El club XXVIII

La recta final viene cargada de emociones.

Las siguientes semanas en el club transcurrieron de manera vertiginosa. Mientras mi diosa entangada continuaba de “baja anal” y tenía que conformarme con sus mamadas, estando sentada sobre un par de cojines –ni arrodillarse podía, mi diosa, sin correr el riesgo de que se le resintiese el desgarro anal-, y mientras Chus, preocupada, me aconsejaba que las vendiese -¡a ella incluida!- y me largase del club a todo correr, yo, por mi parte, todavía no era consciente del riesgo que corría. El riesgo que toda la estructura del club y todos y cada uno de sus miembros corríamos.

A día de hoy, todavía desconozco multitud de detalles, y lo que pudo leerse en la prensa, me consta, no era ni de lejos fiel a la realidad –en ocasiones por exagerado, en otras por quedarse corto-. Lo que sí puedo narraros son los hechos objetivos que yo mismo presencié o de los cuales supe por fuentes fehacientes, y que me afectaron, muchos de ellos, de manera absolutamente directa.

Pero he de ir por partes. En primer lugar, cuando la ronda de interrogatorios por el tema de Cristina tocó a su fin y la pobre Mery ya tenía el ojete casi a punto para recibir polla de nuevo, Leyre vino a verme de manera privada. De algún modo logró convencer a Roberto –o tal vez únicamente aprovechó una distracción suya- para venir a regalarme la cubanita de turno –aún tenía algunas pendientes, tras el trato por el ojete de Mery- por su cuenta, es decir, sin estar él presente, y mientras lo hacía, en mitad de una sala abarrotada de socios –eso sí, cada uno a lo suyo-, me informaba discretamente de un par de cuestiones que, a la postre, serían de vital importancia para mí.

Por una parte, la tricéfala se sabía en peligro y, por lo que pude comprobar, no era de las que se sentaban a esperar lo peor. Era una mujer de acción y se movió lo necesario para hacer sus averiguaciones, y también para informar a quien creyó preciso –yo entre ellos-, aunque obviamente obrando en su propio beneficio. Leyre no era una buena samaritana, únicamente se había enterado de que Roberto planeaba cercenarle los pezones –sus enormes pezones, los mayores del club, probablemente- y llevárselos como trofeo al ser expulsado del club, algo con lo que ya contaba, y para lo cual había exigido una serie de indemnizaciones. La primera era esa, llevarse de trofeo los mutilados pezones de la tricéfala; la segunda, una indemnización millonaria; la tercera, carta libre para catar a cinco hembras del club ajenas a su propiedad; la cuarta, la quinta y la sexta ya no las recuerdo, pero sí la última –Leyre la reservó para el final, pues así el impacto dramático sobre mí sería mayor- que era ni más ni menos que follarse mi culo con el que, por lo que parece, el brasileño seguía obsesionado. En mi vida “real”, jamás me habían alabado el trasero; nunca una de mis pocas parejas me lo había ensalzado. Pero el cabrón del pollanaconda estaba loquito por él, hay que joderse.

Para qué hablar de los sudores fríos que me entraron, pues, al fin y al cabo, no habrán sido gran cosa en comparación con lo que debió sentir la vasca al conocer las intenciones de Roberto. El caso es que aquella tetona tenía un plan y, si yo la ayudaba a llevarlo a cabo, además de salvar mi ojete, me prometía –y me insistía en que ella era una mujer de palabra- entregarse a mí una semana entera, fuera del club, cuando fuese de nuevo una mujer libre.

