El confesionario

El pobre cura no pudo evitar emitir un gemido de espanto mientras yo camuflaba mi carcajada en un torturado sollozo.

3 de Junio

Querido diario, ya ha pasado un año y he decidido “cerebrarlo” yendo a la catedral.

Me senté al lado de los confesionarios y esperé  rezando con devoción.

No pasó mucho tiempo cuando apareció un cura, era bastante joven para lo que tenía acostumbrado a ver por allí y su delgadez y las gafas redondas que portaba le daban un aspecto ligeramente azorado. Vestía una de esas feas y anticuadas sotanas negras llenas de botones. Yo creo que las llevan porque cuando has conseguido quitártelas ya se te han pasado las ganas de pelártela.

-¿Quieres confesarte hija mía?

-Si padre –contesté aunque me parece un poco ridículo llamarle eso a alguien  que aún se revienta los granos delante de un espejo.

Le dejé entrar en el confesionario antes de levantarme del banco. Había elegido el confesionario especialmente para la ocasión y aunque llevaba un vestido de seda largo y negro con un pequeño escote lo llevaba tan ceñido que se me notaban hasta los lunares. Así que cuando el pobre abrió el ventanuco del confesionario pudo distinguir como la luz del sol de la mañana atravesaba el rosetón y la nave central y me envolvía resaltando mi figura y arrancando demoníacos reflejos a la seda negra. Me demoré unos segundos antes de arrodillarme para darle tiempo al tipo a reponerse y comencé lo más compungida que pude:

-Ave María purísima

-Sin pecado concebida

-Perdóneme padre porque he pecado.

-¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas hija mía? –pregunto el padre con voz aún no muy firme.

-Siete días padre. Ayúdeme estoy desesperada –dije conteniendo la risa.

-Para eso estoy, para ayudarte a reconocer tus faltas, para ayudarte a arrepentirte de ellas y para absor... absolverte de tus pecados hija mía. Adelante, cuéntame tus pecados, no temas.

En ese momento, tras barajar varias alternativas decidí ir directamente al grano:

-Vera padre, el caso es que anoche estuve con mi amigo Antonio. Él estaba en su casa,  cuidando de su sobrino de ocho años y como lo mandan a la cama pronto a partir de las diez,  Antonio se quedó solo y fui a hacerle un poco de compañía.

-Continúa hija mía. –me animó el cura al notar cierta vacilación por mi parte.

-Bueno, el caso es que estábamos jugando al parchís, ya sabe, todo muy inocente –en ese momento creí notar a través de la celosía, un ligero tic nervioso en el ojo –La cosa iba bien pero en un momento dado, me comió dos piezas seguidas y me sentó muy mal.

-¡Ay hija mía! No me digas más.-dijo el cura algo aliviado- No debes dejarte llevar por la ira, seguro que Antonio es un buen chico y no te guarda rencor…

-No, es que ahí no termina la cosa padre –le interrumpí divertida- ¡Ay señor! Como explicarlo; bueno ahí va. Como usted dice me inundó la ira, tiré el parchís al suelo y como una fiera me abalancé sobre él, me puse ahorcajadas y antes de que pudiera hacer nada el me agarró las muñecas; entonces sentí tres cosas a la vez,: Los ojos de un hombre sumergiéndose profundamente en mi mirada, –esto me quedo bonito –los fuertes brazos que me sujetaban con firmeza pero a la vez con una delicadeza extrema y lo peor –agárrate tirillas –note como debajo de mí algo crecía en él y presionaba contra mis braguitas. Enseguida Antonio se puso rojo y balbuceó una disculpa pero yo no le dejé padre.

-¿Ah sí? Y ¿Qué hiciste?-preguntó con aspecto de temerse lo peor.

  • Apoyé los pies firmemente en el suelo para que no pudiera apartarme fácilmente y sin dejar de mirarle fijamente le di un largo beso en la boca…

-¿hubo…ejem… intercambio de fluidos?

-¿Intercambio…? Ah, se refiere a que… Si, bueno, al principio no, sólo entraron en contacto nuestros labios, pero entonces el uso los brazos para ceñir mi talle y la vez que me apretaba contra él, introducía su lengua en mi boca y la recorría inundándola con un sabor fresco, dulce y varonil. -respondí yo a la vez que pasaba inconscientemente la lengua por mis labios,  pintados de rojo oscuro para la ocasión.

-Hija mía, no hace falta que me des más detalles… -intentó interrumpirme sin éxito.

