El club XXVII

Adiós, Cristina.

Las siguientes semanas Roberto terminó de culminar su obra. Fue destruyendo poco a poco a Cristina, siempre pidiendo permisos y cumpliendo con rigor las reglas del club, así como intentando que yo presenciase la mayor cantidad de escenas escabrosas posibles. De hecho, de las doce cubanas de Leyre acordadas en el traspaso (ya me empezaban a parecer demasiadas), al menos nueve o diez se convirtieron en mamada. Roberto se empeñaba en alargar, de ese modo, mis presencias en su reservado, disfrutando -estoy seguro- de la incomodidad y desazón que me producía lo que presenciaba. Jugaba conmigo y, probablemente, se vengaba también de mí, utilizando para ello a Cristina.

Al cabo de únicamente cinco semanas, la que otrora fuera una jaca de primera no era ya más que un despojo humano. No solo no tenía un solo diente, sino que Roberto la había cebado, literalmente, como una gorrina. La obligaba a comer y comer hasta la náusea todo tipo de bollería industrial, grasas y demás productos de engorde. Solo le faltaba darle pienso directamente. Basta decir que en ese lapso engordó nada menos que 18 kilos, una barbaridad para una mujer de constitución delgada que nunca había pasado de los 50 kilos. Ahora, pues, Cristina tenía las caderas anchas, la celulitis y la grasa se agolpaban en sus anteriormente increíbles nalgas, tenía barriga -la obligaba a beber una gran cantidad de cerveza- y, encima, el cabrón del brasileño le ordenaba vertirse con la misma ropa de antes -apenas cabía en los leggins y poco más-, humillándola con todo tipo de comentarios vejatorios cuando la pobre no era capaz, ni bajo amenaza de sodomía, de embutirse en uno de sus vaqueros.

Pero lo anterior no es más que una muestra, un aperitivo de lo que Roberto era capaz de hacer con un ser humano. Al no recibir permiso para quemarle el coño, logró que le tramitasen uno para extirparle el clítoris. Tampoco, como es obvio, le permitieron arrojarle ácido en el rostro, pero entonces le rapó el pelo al cero y le prohibió que se hiciese la cera en el bigote. Cristina era un cuadro, nadie podría reconocerla con aquellas caderas celulíticas, aquel pelo al cero, aquel mostacho en una boca sin dientes. Además, de puro estrés, le habían caído diez años encima de golpe, en forma de arrugas y patas de gallo. La última vez que la vi, Roberto me ofreció otras doce cubanas de la tricéfala si tenía estómago suficiente para follarme a Cris a la vez que besaba aquella boca desdentada suya. Ni que decir tiene que rechacé la oferta.

Como digo, aquel día fue la última vez que la vi. La semana siguiente Cristina no acudió al club, y no tardamos en saber que había acabado con su vida, víctima de su propia superficialidad, que Roberto había empleado vilmente en su contra. Una mujer como Cristina, toda la vida acostumbrada a acaparar miradas, a seducir, a verse hermosa ante el espejo, podía soportar estar en un club donde se la comprase por cientos de miles de euros y ser deseada, ultrajada y sometida merced a su hermoso cuerpo; pero no podría resistir -y Roberto lo sabía- el verse convertida en un monstruo de por vida.

Los comisionados se reunieron y estudiaron el caso, e incluso yo, que había asistido a mil y una perrerías, fui llamado como testigo. Pero no encontraron nada incriminatorio; Roberto se había encargado de solicitar todos y cada uno de los permisos pertinentes para aquello que se saliese de las prácticas ya habitualmente aceptadas en el club. De cualquier modo, lo cierto era que se había convertido en una figura incómoda: muchos -yo el primero- lo temían, otros le tenían asco y los comisionados querrían librarse de él a toda costa. Pero necesitaban una excusa. En el club los estatutos son férreos, y no podían crear el precedente de expulsar a Roberto por las buenas, tras haber aprobado de manera directa o indirecta todas y cada una de las acciones que este había tomado contra Cristina. Por otra parte, el suicidio no salió en prensa y ni siquiera fue investigado. Era de lo más normal: una mujer soltera que, por algún motivo, se había ido echando a perder hasta que una mala noche se toma una caja de pastillas en su apartamento. Tan solo el tema de la dentadura pudo llamar la atención de las autoridades, pero aparentemente no fue así. En este sentido, el club tampoco se sentía bajo sospecha -con el asunto de Lupe sí se había formado un cierto revuelo-, por lo que tampoco ahí existía una razón de peso para actuar de otro modo. Pero sí, el brasileño era una china en el zapato de los comisionados y yo lo notaba. De hecho, en los múltiples interrogatorios a los que me sometieron, de algún modo yo percibía cómo se esperaba de mí algún, digamos, "adorno" de la realidad, algo que lo incriminase de manera clara y que, parecía evidente, no investigarían muy a fondo. Pero entre el pánico a ganarme a Roberto de nuevo como enemigo -¡Dios sabe qué podría llegar a hacerme si caía en sus redes por falso testimonio!-, y el que los comisionados no fuesen del todo claros conmigo ofreciéndome protección, no acabé por decidirme a decir nada más que la verdad.

Quien no debió razonar igual -o a ella tal vez sí se le ofreció un trato- fue la tricéfala, que declaró en solitario y sin más testigos que los comisionados, justo una semana antes de que Roberto fuese advertido de una posible expulsión y se desatase, de la manera más imprevista -incluso tratándose del brasileño-, una tempestad que por poco no se lleva al club y a todos nosotros, los socios, por delante.

Entre medias, el muy cabrón se salió con la suya -sinceramente, me tenía aterrorizado-, y consiguió que le dejase taladrar a Mery a cambio de gozar de Leyre a mi antojo -meadas en las tetas incluidas, estaba claro que el muy perro lo sabía- durante un par de semanas. Cedí, más por miedo que por gusto, y dejé que me convenciera de que, tras tunelarla, la tendría si cabe más mansita, sumisa y complaciente, además, de que para mí sería un gustazo poder ver su ojete bien abierto -en esto último no se equivocaba-. Así las cosas, le cedí a Mery, mi diosa entangada, que se fue hecha un mar de lágrimas, durante apenas tres horas y cuando me la devolvió me cabía el puño en su ojete: sin exagerar. Mery necesitó reposo estricto y no pude volver a follarme su culo durante semanas; es más, en vista de los hechos que acaecieron justo después, estuve a punto de no volver a catarlo en mi vida.

Gracias por leerme. Os informo de que esta saga terminará en el capítulo XXX. Tengo en mente otros proyectos, y el tiempo no da para todo (apenas si da para este). Os agradezco el apoyo y espero no decepcionaros con lo que viene, que serán emociones fuertes. En todo caso, tampoco descarto algún spin-off sobre Chus o alguna de las otras puercas, por lo que el relato puede continuar en un futuro de otra manera y en otro formato (admito sugerencias).

Si antes de terminar la saga alguien tiene alguna fantasía que le gustaría leer cumplida en el seno del Club, que hable ahora, pues es probable que me nutra de alguna de vuestras peticiones en agradecimiento a vuestro seguimiento -de hecho, ya lo he hecho alguna que otra vez.