.

Me arreglé la barba, ese día debía estar presentable. Un nuevo encargo, una nueva empresa me reclamaba. Necesitaba estar al cien por cien, me esperaban interminables filas de números y apuntes contables que debía auditar, desenmarañar. En primer lugar debería revisar los informes que había solicitado con los resúmenes desglosados de los diez años anteriores. A veces es suficiente con compararlos para dar con la grieta por donde se han ido filtrando esos cientos de miles de euros. Sin embargo, dudaba que fuera a resultar tan sencillo identificar al ladrón en un bufete de abogados. Lo más probable era que tuviera que comprobar punto por punto el listado de indicios de fraude heredado de mi mentor y que, evidentemente, había ido actualizando con el paso de los años.

—Feliz lunes —me dije a mí mismo.

La firma de abogados me había facilitado una mesa en la biblioteca del undécimo piso. Me sentí abrumado ante el paisaje urbano. La altura es signo de poder, Dios reina en el cielo. Había llegado temprano a mi reunión con el subdirector de contabilidad de Temple & Lyon, el prestigioso bufete que iba a auditar. Las oficinas eran amplias, diáfanas, con cubículos y despachos de diferentes tamaños, una fría sala de espera, varias salas de reuniones, etc.

La reunión fue breve, protocolaria. Después, su secretaria me acompañó a la biblioteca. Una vez allí, con formalidad marcial, la mujer me hizo entrega de un par de carpetas, un disco duro de almacenamiento con datos financieros y mis claves de acceso a la intranet del departamento. Antes de marcharse, la circunspecta secretaria me entregó con despecho la llave de la puerta. La bienvenida a los auditores es siempre áspera.

La biblioteca era una sala futurista, sin ventanas, pero bien iluminada. Estaba dividida en dos ambientes. Según se entraba, a la izquierda, había un rincón distendido que contaba con un gran sofá de piel en tono marfil, dos robustos sillones a juego y una mesa baja hecha enteramente de cristal. En la otra parte, a la derecha, había un espacio amurallado por estanterías repletas de pesadas recopilaciones del ordenamiento legal y, en el medio, dos grandes mesas rectangulares y varias sillas. Dejé todo sobre la mesa más alejada de la puerta, pero antes de empezar a revisar números debía tomar precauciones.

De aquel lugar no debía salir ni un folio, ni un bit con información. La discreción es mi seña de identidad, una garantía que fundamenta tanto mi prestigio como mis honorarios. Con tal fin, coloqué mi guardián en un lugar estratégico. Para este trabajo, un libro-espía colocado en una de las estanterías sería el encargado de salvaguardar mi territorio. Si alguien se acercaba a curiosear, el detector de movimiento o el sensor de infrarrojos ocultos en el lomo lo detectarían y una cámara con conexión wifi me permitiría ver y grabar en directo todo lo que pasara.

Siempre me había sentido fascinado por los números y las finanzas. Descubrir cómo convertir mi talento para las matemáticas en algo lucrativo me llevó, sin embargo, algo más de tiempo. La contabilidad tiene una merecida mala fama, sobre todo entre los estudiantes universitarios. Se trata de una disciplina aburrida y tediosa. Sin embargo, cuando lo convertimos en una investigación, en jugar al ratón y al gato, se convierte en algo bastante interesante. En la era de la ciberdelincuencia, la malversación, el robo y el desvío de capitales apenas dejan rastro. Las grandes empresas necesitan expertos para encontrarlos y erradicarlos discretamente, y ese soy yo, un curtido perro de caza con buen olfato.

Apenas había comenzado a estudiar el informe sobre la clasificación contable de los ingresos cuando entró a la biblioteca una mujer joven. Se trataba sin duda de una guapa y elegante secretaria que iba cargada de carpetas, pero al observarla mejor intuí que no debía ser tan joven. Mujeres… Siempre intentando ocultar su edad tras capas y capas de maquillaje en lugar de lucir con orgullo lo que son.

Desvié la vista y fingí concentrarme en mi trabajo, en los informes preliminares. Hube de contenerme, pues mis ojos querían buscarla. Era una madura atractiva. Después de un segundo de duda, finalmente se aproximó a la mesa donde yo estaba trabajando. La escuché acercarse sin levantar la mirada hasta que estuvo demasiado cerca como para ignorar su presencia sin ser descortés.

Aunque no era muy alta, la naturaleza había sido generosa con ella. Su melena morena enmarcada una cara bonita en la que destacaban sus labios carnosos y unos grandes ojos azules. Además de ser guapa… “¡Menudo cuerpazo!”. Bajo su camisa blanca se podía adivinar un buen par de tetas. Caminaba con estilo a pesar de llevar bastante tacón, meneando con precisión su esbelto trasero. Era realmente un bombón. “Esta vez sí que he tenido suerte”, me dije con malicia.

—Buenos días —me saludó con una sonrisa tan perfecta como todo lo demás— ¿Puedo sentarme aquí?

Su voz era dulce y yo un niño goloso, pero…

— Lo lamento, pero es que voy a necesitar toda la mesa —contesté negándole mi permiso con amabilidad. No podía permitirme distracciones en horario laboral.

Hay varios métodos para averiguar quién está robando en una empresa, y el más fácil de ellos es que él mismo se delate con una conducta sospechosa. A menudo se dan a la fuga en cuanto se enteran de que se va a hacer una auditoría. Por eso mi contrato está blindado con una cláusula de rescisión. Que aquella preciosa señora deseara sentarse conmigo habiendo otra mesa libre me pareció, cuando menos, llamativo.

La pobre se quedó cortada, no se esperaba que no le permitiera sentarse conmigo. Desde luego, no estaba habituada a ser rechazada.

—No se preocupe —respondió henchida de amor propio antes de darse la vuelta airadamente y sentarse en la otra mesa.

“Hemos empezado mal”, me dije.

Revisaba los documentos con atención, pasando hoja por hoja con delicadeza y dedos gráciles. Fue en ese momento cuando me percaté de la alianza de matrimonio que portaba en la mano derecha.