¿Y cómo podía yo ayudarla? Muy sencillo –y arriesgado-, primero tenía que comprarla a toda costa, lo cual podría ser una estrategia por parte de Leyre y me daba pie a pensar que lo de mi culo podría ser pura invención, y lo siguiente que tenía que hacer era declarar ante los comisionados una serie de cuestiones que ella me aseguraba que podría demostrar sobre Roberto y los excesos cometidos sobre Cristina –al parecer no del todo legales-, pero que tendrían más peso en mi boca que en la suya, sobre todo tras aquel incidente de mi meada sobre sus tetas en la cual su credibilidad quedó en parte en entredicho, por no hablar de que el testimonio de un propietario siempre sería más tenido en cuenta. Aquí, Leyre me aseguraba que tenía pruebas –grabaciones, ni más ni menos-, pero que debería verme fuera del club para entregármelas. A mi pregunta de cómo pudo grabar a Roberto, cuando uno no puede entrar en las salas del club ni con el móvil, me dijo que no necesitaría interesarme por los detalles cuando escuchase su contenido. Esto último acabó por convencerme. También le pregunté por qué, teniendo las cintas, no acudía ella misma a testificarlo. Me dijo que no se arriesgaría a que tomasen medidas contra ella por las grabaciones, por más útiles que fuesen al club, y acabar así sin clítoris, con lo que –y cito textualmente- a ella le gusta el sexo.

Quedamos, tomando una y mil precauciones, pues el riesgo que ambos corríamos era poco menos que de muerte, para aquella misma noche en un hotel de las afueras, uno de mala muerte, al que iríamos por separado y en el cual nos registraríamos en habitaciones separadas y con nombres falsos, de ser esto posible. Probablemente en aquel hotelucho no se pondrían quisquillosos con el DNI si les pagábamos por adelantado la noche; y así fue. Pensamos también en un motel, pero eso implicaba ir juntos, lo cual no nos convencía lo más mínimo.

Una vez allí, la vasca me dejó escuchar las grabaciones –en cintas de casette, nada menos-, las cuales eran ciertamente comprometedoras. En una de ellas, mientras Roberto abusaba analmente de Cristina, le decía –su voz era claramente identificable-, que se “bebiese de una puta vez” algo que, supuestamente, Cristina no quería consumir, y, una vez que lo logra, el brasileño le dice que gracias a ese “brebaje de anabolizantes” en un par de semanas “empezará a desarrollar el cuerpo de hombre que se merece”. Por si esto fuera poco, en otra de las cintas se sobreentiende que le está inyectando por vía intramuscular otra dosis más de este tipo de sustancias. Huelga decir que todo esto estaba al margen de los permisos concedidos por el club y que, por supuesto, va absolutamente en contra de los estatutos y la política de un lugar donde la belleza se asocia a la feminidad.

Tras escuchar las cintas, resolví que con tales pruebas en el club aceptarían mi testimonio, para el cual, en todo caso, exigiría protección. El trato, además, era no revelar que Leyre era la fuente –podría haber sido la propia Mery quien grabase las cintas, ellos no tendrían por qué saberlo-, y para asegurarse mi colaboración y darme un anticipo de lo que me correspondería en el futuro, la tricéfala se arrodilló y me hizo, y creedme que no exagero, la mejor mamada de mi vida.

Era increíble cómo la chupaba. A ratos despacio, saboreándola con lentitud; a ratos tragándola hasta los cojones con una facilidad pasmosa que solo recuerdo haber visto en los vídeos de Heather Brooke. Se la pasaba por la cara, la escupía y la pelaba hasta el fondo, volvía a mamarla, me decía cerdadas; no tardé demasiado en correrme, y hacía mucho que no me corría con semejante explosión de esperma. Ella, agradecida e incluso cachonda, me limpió el miembro hasta dejarlo impecable. Para mi sorpresa, además, declinó limpiarse el rostro: esto es muy bueno para el cutis, Juan, dejaré que mi piel lo absorba.

No pude menos que preguntarle cómo no la había visto mamar así en el club, pues sin duda sería la mejor felatriz y se habría llevado el torneo de calle. Su respuesta, se me antojó lógica, aunque también en cierto modo sorprendente: “allí la mamo por obligación, y lo hago muy bien, porque no puedo permitirme otra cosa; pero a ti, ahora, acabo de mamártela por pura gratitud, y lo he hecho como de verdad sé hacerlo”. En ese momento entendí que, ni siquiera en una institución como el club, un hombre podría llegar jamás a poseer por completo a una mujer a menos que esta se le entregase por propia voluntad.

