El club XXX

Capítulo final de la saga.

La verdad sea dicha, en el club las cosas se hacen bien. Si todo funcionase así en cualquier ámbito (política, educación, sanidad, economía), desde luego no habría más que progreso en el mundo. Incluso ante una inminente y obligada disolución –quizá solo temporal, quién sabe- y ocurriendo todo de una manera imprevista y precipitada, desde las altas instancias del club se gestionó todo el asunto cómo procedía. Todo o, tal vez, casi todo, pues pese a que leí tiempo después lo de aquel empresario brasileño, no podría jurar ni que se trataba de Roberto ni tampoco que aquel obsceno ajuste de cuentas llevase el sello del club, aunque sin duda sí lo parecía.

Pero, como siempre, debemos ir por partes. Empezaré por decir que el club, en un ejercicio de transparencia y respeto de sus códigos exquisito, nos liquidó a las putas. ¿Qué quiere decir esto? Pues que como no podían garantizarnos su pertenencia fuera del club –sin duda muchas de ellas iban a aprovechar la coyuntura para rehuir su emputecimiento-, a ellas las liberaron, eso sí, bajo advertencia de pena capital en caso de denuncia hacia el club o cualquiera de sus miembros –recomendación que todas, sin excepción, cumplieron- y a nosotros nos liquidaron sus seguros. De ese modo, y aunque los valores eran fluctuantes y los seguros de mis putas no se ajustaban de manera exacta a su valor actual, sobre todo en el caso de Chus, recibí más de un millón de euros –a sumar a lo que me había embolsado por Cris- en una cuenta a mi nombre en cierto paraíso fiscal.

Pero volvamos a aquel vehículo en el que mi fiel Chus hubo de mamársela al taxista para completar nuestra huida. Allí, tras vaciarse en el gaznate los huevos de aquel individuo, Chus logró que nos dejase –por orden mía- a dos cuadras de su casa, donde nos vestimos, hicimos ciertas gestiones y, tras despedirse de su hija ya medio dormida, fuimos a un cajero a sacar dinero de su tarjeta. Habíamos comprado unos billetes para el Uruguay, y desde allí intentaríamos contactar con alguien del club para acceder a mi dinero –yo tenía el importe de la venta de Cris a plazo fijo en el club- y a instrucciones más precisas para salir del apuro. O tal vez no, quizá lo dejaríamos correr y renunciaríamos a todo aquel dinero con tal de que el club no tomase represalias hacia mí por haberme fugado con una puta que seguramente ya no me pertenecía. Saldremos adelante, me decía la buena de Chus, viviremos de lo que yo tengo en el banco. Y si hace falta que me coma algunas pollas para que te des tus caprichos, apostillaba, no dudes que lo haré. No te compliques por el dinero perdido, nos tenemos el uno al otro, insistía.

Pero yo a esas alturas ya empezaba a sentir algo por Chus y la quería solo para mí. De hecho, verla comerse la verga de aquel taxista me había removido el estómago y también la conciencia.

Íbamos a irnos al aeropuerto, cuando me acordé de la tricéfala. La tetona se había ido a por Chus y no había vuelto a saber de ella. De nuevo los remordimientos me tomaban el pulso y me pellizcaban en la garganta. Ya he dicho en alguna ocasión que nunca he sido un valiente, pero me sentía en la obligación de intentar saber algo de ella. La buscamos en una conocida red social y le escribimos, desde la cuenta de Chus. Como una víctima podría escribirle a otra (al fin y al cabo, esa era la realidad), pero con cuidado de no comprometer al club en nada que pudiese volverse en nuestra contra.

Cuando nos contestó, ya estábamos en el aeropuerto, parapetados tras sendas gafas de sol, tratando de pasar desapercibidos y viendo, sobre todo yo, policías en cada esquina. Le pedimos un número y la llamamos desde un teléfono de pago del aeropuerto. Lo que nos contó, nos dejó de piedra.

