El comienzo
Pese a que la fantasía de tener a mi hijo en la cama había tenido un claro contenido erótico, en aquel primer momento no me sentí excitada sexualmente. Sentía, sí, un pleno disfrute, un pleno placer, la plena satisfacción de la realización. Estaba exultante, satisfecha, pero no excitada. No sé s
El comienzo
Apagué la luz cenital del dormitorio y, descalza sobre la alfombra, caminé en silencio hasta la cama matrimonial. Mauro, mi hijo adolescente, ya se había acomodado en el lugar que dos años atrás había dejado el padre. Abrí el cobertor, corrí la sábana, y me acosté a su lado. El silencio era mágico. No me salía decir nada, y creo que en definitiva nada había para decir. Apagué la luz de mi velador y le pedí que hiciera lo mismo. De repente, quedamos rodeados de oscuridad, bañados apenas por el reflejo de una de las lámparas que nos llegaba desde el living. Recuerdo perfectamente la tibieza que me empezó a llegar desde su cuerpo, próximo pero todavía distante. Ninguno de los dos quería moverse ni un centímetro hacia el otro lado. Ninguno quería cometer un error que rompiera el encanto de ese momento. Percibí el sonido de su respiración, y supongo que él percibiría la mía. Me sentí tranquila, relajada, en paz. Me sentía plena. Pese a que la fantasía de tener a mi hijo en la cama había tenido un claro contenido erótico, en aquel primer momento no me sentí excitada sexualmente. Sentía, sí, un pleno disfrute, un pleno placer, la plena satisfacción de la realización. Estaba exultante, satisfecha, pero no excitada. No sé si logro explicarme. Me sentía feliz.
Aquella noche no hicimos nada. No había margen para ello. Creo que fue lo mejor, porque necesitábamos tiempo para digerir aquello que estábamos viviendo y que tanto me costaba asimilar, pero que a la vez nos hacía sentir tan bien. Pienso en conciencia que, de habérnoslo propuesto, tampoco hubiéramos sabido exactamente qué hacer aquella primera noche. Porque al margen de nuestras conversaciones, incluso de nuestras charlas más osadas, no imaginábamos siquiera que realmente pudiera ser posible tocarnos de verdad. Aunque yo misma me había ofrecido para iniciarlo en el sexo, la cópula en sí misma me seguía pareciendo algo abstracto, lejano e impensable. Supongo que para Mauro estaría mucho más lejana todavía, sobre todo aquella noche y sobre todo cuando ambos pensábamos, ilusos, que con aquella fantasía realizada de yacer juntos se saciarían para siempre sus apetitos ocultos. Estábamos equivocados. Aquello no era el final del sendero, sino el principio, apenas nos estábamos mojando los pies descalzos en un océano de abismos insondables de lujuria. Para bien y para mal, lo que vendría sería mil veces más intenso que aquello que estábamos experimentando en ese momento. Pero aquella noche no lo sabíamos ni podíamos imaginar cuán cerca estábamos de las caricias y de los roces, de los besos enamorados, de los jadeos ahogados...
Pero aquella noche Mauro y yo sólo yacíamos de espalda lado a lado, cada cual pendiente de la respiración del otro en la oscuridad. Yo, desnuda como él había imaginado; y él, tendido en el lecho conyugal, como había sido mi deseo. Ni mi niño se sentía incómodo o impostado en aquel lugar que por derecho le había correspondido al padre, ni yo sentía vergüenza de mi desnudez ante su presencia. No teníamos mapas, ni planos, ni guía para afrontar lo que vendría, íntimamente confiábamos que juntos podríamos enfrenarlo todo. Era perfecto y no necesitábamos nada más. Hoy, mirando en retrospectiva, caigo en la cuenta de que estábamos jugando a las chispas sobre un mar de combustible. Menos de una semana después, en el living del departamento, a escasos metros del dormitorio marital donde pasamos la primera noche juntos, terminamos desgarrados en una confusión desesperada de manos temblorosas y lenguas ansiosas, su boca devorando mis mamelones inflamados, la mía prodigándole la primera de muchas peladuras… Fue todo exceso y, después, todo remordimiento, el inicio de una larga sinusoide repetitiva de encuentros y desencuentros, el comienzo de una espiral descendente que nos terminó hundiendo cada vez más en arenas movedizas, arrastrándonos más abajo en cada intento de salir. Porque del incesto no hay escapatoria, como tampoco hay retorno de las diversas perversiones que anima y provoca.