Seguramente estaba más cerca de cumplir cincuenta que cuarenta, pero tenía unos rasgos hermosos que, bien maquillados, la hacían atractiva. Por supuesto, no era perfecta, aunque debía haberlo sido. Sus labios eran demasiado sensuales para ser naturales y su naricilla respingona tres cuartos de lo mismo. Llevaba los labios pintados de un rosa carmesí más bien discreto y sus ojos tenían el brillo de la inteligencia. Seguramente sería la abnegada secretaria de alguno de los abogados de la firma o la espía de alguno de los involucrados en la malversación de fondos, puede que ambas cosas.

Me centré en lo que debía centrarme, en los informes preliminares preparados por el departamento de contabilidad. Sin embargo, después de unos veinte o treinta minutos de productivo silencio…

—Con el día tan bueno que hace —dijo la señora esperando con una amable sonrisa a que yo respondiera a su comentario.

— Eh… Sí, claro. Ojalá hubiera alguna ventana aquí —alegué con gesto de resignación.

— Yo preferiría salir a dar un paseo —rió abiertamente— Pero tengo que revisar y ordenar toda esta documentación. Mi nombre es Ana Bauman, soy abogada del departamento de fideicomisos.

Aquella afirmación me sorprendió, yo había pensado que al no disponer de un despacho propio donde trabajar, se trataría de una persona ajena al bufete o alguien a quien habían contratado de refuerzo, no de una abogada titular, pero no quise ser impertinente.

—Soy Alberto García —me presenté— El auditor.

—¿Auditor? —replicó Ana con la habitual cara de susto— ¿Pasa algo?

—No puedo responder a esa pregunta, señora Bauman —me disculpé sonriendo— y no porque sea información confidencial, que lo es, si no porque acabo de empezar.

La información interna de una empresa es siempre un asunto a tratar con discreción y yo soy especialmente escrupuloso con respecto a eso. Tenía prohibido despachar asuntos de la auditoría con los empleados, así figuraba en el compromiso de confidencialidad que me habían hecho firmar. De todas formas, por propia experiencia únicamente entrego mis conclusiones al representante que ha contratado mis servicios. Tengo mucho cuidado al respecto, aunque a veces pueda no parecerlo.

—Espero que mi presencia no le incomode —le dije— Le aseguro que no la molestaré, no soy demasiado hablador.

—En absoluto. No me molesta, señor García —dijo ella— Me gusta venir aquí a ordenar papeles porque hay mucho más espacio. Además, se agradece la compañía, la verdad. Aquí no suele haber nadie.

Sonreí, una mujer más joven tendría reparos en trabajar a solas en un lugar como ese. Según mi criterio, a pesar de que se escuchaba el murmullo general de las oficinas de afuera, el sitio era apacible, ideal para trabajar.

Después de esa trivial y breve conversación, volvimos a nuestros asuntos.

La señora Bauman se marchó a medio día, pero yo estuve allí hasta las tres de la tarde. Bueno, hasta las tres menos un minuto, dado que a en punto se conectaría el vigilante y el dispositivo enviaría una señal de alarma a mi teléfono. Como tenía costumbre, hice una copia de lo poco que llevaba hecho y dejé todo ordenado sobre la mesa.

Al día siguiente, llegué a primera hora y me senté a trabajar. Una hora más tarde llegó Ana. Nos saludamos y tras una breve conversación formal cada uno se centró en su trabajo. Necesitaba avanzar si no quería empezar a demorarme con la comparación de datos. Realicé un listado de ingresos y gastos fijos y luego puse el ordenador a revisar incrementos o reducciones anómalas, punto por punto, en total casi setenta conceptos. Mientras el ordenador procesaba la información yo me enfoqué en investigar a la gente, a todos los que cobraban de la firma de abogados, desde los administrativos a los miembros de la junta directiva. Todos salvo los dueños, claro. A ellos siempre los dejaba para el final.

Pese a estar casada, o precisamente por ello, la mera presencia de Ana me distraía. Cuando hay una mujer deseable en las inmediaciones, las malditas feromonas generan una atracción que todo hombre heterosexual es capaz de sentir. Esa fuerza atraía mi mirada, haciendo que mis ojos y todo lo demás se levantase. La señora Bauman había cruzado las piernas, la derecha sobre la izquierda, y casi se había descalzado de un pie. Colgando de sus dedos, el zapato de tacón se balanceaba adelante y atrás al compás con que inconscientemente movía la pierna.

—Voy a por un café, Alberto. ¿Quieres algo? —preguntó ella sacándome súbitamente del ensimismamiento.

Ana Bauman sonreía jugueteando con el lápiz entre los dedos. Supe que el brillo de sus ojos se debía a haberme sorprendido mirando sus tobillos.

—Un café con leche me vendría de perlas, señora Bauman.

Entonces, el lápiz se le cayó al suelo y Ana se inclinó para recogerlo, pues no había parado lejos de la silla donde estaba sentada. La visión de sus grandes tetas a través del escote me dejó ofuscado. Noté el rubor subir por mi rostro primero y por mi miembro después.

—Qué torpe soy —dijo ella con ese tono tan particular que tienen las gatas al hablar.

—No me llames señora, por favor. No soy mucho mayor que tú —añadió con coquetería al mismo tiempo que se incorporaba— Llámame Ana, por favor.

—Gracias, Ana —respondí haciendo énfasis en su nombre propio, dándome cuenta que era una de esas palabras que se leen igual en ambos sentidos.

—Muy bien, enseguida vuelvo.

La abogada se giró y echó a andar hacia la puerta. Su falda gris entallada, acompañó el movimiento de unos glúteos rotundos. Su contoneo de caderas terminó de reafirmar mi erección.

Cuando la puerta se cerró volví a lo que estaba haciendo, pero ahora con una emoción juvenil. Resultaba obvio que aquella mujer tenía ganas de fiesta. Lo que a esas alturas todavía no tenía claro era si además de sacarme la polla también intentaría sacarme información.