Cuando la tricéfala volvió sobre sus pasos en busca de Chus, lo primero con lo que se encontró fue con uno de los miembros de la seguridad del club que la hizo pasar furtivamente a uno de los reservados. Leyre lo siguió porque iba armado, pero desconfió desde el primer momento de sus intenciones. Ya a solas, el individuo cerró la puerta por dentro y se desabrocho la bragueta: “Ahora por fin voy a catar a una de vosotras”. Leyre le hizo saber que entendía su situación, que comprendía lo duro que podía haber sido verse en un sitio como aquel, rodeado de todas aquellas mujeres espectaculares, y no tener derecho ni a rozarlas. Prometió compensarlo con una cubana en otro momento, pero le suplicó que la dejase marchar, pues tenía que encontrar a Chus. El individuo le dijo que ni en broma, que solo aceptaba pagos por adelantado y que si quería salir de allí con vida –una bala se le escapa a cualquiera en mitad de este jaleo, llegó a decirle- ya podía esmerarse y empezar a darle placer.

El hombre tenía una polla más bien discreta, enana, según la Leyre, de apenas diez u once centímetros, según calculaba la vasca, con lo cual todo fue bien en la mamada, pero el espectáculo era lamentable a la hora de hacerle la cubana. Ella, cuyas propias tetas apenas le dejaban ver aquella pichita, tanteaba intentando darle placer. Se excusó con él, pero se le escapó que le costaba “verla”. El hombre lo tomó como una ofensa deliberada y la arrodilló y le metió el cañón de su arma en la boca. “Hazle una mamada a esta”, le dijo, y la tricéfala pensó que sería el fin. Se trabajó el arma como si de una buena polla se tratase y, después, el desgraciado le cogió el gusto a la situación y, mientras se pajeaba, le metió la pipa por el ojete a la tetona. Se la folló por el culo con su arma y, si bien el entrenamiento que le había supuesto recibir tantas y tantas veces la polla del brasileño en el ojete le daba una cierta ventaja, lo cierto es que entre el miedo a que aquel arma se disparase y fuese el fin, unido al doloroso y frío metal en sus entrañas, la pobre Leyre acabó por marearse de miedo y dolor. En ese momento, aquel pervertido picha corta acabó por correrse y, asustado, le sacó la pistola del culo y se largó de allí, si bien dejándola encerrada.

Cuando aparecieron en el cuarto, tirando la puerta abajo, unos agentes, en sus caras adivinó que iba a ser violada de nuevo. Pero no fue así. La ayudaron a incorporarse y la condujeron a una ambulancia sin siquiera manosearle las tetas. Ya a punto de arrancar la ambulancia, recordó su promesa y se empeñó en bajarse para ir a por Chus. En ese momento las detenciones, me contaba al otro lado de la línea, se sucedían y veía como comisionados, miembros e incluso algunas hembras eran conducidos a furgones policiales. También se había procedido a levantar algunos cadáveres, entre ellos los de un par de secuaces de Roberto.

No sin dificultades y con alguna mentira improvisada, logró acceder de nuevo al interior del recinto, donde preguntó frenéticamente por una tetona morena de ojos verdes y de mediana edad a todo agente con que se cruzaba, a la par que iba abriendo puertas y armarios en cada estancia. Pero Chus no aparecía. Un hombre a quien no había visto nunca le dijo que sabía dónde se encontraba la tal Chus, pero que solo se lo diría si se la chupaba. La tricéfala no tenía muchas esperanzas, pero pensó que no perdía nada por comerse otra polla más. Evidentemente, el hombre la había engañado y no tenía ni idea de quién era Chus -¿quién carajo era ese individuo?-.

Leyre siguió buscando, y quien sí apareció fue Paula, ¡mi Paula!, amordazada, atada y hecha un trapo. La habían golpeado y evidentemente violado entre varios desalmados. Le habían roto un diente, probablemente la nariz y se quejaba también de las costillas. No sabía quién se lo había hecho, pero le dijo a Leyre, mientras esta la ayudaba a incorporarse y la llevaba a una de las ambulancias de la entrada que iban y volvían continuamente desde el hospital, que habían sido varios, encapuchados todos ellos, y que no los había visto siquiera venir hacia ella. Temía que fuese un ajuste de cuentas hacia su actual dueño.