-El beso fue tan largo e intenso que nos separamos sorprendidos entre jadeos. –dije aparentando no haberle oído mientras observaba como una gruesa gota de sudor recorría lentamente su sien –Así que allí estábamos en una situación que en cualquier otro momento sería de lo más embarazosa, el sentado en la silla de la cocina y yo sentada a horcajadas encima de su tremenda erección. Y lo que hasta ese momento era un desliz –dije intentando parecer lo más arrepentida posible –se convirtió en un desastre. Un calor, el calor del infierno subió desde mi bajo vientre Padre y se expandió por mi cuerpo como una corriente eléctrica que erizó el vello de mi cuerpo, mis pezones y llenó de zumbidos mis oídos. Cuando me di cuenta, estaba balanceando lentamente mi cuerpo sobre el suyo. Oleadas de placer me envolvían cada vez que mis pequeñas bragas se deslizaban a lo largo de su pene duro y erecto. Notaba como la humedad proveniente de mi interior empapaba mis bragas y como mi clítoris  ahora  aumentado de tamaño e hipersensible tropezaba con cada arruga de su pijama de una forma exquisitamente dolorosa. -A estas alturas de la narración yo ya me había dejado llevar y apenas oía unos débiles murmullos provenientes del confesionario. Ahora creo que el pobre diablo estaba intentando rezar para no escucharme, fracasando rotundamente por supuesto. –Esta vez fui yo la que introdujo la lengua en su boca, recorrí sus dientes, su paladar, saboreé su saliva a la vez que aumentaba el ritmo de mis caderas. El interior de mis muslos estaba caliente y pegajoso por la mezcla del sudor y los jugos de mi sexo.

-De golpe me sentí elevada en brazos de mi amor, el cual con mis piernas fuertemente enrolladas en torno a su cintura me llevó al salón y me depositó en un amplio e increíblemente cómodo sofá de lectura. Mi falda estaba levantada mostrando a Antonio mi sexo tumefacto y pulsátil a través del húmedo encaje de lo que ahora me parecieron unas exiguas braguitas azules.

-Un poco avergonzada intenté cerrar los muslos, pero Antonio, antes de que  bajara la falda,  separó con delicadeza mis piernas de nuevo y rozando con sus labios mis arreboladas mejillas se bajó los pantalones del pijama. Los ceñidos boxers no dejaban nada a la imaginación y la punta del glande había superado su dominio asomando su tímida cabecita por el extremo superior.

A las manos le seguían los labios y la lengua de Antonio en una especie de húmedo vals a lo largo de la cara interior de mis muslos. Yo, cada vez  más excitada, movía mis caderas espasmódicamente intentando atraerle a mi sexo hirviente. Cerré los ojos intentando anticipar la sensación de su aliento atravesando el encaje de mis bragas pero lo que sentí fue un bestial sobresalto cuando envolvió violentamente mi sexo con su boca. Me doblé de placer en torno a su cabeza soltando un ronco suspiro. Con mis manos empujé su cabeza intentando percibir aún más intensamente su lengua acariciándome todas mis protuberancias y recovecos. Desesperada por sentirle directamente fui yo la que a tirones me arranque las bonitas braguitas azules dejando expuesto a su vista todo el esplendor de mi sexo. Con la precisión y delicadeza de un neurocirujano exploró mi vulva con los dedos y la lengua separando entre mis gemidos de placer los labios para acceder a mi clítoris, chuperretearlo, mordisquearlo, lamerlo…Cuando me di cuenta sólo tocaba el sofá con la cabeza y con una de mis manos, con la otra apretaba la cabeza de Antonio contra muy cuerpo arqueado por el placer mientras el penetraba en mi vagina con la lengua tanto como mi himen se lo permitía. En ese momento llegó el orgasmo. Como una descarga que salió de lo más profundo de mi vientre, recorrió mi columna y acabó produciendo una descarga de placer en todo mi cuerpo, a la vez que las paredes de mi vagina se contraían espasmódicamente envolviéndome en nuevas oleadas de placer, expulsando fluidos que resbalaban por el interior de mis muslos hasta que Antonio los recogía golosamente con su lengua.