—Aquí tienes —dijo depositando el vaso sobre mi mesa unos minutos más tarde.

—Gracias, Ana.

—¿Tan mayor te parezco? —dijo Ana de inmediato

—Perdona —me hice el despistado intentando dar con la respuesta apropiada.

La miré y ella aguardó un momento, sólo uno. Torció los labios con impaciencia.

—¿Y…? —me presionó.

Me descolocaba la actitud vanidosa a la vez que indignada de aquella mujer.

—¿Cuántos años tienes? —sonreí— ¿Treinta? ¿Treinta y cinco?

Ana, se echó a reír y a mí me encantó que lo hiciera. La risa es un cúmulo de sensaciones que no se pueden contener y acaban aflorando de esa forma, igual que un pequeño orgasmo.

—¡Qué gracioso! —dijo al fin.

— La edad no importa —dije con decisión y sinceridad— Eres guapa y siempre lo serás, tengas la edad que tengas.

Ana me acarició con ternura la mejilla. Estaba radiante. Tomé la taza con ambas manos para contener mis deseo de ponerme en pie y besarla. Ella sonreía como una niña que ha hecho una travesura y le ha salido bien. Mi corazón latía con un impropio entusiasmo juvenil.

Aquella noche, mientras me cepillaba los dientes me evalué a mi mismo. Era consciente de que mi conducta podía causarme problemas. No me convenía tener una relación con una mujer casada y menos si ésta era una de las abogadas del bufete que estaba investigando. No debía hacerlo, salvo que indagar bajo sus bragas formase parte de dicha investigación. Escupí la espuma dental en el lavabo y me dije: “Más te vale estar atento o caerás en sus garras como un idiota”.

Al día siguiente, cuando iba de camino a las oficinas, sonó en mi teléfono la alarma del dispositivo de vigilancia. Alguien había entrado en la biblioteca. Detuve el coche para comprobar qué ocurría sin tener un accidente.

Ana había llegado a la biblioteca veinte minutos antes del inicio de su jornada laboral. Aunque era algo extraño, no tenía de qué preocuparme si ella no hurgaba en los documentos que yo intencionalmente dejaba sobre la mesa. Al contrario que yo, ella recogía y se llevaba cada día todas sus cosas. Puse las luces de emergencia y me quedé observando la pantalla de mi teléfono móvil.

Ana dejó sus carpetas sobre la mesa, pero no se sentó. Bueno, no se sentó en su silla, si no que rodeó ambas mesas y se acomodó en mi sitio, delante de mi portátil. Aunque la posibilidad de que Ana fuese la espía entraba dentro de lo posible, aquello me sorprendió, si bien no tanto como lo que ocurrió a continuación.

Sentada en mi silla, Ana pasó las manos sobre mis papeles, sin cogerlos. También acarició mi ordenador portátil, por decirlo de alguna manera comprensible y lo hizo tal cual estaba, cerrado. Su conducta era de lo más extravagante. Pasaba las manos lentamente sobre la mesa y por los apoyabrazos de la silla. Creí distinguir que se mordía el labio inferior, parecía excitada. Luego, cuando pasó las manos por sus muslos, se subió la falda y empezó a tocarse, ya no tuve dudas.

Contemplé como se masturbaba con un morbo impuro. Ana tenía las manos ocultas, pero era sencillo deducir lo que ocurría bajo la mesa. Yo no podía escuchar nada a causa del ruido del tráfico en plena hora punta, pero resultaba obvio que Ana estaba gimiendo. El vaivén de su cuerpo sobre la silla acabó por transformarse en unas incontenibles convulsiones.

Fue muy rápida. En dos minutos se puso a jadear de placer y acto seguido, cuando aún debían temblarle las piernas, volvió a su sitio. Tardé yo más en salir de mi asombro que ella en ponerse a trabajar.

Cuando entré en la biblioteca la saludé con total normalidad. Ana estaba hermosa esa mañana, el orgasmo que acababa de tener le había sentado de maravilla. Sus ojos, alegres y llenos de vida, estuvieron a punto de convencerme para abalanzarme sobre ella preso de la pasión, una pasión que ella me había contagiado.

Aunque tenía la mesa llena de carpetas e informes, Ana me brindó una gran sonrisa. Ese día se trajo un pequeño ordenador portátil y estuvo trabajando con entusiasmo. Sus dedos eran un vendaval sobre el teclado.

Después de nuestro habitual almuerzo de máquina, Ana recibió una llamada telefónica. Se paseaba mientras hablaba, parecía contrariada por alguna mala noticia. Los minutos pasaban y Ana seguía dando vueltas dentro de la biblioteca como un animal del zoo dentro de su jaula. Ese día se había puesto un vestido azul marino de una pieza que la cubría desde el cuello hasta las rodillas. El sonido de sus zapatos de tacón se confundía con el segundero de un reloj. La recia tela de su vestido se amoldaba a sus curvas, ensalzando unos senos abundantes, una cintura contenida teniendo en cuenta su edad y, sobre todo, un trasero tan generoso como tentador. Cada vez que me daba la espalda no podía evitar mirárselo. Qué no daría por ponerla a cuatro patas, acariciarla y agarrar sus carnes.

Evidentemente, me pregunté por qué una mujer madura e independiente se masturbaría sentada delante de todas mis cosas. Ana tenía que haber estado muy excitada para hacer algo así. Aunque ya no era ningún muchacho, yo debía gustarle mucho. Debía tener diez años menos que ella, pero me sobraba carácter y estilo. Aunque no me sobraba el dinero, me las arreglaba para vestir bien y usaba Boss Bottle a diario.

Sin darme cuenta comencé a pensar dónde podría acostarme con ella, desde luego no allí. Por suerte, me dí cuenta a tiempo de que mis hormonas intentaban tomar el control de mis actos. Yo sabía que esas fantasías con Ana debían quedarse en mi cabeza y no salir de ahí. De lo contrario, tanto mi reputación como mis tarjetas de visita acabarían en la basura. Normalmente, los ladrones intentaban amenazarme o comprarme. Aquella sería la primera vez que intentan tenderme una trampa de ese estilo. Intuía el peligro, pero las curvas de Ana me gustaban demasiado.