Tras la mamada, llegó la cubana, porque la tricéfala quería jugar conmigo y demostrarme todas sus armas de mujer, en parte cohibidas en el club por su férrea disciplina patriarcal. Así, la muy puta, la metió en medio de sus dos balones de baloncesto y, con una sonrisa irónica en los labios, me preguntó a dónde había ido a parar. Y era cierto, como en el mejor truco de magia, la puerca tetona había hecho desaparecer mi polla. “No está a la altura de estas dos, Juanito”, me dijo a la par que me la machacaba con ellas. Yo estaba cachondo perdido, empalmado como pocas veces, y le di la razón al momento. Esta vez tampoco tardé demasiado en darle todo mi semen, el cual se limpió de las ubres a lametones. Antes de despedirnos, me dio un largo beso, mientras me la pelaba suavemente con la mano. “Para que esperes con ganas el día en que pueda cumplir mi promesa”, añadió, justo antes de irse.

Al día siguiente, a primera hora –si lo pensaba, lo mismo me temblarían las piernas y me echaría atrás-, fui a hablar con uno de los altos comisionados. Me costó convencerlo de que me garantizase inmunidad si mi testimonio, una vez escuchado, lo requería y también de que me asegurase que no se tomarían represalias contra mí por no haber aportado la información antes. En todo caso, aquello les interesaba y los pactos de caballeros son sagrados en el club, por lo que me dieron, finalmente, carta blanca y yo me quedé tranquilo. Testifiqué y les aporté –por la tarde, pues no las llevé conmigo por la mañana por precaución- las cintas, y desde el club no solo se me garantizó lo prometido, sino que se me dijo que recibiría una gratificación a la medida de mis servicios y que, además, se valoraba el riesgo que había corrido en primera persona para librarlos a ellos de Roberto, que sin duda estaba siendo una lacra para el club –emplearon esos mismos términos- y hacía el cual, me confesaron, habían llegado a sopesar la opción de tener que tomar medidas más drásticas, incluido, me dijeron, un “desgraciado accidente”. Aproveché la coyuntura y quise dar el golpe, les dije que la responsable de las grabaciones era Leyre, y que debían garantizar su seguridad, pues aquel psicópata era capaz de cortarte los pechos. Entonces, directamente me la ofrecieron. Iban a retirar a Roberto a sus putas y a tomar medidas contra él de inmediato, por lo que podría tomar posesión de ella al día siguiente. Aquello, no obstante, acabaría por delatarme ante el brasileño y sería mi perdición.

A Roberto se le informó de su expulsión inmediata, sin indemnización alguna, y se le dejó muy claro que no se le toleraría ninguna amenaza o salida de tono más. El brasileño agachó la cabeza, pidió perdón y suplicó –cuentan que de rodillas- no ser castrado. El club le informó que debían deliberar su caso, pero cometieron el error de dejar que se marchase. En el fondo, imagino que preferían que se fugase del país, no saber más de él y quitarse el problema de encima; pero Roberto no solo no se marchó, sino que volvió al club para cobrar venganza. Seguramente se vio con todo perdido, pues sabía que aunque huyese, si lo buscaban, lo encontrarían y acabaría en una cuneta. Es probable que diese por perdida su hombría y puede que hasta su vida, pues de otra manera no se entendería cómo actuó.

Llegó al club acompañado de cuatro sicarios y dispuesto a hacer el mayor daño posible. La seguridad del club, tomada por sorpresa, no fue quien de impedirle la entrada. De hecho, uno de los porteros recibió tres puñaladas y estuvo al borde de la muerte. Los otros dos que ese día custodiaban la entrada recibieron una brutal paliza, fueron desarmados y los dejaron atados. Roberto y sus asesinos a sueldo entraron en las estancias y, antes de cruzar una sola palabra con nadie, se dirigieron a las oficinas. Allí hubo un tiroteo entre los miembros de seguridad interna y los asaltantes, en el cual falleció uno de los secuaces de Roberto. El brasileño, no obstante, se hizo con un de los comisionados y lo tomó como escudo humano. Cuentan que lo sodomizó contra la mesa de su propio despacho, pero no creo que esto haya sido posible por una mera cuestión de tiempo. Además, yo, que en ese momento estaba recibiendo una fenomenal comida de huevos por parte de Chus, escuché el tiroteo y, para cuando salí a ver qué ocurría –menuda idea-, ya tenía a Roberto a escasos metros de mí, avanzando con el comisionado delante, apuntándole con una pistola. Me vio, cruzamos nuestras miradas, y en ese instante agarré a Chus de la mano y echamos a correr hacia el interior de una de las salas. Roberto debió dejar al comisionado en manos de uno de los sicarios, pues que la siguiente vez que lo vi venía solo. Chus y yo nos habíamos escondido en un armario, en uno de los reservados de la llamada “Sala Roja”. Cuando el brasileño abrió las puertas y nos vio allí, acurrucados el uno contra el otro, desnudos, empezó a carcajearse. Me apuntó directamente a la cabeza y creí que aquello era el final.

