El club XII

Nueva entrega de las aventuras de Juan. Imprescindible ponerse en antecedentes con los anteriores.

Faltaba una semana para el torneo y yo albergaba esperanzas de que Paula pudiese lograr algo en paja o incluso en anal. En mamada, con la competencia que había, estaba difícil posicionarse entre las mejores por el momento, pese a sus buenas dotes, y tetas apenas si tenía. De la niñata de Lupe mejor ni hablar. La puse a tomar por el culo con un par de no-propietarios a ver si así espabilaba, pero tenía poca madera. No había sido mi mejor adquisición, eso estaba claro.

El torneo se disputaría en un caserón de las afueras, una de las sedes externas del club más habituales para este tipo de eventos y yo, la verdad, no veía la hora de que empezase. Pero, a falta de solamente dos días, se habría de producir un nuevo giro de los acontecimientos.

Debería empezar por decir que el club me sancionó. Fui sancionado duramente por vociferar como un energúmeno cuando Roberto había amenazado. Aunque tuvieron en consideración los atenuantes, se mostraron implacables y me impusieron una multa de 25 mil euros. 25 mil euros que no tenía o, mejor dicho, que no habría tenido de no ser porque la indemnización de Roberto –quien también fue multado por alterar el orden del club-, proporcional a su estatus económico y a su falta, ascendía nada menos que 120 mil pavos. Yo no podía creerlo e iba por el club como en una nube. 120 mil, pensaba, 120 mil euracos así, caídos del cielo. Vale, me quedarían únicamente 95 mil tras abonar la multa pero, ¡qué cojones!, aquello era un pastón. En el club a veces se perdía la noción del dinero, pero yo trataba de tenerla siempre presente: ¡iban a indemnizarme con mi sueldo de casi cuatro años enteros!

La cosa no acababa ahí, pues esa misma tarde yo recibiría a Leyre y pasaría con ella la noche, en cobro de la transacción que había quedado interrumpida tras la venta de Chus, y al día siguiente Blanca, una de las mamonas de mayor prestigio, me la chuparía para dejar aquel traspaso oficialmente finiquitado. En esos dos días daría descanso a mis putas, ¿quién las necesitaba teniendo a las de Roberto? Que se vayan a casa a ver vídeos porno y practicar con un consolador para el torneo, pensé, y así acumulo sus días para después del torneo, que seguro que estoy cachondo perdido después de un fin de semana viendo a las mejores hembras del club hacer todo a los maromos de los jueces.

Faltaba también, por supuesto, el plato fuerte de las humillaciones que recibirían aquellos dos desgraciados que habían querido joderme la vida. ¡Cómo habría cambiado mi situación si me hallase ahora con el culo destrozado, humillado por un sodomita, con una deuda con el club y viendo cómo Paula iba a ser ultrajada! Pero no, no había ocurrido nada de eso y, aunque había que aprender de los errores e ir con mucho tino de ahora en adelante, pues tenía un par de enemigos declarados y probablemente alguno más en la sombra, era momento de disfrutar del éxito. Tenía dos putas propias, dos ajenas prestas para ofrecerme favores sexuales de importante magnitud y a mis enemigos bien jodidos, nunca mejor dicho en el caso de Hugo. ¿Qué más podía pedir? Pues a Chus.

Podía pedir a Chus, sí, puesto que tenía derecho a humillar a una de las hembras de Roberto y, en vista de que Leyre y Blanca ya iban a ser mías, había decidido desquitarme por completo ultrajando a Chus. Las humillaciones a hembras ajenas no eran libres, estaban consideradas como tales la mamada, la cubana, el anal, el facial, la meada… pero, por ejemplo, el coño no podía usarse. Según la tradición, la mayor humillación consistía –algo que yo no entendía del todo- en sodomizar a la hembra ajena y después correrse en su espalda. Aquel gesto era no solo una humillación a su dueño, sino incluso un desafío. Era lo más parecido a eyacularle a él directamente en la cara. En fin, le viese yo la lógica o no, el caso es que me venía al pelo. El maltrecho ojete de Chus había colmado mis más recientes fantasías y, por otra parte, ya me había corrido muchas veces en su cara por lo que, si para humillar al jodido brasileño ahora tocaba hacerlo en la espalda, adelante.

Pero vayamos por partes. Lo primero, siguiendo un orden estrictamente cronológico, es decir que volví a follarme hasta tres veces las colosales tetas de la Leyre quien, según me parecía, era sincera al asegurarme que nada había tenido que ver con la trama de Hugo.

-Puede que hayas sospechado al ver que te incitaba a regármelas, pero te juro que no pensaba en nada que no fuese ser tu puta ideal para que en un futuro me comprases.

-No te preocupes, Leyre –le respondí-. Te creo. Con estas dos –se las amasé-, tonta serías si pensases que necesitabas tenderme una trampa para que empezase a ahorrar para comprarte.

Muy complacida ante mi insinuación de una posible compra de cara al futuro, se arrodillo y la muy puta me regaló la mejor de las mamadas que me han hecho hasta la fecha. Me la mamó suave y lentamente, repasando mi tronco y mi glande con devoción, y me hizo correrme únicamente usando su lengua. Aquella zorra me ordeñó a lametones, desde la base hasta el capullo, pelando mi polla al máximo hasta tensar al límite mi frenillo, para jugar una y otra vez con su lengua también sobre él. Oleadas de un placer eléctrico recorrían mis extremidades, un placer que manaba de mi miembro y del espléndido trabajo que Leyre estaba haciendo con su lengua. El éxtasis se prolongó durante un tiempo para mí indefinible, hasta que me corrí presa de unos súbitos e indescriptiblemente placenteros espasmos y le entregué hasta la última gota de mi semen. Luego, cómo no, hizo uso de su espléndida boca de mamona para repasar mi miembro y limpiarlo de todo resto de esperma. Las piernas me flaqueaban, hasta el punto de tener que sentarme –había recibido aquel mamadón de pie- para no perder el equilibrio. Poco después, cuando apenas me recuperaba, tocó hacer uso de sus tetas.