Ana finalizó la llamada y caminó hasta mi mesa. Cogió su café, ya frío, y se lo terminó de un trago.

—Hablaba con mi jefe —me explicó— Le he dicho que no puedo llevar tantos asuntos al mismo tiempo. Si quiere beneficios, tendrá que contratar a alguien que me ayude.

—Tal vez es justo eso lo que desearía —bromeé— Que seas su esclava.

Ella sonrió comprendiendo el doble significado de mis palabras.

— No será porque no lo intenta —bromeó ella con suspicacia— Seguro que a ti también te gustaría. Sois todos iguales.

—Por supuesto —respondí— Pero yo no te haría trabajar.

Con el paso de los días, la presencia de Ana fue atrayendo cada vez más intensamente mi mirada y también mi pensamiento. Me tenía desconcertado. Levanté la vista, ese día se había puesto una falda algo más corta que de costumbre. Me distraje cuando comenzó a rascarse, poseía unas piernas increíblemente sugestivas para su edad. Pensé cómo me gustaría grabarla con mi teléfono, hacer zoom sobre sus muslos. Por suerte me percaté de la estupidez que estaba pensando, una idea propia de un adolescente.

—Alberto, ¿me prestas tu chaqueta? —me preguntó sacándome de mis cavilaciones— Me está dando frío.

—Por supuesto —le respondí.

—Gracias, eres todo un caballero —dijo con coquetería.

“Y tú toda una yegua”, pensé con malicia.

Su petición no me extrañó. Ana vestía una camisa azul de manga corta y una falda negra, sin medias. Ese día no estaba haciendo tanto calor y como el aire acondicionado seguía encendido… De pronto me dí cuenta de que la estaba justificando. “Ándate con cuidado”, me dije.

Avanzaba la mañana, ya era casi la hora del almuerzo, pero Ana volvía a hablar por teléfono. Decidí esperar para ver si se venía a tomar un café. Sin embargo, cuando levanté la vista un momento más tarde, vi como la abogada cerraba sus carpetas con bastante prisa.

—Tengo que ir a una reunión, lo siento —me comunicó con pesar— Me dejo las cosas aquí. Échales un ojo, por favor.

—Claro, no te preocupes.

—Eres un encanto —dijo rozando mi mejilla con el dorso de su mano.

Aún inocente, ese gesto me cogió por sorpresa. Me quedé mirando como se marchaba bastante apurada. Mirando su trasero, evidentemente.

A la hora del almuerzo, cogí la chaqueta que Ana había dejado en el respaldo de su silla, pues supuse que también haría fresco en la sala de espera donde estaba la máquina del café. En ese momento sentí algo duro en uno de los bolsillos, era el teléfono de Ana. Se le había olvidado.

Al terminar de tomarme el café y unas cookies que había llevado de casa, fui a recepción y pregunté por Ana Bauman. Tras una breve llamada de comprobación, la chica me informó de que con toda probabilidad Ana no volvería esa mañana hasta última hora.

— Disculpe —tenía otra duda— ¿La señora Bauman suele trabajar en la biblioteca?

—No, que yo sepa, ¿por…?

— Nada, olvídelo. Si Ana pregunta por su teléfono, dígale que lo tengo yo. ¿De acuerdo? —le pedí a la recepcionista— Me llamo Alberto García y éste es mi número de teléfono. Déselo, por favor. Ella sabe quién soy.

—Puede dejárselo al señor Lyon —sugirió la recepcionista que, ante mi cara de sorpresa, añadió— Es el marido de la señora Bauman.

De pronto, el bolsillo donde tenía el iphone de Ana empezó a quemarme como un ascua ardiente. Debí entregárselo a la recepcionista inmediatamente, pero a veces uno toma malas decisiones.

— Gracias, señorita, pero prefiero dárselo en persona.

De nuevo en la biblioteca, me senté y observé el dispositivo electrónico. Era, por supuesto, un iphone gris oscuro de última generación. Con reticencia, como si fuera explotar, apreté el botón de encendido. La pantalla se iluminó. No había clave numérica, ni patrón de seguridad. Se accedía directamente a la pantalla principal. Me resultó inaudito que Ana, una abogada, no protegiera la seguridad de su teléfono personal.

La idílica imagen de una foto familiar me hizo ser consciente de que lo que acababa de hacer no estaba bien. Por las embarcaciones que se veían tras ellos, deduje que estaban en un puerto deportivo. El supuesto marido de Ana sonreía como sólo pueden hacerlo los que tienen mucho dinero. Era claramente más viejo que su esposa, además, al Ssñor Lyon le sobraba barriga y le faltaba pelo. En la foto había también dos chicas lo bastante mayores como para estar estudiando en la universidad. Supuse que serían sus hijas.

Miré mi reloj, aún era pronto. Si me acercaba a la puerta de la biblioteca y la dejaba entreabierta, podría revisar el iphone de Ana y escuchar si alguien venía.

Sin embargo, no lo hice. Cuando la pantalla se apagó, volví a guardar el aparato en el bolsillo de mi chaqueta y seguí trabajando, o eso intenté. La verdad es que seguí dándole vueltas a si debía echar una ojeada a sus mensajes de Whatsapp, al correo electrónico, al listado de llamadas… Me preguntaba si Ana sería tan imprudente como para no eliminar inmediatamente cualquier mensaje o llamada telefónica que la pudiera incriminar en un delito. Descarté de inmediato tal posibilidad, una abogada no cometería un error así.

Ana regresó a última hora tal y como había predicho la chica de la recepción, pero yo ya no estaba allí.

—Hola, ¿Alberto? —la voz de Ana Bauman se escuchó alto y claro a través de los altavoces de mi Mercedes.

—Sí, soy yo.

—Hola, Alberto. Soy Ana —explicó— Me ha dicho Cristina que tienes mi teléfono. Me lo he dejado en el bolsillo de la chaqueta, ¿verdad?

