El coño de V.
Nos conocemos desde hace treinta años, pero cuando nos vemos por la calle apenas nos saludamos. Hasta un día en el supermercado...
—Tienes ticket del parking —oigo que pregunta la cajera.
—Que va —contesta Victoria—, me he venido sin coche y ahora no sé dónde voy a meter todo esto.
—Si te esperas a que pague, te lo llevo —intervengo yo desde detrás de la cola.
Victoria se vuelve y busca con la mirada. Al verme se le iluminan los ojos, sonríe y hace un gesto con la cabeza, asintiendo.
Cinco minutos después —nuestras compras en mi maletero, ella a mi lado— voy siguiendo las instrucciones que me da para llegar a su casa. Victoria y yo nos conocemos desde hace treinta años: cuando teníamos quince ella fue novia de un amigo mío y yo salí con una de sus amigas, así que los fines de semana solíamos coincidir de cañas. Luego, a medida que nos fuimos haciendo jóvenes y luego adultos, nos habremos visto una docena de veces por la ciudad pero apenas nos hemos saludado sin pararnos. Exactamente lo mismo que ha sucedido en el supermercado un rato antes del episodio de la caja.
—Joder, Daniel, menudo favor —dice mientras esperamos en un semáforo—. No sé lo que habría hecho si no llegas a estar tú.
—¡Qué dices: no me cuesta nada —le contesto— Al contrario, es un placer, poder ayudarte después de tantos años.
Siempre he deseado a Victoria, pero, al mismo tiempo, siempre me ha intimidado. Es, sin duda, la mujer más guapa con la que me he cruzado nunca: tiene una belleza serena, seria, consciente, discreta, elegante, que siempre me ha cohibido. Hoy lleva unos pantalones vaqueros negros, una blusa crema, semitransparente, bajo ella un sujetador perla —aunque aún no sé que es perla— y unos zapatos de ante rojo. Un poco de maquillaje, sobre las mejillas, en los ojos, un ligero toque de color en los labios y el olor lejano de un perfume suave.
Me fijo en el tráfico para no buscarla de reojo.
En el camino, nos ponemos un poco al día sobre lo básico que nos ha pasado en nuestras vidas durante treinta años: mi boda, las dos suyas, mi divorcio, su divorcio y medio, mi hija, sus hijos, nuestros trabajos, el lugar dónde hemos pasado nuestras últimas vacaciones. Me gusta su voz grave, pausada, que casi no recordaba.
—Puedes aparcar en mi garaje. Mi coche está en el taller— me dice y, a continuación, abre la puerta— Así no tendremos que descargar en la calle. ¿Porque me vas a permitir que te invite a una cerveza, verdad? Acompaña su invitación con una sonrisa sencilla pero abierta que no puedo rechazar.
En el ascensor miro al suelo, a las bolsas del súper, para evitar encontrarme con sus ojos.
En su cocina, pone una lata de cerveza en mi mano, me invita a sentarme en su salón —“al fondo del pasillo”— mientras coloca lo básico en el congelador y en la nevera.
El salón es la señal de que le ha ido bien en la vida: amplio, luminoso, con sofás y sillones blancos, una mesa baja de cristal y más allá una de madera antigua y acero. En las paredes hay cuadros abstractos cuyos autores no reconozco. En un frontal, una librería contiene cientos de ejemplares, ordenados por temáticas. Me entretengo viendo libros de viajes, de historia y, más allá, una sección dedicada al erotismo: literatura, pintura, fotografía.
—A Carlos, mi segundo marido, le encanta todo lo que suena a erotismo —me sorprende, hablándome por detrás, muy cerca de mi oreja. No la he escuchado llegar y siento que me ruborizo ligeramente como un niño al que hubieran pillado fisgando entre los libros de los mayores—. Casi todos esos libros son suyos.
Me vuelvo. Victoria se ha cambiado de ropa. Lleva una camisola amplia, coral, que le llega por encima de las rodillas.
Va descalza.
Las mujeres descalzas ejercen una especie de poder sobre mí. No soy fetichista de los pies, pero una mujer que camina descalza por su casa o por la calle me genera una sensación de entrega, de desnudez que me fascina; más, por ejemplo, que unos hombros al aire. Los pies de Victoria son pequeños y hermosos, pálidos, y a mí me turba mirarlos como si fueran una promesa, una adelanto de todo su cuerpo desnudo.
—Ven, siéntate, —me dice y me señala el sofá; ella se sienta allí también, al otro lado, con una copa de vino en una mano.
Me habla de Carlos, del que está técnicamente separada aunque aún no divorciada. Y de sus hijos que ahora pasan el fin de semana con él. Da breves tragos de su copa de vino, y luego limpia sus labios pasando la lengua sobre ellos. Pero no hay en ese gesto ningún doble sentido, me parece, porque al hacerlo no me mira, ni parece que sea consciente: habla de sus hijos, de su carácter, del colegio, de sus aficiones, de lo tranquila que está la casa cuando ellos no están.