Pero para nosotros era imposible saberlo. El veneno que venía dentro del fruto prohibido era más dulce todavía que el propio fruto y ambos nos intoxicamos hasta la propia alienación. Recuerdo perfectamente la primera vez que entró en mí, cuidadoso y vacilante, usando el preservativo que yo misma le había enseñado a colocarse. Recuerdo su cuerpo vacilante, sus tiernos temblores y aquella primera eyaculación, naturalmente precoz, con la que sellamos para siempre nuestra relación incestuosa. Recuerdo también muchas noches hermosas en las que nos acoplamos en silencio, con amor y ternura, dejándonos llevar por el suave vaivén del coito, perfeccionando cada vez más el acople y la penetración, hasta cabalgarnos mutuamente provocándonos deliciosas culminaciones simultáneas. No sé exactamente en qué momento aquellos encuentros dulces derivaron en cópulas cada vez más frenéticas, hasta terminar en torvas fornicaciones realmente salvajes. No sé cómo o de qué forma pasé de besar tímidamente sus labios a escupir dentro de su boca abierta el semen que él mismo me había eyaculado mientras, sujetándome de los cabellos, me obligaba a chupar.
Fue progresivo pero fue imparable, como un alud que se desliza montaña abajo, lento al principio, incontenible después. Tengo presente cuando le permití lamerme la entrepierna, solazarse en mi vulva, sé que le enseñé la forma exacta en que debía prodigarme placer. Pero no sé en qué momento terminé arrodillada frente a él, sosteniéndome las mamas para que eyaculara sobre ellas... No nos dimos cuenta, no lo percibimos, pero resultó que al cruzar la primera línea, encontramos el método para cruzarlas todas, porque vencido el prurito inicial ya no hubo más pruritos, ni límites, ni razones para no ir cada vez más lejos. Y eso era así, tajantemente así, aunque aquella noche, tendidos lado a lado, no lo supiéramos. No sabía Mauro que yo habría de convertirme en su puta privada, ni yo sabía que terminaría siendo tratada como tal por mi propio hijo.
Porque lo que siguió fue tremendo, perverso y enfermizo. Lo corrompí, anidé en su mente, disfruté desviándolo y, en el proceso, me desbarranqué como madre y como mujer. Todo fue secreto, íntimo, doméstico, casi siempre vivido en nuestro departamento, en particular en el dormitorio conyugal, porque allí se sentía particularmente a sus anchas asumiéndose el ganador de la presa, el joven padrillo reproductor que montaba a la yegua andada, el reemplazo de su padre ausente. Aquella misma habitación, aquellos mismos muebles, fueron testigos de un romance lleno de emociones, pero también de excesos y de aberraciones.
Sobre la alfombra mullida que Mauro había dudado pisar por su temor inconsciente a invadir mis ámbitos privados, allí, sobre ésa misma alfombra, viví el acople más dulce de mi vida, tumbada de espaldas, mis uñas clavadas en sus glúteos, incitándolo a poseerme mientras cerca titilaba la luz del velador que habíamos tirado sin querer mientras nos besábamos ansiosos y desesperados. Tiempo después, sobre esa misma alfombra experimenté por primera vez su perversión, mis rodillas separadas, su puño cerrado en mi nuca, mi respiración ahogada contra el suelo mientras él se solazaba en una cópula lúbrica, usando mi vulva para masturbase... usándome de condón.
Tendido en el sofá del dormitorio, sus brazos extendidos sobre el respaldo, me acostumbré a brindarle arrodillada deliciosas sesiones de sexo oral, sólo para liberarlo antes de dormir de la tensión que había acumulado en el día. Meses más tarde, a cuatro patas sobre el mismo sofá, me oriné por primera vez durante un orgasmo brutal mientras era sodomizada despacio por mi niño, quien al tiempo que me penetraba por detrás me iba susurrando al oído vulgares obscenidades irrepetibles...
Jugando con la silla Luis XVI posé cien veces para él, sin tocarlo, sólo sabiendo que aquello lo incendiaba. Hincada sobre la misma silla, vestida sólo con mis tacones y un collar de pasear perras, viví la deliciosa experiencia de ser disciplinada como esclava de mi joven amo, las manos y los tobillos atados con las corbatas de su padre... Y en la cama, en la misma cama donde aquella noche nos dormimos sin habernos tocado siquiera, llegué a retorcerme de placer, mordiendo la almohada o sujetándome de los barrotes de la cabecera. En esa misma cama viví el paroxismo de suplicarle que me preñara... para luego unirme a él estando embarazada de su propio hijo. Pero eso vino después. Aquella noche, aquella primera vez, sencillamente nos quedamos dormidos.
Mirando hacia atrás, no termino de entender en qué lugar desviamos el camino, cuál de todos los eslabones de la cadena resultó el fallado, pues nunca nos dimos cuenta cabal de los que nos estaba ocurriendo. Pudo haber influido la edad, pues con 36 años yo estaba en la plenitud de mi madurez y, con sus 16, él recién estaba amaneciendo. Mi divorcio lo agarró en plena pubertad, entrando a la adolescencia. Asumo que su Edipo eclosionó cuando ya estaba desarrollado, pues de lo contrario la pulsión sexual no se le habría producido, pero tengo presente que cambió la voz cuando ya estaba conmigo, cuando nuestro vínculo ya estaba consolidado. Pienso que su edad y la mía, su despertar intempestivo y mi madurez ansiosa, hicieron que fuera tan hermoso lo que siguió al colecho. El amor que vivimos resultó luminoso y extraño como un sol de medianoche, y nos deslumbró hasta el punto de enceguecernos e impedirnos ver, prevenir o evitar o que venía. Porque la contra-cara de aquel sol de amor incandescente fue una luz negra que nos fue sumergiendo progresivamente en una oscuridad profunda en la que perdimos toda directriz, todo patrón, toda referencia moral.