—Efectivamente.

—¡Estaba segura! —exclamó de alegría.

—Sí, no te preocupes. Tu móvil está a salvo —le dije.

—Lo sé, por eso no volví a buscarlo —dijo en tono alegre— Me paso ahora mismo por tu casa y lo recojo, ¿si no te viene mal?

— ¡Qué va! Ven cuando quieras.

Ana me había leído el pensamiento. Yo podría haber entregado su iphone a la recepcionista o haber esperado a que saliera de la reunión, pero no lo hice. Yo prefería que Ana fuera a mi casa. De hecho, pensaba invitarla si ella no se me hubiera adelantado.

No la hice esperar, fui a abrir la puerta en cuanto escuché el timbre. Ana estaba allí esperando, radiante como la luz de una vela, pero mucho más firme, mucho más fuerte. Era una mujer que había vivido lo suficiente como para no dejarse amedrentar por las dificultades o los retos. La invité a entrar.

Sabía que debía ser precavido con ella. No era corriente que una mujer de su época y condición acudiera al domicilio de un hombre. Mi intuición y experiencia con las mujeres me decían que esa repentina atracción que demostraba por mí sería a todas luces interesada.

Con todo, Ana me pilló por sorpresa. No fue mi inteligencia si no mi excitación lo que me salvó la vida. En efecto, fue al girarme para mirarle el culo cuando la vi abalanzarse sobre mí cuchillo en mano. En un primer y decisivo momento, mis reflejos me hicieron ladear mi abdomen para esquivar la puñalada, para salvarme la vida. Luego un consciente deseo de sobrevivir me hizo propinar un brutal empujón a mi agresora haciéndola perder el equilibrio. Ana cayó contra la puerta que, al cerrarse de un fuerte golpe, hizo temblar las paredes.

En un intento de parar su caída Ana había soltado el cuchillo. Desentendiéndome de la que yo pensaba iba a ser mi amante, seguí la trayectoria del arma y le di una patada para alejarlo todavía más de ella. El cuchillo parecía nuevo, extremadamente afilado y, aunque no me pareció muy grande, al imaginar la hoja de acero clavada en mi costado se me hizo un nudo en la garganta. Me di cuenta de que en ese mismo instante, podría ser yo quien estuviera en el suelo, desangrándome.

La miré, Ana no se movía. Aún así, yo no me fiaba y seguí atento a cualquier movimiento por su parte. Al acercarme unos ojos salvajes me miraron y me preparé para contener un nuevo ataque. Aquella elegante y educada mujer, ahora una salvaje desconocida, intentó agarrarme del cuello. Sin embargo, esa vez su posición era de franca desventaja y pude contenerla sin dificultad. La sujeté con fuerza de las muñecas. Con todo, no eran sus manos lo que más temor me inspiraba si no el odio y la maldad con que me miraba.

La ayudé a levantarse. Sin soltarla, por supuesto. Un pequeño corte en su ceja derecha había dejado un surco de sangre en su sien. De todos modos, no parecía importante.

—Vamos —la apremié con un ligero empujón cuando pasamos junto al cuchillo con el que había intentado matarme.

Una vez entramos al salón, la obligué a acomodarse en el sofá.

—Más te vale empezar a hablar —le advertí.

—Te creía más listo —preguntó con soberbia.

— Supongo que has estado robando al bufete —intenté adivinar.

Ana asintió con la cabeza sin el menor signo de temor ni arrepentimiento. Me resultaba desconcertante, no parecía la misma persona con quien había pasado largas horas en la biblioteca, con quien había charlado y reído junto a la máquina expendedora de café.

—Hace años que robo a mi marido, bueno... —corrigió— al bufete, como dices tú.

Ana me explicó que había decidido divorciarse unos diez años atrás, pero como entonces sus hijas aún eran pequeñas optó por esperar a que estuvieran en la universidad. Para no dejar pasar en vano todo ese tiempo, trazó un plan que le permitiría acumular una buena cantidad de dinero. En realidad, esa era su única alternativa para obtener algún beneficio económico de su divorcio, dado que tenían separación de bienes.

Ana sabía que si esperaba a que sus hijas estuvieran cerca de emanciparse, su marido pleitearía hasta lograr echarla de la mansión familiar. Además de quedarse en la calle, también tendría que buscar trabajo. En efecto, el bufete para el que trabajaba era un solemne negocio propiedad de la familia de su marido y una vez se descubriera su intención de divorciarse sería despedida en el acto. Es más, Ana daba por descontado que el bufete la obligaría a negociar su indemnización por despido alegando media docena de mentiras.

—Podías haberme explicado esto en vez de intentar asesinarme —le recriminé.

—Supongo que sí, pero estaba asustada —intentó justificarse— Todo esto de la auditoría… No me lo esperaba. Pensaba que tú ya lo habías descubierto, que en cualquier momento la policía vendría a buscarme.

Ana se echó a llorar arrepentida de lo que había estado a punto de hacer. Supongo que debí aceptar sus remordimientos como sinceros, pero no lo hice. Siempre he sido un hombre pragmático y, en su desesperación, vi la oportunidad que yo estaba buscando. A todos se nos presentan circunstancias favorables y adversas, lo que diferencia a unos hombres de otros es la astucia para sacar provecho de las unas y el coraje para soportar las otras.

Quince minutos antes, yo estaba convencido de que Ana había planeado todo el asunto del teléfono para ir a mi casa y echar un polvo. Aunque la había visto masturbarse en la biblioteca, sospechaba que había algo turbio detrás de ese interés. Intuía que después de follar conmigo, Ana intentaría sonsacarme información sobre la auditoría de la empresa o incluso convertirme en su cómplice.

En fin, llevaba un buen rato mirándole el escote y notaba mi miembro duro bajo el pantalón. Me había hecho ilusiones con gozar de aquella mujer y no iba a renunciar a ello porque hubiera intentado asesinarme. Aquello tenía sorna.

—Muy bien Ana… —dije tranquilamente— Te diré lo que vamos a hacer.