Cuando Leyre te la machacaba con las tetas, te llevaba al cielo y te mostraba su poder. Te hacía sentir que tu polla nunca estaría a la altura de tales ubres, pero a la vez uno se sentía poderoso precisamente por eso, por tener a semejante superdotada trabajándole el miembro precisamente con aquel par de descomunales melones. Además, la muy puerca no parecía sentirse para nada humillada por las cerdadas que yo, excitado a más no poder, le soltaba. Es más, se diría que había un destello de orgullo “profesional” en su mirada; cuanto más excitado me veía, cuantas más barbaridades le espetaba, más se afanaba en llevarme a cotas ilimitadas de placer. Cuando vio que iba a correrme, volteó las tornas y fue ella quien osó tomar el mando:

-Ahora vas a correrte en mi tetas, cabrón –me dijo, clavándome la mirada.

-¡Siiiií, joderrrr! –yo me la machacaba ahora con la mano para regarle los pezones.

-Venga, hijo de puta, que no caiga una sola gota fuera –me agarraba los cojones con firmeza pero sin hacerme daño-, ¡no será por espacio!

Alentado por el tono que había adoptado aquella guarra, me corrí en sus tetas como un poseso. ¡Parecía que no acababa de correrme ya otra vez, apenas un cuarto de hora atrás! Al terminar, ella se repasó las tetas con la lengua, como ya hiciera en nuestro primer encuentro, para después apretarme el capullo, extraer los últimos restos de semen con la boca y besarme en la punta de la polla sonriente.

-¡Gracias, Leyre! –solté, de manera improvisada.

-No hay de qué. Hoy soy tu puta, ¿recuerdas?

Sí, lo era. Era mi puta y sabía perfectamente qué registro manejar en cada momento para darme el máximo placer. En fin, ojalá pudiese comprarla algún día, pero resultaría imposible siendo de quien era, y no solo por su precio.

Al día siguiente, la mamada de Blanca no fue ni mucho menos una decepción, pero no estaba a la altura en que la poderosa Leyre había dejado el listón. Blanca, la estudiante de Medicina más mamona del campus, la comía de vicio y se la tragaba sin apenas despeinarse, pero no le alegraba a uno las vistas con las generosas peracas de su compañera de dueño. Y todo esto sin menospreciar sus tetas, que estaban también bastante bien. Me corrí en su cara y le pasé el miembro embadurnado en lefa por el rostro; luego me limpié la punta del capullo en su pelo, algo que había visto hacer a Roberto con sus jacas en más de una ocasión. Aquella mamada había sido de campeonato, sí, pero yo seguía pensando en Leyre y, he de reconocerlo, un poco también en Cris, a quien me unía ahora un irreconciliable sentimiento de deseo-odio que a saber cómo terminaría. En las últimas fechas hasta me había planteado hacerle una oferta de trueque a Fidel, quien me había alabado en más de una ocasión a Paula. Quizá si se la ofrecía y a mayores ponía los 95 mil encima de la mesa… No, seguramente no aceptaría. Además, quizá Paula L. valiese incluso más que ella. No debía precipitarme solo porque esa guarra me enloquecía cada vez que me llamaba cerdo con su voz aguda de mujer florero.

Llegó también el momento del desquite, la hora en que Hugo purgaría sus pecados a golpe de polla. Yo nunca había sido una persona vengativa, ni siquiera rencorosa. Prefería siempre echar tierra a un asunto en el que salía perjudicado, pero ahora aquello era distinto. Habían querido que Roberto me violase, y los responsables debían pagar cada uno a su manera.

Cuando aquel negro –casi tan dotado como Roberto- la sacó del ojete de Hugo, un hilillo rojo descendió hasta ensuciar la carísima moqueta. Mi mentor cayó desplomado, no sé bien si desfallecido tras ser enculado como una vulgar prostituta o impresionado tras contemplar su propia sangre. A diferencia de aquello que había sentido cuando Roberto montaba  a Chus y la estrenaba, la visión de ese negro reventando a mi antiguo amigo no me había resultado nada agradable, y mucho menos estimulante. Sentía una tibia compasión, pero no podía olvidar que ese, si de él dependiese, habría sido yo.

Renuncié a usar a Lara y, como solía hacerse en estos casos, me limité a escupirle en la cara, haciendo saber de ese modo que rehusaba a mis derechos sobre ella. Era una forma de decirle a Hugo que su hembra, la cual me había vetado cuando yo era un novato no-propietario, no valía un céntimo. Reservaba así mis energías para Chus, a quien ya me traían dos comisionados con el mismo conjunto negro de días atrás, dispuesta para ser enculada y recibir mediante su cuerpo el mayor ultraje que uno podía infligirle a otro miembro del club sin llegar a tocarle a él un pelo.

Todo estaba ocurriendo muy deprisa. Acababan de llevarse a Hugo a la enfermería, y todavía lo veía alejarse con aquel tanga mal puesto, cual vulgar prostituta, cuando me trajeron a Chus y me la ofrecieron. Su mirada era un poema.

GRACIAS POR LEERME.