El club XXIII

Mery, princesa chupapollas, ocupa al fin su lugar.

-¡Hola, Meripuerca!

-Hola, oink, mi amo.

-¿Qué tal, gorrina, cómo estás hoy?

-Muy bien, oink, muchas gracias por, oink, preguntar.

-Caramba, al final parece que tu educación ha resultado todo un éxito.

-Sin duda alguna. He de darle las, oink, gracias por enseñarme el lugar que, oink, ocupo.

-No es nada, Meripuerca, al fin y al cabo es mi deber -me mofé-. Además, ¿no era tan difícil, verdad? Si hubieses sido más sensata podríamos habernos ahorrado pomadas y electrocuciones varias.

-Lo sé, oink, he sido una, oink, estúpida. Le ruego que me, oink, deje trabajarle el rabo como una, oink, buena cerda para que olvide los, oink, problemas que le he dado.

Se arrodilló, entangada como siempre y con solo un top sin sostén en la parte de arriba -¡cómo le marcaba las tetas!-, y empezó a deglutir mi miembro con fruición.

-Ufff, eso es, gorrina. ¡Mira que si por culpa de tu rebeldía llegas a acabar frita como la pobre Lupe! -Siguió mamando, pero pude notar cómo se le tensaban los músculos del cuello.- Aquella zorra no valía un duro, pero en tu caso habría sido una auténtica lástima, ¿no crees?

-Sí, oink, estoy... -contenía el llanto, había hecho buenas migas con Lupe durante su educación y antes de la desgracia de su amiga-, estoy agradecida de que, oink, usted me haya podido educar a tiempo y, oink, evitar así...

-Sigue mamando, que te vas a poner sensible, cerda. -Introduje mi aparato en su boca hasta los cojones, y empujé. Lo cierto es que yo mismo me había sentido muy afectado por lo de Lupe, aunque me guardaba mucho de evidenciarlo en el club y, siempre que podía, se lo recordaba a mi Meripuerca para que no olvidase que quien juega con fuego puede acabar por quemarse.

-Sluuuuurp, ñaaam, gluppp, smuaaaash.

-¡Wow! Cada día la mamas mejor.

-Gracias. Me enorgullece ser una, oink, mamona de primera y poder así, oink, satisfacer los antojos de mi macho.

-Sin duda lo haces, pero no te lo creas mucho, puerca. Ahora, si no te importa, me gustaría montarte.

A un gesto mío, de inmediato, se dio la vuelta y me ofreció sus hermosos glúteos. Aquel tanga blanco realzaba su ojete como ninguno y hacía palpitar la punta de mi rabo. La puse contra una butaca y la monté como un semental a una simple yegua. Aparté su tanga, introduje mi polla y sostuve su tanga por las gomas laterales con ambas manos, a modo de riendas. La monté, la cabalgué, la enculé, en definitiva, con vigor. Sentía, al montarla así, tal y como Tarzán habría montado a Jane, una mezcla entre poder y placer. Era como si me hallase envuelto en una membrana de depravación, una membrana en la que la ley eran mis deseos y mi Meripuerca solo un modo de saciarme; una membrana cargada de un aroma a semen y culpabilidades presentidas que viciaba el aire; una membrana, en todo caso, de placer, poder y morbo a partes iguales: la santísima trinidad de la cerdería era aquella jodida membrana.

Pero no quiero ponerme pedante. Quiero ir al grano, nada más que eso, y contaros cómo la monté, cómo la sometí (Mery era la sometida; Chus, la sumisa. Nótese la diferencia), cómo le enterré una y mil veces mi rabo hasta los cojones en aquella tubería universitaria de apenas diecinueve primaveras. La embestí, me la follé, la jodí bien jodida hasta que, como siempre, llegó el momento culminante y el ritual se repitió una vez más. Primero, retiré mi rabo de su entangado ojete; después, ella se arrodilló ante mí, presta a recibir mi leche; luego de lefarla me limpié la polla en su cabello, le pasé la punta del capullo por debajo de su nariz de cerda, me lo ordeñé y no tardó apenas un segundo en succionar los últimos restos de mi semen. ¿Lo demás? El escupitajo en la cara que debía recibir sonriente, la meada en la boca y el patearle el trasero enviándola a las duchas, hecha un despojo, increpándola por atreverse a estar en mi presencia hecha una piltrafa, con aquella mezcla de fluidos recorriéndole el cuerpo, manchando su bello rostro, enmarañando sus cabellos de peluquería.

La vida de aquella puerca había cambiado, sí, ahora sabía quién era el macho y quien... la princesa chupapollas. Había restituido el orden, cual hombre de las cavernas, y ahora ninguna mocosa presumida me iba a calentar la polla en su beneficio. La suerte de Cris no era mucho mejor, aunque me cuidaba de electrocutarla (ahora ya no podría, pues el club había prohibido aquellas prácticas tras lo de Lupe), pues sopesaba muy seriamente venderla para comprarme un dúplex en las afueras. Un pisito lujoso y coqueto donde retirarme con Chus cuando ella cumpliese su tiempo de estancia en el club.