El club XXIX
El final se acerca...
-¡Chus! -Grité a voz en cuello-. ¡Chuuuuuuuuus!
Leyre torció el gesto y me ayudó a incorporarme de nuevo. Era obvio que algo no iba bien, que muchas cosas no iban como debieran. A nuestro alrededor había sangre en abundancia -demasiada para provenir únicamente de mi maltrecho ojete-, pero ni rastro del brasileño o sus secuaces.
-Juan, la agarraron entre tres y...
-¡Leyre! ¡Joder! ¡Dime dónde está! -la zarandeé por los hombros, desesperado, sin ni siquiera fijarme en el hiptónico balanceo de sus tetas.
-No sé dónde está, pero no le auguro nada bueno. Hablaban de quemarle la cara con ácido.
Al oír aquello, recordé la instrucción que les había dado Roberto. Aquel "desfiguradla" retumbaba en las paredes de mi encéfalo, pero lejos de perder de nuevo el sentido, logré incorporarme y correr hacia la puerta. Allí, uno de los socios me advirtió, mientras él mismo huía a la carrera:
-¡Lárgate, Juan! ¡Hay que irse, la policía está en el edificio! ¡Van a trincarnos a todos!
Sin tiempo a asimilar del todo lo que estaba ocurriendo, y con un dolor en el recto que apenas me permitía caminar, me volví hacia la tricéfala y le supliqué con la mirada. Ella pareció entender.
-Está bien, Juan. Vete, iré a ver si localizo a Chus.
-Entiéndeme, Leyre -le dije entre lágrimas-, nos van a detener a todos... y con razón. A vosotras lo que harán será liberaros de esta pesadilla.
-No te preocupes, déjalo estar. Sé que estoy en deuda contigo y ya te dije que soy una mujer de palabra. Si Chus vive, haré lo que sea para que la atienda un médico lo antes posible.
Se lo agradecí sinceramente. Sin darme cuenta de lo que hacía, la abracé. De repente tomé consciencia de lo que estaba haciendo. Estaba abrazando a una mujer, tal vez por primera vez en años, y sin lugar a dudas por vez primera desde que pertenecía al club. Había montado a muchas, las había sometido, vejado y denigrado; me había corrido en sus caras y las había enculado, sí, pero no las había abrazado. No al menos de esa manera. En alguna ocasión sí había abrazado a Chus, pero más como un ritual postcoito que por verdadero afecto; más como agradecimiento por ser tan puta y tan sumisa, que por sosegar mi alma fundiéndonos en un abrazo casi fraternal como este que le estaba dando a Leyre, cuyas tetas, por otra parte, hacían realmente difícil rodearla entre mis brazos.
A continuación, eché a correr. En fin, más bien parecía uno de esos corredores olímpicos de marcha, pues apenas podía desplazarme a cierta velocidad sin que mi postura corporal resultase tan cómica como denigrante. Gané como pude las escaleras, pues meterse en un ascensor sería un suicidio, y siguiendo a la desbandada de socios que huían de las fuerzas policiales que tomaban el edificio y que continuamente reclamaban refuerzos por sus walkis, al fin llegué a la primera planta, donde hube de esconderme entre unas cajas de la parte trasera del vestíbulo -una especie de almacén con una puerta trasera en la que no reparé-, mientras veía llegar más y más efectivos policiales. Algunas de las putas, aturdidas, también intentaban escapar. Esto se le antojaba sospechoso a los policías que, en muchos casos, las reducían y esposaban. Pude ver como uno de ellos, incluso, al reconocer a la presentadora buenorra, mientras la esposaba, aprovechaba para magrearle las tetas a conciencia. Otras hembras simplemente se sentaban a esperar ser detenidas, y precisamente a ellas las trataban como víctimas, les daban unas palabras de ánimo y las dejaban a solas otro rato, hasta que otro policía les preguntaba si necesitaban algo y les pedían calma, paciencia hasta que llegasen las ambulancias.
Mientras veía todo aquello, desde atrás llegó un agente y, sin tener apenas tiempo para reaccionar, me pateó el costado y me lanzó de bruces contra el suelo. Restregó mi cara contra la moqueta, mientras me retorcía las muñecas para ponerme las esposas; obviamente, no trataba de ser delicado. Todo se ha terminado, recuerdo que pensé, y lo pensé casi con alivio. Ahora tocaría ir a comisaría, al calabozo, a juicio, y... ahorcarse en una celda para no ser la putita de la penitenciaría. Si a los violadores se les trataba como a meras furcias, ¿qué no harían con nosotros?
Pero ese policía me entregó a otro, y el segundo a un tercero, que me agrupó con un par de socios y tres fulanas -todos esposados como yo- en un cuarto de la entreplanta desde donde se veía el corredor. Imagino que necesitaban que siguiesen llegando los refuerzos. Una de las puercas retenidas conmigo era Mery, pero no me di cuenta hasta pasados unos instantes. La diosa entangada llevaba un tanga de vértigo, uno que estrenara la semana anterior a ser tunelada por Roberto, pero ni siquiera se me puso la polla dura. La miré y me sostuvo la mirada, e incluso me increpó:
-Ahora vas a pasar por lo que pasamos nosotras, cerdo. -Me dijo en tono altivo aquella mocosa que había sido de mi absoluta propiedad.
-Te veo tan esposada como a mí -le respondí, herido en mi orgullo.