Yo miro sus pies, sobre el suave sofá blanco. Y a veces, cuando ella mira para otro lado me atrevo a subir por sus pantorrillas.
—¿Y a tí? —me pregunta.
—Mi hija vive con su madre —le contesto, repitiendo algo que ya dije en el coche— no he vivido mucho con ella así que no la echo de menos.
—No. No me refiero a eso. —me dice y pasa su lengua una vez más por los labios, sólo que ahora se demora un poco más y, después, me mira—. ¿A ti también te gusta el erotismo?
La pregunta me coge por sorpresa. Me río nervioso. Balbuceo.
—Supongo. No mucho. Tal vez. Como a la mayoría de los hombres, quizá. Eso nos gusta a todos, ¿no? Al menos en determinados momentos.
Se ríe.
—No me mientas. Te gusta mucho —dice y se pone en pie: al hacerlo la camisola se le queda un poco subida y puede verle el comienzo de los muslos y, por un poco no puedo atisbar su ropa interior. Se dirige a la librería y toma un libro.
Entonces sé lo que va a hacer. Y me pongo muy colorado. Vuelve y se sienta otra vez en el sofá pero un poco más cerca.
—No, por favor, Victoria. Te lo ruego.
Me enseña el libro, pero yo no necesito que lo haga; lo conozco: soy el autor.
Pasa unas páginas. Busca. Yo me retraigo. Intento quitárselo de las manos pero es fuerte. Se resiste. Me aleja con sus piernas y ahora sí, puedo ver un triángulo claro bajo su camisola. Encuentra lo que busca.
Lee: “Por las noches pienso en V. Aunque “pensar” no expresa lo que hago por las noches. En realidad, por las noches, me tiro en la cama y hago que V., o una V. imaginaria, se tumbe a mi lado. Y hago que las imaginadas manos de V. suban mi camisa, la abran, y me acaricien mientras, a mi vez, yo busco bajo la imaginada ropa de V. su piel clara, aterciopelada. Por las noches, sólo sobre mi cama, deseo tanto a V. que las desnudo en mis ojos cerrados, y como no sé cómo es exactamente, me la invento: deslizo mis dedos bajo sus bragas y los enredo en el vello negro ligeramente lacio con el que he decidido que está cubierto el pubis de V. Juego con él, lo coso y descoso y luego desciendo, siguiendo una senda que sospecho húmeda. Obviamente no sé cómo es el coño de V. pero por las noches, sólo en mi casa, lo abro, separando con calma sus labios, hinchados, mojados y dejo que uno de mis dedos se cuele dentro, succionado suavemente. Mi dedo se empapa del flujo salado de V. mientras con otro dedo noto como su clítoris crece y bombea. Y yo muevo ese otro dedo…”
—Para, por favor— le pido a Victoria muerto de vergüenza.
Casi está tumbada. Sus pies apoyados en mi cadera. Me empujan. Sus dedos se pegan a mí. A veces trepan, rozándome muy cerca de la ingle.
“… muevo ese otro dedo sobre el pedacito de carne sensible de V. y al hacerlo noto como mi otro dedo, el que está dentro de su coño, arde, y se moja más. Ella mueve sus caderas para que ese dedo la penetre y el dedo, que soy yo, todo yo, la penetra, buscando la parte delantera de su vagina, mullida, esponjosa, caliente y empapada. V. gime mientras yo la masturbo. Y mientras la masturbo con la imaginación en mis ojos cerrados, mi mano en realidad toma mi sexo y lo agita. Obviamente no sé a lo que sabe el sexo de V. pero al terminar lamo mi dedo y sabe salado, ácido y dulce como me gustaría que supiera el coño de la inaccesible V.”.
—¿Te gustaría saber a qué sabe mi coño?, Daniel — me pregunta, dejando el libro a un lado. Sus ojos brillan de deseo y bajo la camisola parece adivinarse uno de sus pezones erectos.
—Lo siento, Victoria. Fue hace veinte años. Lo siento.
—¿Lo sientes? ¿Entonces quieres decir que no hacías eso pensando en mí? —se muerde ligeramente la lengua. Está divertida. Y tal vez excitada. Yo lo estoy, con sus pies presionando en mi pierna muy cerca de mi incipiente erección.
—Por favor, Victoria —me quejo con muy poca convicción.
—Nunca le dije a Carlos que conocía al autor de esa novela. Se hubiera muerto de celos.
Bufo. Me está poniendo muy cachondo. Yo escribí esa novela pensando en Victoria hace una eternidad. Y ahora ella me la lee ahí tirada con su camisola velando escasamente el cuerpo con el que yo había soñado tantas veces.
