El conserje ataca

La mesa le llegaba justo a la altura del paquete y contra ella se frotaba ante mis narices aprovechando que estábamos solos en la sala común.

El conserje ataca.

Aquel día llegué quince minutos antes de la hora. En la sala común no había nadie. Me senté a repasar el plan del día. En eso estaba cuando se abrió la puerta y alguien entró. Era el conserje.

Como era su costumbre, vestía pantalón de pinzas, azules, demasiado ajustados, tal vez, para un hombre de cuarenta y cinco años. Pero le quedaban de maravilla.

Se acercó a mi mesa: el pubis le quedaba justo a la altura de la superficie de madera.

-Buenos días, Ganmintidis.

-Hola, buenos días.

Me fijé en aquel triángulo redondo que sus ingles enmarcaban.

-¿Ya estás trabajando?

-A ver, ¡qué remedio! –contesté.

Sin duda, estaba aburrido y daba un garbeo para estirar las piernas. Pero sus ojillos brillaban con una luz picarona. Se frotaba impúdicamente el paquete contra el filo de la mesa. Me tuve que re-colocar el mío. Hubo un silencio embarazoso. Me hubiera gustado decirle: "¡Qué bueno estás, cabrón!". Pero, comido de vergüenza, clavé la vista en mis libros.

-Bueno, pues me vuelvo a mi garito.

Hasta luego, Carlos.

Nada más irse, me invadió una excitación incomprensible. Lo imaginaba a mi lado, sacándose el miembro de sus pantalones de tergal. Esa imagen hizo que mi pene destilase su lubricante por mi muslo abajo. Tuve que ir al servicio para limpiarme. Y allí estaba él, meando.

El servicio tenía sólo dos urinarios de pared, sin nada que los separase.

Temblando de vergüenza, me puse a su lado y me saqué el pene semi-erecto mientras, sin saber por qué, levanté la cabeza para clavar la vista en el techo.

Por la oreja derecha oía perfectamente el chisporroteo de su meada. Él miraba hacia el otro lado. Pero algo más fuerte que yo me hizo agachar la cabeza y, de reojo, enfoqué lo que mi conserje Carlos tenía entre sus manos.

Era un cipote grueso y largo como yo no había visto ni en fotografías. Con sus dedos, tapaba y destapaba el glande para facilitar la meada. Aquello disparó mi adrenalina y comencé a empalmarme.

De pronto, se volvió hacia mí y me preguntó:

-¿Te has enterado del follón del otro día?

-¿Qué follón? –se me ocurrió decir y, en aquel momento –oh, cielos-, él clavó su mirada en mi pene que estaba casi, casi erecto del todo.

-No, lo de la 4ª planta –y siguió mirándome el nabo. Yo no me atrevía a mirarle el suyo pero, por el rabillo, me di cuenta de cuánto le había crecido entre los dedos.

Tanto le había aumentado, que resultaban absurdos sus balanceos para esconder aquella enorme excitación y yo, ya, lo miré descaradamente. Él se paró a observar despacio mi hermosa polla, reluciente de deseo, y luego volvió la cabeza hacia la puerta. No se oían pasos.

Sus ojillos brillaban como cristales y mi respiración me traicionaba entrecortada. Me traspasó el cerebro con sus ojos incandescentes y, muy lentamente, los bajó hacia mi entrepierna y, entonces, vigilando la puerta... me lo agarró.

Puse los ojos en blanco y solté un largo suspiro. Mi mano derecha se disparó hacia sus posaderas que estaban calientes como panes recién hechos. Él se agachó y se metió mi nabo entero por la boca. ¡Cómo me succionó! Su cavidad bucal hervía como un horno, tanto, que casi me corro al instante. Pero se la sacó justo a tiempo.

-Ven, -susurró-, vamos dentro. Y me empujó con suavidad al cuartito del retrete.

Entramos y cerró la puerta con el seguro. Se volvió a agachar para mamármela. Yo veía estrellitas de colores. Sus manos me amasaban los glúteos con mucha fuerza y, de repente, me bajó los pantalones hasta los tobillos.

-Date la vuelta –me ordenó. Y yo le obedecí sin rechistar, hipnotizado por su ronca voz.

Poniendo la enorme palma de su mano callosa sobre mi espalda, me obligó a inclinarme y, como una repentina explosión, sentí su boca ardiente en mi agujero: su lengua era como una llama que me quemaba muy, muy adentro. Mi verga me golpeaba el vientre como una catapulta.

-Te voy a follar, Ganmintidito.

Dijo "Ganmintidito" tan dulcemente que un picorcillo suave como la seda me empezó a sacudir el esfínter y, me rendí a su voluntad. Me abrí las nalgas con las manos para que pudiera encularme más fácilmente.

Sentí su capullo inflamado empujando contra mi orificio... pero no entraba. Y él, muy sabiamente, escupió en la palma de su mano para embadurnarme de saliva. Luego...

La lenta penetración, caliente, plena, sus suspiros en mi cuello, sus mordisquitos, sus manos... Se corrió al momento en mis entrañas y aquel calor intenso me hizo sentir un placer como nunca había soñado. Me apretujé contra su vientre, clavándome en su verga hasta lo más profundo.

-¡No la saques, por favor!

Él me besaba en la nuca y su boca me hacía volar; su semen, como lava, se fundía en mi culo dilatado y chorreante. Enloquecí y empecé a moverme como un poseso.

Me corrí a oleadas tempestuosas. Él me decía:

-Córrete, maricón, que te voy a partir el culo. Y me pegaba palmadas con aquellas manos endurecidas...

De pronto, llamaron a la puerta:

-¿Hay alguien?

-Está ocupado –dijo él.

¡Dios mío, qué vergüenza! Me vi perdido, expuesto a la ignominia, desacreditado de por vida; mi corazón parecía a punto de explotar y mi respiración...

Pero él me tapó la boca, aún con su polla dentro de mí. Dios, no puedo describir el placer de su cuerpo tras el mío.

Entonces, los pasos se alejaron y la puerta se cerró. Pasó el peligro.

Nos vestimos y salimos. Sin decir palabra, abrió la puerta y se fue. Me dejó solo, con el culo chorreante y una enorme sonrisa en la cara.

Que me duró todo el día.