El coleccionista de travestis (1)
Tras ser convertido en mujer por su propio marido, especialista en cirugía transexual, nuestro protagonista narra las circunstancias de su nueva vida al mismo tiempo que en capítulos sucesivos recuerda su vida anterior. En este primer capítulo introductorio, se esbozan algunas de las historias que se irán desarrollando en capítulos posteriores...
Todavía, cuando me enfrento a mi cuerpo frente al espejo, una mezcla de pudor, de vergüenza, de temor y de inseguridad se apoderan de mí, en ocasiones, haciéndome llorar. Recordar quien fui, y contemplar quien soy, me hace sentir humillado, una víctima indefensa de mis propias circunstancias. Pero también culpable: culpable por haber deseado convertirme en lo que ahora soy, pues esta era la fantasía de todas las fantasías: carecer de testículos y de pene, y en lugar de un pecho liso y velludo tener suaves y pesados senos con gruesos pezones prominentes, nalgas de mujer, vagina, una tierna vulva cubierta de vello púbico: ser mujer.
Lloro en silencio, también, pues temo que tú, esposo mío, puedas oírme llorar: y eso me hace sentir aún más desdichado ya que no quiero darte ningún motivo de preocupación. ¡Te he dado tantos y has hecho tanto por mí, desde que nos conocimos! Y ahora, ¿qué sería de mí sin ti? ¿Qué sería de mí si me abandonases por uno de esos jóvenes y bellísimos transexuales a quienes das vida de mujer en el quirófano? Si hubiera tenido la oportunidad de ser operado tan joven como ellos ¡cuánto tiempo ha que yo hubiera asumido mi condición femenina sin tantas dudas, sin tantos miedos, sin tantos pudores, sin tanto sufrimiento! ¿Y cómo estos remilgos míos, todavía, a entregarte este cuerpo que hiciste para ti en mí, pese a mi edad, mi carácter, mis dudas, mis lágrimas y mis constante lamentos? Pienso en ello y en todo lo que has hecho por mí durante los últimos tres años y me siento un desagradecido, y el llanto aflora de mis ojos con mayor fuerza si cabe. Y procuro rehacerme, enfrentarme de nuevo al espejo, contemplar mis senos y los gruesos pezones rodeados por anchas y rosadas areolas mamarias, la oscura mata de vello que cubre mi vagina, e intento afirmarme como mujer, verme bella , gustarme a mí mismo... pero todavía no puedo. El peso de mis senos aún me resulta extraño, e incómodo. No son demasiado grandes, ni demasiado pequeños. Tampoco son especialmente bonitos: son eso, pechos de mujer de casi cincuenta años: no demasiado turgentes, tampoco caídos. Confieso que me avergüenzan un poco mis pezones, evidentes de más, y tener las areolas tan anchas, tan rosadas y bien definidas. Por contra, mis nalgas son excesivas, pero firmes, e incomprensiblemente para mí me gusta que así sean, a pesar de su volumen. Casi me he acostumbrado a ellas. No son tan sensibles como -¿lo diré?-, como mis tetas , y junto a mis pies son la parte más fría, o menos cálida de mi cuerpo. Si me incomodan, a veces, es sólo por eso: antes, cuando era un varón, resistía bien las temperaturas bajas. Ahora, sin embargo, soy muy friolero y sensible al frío.
Sí. Cuando me enfrento a mi cuerpo frente al espejo, son muchas las mañanas que lloro. Más aún cuando, como suele suceder al despertarte, has tomado este cuerpo que tú moldeaste a tu antojo hasta eyacular en mi vagina, o en mi ano, en mi boca, sobre mi cara o mis pechos según tu necesidad, tu capricho o tu antojo. Raro es el día que no me levanto de nuestro lecho conyugal lleno de esperma, notando cómo tu semen moja mi vello y empapa mis braguitas, o gotea entre mis piernas o, cómo permanece aún en mi garganta y en mi lengua y en mis labios el sabor de tu leche tras haberte corrido en mi boca.