Bajo esa luz de sombras, durante el coito me reflejé en los ojos turbios de lujuria de mi hijo, me solacé en la contemplación de su mirada vacía, deleitándome viciosa al saber que era yo misma quien le había quitado la claridad y el brillo. Le dediqué mis mejores gemidos de hembra en celo, mis más ahogados alaridos de puta satisfecha, y de a poco lo fui llevando hasta esa zona muerta en la que ya no había lugar para el romance, sino para el acople salvaje, para la cópula descarnada. La penetración suave, elaborada, de los primeros meses dio paso luego al coito ansioso y primitivo, al acto lúbrico consumado sin amor, por el sólo placer de disfrutar del acto mismo. Yo consentí aquello y lo incité, pues me autoproclamé madre y rectora, maestra e institutriz de aquel muchacho que, me juré, tendría el privilegio de experimentarlo todo conmigo. No le prohibí nada, no le puse límite alguno, quise saber hasta dónde era capaz de llegar para saciarse un joven potrillo desbocado. Y en el proceso resulté satisfecha y complacida, pero a la vez corrompida y desviada.
Experimenté el deleite único de sentirme llena, completamente llena, por aquel hombrecito que estaba descubriéndolo todo, viví el placer único de tenerlo encima, empujando incansable una y otra vez, llegando hasta el fondo mismo de mi ser, colmándome y vaciándome a intervalos regulares, y la sola evocación de aquella presión corporal, de aquella desesperación, de aquella respiración jadeante y aquel bombeo, me llenan hoy de emoción y ternura. Sumisa lamí sus pies y solícita acudí a masturbarlo cada vez que lo pidió, cualquiera fuera el lugar o el momento en que se le antojara. Así vi salir expulsada su simiente tibia entre mis yemas húmedas, e incluso entre mis mamas aceitadas con las que (estoy segura) le prodigué las mejores cubanas que jamás experimentó en su vida.
Antes incluso de que aprendiera a conducir, accedí a mamársela en el auto, estacionados en la oscuridad a la vera de primaverales caminos rurales o palpitando el peligro de ser descubiertos en plena feladura mientras estábamos aparcados en la playa de estacionamiento de nuestro edificio de departamentos. Acepté su mano en mi cabeza, sus dedos entre mi cabello, guiándome durante el sexo oral y hasta me excité al recibir sus poluciones en la boca, sintiéndolo gemir y sollozar de gozo, una debilidad que sólo se permitía evitar cuando hablaba telefónicamente con su padre, yo arrodillada frente a él o tendida a su lado, meretriz servil y agradecida, chupando despacio y en silencio mientras él atendía aquellas llamadas que yo no quería contestar, o dándole a mi ex marido excusas de mi ausencia, o negociando con él mejores mensualidades para nuestra manutención.
Me permití, también, mis propias delicias, como tocarme descaradamente en su presencia, completando a veces de esa forma la plena satisfacción que me había negado su egoísmo o, al principio de nuestra relación, sus eyaculaciones precoces. En el momento no lo sabía, pero al darme frente a él a estas prácticas intrínsecamente solitarias, fui venciendo frenos y pudores, lo que me facilitó participarlo luego de ocultas fantasías, como ser obligada a chupar, o ser poseída en el suelo, o ser penetrada de pie contra la pared, prácticas que Mauro perfeccionó al punto de hacerme correr en forma salvaje la mayoría de las veces. Al confesarle mis deseos íntimos, y al conocer los suyos, fui entrando de a poco en su mente cristalina, y una vez adentro me esmeré en irla torciendo y retorciendo hasta llevarlo al límite de la desesperación.
Descubrí las situaciones y expresiones que lo estimulaban y las fui perfeccionando hasta literalmente hacerlo enloquecer. Me excitó iniciarlo, pero mucho más me excitó desviarlo... y al final me descubrí deleitándome por la forma en que lo estaba corrompiendo. En determinado momento ya no me importó su integridad, ni las consecuencias, sino mi propio deleite y satisfacción, y así fue que comencé a manipular su subconsciente. Para cuando terminé, la prístina biblioteca que podría haber florecido y fructificado en la cabecita de mi niño se había convertido en una cueva oscura con libros corroídos por termitas. Millones de termitas cuyos huevos diminutos yo había ido introduciéndole de a poco cada vez que copulábamos, cada vez que fornicábamos como posesos, cada vez que nos dábamos al trato carnal. No es de extrañar, por eso, que al final Mauro no tuviera reparos en sodomizarme, incluso contra mi voluntad, o que se hubiera solazado sin culpas con mi cuerpo hasta el noveno mes de mi embarazo. Embarazo que él mismo me había provocado...
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