En una situación similar, ya de nuevo dentro del club, se encontró nuestra tetona a Hugo, mi primero mentor y luego enemigo. Al parecer en su caso lo habían cogido entre algunas putas, mientras intentaba ayudar al dueño de Zaira –la puerca que jamás se arrodilla- que capitaneaba una revuelta al grito de “castración para estos cerdos”. Todos pensábamos que estaba la mar de a gusto en el club, y hasta se rumoreaba que había entrado por voluntad propia, pero parece que no era así, al menos en vista de los hechos. Entre ella y Rocío –la tetona que fuera de Fidel- habían pateado hasta la inconsciencia a aquel hombre, después lo habían golpeado en la cabeza, ya inmóvil, con sus tacones de aguja en la mano y ya por último, cuando apenas respiraba, habían tomado un cuchillo para dejarlo manso de por vida. Le cortaron la polla –Zaira- y también los cojones –Rocío-, como al pobre Fidel. Entre tanto, Hugo, según parece, intervino, ayudado de otros dos hombres que se retiraron al ver que más putas se sumaban al linchamiento. Así las cosas, cuando la tricéfala encontró a mi mentor, el pobre estaba hecho un cuadro. En todo caso, por suerte para él, le habían perdonado la hombría. Leyre avisó de dónde se encontraba, por lástima, para que lo socorriesen, pero no lo llevó a ninguna ambulancia.

La tetona siguió paseando de aquí para allá sus enormes y descomunales berzas en busca de Chus, hasta que al final dos agentes mal encarados la cogieron por la fuerza y, sin muchos miramientos, la metieron a golpes en una ambulancia. De ahí fue al hospital y, justo cuando terminaban de atenderla, la policía quiso interrogarla. Al finalizar la entrevista con los agentes, a quienes dijo que nada diría fuera de comisaría y sin un abogado, pensó en buscar a Chus por el propio hospital, pero los agentes le habían devuelto su móvil –ella se había mostrado indignada por el trato, como si de una criminal se tratase- y accedió a la red social en que vio nuestro mensaje.

De Roberto no sabía nada, pero estaba segura de que había logrado escapar, por algo que había oído comentar a los agentes. Aunque tal vez se refiriesen a uno de los sicarios. No podía saberlo a ciencia cierta.

Antes de colgar el teléfono, le ofrecí unirse a nosotros y poner rumbo a Montevideo, pero la tricéfala hizo de nuevo gala de su buen criterio y valentía, y dijo que se quedaría para ver cómo avanzaba todo. No temía, dijo, que el club la sometiese de nuevo, además suponía –a la postre tuvo razón- que el club liberaría a las putas a cambio de su silencio. Se quedaría, pues, y pasaría por todos los interrogatorios y juicios necesario, pero, me dijo, “no lo dudes, en cuanto todo esto termine, si logro contactar contigo, cumpliré mi promesa”. Solo oír aquello hizo que mi polla se pusiese de inmediato como una piedra.

Horas más tarde, Chus y yo subimos a aquel avión. Ella dejaba a su hija, cuya custodia ahora sin duda perdería, y su vida –o lo que quedaba de ella- al otro lado del océano para acompañarme y seguir siendo mía, tal vez más mía de lo que jamás lo había sido.

Las primeras semanas en Uruguay intentamos recabar noticias por medio de Leyre. Nos creamos un perfil falso en redes y ella también, y desde ahí nos comunicábamos casi a diario. Así, desde le hotel de la capital uruguaya que pagaba la tetona de Chus con sus ahorros de maestra, supe que, por su parte, la policía no había logrado averiguar gran cosa. Aunque de esto me enteré también por los periódicos, pues aquel extraño prostíbulo-secta estuvo en las portadas de la prensa española durante semanas. Se habló de secta, de prostitución orquestada, de intercambio de parejas… pero nadie se acercaba al mucho más sórdido concepto del club con sus artículos de investigación. La policía estaba perdida y finalmente declaró el secreto de sumario, como si tuviesen alguna información los pobres. Nada avanzó y aquello acabó por perderse entre las páginas centrales de los diarios, en pequeñas reseñas, hasta desaparecer por completo de los tabloides. La conclusión de la investigación fue que aquellas mujeres se prostituían por altas sumas de dinero –y por propia voluntad- que no lograban en cualquier caso rastrear por lo que, como tanto los comisionados como ellas lo negaban todo, al final no se pudo imputar a nadie, salvo por los tiroteos, licencias de armas y algún dinero oculto (poca cosa) que al parecer era negro y apareció en las arcas de la sede central del club. Sin duda solo la punta del iceberg, tal vez incluso dejado a propósito y para despistar.