—Entonces, ¿deseas saber a qué sabe mi sexo?
—Lo llevo deseando treinta años…
—Demasiado tiempo —dice poniéndose en pie. Desata unos cordones con los que la camisola se ceñía a sus hombros y la deja caer. Su cuerpo es hermoso, esbelto, terso. Lleva un sujetador (ahora sí, lo se) color perla, sin relleno, a través del que se notan sus pezones, erguidos, pequeños, y una braguita del mismo color, casi transparente en su parte delantera: se ve su pubis oscuro, bien recortado. Se pega a mi boca. Toma mi cabeza y la acerca hasta su sexo— Demasiado tiempo.
Su olor es embriagador: a perfume, a deseo, a limpio. Beso su pubis abultado por encima de la braga y luego subo hacia su ombligo rellenándolo con mi lengua. Me demoro lamiendo su escasa tripa, besándola, bajando de vez en cuando hasta el elástico de su braga, aventurándome bajo él. Sigo subiendo mientras me quito la ropa. Llego a sus pechos, grandes, abundantes, cálidos. Me demoro un poco acariciándolos con las manos: meto mis dedos bajo el sujetador y busco los pezones y los aprieto ligeramente hasta que se le escapa un “ay”. Sigo subiendo hasta encontrar su boca.
—Siempre quise saber a qué sabía tu coño… pero en realidad me apetecía mucho más saber a qué sabía tu boca —le digo y la beso sacando mi lengua y metiéndola dentro de su boca, saboreándola, lamiéndola con pasión, peleando con su lengua, mientras mis manos acarician su espalda y toman sus nalgas. Mi cuerpo la empuja, mi sexo duro y abultado se pega contra su sexo abultado y blando.
Nos besamos cinco, diez minutos, mientras nuestra excitación se dispara: me pongo detrás de Victoria: ella busca mi polla con su mano derecha y la acuna, yo bajo su sujetador y tomo sus pechos, los moldeo, los amaso con extrema ternura y de pronto tomo sus pezones y los presiono con algo más de violencia, y bajo mi mano plana, por su barriga, su ombligo, su pubis, la meto bajo sus bragas y busco su sexo. Entonces ella estruja mi polla, la acerca a su culo y la acomoda entre sus nalgas.
—Quiero que me folles —me susurra— Quiero que metas tu polla dentro del coño de V.
Vuelca su cuerpo hacia atrás para que mi polla se clave entre sus nalgas. Y mueve mis manos para que entren en su sexo.
—Aún no. Espera.
La paro. Hago que se siente en el respaldo del sofá y le pido que abra sus piernas. Me arrodillo entre ellas. Empiezo a lamerla desde los tobillos, sigo por la parte interior de las rodillas y los muslos. Tardo mucho. Quiero que me desee hasta empapar sus bragas. Llego a sus ingles: están suaves, cálidas; voy de una a otra rozando sus braguitas y, debajo, su sexo que late, inflamado: lo hago dos tres veces; cada vez rozo más su clítoris, más tiempo, con más fuerza. Victoria se retuerce de deseo.
—Hazlo ya —me pide— pruébame ya.
Y yo lo hago. Bajo sus bragas y miro su coño tanto tiempo deseado: es pequeño, con labios abultados y un clítoris grande que se escapa de su capucha brillante. Tiene algo de vello oscuro alrededor.
—Me encanta tu coño —le digo— Me encanta que no te lo depiles del todo.
Ella sonríe y me hace un gesto en la cabeza.
Acerco mi boca. No tengo prisa. He esperado treinta años. El clítoris es flexible, se mueve entre mis labios como un molusco pequeño. Sabe a mar. A yodo. Hago que mi lengua se aparee con él como si fuera su hembra. Se mueven juntos, de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha, parece que bailan, con la punta de la lengua dirijo el baile, conduzco al clítoris de un lado a otro, busco su base, y lamo; y luego lo tomo entre mis labios y succiono, como si fuera un pequeño biberón que me diera de beber. Cada cierto tiempo dejo que mi lengua baje, recoge la cosecha de néctar entre sus labios, y sube; a veces la penetro con mi lengua, que es larga y llega lejos, en su interior de terciopelo; otras veces recorro sus labios por el borde, como quien hace tiempo para una cita importante; otras bajo hasta el perineo, y lo recorro camino del ano, y lleno de saliva ese camino de deseo. Y vuelvo al clítoris y lo disfruto como si fuera un helado ácido y salado de ostras. Victoria moja mi barbilla con su flujo que es una fuente y yo me baño en ella con mi boca entera como si fuera un duplicado perfecto de su coño.
—Me voy a correr —me avisa—.