En dos pasos me coloqué justo delante de ella, me bajé la cremallera y, a través de la abertura del pantalón, saqué mis dieciocho centímetros de polla. Ella me miró desconcertada.

—Como supongo que debes tener hambre, primero te dejaré comerme la polla. Luego supongo que querrás que te folle —argüí con banalidad— Y por último, tendremos que llegar a un acuerdo sobre todo este lío.

—Preferiría llegar antes a ese acuerdo si no te importa —comento ella.

— De eso nada —dije tomando cortésmente su mano derecha.

Tenía toda su atención, así que continué hablando.

—Si llegásemos a un acuerdo, eso te convertiría en una puta. Follarías conmigo sólo para salir airosa de todo esto y, verás, a mí las que me gustan son las zorras, sobre todo las zorras casadas como tú.

Dicho esto, besé su alianza de compromiso para luego guiar aquella misma mano hasta mi polla.

La mujer del Sr Lyon sonrió al empezar a menear mi duro miembro viril. Después, se acomodó en el borde del sofá y sin dejar de mirarme a los ojos se introdujo mi polla en la boca.

Fue decepcionante, la verdad. Ana no era muy hábil que digamos. Se limitaba a subir y bajar de forma monótona. Por una parte, yo esperaba algo más de una mujer con los arrestos suficientes para intentar matarme, pero por otra, esa falta de destreza de la señora Lyon me daba mucho morbo.

—Chúpame los huevos —exigí con resolución.

Ella me miró con cara de boba.

— ¡Hazlo! —exclamé.

Echando a un lado mi erección, Ana introdujo la cara entre mis piernas y comenzó a lamer alternativamente mis testículos. Al principio lo hacía con una prudencia extrema, como si temiera hacerme daño, pero un minuto después ya me los chupaba como si fueran caramelos.

—Muy bien, preciosa. Ahora, échate.

No disponía de tiempo para enseñarle a comerme la polla como Dios manda. Además, después de lo que la señora Bauman había estado a punto de hacerme, debía tomar algún tipo de represalias. Follarle la boca no sería en absoluto una sentencia proporcionada.

Ana se tumbó boca abajo sin hacer preguntas y, a continuación, yo me acomodé justo delante de ella. No hizo falta que le ordenara abrir la boca, lo hizo en cuanto vio aproximarse mi miembro.

Desde el segundo día que vi a aquella mujer entrar en la biblioteca supe que tarde o temprano acabaríamos follando. Emprendí un contenido mete saca. La boca de Ana era tan cálida y húmeda como una vagina y bastante más estimulante.

A la vez que copulaba oralmente con ella, no podía dejar de admirar su hermoso culazo. Le subí la falda y al buscar su clítoris descubrí que ella se me había adelantado. Al tiempo que salivaba profusamente, Ana había metido una mano por debajo de su abdomen sin que yo la hubiera visto y se estaba masturbando. Era tan alucinante verla gozar de aquella forma que decidí hacer todo lo que estuviera en mi mano para ayudarla a alcanzar un orgasmo que, por otra parte, se me antojaba cercano. Ladeé la costura de sus bragas y, al introducir un par de dedos, su sexo liberó un auténtico torrente de fluidos.

Ana no tardó en convulsionar cómplice y víctima del placer. La situación se tornó tan intensa que, literalmente, empecé a fornicar en su boca, golpeando contra su paladar, sintiendo el filo de sus dientes. Juro que no pensaba correrme o al menos no tan pronto, pero de repente mi polla entró y ya no quiso salir.

—Lo siento —me disculpé de todo corazón— No lo he podido evitar.

El rostro de Ana estaba enrojecido y todavía respiraba con ansia.

—No pasa nada —respondió visiblemente sofocada— Estoy bien.

Ana se pasó la mano por su resplandeciente barbilla, pero no había allí ningún rastro blanquecino, sólo saliva. La deducción lógica era tan categórica como turbadora: mi abogada favorita acababa de tragarse una ración completa de esperma.

Ana estaba ruborizada, no sabía donde mirar. Se quedó inmóvil mordiéndose el labio inferior para no pedir lo que quería. La verdad es que aquella paradójica mezcla de timidez y lujuria resultaba terriblemente sexy.

Yo sabía lo que ella deseaba, pero tendrían que pasar al menos cinco minutos para que estuviese de nuevo en condiciones de dárselo.

—Ven. Ponte de pie —le indiqué.

El trayecto fue, no obstante, breve. La fui desvistiendo. Primero la camisa y luego en sujetador. La visión de sus tetas no me defraudó. Durante todas aquellas mañanas en la biblioteca sus pechos habían llamado poderosamente mi atención, y en el instante de liberarlas averigüé por qué. Ana tenía las tetas grandes, sin duda. Lo sorprendente fue que, al quitarle el sujetador, éstas se mantuvieran erguidas de forma casi idéntica. Estaba operada.

Me dispuse a degustar con glotonería aquellas tetas de diseño. Repasé con la punta de mi lengua los círculos de sus areolas y sus pezones se fueron irguiendo y adquiriendo dureza. Yo los chupé y ella jadeó. Aquellos pechos a la carta debían costar un dineral. Pensé en el acaudalado señor Lyon, no en vano estaba merendando a su costa. Las tetas de su esposa eran un verdadero manjar. Comía tan afanadamente que me pilló por sorpresa notar mi propia erección, mi miembro se había recuperado. Entonces le pedí que se inclinara sobre el apoyabrazos del sofá, con los codos sobre los asientos y el culo en alto. Aquello si que era una visión gloriosa.

Todo su cuerpo tembló cuando mi mano azotó con fuerza una de sus nalgas. Luego me agaché y cubrí de besos los cachetes de su poderoso trasero. Besos tiernos y polla dura, ese es el cóctel que les gusta.

Mis manos recorrieron su espalda presionando cada músculo de su columna vertebral. Luego se aventuraron en dirección a sus pechos y su vientre se agitó al compás de los resoplidos. Mientras, con el contoneo de su trasero, aquella todopoderosa mujer había hecho resucitar mi miembro entre sus nalgas.