Sin embargo, cada día me rehago. Cada día, con un sufrimiento que no mitiga el paso del tiempo, reacciono y me sobrepongo. Tengo tantas cosas que hacer, y eres tan exigente en el cumplimiento de mis deberes como esposa , tan duro y esticto, tan severo y dominante, que de sólo imaginar tu enfado por el más pequeño descuido mío todas las lágrimas se me hielan en la cara y me apresuro a comenzar mi aseo. No sólo me amaneraste, me aniñaste, me afeminaste y me feminizaste hasta transformarme en una mujer. No, no sólo eso: me hiciste como un guante de seda para un puño de hierro: complaciente, sumiso, dócil, apocado, servicial, obediente, pasivo, hasta tal extremo que soy incapaz de hacer nada sin consultarte previamente, pues temo tu enfado, tu ira o tu castigo. No conozco más voluntad que la tuya. Esta soy yo, me digo, sin convicción, al dejar caer sobre mí el agua caliente de la ducha y asearme, con cuidado, como si temiera abrir mis cicatrices íntimas, o romperme por fuera y por dentro. Y sea lo que sea, quiera o no ser lo que has hecho de mí, no puedo hacer más que obedecer y complacerte. Sencillamente, no tengo ninguna opción. De mí depende que, tras ducharte, encuentres las toallas limpias, suaves y fragantes; de mí que tu ropa esté inmaculada y bien planchada; tus zapatos lustrados con cepillo; de mí que tengas un desayuno tranquilo y suficiente para afrontar tu jornada laboral y que llegues a la hora en punto. De mí las tareas propias de una ama de casa. De mí que, ante cualquier imprevisto o urgencia, todo esté dispuesto para que puedas ir impecablemente vestido al Hospital, o que encuentres tus batas inmaculadas cuando pasas consulta por las tardes. Un cirujano debe tener un aspecto escrupulosamente aseado: genera una gran confianza en sus pacientes.
La ducha me suele sentar bien. Algo de mí, seguramente mi propia resistencia a la realidad, parece desprenderse de mí cada vez que paso sobre mi piel la esponja llena de gel sobre mi piel, y las ideas tristes se desvanecen cuando comienzo a lavar mi cabello. Las yemas de mis dedos, al aplicarse a su lavado y extender el acondicionador, obran en mí el milagro de relajarme de tal modo que me demoro durante muchos minutos en su cuidado. Por fin, cuando termino con ello, me envuelvo en un mullido y dulcemente oloroso albornoz, lío mi melena en una toalla, y comienzo a arreglarme. De pronto, hasta el más mínimo detalle requiere cierta urgencia. Ponerme los rulos, repasar mis cejas con la pinza, aplicarme una mascarilla facial, una crema para mis labios, repasar el vello de las axilas y de las piernas cuando es necesario, extender crema hidratante por todo mi cuerpo... Igual de importante que tu presencia, me dices con razón, debe ser la mía. No en vano, además de mis labores de ama de casa, soy tu secretaria y la recepcionista en tu consulta, y soy tu mejor reclamo: nací niño con alma de niña, viví mi infancia, mi pubertad y mi adolescencia luchado contra mis propios sentimientos intentando comprender lo que me pasaba y comprenderme; luego un joven que hizo todo lo posible por llevar una vida normal pero que no podía evitar travestirse; y finalmente un travesti en la intimidad, un hombre solitario, desgraciado, al que tú transformaste en la mujer que querías tener, a la medida de tus necesidades, de tus fantasías, de tu deseo. Soy exactamente lo que las madres de los chicos travestis, a quienes llevan para iniciar su cambio de sexo, necesitan que sea. Una mujer abnegada, disciplinada, trabajadora, un poco chapada a la antigua; un ama de casa modélica, responsable, capaz de asumir sus tareas domésticas y las necesidades laborales de su marido sin ayuda de ninguna empleada; y, por supuesto, una mujer "completa", elegante, muy clásica en el vestir, prudente y dulce en todos los aspectos de su comportamiento pero, además, entregada en cuerpo y alma a la satisfacción de los deseos de su hombre. Ellas no saben, sin embargo, que por dentro todavía sufro una profunda y dolorosa escisión en mi conciencia entre mi antiguo ser masculino y mi reciente personalidad femenina. Sólo mi psicóloga, la Doctora García, a la que visito una vez por semana, sabe que interiormente aún me resisto a considerarme mujer por más que en público tenga totalmente asumido que hable de mí misma como tal. Sólo ella conoce, en verdad, la profunda herida que mi cambio de sexo abrió en mi consciencia y que con su ayuda cicatriza, poco a poco, sesión tras sesión, cada semana...