Por Leyre también supimos que algunas de las hembras se habían metido a putas de lujo (entre ellas Rocío, que acabaría llevando su propia agencia, movida por su inagotable codicia), probablemente marcadas por la experiencia sufrida, y que otras trataban de olvidar todo lo ocurrido a base de tratamientos psicológicos. Ella, por su parte, estaba bien. El club le había agradecido sus servicios, siendo remunerada por aquellas cintas con que se destapó a Roberto, y le dijeron que ni Chus ni yo teníamos nada que temer, pero que necesitaban comunicarse con nosotros “por las buenas”.

Aquello nos asustó, pero fueron temores infundados. El club quería hacerme llegar mi dinero. O, mejor dicho, darme acceso a él, pues ya esperaba en una cuenta a mi nombre hacía semanas. En cuanto a Chus, no parecían preocupados por su silencio, pues sabían que me sería fiel y que yo estaba metido en todo esto hasta el cuello, pero igualmente querían trasladarle que era libre y que, de todos modos, no debía hablar de esto con nadie bajo el consabido riesgo de pagarlo con la vida. Alabaron nuestra iniciativa de irnos fuera, algo que otros socios –la mayoría- también hicieron, aunque nos sugirieron que nos fuésemos a aquellas islas en que teníamos la cuenta a mi nombre, y donde no había tratado de extradición alguno, por si las moscas. “Además, quién sabe”, deslizaron, “tal vez un día no muy lejano podamos fundar una nueva sociedad por esas latitudes”. Esto último, aunque fue pronunciado en tono serio, me sonó más a una falsa promesa, a algo que se dice por decir.

Chus y yo preparamos nuestra partida, pero todavía disfrutamos unos días más del Uruguay. En aquel hermoso país, me follé las tetas de mi hembra en un resort de Punta del Este, y la exhibí en topless en una fiesta en la piscina del hotel, en una fiesta que se fue de madre. Eso sí, Chus era mía, y ya no iba a permitir que nadie hiciese otra cosa que matarse a pajas con ella y con sus tetas.

Como seguramente os interese, os diré que mi ojete, a base de reposo y pomadas, también había ido mejorando, aunque la experiencia con el brasileño me había dejado marcado. Pese a que el hecho de ser sodomizado había resultado del todo traumático, en cierto modo me pregunté más de una vez si no me había excitado, arrodillado como una simple putita, comiéndome aquel rabo colosal al poderoso brasileño. En ocasiones, llegaba a dudar de mi sexualidad, pero esos temores se disipaban a cada mamada de Chus o, también, cuando pensaba en lo que la tricéfala me debía y que, según lo recientemente acordado, me pagaría en aquellas islas donde iba a visitarnos.

Y así, un 25 de abril, Leyre la tetona apareció en aquella isla paradisíaca donde Chus y yo llevábamos semanas establecidos. Una isla donde vivíamos en un lujoso bungalow que yo había alquilado por 100.000 euros durante un año, y en la cual mi fiel compañera hacía mis delicias. Por supuesto, de cuando en vez alguna zorrita local se sumaba a nuestros juegos, a veces a cambio de una compensación económica, otras solo por el morbo. Las mujeres de aquellas latitudes eran muy calientes y sabían satisfacer a un hombre sin decir no a casi nada. Y si a algo se negaban, ahí estaba Chus para no hacerle ascos a ninguna práctica que me excitase.

Vivíamos del aire, de las rentas de aquellas putas que habían sido mías, bebiendo a diario aunque sin excedernos en las cantidades. De vez en cuando Chus llamaba a casa, pero su hija jamás aceptaba ponerse al teléfono. Llevaba muy mal lo ocurrido, lo que había sabido por la prensa la avergonzaba, y la actitud de su madre de abandonarla justo después de aquello acababa por rematar la situación. Su ex marido la insultaba, le decía que era una puta, y Chus, una buena tarde, le dijo que sí, que por primera vez él tenía razón en algo. “Ojalá lo hubiese sido también cuando estábamos casados, habrías sido el cornudo de mierda que mereces ser”. Pero había sido él el infiel en aquel entonces, y ella la cornuda, esa había sido la realidad.