Entonces volví a agacharme.

—¡Ogh! —gimió en cuanto notó mi lengua interesarse por su agujerito. Al parecer no se lo esperaba.

Su mente debió asimilar las cosquillas, modificarlas y llevarlas más allá. El esponjoso tacto de mi lengua no conseguía relajarla, más bien lo contrario. Ana se puso a jadear. Deseaba que yo la devorase y lo demostró separándose las nalgas con sus propias manos. Esa vez fui yo el sorprendido. Quizá la abogada no fuera tan mojigata como me había parecido…

—Ummm —gemía cada vez que mi boca se adentraba entre sus contundentes posaderas, cada vez que recorría la senda desde su clítoris hasta la parte más alta de su culazo.

—No te muevas —le indiqué antes de ausentarme.

Más tarde sí que la asaltaría la inquietud, algo bastante normal considerando dónde estaría por aquel entonces la primera falange de mi dedo índice. La lubricación es fundamental, sobre todo para ellas. Por eso había ido a buscar el gel gracias al cuál mi dedo taladró su culo como si fuera un bizcocho.

En cuanto se tranquilizó, mi dedo empezó a hacerla gemir. Ana debía saber que tendría que proporcionarme los placeres más oscuros. Sólo así obtendría mi perdón, el indulto a su intento de asesinato.

Mi dedo siguió follándola hasta que su orificio dejó de ser estrecho. Tanto ella como su ano fueron cediendo a mi deseo y a su placer. Burlón, supuse que todas las “Anas” deberían sentir curiosidad “Anal” en algún momento de sus vidas y entonces, retiré mi dedo índice y rápidamente lo sustituí por el pulgar.

—¡Ogh! —gimió ahogadamente la atractiva abogada. Tenía la cabeza entre los brazos, los párpados cerrados y se tapaba la boca con el dorso de la mano.

Así, cuando ella menos se lo esperaba, le metí la polla en el coño y entonces sí que abrió los ojos. Dio un respingo, la había cogido desprevenida, concentrada en ese dedo entrando por donde no debía.

A pesar de todo, Ana estaba tan mojada que no tardó en ponerse a gemir siendo follada al cuadrado. El grosor de mi polla la hacía apreciar aún más la presencia de mi pulgar dentro de su culo.

—¡Fóllame, cabrón! —vociferó fuera de sí.

La sujeté de las caderas con la única mano que tenía libre y aceleré el ritmo. Mi cuerpo golpeaba con fuerza contra el suyo, el ruido de los impactos lo corroboraba.

¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!

Ana se estremecía, mi pulgar se adentraba en ella hasta el segundo nudillo y mi polla la follaba sin compasión. Aunque sus tetas por encargo apenas se bamboleaban, ella intentó sujetárselas. Yo no pensaba ponérselo fácil. Las bruscas sacudidas de su cuerpo se acompasaban con mi enérgico ir y venir dentro de su vagina. Al final desistió y clavó las uñas en la tapicería del sofá. Iba a tener otro orgasmo.

La follé hasta que todo su cuerpo convulsionó, tembló y Ana se puso a gritar como loca.

— ¿Supongo que sabrás lo que toca ahora? —pregunté educadamente una vez recobramos la compostura.

—Sí —sollozó.

Saqué mi pulgar de su escondite y separé el surco de sus nalgas con ambos pulgares. Un último chorro de lubricante y un par de dedos acabaron de adecuar el camino a transitar. Un pequeño hueco en medio de su ano señalaba el epicentro del terremoto que estaba por llegar.

Al comparar su orificio con mi miembro viril sentí un amago de remordimiento. Después de la intensa sesión de sexo que llevábamos, mi polla había adquirido un grosor aún mayor al habitual. Menos mal que Ana no podía verla.

—No serás virgen, ¿verdad? —pregunté.

—No —negó acompañando la respuesta con el movimiento de su cabeza— Pero hace mucho que no…

—Hace mucho que no, ¿qué? —le exigí que terminara la frase.

—Hace mucho que no me follan por el culo.

—Y te mueres de ganas, ¿A que sí? —la conminé a confesar.

—Sí —balbució.

Mi polla salió bañada en los fluidos de aquella magnífica hembra y, luego, fue a encajarse en la entrada contigua a sabiendas de que no saldría viva de allí. Aquella sería una misión suicida.

Empujé un poco, bastante menos de lo esperado y el culazo de Ana se tragó el grueso cono de la punta. De nuevo estábamos acoplados el uno a la otra. “Las maduras son las mejores”, me ratifiqué a mí mismo. Siempre lo había creído y la facilidad con la que le había abierto el culo a la señora Bauman me daba la razón.

—¡Ogh! —se quejó Ana sólo por llevarme la contraria.

La besé, la besé en el hombro con dulzura, profundamente orgulloso de la entereza que ella había demostrado. Yo estaba bien dotado, pero ella era una mujer excepcional.

— ¡Para! ¡Para! ¡Para! —repitió rápidamente solicitando un receso.

Mi pollón la estaba poniendo en apuros. De hecho, Ana volvió a dar un respingo, un respingo inútil. Mi porra siguió adentrándose poco a poco entre sus nalgas. La condenada debía recibir su castigo.

Tuve que adelantar los pies para acabar de metérsela. Un instinto animal hizo que tuviera ganas de clavársela de golpe, de hacerla ver las estrellas, pero sabía que debía contener a los demonios que me urgían a hacer semejante barbaridad. Hacer gozar por el culo a una mujer requiere paciencia. Paciencia y lubricante.

Avanzaba lento, sí, pero avanzaba.

—Ya casi está —le dije.

Era evidente que le seguía molestando, ya ni siquiera parecía encontrar sosiego al frotar su sexo. La abracé más fuerte, apretándome contra su cuerpo tembloroso. No deja de ser irónico, intentar dar consuelo a una mujer al mismo tiempo que le estás dando por el culo, pero es lo que hay que hacer.