Tengo una excelente relación con las madres de los chicos que comienzan su transición de afeminados a femeninos. Ellas ven en mí una suerte de "ideal" pues consideran que soy "el mejor de los casos". Uno de sus temores más recurrentes es que sus hijos no completen la transición de su mano, y tomen decisiones personales. Y su temor está justificado porque muchos chicos, aun convencidos de que quieres ser chicas, no se adaptan a lo que sus madres quisieran que fuesen y toman caminos equivocados, generalmente el de la prostitución, para continuar solas su tratamiento, y encontrarse a ellas mismas . Otras madres se enfrentan a hijos que no quieren ser mujeres, sino travestis, y lloran amargamente cuando mi marido les propone un tratamiento a su medida, pero no a la altura de las expectativas de sus madres. Al fin y al cabo, una vez dan el paso de asumir a sus hijos como hijas, ambicionan que su transformación sea completa por más riesgos que esta conlleve. En mí, decía, ven un ejemplo para sus hijos afeminados pero, muchos de ellos, rechazan de pleno verse convertidos en alguien como yo. Por decirlo de una manera poco apropiada, pero quizá significativa, ellos se ven como las chicas de las portadas de "Ragazza", de "Elle" o de "Cosmopolitan" cuando son jóvenes, pero jamás comprarían como yo y como sus madres- la revista "¡Hola!" ni adquirirían algunas de las que nosotros nos cambiamos como "Punto&Moda", "Vestidal", "Burda" o "Sandra", nuestras preferidas... Sus películas predilectas, aunque tengan cierto romanticismo, están cargadas de sexualidad, mientras nosotras somos mujeres de "Lo que el viento se llevó", "Sissy" y, en suma, de dramas de época o de telenovela, de historias que nos tocan la fibra más sensible de un corazón ya de por sí predispuesto a una emotividad exacerbada.
Sí. Así las educaron a ellas, y así me educó mi madre, sin querer. Lo que no logró con mi hermana menor, rebelde, arisca, independiente, lo había parido en mí siete años antes. Ella siempre había querido una hija, tras alumbrar a mis tres hermanos mayores y cada parto fue, sucesivamente, incrementando su deseo de tener una niña y frustrando las ilusiones en cada bebé que concebía. Mi hermana fue un error de cálculo: nació cuando ya no la esperaba. Y yo llegué en el momento justo en que, o era niña, o mi madre sufriría su última decepción: los médicos, habida cuenta de las complicaciones del embarazo, en primer lugar, y finalmente las dificultades que sufrió en mi parto, le hicieron entender que jamás podría concebir una nueva criatura. Cuando le entregaron mi cuerpecito envuelto en mantillas, lloró. No de alegría, ni de ilusión: lloró de pena.