Aún con los últimos estremecimientos producidos por el orgasmo, me levante y guie a mi amante hacia el sofá. Acercándome a él pero sin tocarle y apartándole las manos con sonoros golpes me quité toda la ropa. Sentí su mirada tierna y pervertida fijarse en mis pechos turgentes y mis pezones erectos. Le sentí recorrer con la mirada la curva de mis caderas, mi culo, mis piernas, la mata de pelo de mi pubis… solo por  su mirada volví a sentirme  otra vez excitada. Ahora sin rubor alguno introduje una mano entre mis piernas y la otra en mi boca masturbándome ante él. Buscando de nuevo mi placer, y también  el suyo, me arrodillé ante él y le saqué los calzoncillos. Al principio vacilé un poco ante la vista de algo que me resultó excitante e imponente a la vez. Cogí su pene con delicadeza, tanteando, recorriendo su longitud, calibrando su grosor, observándolo con detenimiento, comprobando su dureza y su movilidad. Estaba caliente y tumefacto como el sexo que acariciaba con mi otra mano.

Me acerqué un poco más. Con mis labios rocé ligeramente la punta del glande produciendo un gemido de placer, pero no me pare ahí, sino que deposite mis besos en su vientre duro y plano mientras mis pechos se bamboleaban golpeando con suavidad el pene. Le mordí los pezones sin piedad  y le arañé el torso justo cuando yo volvía a experimentar un nuevo orgasmo, no tan intenso pero más prolongado. Con mis dos manos al fin libres cogí el pene por su base y lo introduje entre mis pechos. La suavidad de mis pechos acariciando su pene nos puso frenéticos a ambos y sin pensármelo dos veces padre –dije soltando un gemido de angustia- introduje su pene en mi boca… Estaba duro y caliente, no tenía  un sabor especialmente agradable pero tenía un tacto exquisito. Antonio puso todo su cuerpo en tensión y me acarició el pelo con ternura a la vez que me susurraba palabras de amor. Empecé a chuparle el pene primero con torpeza y curiosidad pero soy una chica lista y pronto averigüe lo que le gustaba gracias a sus gemidos. Recorría el glande con la lengua mientras acariciaba sus testículos con delicadeza, metía su verga tan profundo como podía, casi hasta atragantarme y dejaba que el empujara todo tiempo posible para luego estrujar con mis manos la base del pene mientras chupaba con todas mis fuerzas su glande. Finalmente me apartó la boca con brusquedad y derramo su semilla sobre mis pechos…

Tuve que sacudir un poco la cabeza para despejarme,  pero  el pobre cura probablemente hubiese metido la cabeza, y algo más en un barreño de agua helada.

-Padre, padre, ¿me escucha?

-Ejem sí, sí, sigo aquí hija mía -dijo después de unos segundos de desconcierto.

-Estoy muy arrepentida padre. Yo trato de ser una buena cristiana, padre.

-Si bueno, Dios está para perdonar y para ayudarte por medio de la penitencia que te voy a imponer para que no vuelvas a pecar,  deberás rezar…

-Ese es el problema padre –dije evitando que mi victima escapara tan fácilmente –Que amo locamente a Antonio estoy desesperada, cuando esté con él sé que no podré contenerme y cuando no estoy con él todo me recuerda a él, incluso aquí solo con ver el torso desnudo de la talla de Jesucristo siento oleadas de placer anticipado.

El pobre cura no pudo evitar emitir un gemido de espanto mientras yo camuflaba mi carcajada en un torturado sollozo.

Cuando aún no se había restablecido totalmente el hombre, me abalancé con fingida desesperación agarrándome a la celosía y acercándome todo lo posible para que actuase el arma definitiva. El aroma “Perturbación” de Givenchy denso dulzón y potente como la nitroglicerina, le golpea haciéndole recular contra la puerta del confesionario cuyo venerable y apolillado cerrojo  cruje y cede. ¡Que lastima de cámara! Era como si el confesionario se hubiese tragado al cura de la triste figura, lo hubiese masticado y lo hubiese escupido porque sabía demasiado a incienso.

A todo esto, hay que reconocer que el hombre tenía redaños, se recompuso lo mejor que pudo, me recetó doscientos avemarías, treinta rosarios y cero padrenuestros para que no tuviese pensamientos impuros pensando en el creador, me recomendó encarecidamente que las únicas veces que nos viésemos a solas fuese patinando sobre el hielo y que nos casásemos lo antes posible y me dio la absolución, todo ello sin dejar de sujetar la puerta del  confesionario que se caía a pedazos.

En cuanto desapareció de mi vista me largué, en parte porque no podía contener más las carcajadas y en parte porque temía que apareciese un ejército de curas para practicarme un exorcismo.

Si queréis saber qué es lo que “cerebra” la protagonista leed el relato completo “La cabeza del mono” en la categoría Grandes Series.