Cuando Leyre vino, Chus lo pasó mal. Hizo lo posible por disimular, pero cada vez que la tricéfala me la machacaba con sus enormes peras, o me la mamaba llevándome al cielo mientras me sujetaba los cojones, veía que aquella joven me excitaba más que ella. Además, Leyre me dominaba, me sometía a sus reglas, y eso que con Chus me habría resultado antinatural, con ella me excitaba sobremanera. Me enseñaba las tetas y me decía que mi pollita no estaba a su altura, y yo asentía, me disculpaba por ello y me empalmaba como un burro. Leyre cumplió su promesa hasta el último día, y para ese entonces Chus ya había decidido proponernos lo que finalmente nos propuso. Quería que la vasca se quedase con nosotros, dándome el placer que ella no era capaz de otorgarme. A Leyre le dio un ataque de risa. “Desde luego, me gusta cumplir lo prometido, y además Juan a día de hoy es un buen amigo, pero, si no te importa, preferiría, si me quedo, comerme los rabos de esos morenos buenorros que andan por la playa”.

Era evidente que Chus, en su mente obsesionada, pervertía la realidad. Para ella era inconcebible que yo no obtuviese lo que quisiese, el placer máximo. En todo caso, Leyre sí aceptó quedarse con nosotros una temporada –ella tenía sus buenos ahorros gracias al club y la compensación recibida-, y alguna que otra vez se plantó con un negro en el bungalow y acabamos los cuatro revueltos.

En una ocasión especialmente morbosa, con una borrachera de órdago que no era excusa de nada en todo caso, acabé mamando un buen rabo a medias con mi fiel Chus, mientras Leyre me pajeaba y me ponía bien a tono. Eso sí, de recibir por detrás no quise oír ni una palabra.

Vivimos así los tres una larga temporada, en una eterna dolce vita. Y aunque en alguna que otra ocasión más pude disfrutar de las tetazas de la Leyre, sobre todo seguía creciendo mi amor por Chus. Al final, un buen día, decidimos casarnos en la playa por uno de los ritos tribales de la comunidad isleña.

Sobraría decir que mi despedida de soltero fue una auténtica noche de lujuria, por supuesto consentida por Chus, quien a esos efectos tampoco osaría rechistar con tal de no mermar las posibilidades de mi placer. Pero si me detengo en el evento es porque, gracias a la tricéfala, fue un tanto especial.

Un buen día, cuando dormitaba en una hamaca en la hora de la siesta, a solo unos días de la boda, abro los ojos y, como en un sueño, me encuentro con la diosa entangada –por supuesto en bikini tanga- a escasos centímetros de mí. Según despierto, y todavía convencido de que seguía en un sueño, la joven universitaria se da la vuelta y me ofrece el culo. “Creo que te debo esto, y también unas disculpas”, dice, sumisa. Entonces me incorporo y, a lo lejos, detrás de unas palmeras, veo a la buena de Leyre haciéndome un gesto con el pulgar hacia arriba. Empiezo a comprender. Sabía por ella que Mery había empezado a trabajar para la agencia de Rocío, y que se ganaba su buen dinero acompañando a señores mayores muy pudientes a eventos y cenas de empresa, las cuales solían terminar en una mamadita rápida si el pobre viejete tenía todavía aguante para esas lides. Nunca llegué a saber cuánto se agenció Leyre como compensación por parte del club, pero aquella tarde pensé que sería un buen pico, pues pagarle a esta niñata caprichosa el vuelo, el alojamiento y sobre todo el poner el culo para mí con el odio que sin duda me tenía.

-¡Vaya, vaya, Meripuerca! ¡Parece que una vez más vas a tener que apartarte el tanga, para que tu macho te encule! ¿Qué pasa? –Le pregunté, con la pollla fuera, ya salivando- ¿Que no te llegaron los pollazos que te di en su día?

-Tampoco tientes a la suerte –me espetó, sin siquiera girarse y todavía con el culo en pompa-, Leyre no me paga por aguantarte. Encúlame de una vez y vete a la mierda.

-¡Uy, qué boca! –dije, con mi polla ya en su conducto y empezando a empujar como un animal, poseído por un deseo renovado de aquel ojete de diosa cuyo tacto mi polla no había podido olvidar- Al final, ufff, al final le has cogido gusto a eso de ohhhh de ser una ramera.