—¡Ogh! —suspiramos aliviados al sentir al fin el contacto de nuestros cuerpos.

Solamente cuando vi cierta relajación en sus facciones me atreví a celebrar mi triunfo. Mis dedos se clavaron en sus tetas. Su delicada anatomía hizo todo lo posible por sobrellevar las arremetidas iniciales.

—Grita si quieres —le sugerí tras una enérgica embestida.

Ana se volvió para recordarme que tuviera cuidado y yo aproveché para tomar su rostro entre mis manos, para adueñarme de su boca, para besar su esbelto cuello.

—¡Fóllame! —exigió. Ya no deseaba más dulzura ni compasión.

Empecé a arremeter con agresividad, a follarla tal y como había pedido. Esa vez no me importaba si me corría antes que ella. Sólo quería gozar, gozar hasta el final y hacer que le ardiese el culo a aquella pedazo de zorra.

¡Clac! ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!

Me retiré de golpe. Se la volví a clavar. Gritó. Volví a sacársela y le separé las nalgas. Su esfínter abierto y enrojecido me hizo pensar que, cuando la echaran del bufete, aquella abogada podría dedicarse al porno. Esa estúpida idea me hizo pensar en variar de postura para lograr un final de película. Ella me miró sin hacer comentarios sobre mis pensamientos, pero en seguida sus talones espolearon en mi espalda, exigiendo mi regreso dentro de ella.

Ahora su orificio parecía hecho a medida. Mi polla encajaba a la perfección, entraba y salía con fluidez haciéndola jadear de una forma ininteligible. Era pues, el momento.

—Ven —ordené.

Sin esperar respuesta por su parte, la tiré del pelo y la obligué a incorporarse. Gracias a los tacones de sus zapatos, el culo de la señora Bauman quedaba justo a la altura de mi polla. Eso sí, caminaba con torpeza.

La arrastré conmigo cuando me dejé caer sobre el sofá, con lo que mi polla se le clavó hasta las amígdalas. Los ojos, la boca y el culo se le abrieron de par en par. Aprovechando su desconcierto me quité la corbata, le vendé los ojos y, sin que ella se percatara de nada, saqué mi teléfono móvil del bolsillo del pantalón.

—Ahora quiero que te imagines que tu marido está atado de pies y manos delante de nosotros… ¡Muévete!

Grabé a Ana perdiendo el control, dando saltos, rebotando sobre mi polla. Enfoqué los fluidos de su sexo chorreando por mi miembro. Los dedos de Ana volaban sobre sus labios, sobre su clítoris. El placer se contagió rápidamente a otros órganos vitales.

La señora Bauman se imaginaba que su marido estaba viéndola follando con otro hombre. Desquiciada, separó los labios de su sexo para que él no tuviera dudas de que no era ahí por dónde se la estaban clavando a su esposa.

— ¡Eso es! —la animé— ¡A tu marido le va a encantar!

Ana flaqueaba pues estaba a punto de correrse una vez más. Dejé el teléfono contra el apoyabrazos, levanté su cuerpo con ambos brazos y empecé a pistonear como un motor al límite de revoluciones. Ana no tardó en gritar que se orinaba. Pero mi polla entraba y salía a toda velocidad, ya no podía parar. Ella lo puso todo perdido, chillando, orinando, temblando y corriéndose como una loca… y yo, yo la dejé caer para que se la clavara bien clavada y me puse a llenarla de semen a borbotones.

La abracé, quería sentirla en mi piel, apoderarme de ella. Quería retener el recuerdo de aquella guarra y llevármelo conmigo. Por eso volví a coger el teléfono y grabé como pude el momento en que mi miembro salió de su culazo. Seguidamente,un abundantechorro de leche brotó de ella dando fe de lo ocurrido.

—Ahora sí, Ana.Ahora puedes pedirme lo que quieras.

Una semana más tarde me reuní con el Sr Lyon para presentarle mis conclusiones.

—Antes de nada, quiero que sepa que lamento lo de su divorcio que, con independencia de esta auditoría, habría acabado produciéndose antes o después.

—Al grano, por favor —ordenó él con rictus pétreo.

— Al parecer, su mujer utilizó los datos de un antiguo compañero de universidad para estafar al bufete. Lo hizo con su consentimiento a cambio de ciertos favores que no vienen al caso.

—¡Claro que vienen al caso! —vociferó el abogado— ¡Soy…! ¡Era su marido!

—En tal caso, he de decirle que tengo en mi posesión un vídeo que muestra de qué clase de favores estamos hablando.

—¿Y cómo narices…? —preguntó desconcertado.

—Es parte de mi trabajo, Sr Lyon. Ese vídeo llegó a mis manos de forma fortuita a lo largo de mis pesquisas.

— ¡Muéstremelo! —exigió.

—Le advierto que las imágenes son muy explícitas.

— ¡No sea usted necio! —clamó con desprecio.

—En cualquier caso, ha de saber que el vídeo es confidencial. No se lo puedo entregar. Usted es abogado, sabrá a qué me refiero.

Al ver las imágenes de su esposa teniendo sexo anal hasta alcanzar un enorme y estrafalario orgasmo, el semblante displicente y arrogante del Sr Lyon se vio notoriamente afectado. El vídeo era tan espectacular como lo era la zorra de su mujer.

Una vez le hube mostrado como Ana le ponía los cuernos, procedí a detallar el método que ésta había utilizado para estafar al bufete. Su ex mujer había utilizado los datos de su amigo para contratarlo de forma ficticia, falsificando contratos de trabajo en veintisiete ocasiones a lo largo de los últimos diez años. En total algo más de cuatrocientos mil euros. Lo más curioso es que todo era supuestamente legal, ya que los encargos de trabajo eran reales, sólo que quien en verdad los realizaba, entregaba y cobraba era su ex mujer. Como he reiterado, Ana era una mujer excepcional.

Agradecimientos:

El inicio e inspiración para este relato es “La auditoría”, escrito por Adanedhel.8:55 28/11/2020