-Lo estoy porque uno de esos cerdos me empezó a magrear el culo y me revolví, pero no tardarán en soltarme. Evidentemente, nosostras no hemos cometido ningún crimen. ¡Somos las víctimas, joder!
Tenía razón, aunque me costó guardar silencio. Le dije que ya se vería, que el club tenía mucho poder y que no descartase verse regalando el ojete en menos de lo que canta un gallo, de regreso en su vida de puta particular. Nos enganchamos en una refriega y hasta se vino contra mí, esposada como estaba, en una imagen dantesca.
-En todo caso, Mery -le recordé con toda la sangre fría y crueldad de que pude hacer acopio-, estos meses de tragar semen y recibir pollas por el culo no creo que se te olviden fácilmente. Seguro que ahora -apuntillé como colofón a mi discurso misógino- cuando vayas a la playa te cuidarás de no ir en tanga.
Se echó a llorar y yo me sentí como una auténtica mierda. ¿En qué diablos me había convertido? Tenía merecido todo lo que me iba a pasar. Había querido enriquecerme a base de tratar con mujeres reales, normales, de carne y hueso. Personas como mi madre o mi hermana, seres humanos que sufrían por mi culpa las peores vejaciones y algunas, incluso, cosas peores como la pobre Lupe. Enriquecerme y desquitarme, incluso más bien lo segundo, de todas aquellas guarras que me habían puesto la picha dura en el instituto, en la discoteca, en la playa, en el trabajo, pero que jamás se fijarían en un tío como yo, al que solo le quedaba matarse a pajas.
Y en esas andaba, castigándome, cuando la vi aparecer a ella. Iba acompañada de dos policías, pero no esposada. Su rostro -fue lo primero en que me fijé- no tenía marca alguna, y mucho menos estaba desfigurado por una buena dosis ácido, y sus tetas, que estaban al aire, tampoco habían sufrido daño alguno.
-¡Chus! -grité- ¡Chuuuuus!
Ella se volvió hacia mí y echó a correr en nuestra dirección. Los policías trataron de retenerla, pero ella se arrojó a mis brazos.
-¡Soltadlo! -les dijo-, ¡Es mi marido! ¡Lo prostituían también a él, en la zona de los homosexuales!
La duda asomó en el rostro de los agentes, más si cabe cuando Mery intervino para decir que todo aquello era mentira, que yo había sido su dueño y el de Chus. Pero mi fiel tetona llevaba las de ganar.
-¡Comprobadlo! -les dijo- ¡Mirad cómo tiene el culo, necesita atención médica urgente! -me di la vuelta, humillado, y mostré mi culo a aquellos hombres- Esa niñata es la hija de uno de los cabecillas, por eso carga contra mi esposo. ¿Cómo iba a defenderlo si fuese mi dueño? ¡Es mi marido!
Chus lloraba, convincente pues lo hacía de veras, y aquellos agentes la creyeron. No me soltaron de inmediato, pues no tenían ellos la llave de mis esposas, pero me permitieron irme así, esposado como estaba, con Chus hacia una de las ambulancias que nos esperaban a la salida. Una vez fuera, y tras explicar de nuevo la historia a otro par de policías que querían retenerme al verme esposado, nos subimos al fin a la ambulancia. Allí los sanitarios nos dieron un calmante para los nervios, algo que yo no me tragué por miedo a que me aturdiese, pues necesitaba estar más lúcido que nunca.
Llegamos al hospital y nos dejaron ante la puerta. Chus insistió en que volviesen a la sede del club, les apremió diciéndoles que muchas compañeras suyas necesitaban atención, que nosotros entraríamos por nuestro propio pie, que no necesitábamos escolta. Los convenció y, dos minutos más tarde, lográbamos que un taxista nos alejase de la zona. Al principio, en vista de nuestro aspecto -medio desnuda Chus, yo solo con los zapatos y una camisa y encima esposado-, no quiso saber nada del tema. Pero Chus se metió en el coche y se negó a bajarse del asiento del copiloto. Yo me subí atrás y el taxista amenazó con llamar a la policía. Entonces, Chus le dijo que se sentase al volante, que le tocase las tetas y que se dejase de jodernos. El hombre dudó. Entonces ella lo agarró del paquete y empezó a desabrocharle la bragueta: "llévanos a donde mi macho te indique, y mientras tanto te la iré mamando". Sobra decir que puso el contacto, metió primera y puso el pie en el acelerador.
EL ÚLTIMO CAPÍTULO TAL VEZ TARDE, NO LO SÉ, PUES AUNQUE LO TENGO PERFILADO DEBE ESTAR A LA ALTURA. ADEMÁS, SERÁ LARGO, QUIZÁ COMO TRES O CUATRO ENTREGAS JUNTAS. OS RUEGO PACIENCIA, INTENTARÉ TENERLO LISTO LO ANTES POSIBLE.
POR ÚLTIMO, OS LANZO UNA ENCUESTA DE LAS MÍAS:
¿Qué os interesaría más leer en un futuro?
A) Los diarios de un pajero -con claro contenido autobiográfico- y cómo fantasea con las mujeres que le han marcado mediante llamadas a líneas eróticas.
B) Una experiencia más dura (pero irreal, claro) sobre el emputecimiento de una joven por parte de una figura de poder.
C) No nos preguntes, sorpréndenos.
D) Otra propuesta (escribidla)
GRACIAS!