Para mitigar el sufrimiento que le causaba su deseo, aprovechando que mi padre trabajaba la mayor parte de su tiempo en el extranjero, y que mis hermanos estaban en el colegio, ella y su hermana mayor me vestían de niña. Mi tía Maripaz, al contrario que mi madre, había tenido tres niñas ya, y un hijo tres años mayor que yo. Mamá y mi tía, a pesar de la diferencia de seis años de edad ente ellas, se sentían muy unidas, todo lo compartían, e incluso fue Maripaz quien le sugirió que jugara conmigo como si fuera su muñeca. Al fin y al cabo, yo nunca me acordaría de aquellos primeros años en los que las dos me vestían de niña con la ropita de mis primas. Quizá fuese cierto, al principio, pero mi primer recuerdo es sentir cómo me ponían unos zarcillos en los lóbulos de las orejas, y mis muñecas cargadas de pulseras que, al mover mis bracitos, sonaban como un sonajero. Pero a partir de los cuatro años, si no antes, los recuerdos comienzan a fijarse en nuestra memoria y a hacerse una sola cosa con nosotros: vaga en el contexto general, sí, pero al mismo tiempo muy nítida en detalles: un aroma, el roce de un tejido, un sonido, una imagen...
Mis primas nunca supieron que su madre prestaba a la mía la ropa que ellas ya no utilizaban. Nunca me vieron vestido como ellas. Sólo mi madre y mi tía estaban en el secreto y, estoy seguro, incluso mi tía no llegó a saber nunca hasta qué punto mi madre llegaba a jugar a las muñecas conmigo. Ya con seis años, poco antes de quedarse embarazada, y aprovechando que mis hermanos mayores estuvieron un mes de campamento y mi padre en el extranjero, me hizo vivir y vestir como una dulce niñita ayudándola en todo: en la limpieza, en la colada, en la cocina, y hasta a devanar la madeja de lana con la que nos confeccionaba nuestros jerseys. Sin embargo, durante aquel mes, jamás me llamó por un nombre de chica, ni se refería a mí "en femenino". Me hacía ser femenino, pero me negaba la femineidad. Tardé mucho tiempo en comprender que, de alguna forma, me castigaba por no haber nacido niña pero jamás permitiría que lo fuera, de acuerdo a sus convicciones; su castigo no consistía en ponerme lazos, vestidos, o pintarme los labios... No sería su hija, no, porque eso era ya imposible; no obstante, impediría que jamás fuese un varón. Mi madre me castró psicológicamente, y mi castigo sería esa humillación.
Aquel mes fue el más feliz de mi vida. Permanecíamos en casa casi todo el tiempo. Sólo salíamos de casa tres veces a la semana, los martes y los viernes a la peluquería, días que aprovechábamos para visitar a mi tía y a mis primas, y los domingos para ir a misa por la mañana y luego ir a casa de Chari, su mejor amiga, con la que pasábamos buena parte del día. Doña Chari para mí, había tenido aún peor suerte que mi propia madre. Su anhelo de maternidad había sido frustrado por tres abortos, y recientemente se había quedado viuda. En esas condiciones, nuestras visitas eran para ella una bendición y la alegría y el cariño con que me recibía hacían de mis domingos un día señalado. Cierto es que, cuando salíamos a la calle, vestía de chico por más que mi madre me hiciera llevar braguitas de chica, y en invierno braguitas, una camisetita interior calada, y leotardos. Pero para mí llevar puesta unas sencillas braguitas predisponía mi ánimo a mostrarme en público de una forma amanerada y dulce, para mi apariencia de chico, enormemente cortés y afable hasta el punto de que todas las vecinas de nuestra planta, las conocidas de la peluquería, y su propia amiga Chari, consideraban una pena que no hubiese nacido niña. Me hacía dormir con ella y, cuando estaba previsto que no saldríamos en todo el día de nuestro piso, al despertar, ella preparaba mi baño, del que se encargaba personalmente. Esos días deliciosos los pasábamos en camisón y bata, y yo la ayudaba en todo lo que podía ayudarla, fundamentalmente en las faenas más ligeras de la limpieza de una casa. Todo cambió radicalmente el día que nació mi hermana pequeña, Irene. Pero sobre aquellos días volveré más tarde. No quiero que mis vivencias y recuerdos de la infancia, de la pubertad, de la adolescencia y de la juventud me distraigan ahora de mi propósito: escribir mis memorias y contar cómo, tras un largo proceso, me veo convertido en la sumisa, complaciente y dulce esposa del hombre que me convirtió en mujer.