-Ahora tienes a Leyre, pero de poco va a servirte.

-Escucha, Roberto, no pienses…

-No pienso, sé que la conseguiste delatándome; no hay que ser muy listo. Yo solo quería llevarme sus tetas, disecarlas y ponerlas en mi casa como trofeo. ¿Era tanto pedir? Y ahora, míranos, yo no saldré de esta con vida, y tú tendrás que pagar por todo lo que has hecho.

En ese instante, Chus se arrojó a sus pies. La pobre le tenía un pánico cerval, pues con él había comenzado su depravación más absoluta y su caída a los infiernos, pero no dudó en besar sus pies y suplicarle que hiciese lo que quisiese con ella, pero que me dejase vivir.

Roberto se rió nuevamente. “No te preocupes, zorra”, lo único que quiero es darme un capricho antes de que me corten los cojones o incluso me maten. Yo, en ese instante, adiviné sus intenciones. Debí ponerme pálido como la cal, porque él también supo que yo había comprendido. Agarró a Chus de los cabellos y la sacó a rastras de la habitación. Pude escuchar cómo le daba instrucciones a uno de sus secuaces: “desfigúrala”.

Después, Roberto entró en el reservado de nuevo y cerró la puerta por dentro. Podía haberme apuntado con la pistola y obligarme a entregarle el culo por las buenas, pero lo que hizo fue perseguirme por aquella estancia –yo no tenía por donde escapar- y, tras darme alcance, empezó a desabrocharse los pantalones.

Me ofreció que le chupase la polla. “Así estará más lubricada y te dolerá menos, putita”, me dijo. Y he de confesar que siempre he sido un cobarde, y que acepté. Acepté arrodillarme y meterme en la boca su enorme miembro, yo que jamás había tenido el más mínimo contacto homosexual. Se la chupé como pude –amenazó con romperme todos los dientes si le mordía el capullo, y yo le creí-, intentando meterme en la boca aquel pedazo de carne; sometido como una simple putita, como tantas veces había sometido yo a Mery o a Chus, intentando darle el máximo placer para que así me perdonase el culo.

Roberto me vejó de todas las maneras posibles. Me pasó su enorme polla por la cara, me abofeteó con ella –parecía de mármol-, me puso los huevos, sus enormes cojones de brasileño, en la cara, la cual me cubrían casi por completo. Y cuando se cansó, sencillamente me dio la vuelta, impuso su mayor fuerza física y apoyó la cabeza de su descomunal colgajo en mi ojete. Después, embistió. Sentí como algo se desgarraba dentro de mí, y después me sentí invadido, lleno por él. Me estaba rellenando las entrañas con su miembro, si bien no embestía con fuerza, pues por el momento pugnaba por introducir una buena parte de su polla en mi orificio recién estrenado. No puedo describir la sensación de dolor, vergüenza y humillación, todo a una vez, que sentí. Tampoco puedo precisar en qué momento perdí el conocimiento, a consecuencia de aquel dolor insoportable. Solo sé que cuando abrí los ojos Leyre estaba arrodillada junto a mí, dándome unas sutiles palmaditas en el rostro. Pareció muy contenta cuando vio que yo recobraba la consciencia.

Estaba totalmente desnuda. Instintivamente le miré las tetas: por fortuna, seguía todo en su lugar. Al momento me acordé de Chus y quise incorporarme, pero las piernas me fallaron y caí de nuevo al suelo.