Y yo llevo mi lengua hasta la base de su clítoris y la convierto en un colibrí veloz, libando néctar. Y meto mis manos bajo sus nalgas y la elevo para poder acceder mejor a todo su coño. Victoria aprieta mi cabeza y gime y yo intensifico la velocidad del aleteo del colibrí contra su sexo inundado, que es ya un puro charco, cuyas orillas resbaladizas se me escapan cuando intento transitarlas; ella grita y cierra sus piernas sobre mi cabeza y se contrae, y me moja y su coño late y gime y estalla en un grito largo que ocupa todo el salón.
Unos segundos después de derrumba desde el respaldo del sofá, desmadejada, sobre mi cuerpo y se acurruca en mi pecho. De vez en cuando aún tiene un estertor de placer que acompaña con un gruñido de sonrisa.
—¿Y tú? —dice agarrando mi miembro, enorme, hinchado, tieso como una estaca.
—Yo estoy bien —le contesto, aunque es mentira: tengo unas ganas locas de romperme y derramarme sobre la piel de su tripa o sobre la del sofá.
—No te estaba preguntando a ti —me dice— sino a tu polla.
Comienza a mover su mano con el grado justo de suavidad y energía que mi sexo requiere en ese momento. Pone un poco de saliva en la palma de su mano y la desliza como si fuera el molde perfecto de mi verga, abriéndose al llegar a mi glande y estrechándose en la parte baja del tronco donde además, su dedo índice roza mis testículos.
—Están muy duros—
—Quieren explotar. ¿Qué te crees, que podían resistirse a tu cuerpo?
—Me gusta tu polla. Quiero que me llenes con ella.
Acto seguido se yergue, se coloca a horcajadas sobre mí, sitúa mi sexo en la entrada del suyo y empuja.
Siento como me hundo en una masa viscosa que me acoge y se adapta a mi forma. Ella suelta un quejido gutural de satisfacción y se mueve arriba y abajo haciendo de mi polla un émbolo engrasado, el eje de un movimiento con el que busca su placer, arriba y abajo, sus pechos lácteos, grandes, se bambolean al mismo ritmo con el que todo su cuerpo me engulle, una y otra vez, una y otra vez, mi polla cada vez más hinchada y más brillante, entrando y saliendo de su sexo, coronado por un clítoris enorme, pleno, que ahora está alargado. Tomo mi mano y la llevo a la parte delantera de su vientre y aprieto en el punto preciso en el que intuyo que, por dentro, llega la punta de mi polla.
—Aaahhh —dice ella para confirmarme que estoy ahí, justamente ahí, rozando la carne incandescente en que se ha convertido su sexo.
Se reclina sobre mi cuerpo buscando, sospecho, un poco de descanso y mis labios. Nos besamos y cogemos aliento, mis manos recorriendo su espalda y alcanzando sus nalgas que empujo para entrar más profundamente dentro de ella y, poco a poco, recupera el ritmo, restregando primero su pubis contra el mío, su clítoris contra la base de mi polla y luego ya no: luego nuevamente se yergue, la boca abierta, buscando el aire que le falta y me monta, cada vez más rápido, más rápido, apoyada sobre mis brazos, empuja y empuja, y gime o grita, y en cada empuje siento que me moja más y más, alrededor de la polla siento un relámpago y le aviso que estoy a punto de irme, que me saque de dentro de ella.
—¡Estás loco! —grita— vamos, dame tu leche, lléname hasta que mi coño rebose de ti, ¡vamos!
Y yo no puedo aguantar más. Llevo una de mis manos a su teta derecha y la aprieto y uno de los dedos de la izquierda lo coloco sobre el rígido clítoris y le digo que se corra conmigo y Victoria dice “síííí” y se rompe en una serie de espasmos, con su cabeza hacia atrás, su cuello tenso, y todo su cuerpo temblando a merced del placer y es verla y romperme yo con un grito ronco, animal, mi polla se contrae y luego se lanza hacia dentro de ella y estalla, mi semen inundándola entera, una y otra y otra y otra vez, hasta que la apreso con mis piernas y la atraigo hacia mí, sudorosa, temblando aún, encogiéndose de gusto.
Pasan siete, diez minutos, sin que digamos ni hagamos nada. Luego Victoria se mueve un poco: busca mi oído.
—Durante todos estos años, cuando nos veíamos por la calle y sólo me decía adiós, iba por la calle mojando las bragas de deseo y de ganas. Por eso al llegar a casa tenía que coger el libro y leerte sobre mi cama de matrimonio o encerrada en el baño, tirada en el suelo, como una adolescente.
—¿Es lo que hubiera pasado hoy? —le pregunto enredando mis dedos en el vello negro y más rizado de lo que imaginé hace veinte años.
—Con toda seguridad. Pero esto ha estado mucho mejor —me dice, hundiendo su lengua entre mis labios que saben al coño de V.