Mery forcejeó por zafarse, pero la agarré con fue por el cabello, por esa larga melena morena de anuncio de champú, a la par que le ponía la otra mano sobre la boca a modo de mordaza y empujaba, embestía, susurrándole al oído lo puta que era, lo bajo que había caído con apenas veinte años, recordándole que sin duda era la vergüenza de su familia y toda una retahíla de indignas vejaciones que el calentón y el recuerdo de cómo me había querido delatar a la policía empujaban por mi garganta desde lo más profundo de mi orgullo.

Cuando vi que iba a correrme, la arrodillé también por la fuerza y me descargué en su rostro. Dejé aquella hermosísima cara de modelo totalmente sucia, marcada por el semen y la inmundicia. Después me permití el lujo de escupirle en la cara, y sin posibilidad de dejar que se limpiase siquiera, la eché de mi vista a patadas. Mientras se alejaba, entre lágrimas, amenazó con denunciarme. “¡Por supuesto, vete a comisaría y denuncia, putita!”, le grité mientras se alejaba, “seguramente se van a creer que una escort de lujo haya venido, cobrando probablemente por adelantado, a esta isla a follarse a un hombre que, casualmente, después la ha violado”. Y todavía agregué: “¡Pero mejor denuncia en España, no vaya a ser que aquí alguno de mis compadres de la Guardia Nacional quieran examinar por dónde te la he clavado ellos mismos!”

A lo lejos, vi cómo discutía con Leyre, quien finalmente lograba calmarla. Continuaron alejándose, perdiéndose en el horizonte hasta no ser más que dos puntitos indistinguibles. Aquella noche, la fiesta siguió, ya sin Mery. La vasca, al inicio un poco molesta por cómo había tratado su “regalo”, me obsequió con una de las mejores sesiones de sexo de mi vida, acompañada por dos isleñas que, imagino, también había pagado –aunque a un precio mucho menor que el de la Reina del Tanga-. Fue una despedida de soltero maravillosa, que daría paso, en pocos días, a otra nueva y prometedora etapa de mi vida. Una etapa relajada, distendida y gozosa, viviendo de rentas y en compañía de mi esposa, mi fiel Chus que jamás me fallaría.

En la mañana siguiente de tan señalado día, y tras ser mi madrina de bodas, Leyre partía de regreso a España. Al ir a despedirla al aeropuerto nos fundimos en un sincero abrazo, uno que me recordó aquel de tiempo atrás. Era difícil abrazar a Leyre, rodearla con semejantes tetazas, pero era, morbo aparte, también muy reparador. Me despedí de ella entre lágrimas; había resultado ser una buena amiga.

En los meses que siguieron, Chus y yo nos hicimos una casita a pie de playa (el alquiler del bungalow era tirar el dinero, y se trataba de vivir de rentas de por vida) y continuamos viviendo nuestro amor tan particular, el cual incluía que ella siguiese siendo mi puta, tanto o más que antes, pues siempre aparecía una nueva práctica con la que rebajarla y sentir así ambos más placer.

Justo el día de nuestro primer aniversario, saltó la noticia de aquel empresario brasileño, destripado y castrado, con un enorme miembro amputado cosido entre las nalgas, que había aparecido en una zanja en su país natal. Si aquello había sido obra del club o no, al menos a día de hoy, es algo que aún ignoro.

MUCHAS GRACIAS A TODOS POR LEERME Y APOYAR LA SAGA. OS LO DIGO DE CORAZÓN. CON VUESTROS COMENTARIOS Y APORTACIONES ME HABÉIS DADO MOTIVOS PARA CONTINUAR ESCRIBIENDO EN MOMENTOS EN QUE NO DISPONÍA DE TIEMPO MATERIAL. DE NUEVO GRACIAS. SÉ QUE ALGUNO ECHARÁ DE MENOS LA RESOLUCIÓN DE ALGUNA PEQUEÑA SUBTRAMA, PERO, SALVO QUE MUCHO HAYA ERRADO EL TIRO, NADA HA QUEDADO AL AZAR Y SI NO LO HE RESUELTO, MIS MOTIVOS HE TENIDO. LO DE LUPE QUEDA EN EL AIRE: A VECES ES MAYOR EL MORBO DE LO IMAGINADO QUE DE LO LEÍDO. QUE CADA CUAL SAQUE SUS PROPIAS CONCLUSIONES.

DE NUEVO GRACIAS, HABÉIS SIDO UNA PEQUEÑA MORBOSA GRAN FAMILIA.