El club III

Juan se plantea pedir un crédito para comprar su primera hembra.

La mamada, y posterior lefada, de Cristina me había dejado marcado. Aquella mujer me había pertenecido durante unos minutos, aunque en este caso no fuese mía en rigor, sino merced a la buena disposición de Fidel, su afortunado dueño. En los siguientes días pensé mucho en aquello, en lo que supondría ser dueño -joder, sí, dueño- de una mujer así. Una hembra que no podría negarse a nada que le pidiese las dos veces por semana que pisase el club, una hembra que no podría poner siquiera mala cara si me corría en su rostro, la enculaba, la insultaba o cualquier otra cosa que se me ocurriese pues me pertenecería, y bien podría yo decidir que la enculasen veinte hombres uno tras otro, veinte salidos del club sin hembra propia, si ella desobedecía. Poseer así a una mujer, y más a una mujer atractiva como allí todas lo eran, debía ser, sencillamente, una experiencia única en la vida.

Y así fue como empecé a interesarme por los precios que se manejaban en las subastas del club. Precios que me asustaron ya de inicio. Cristina, por ejemplo, había costado 435.000 euros y, ahora que se había revelado como una gran felatriz -no olvidemos que a las hembras se las subastaba sin que nadie las estrenase, por lo que era difícil, en muchas ocasiones, acertar a saber si la susodicha sería realmente buena en las artes sexuales-, ahora no bajaría de los 700 u 800.000, habida cuenta del tiempo que todavía le quedaba por delante en el club. Rocío, la rubia tetona, había ascendido a los dos millones. Y no era la hembra más cara. Había hasta tres socios que en su día desembolsaron más de tres kilos por sus hembras.

Por supuesto, existía la posibilidad de ir a las rebajas, es decir, hacerse con una jaca a la que le quedasen pocos meses en el club. Esta opción era mucho más económica, pero poco recomendable para novatos sin hembra, pues las mujeres, además de dar placer sexual a su macho, habrían de considerarse bienes de inversión. Difícilmente una mujer con un par de meses por delante subiría de valor -de hecho, ni siquiera lo mantendría al cabo de pocas semanas-, e hipotecarse para después quedarse sin hembra y con la deuda no parecía la mejor opción. Además, conseguir un segundo crédito para alguien de una economía media como la mía sería impensable. El golpe sería pujar por una recién llegada y que, a fuerza de exhibir sus dotes y de que estas fuesen realmente satisfactorias, su valía subiese como la espuma. Luego sería cuestión de venderla y con el dinero invertir en un par más. Con el tiempo quizá llegase a tener mi propio harén de hembras portentosas como el tal Fidel y tantos otros. Otra opción interesante sería la de invertir en una mujer que llevase poco en el club y estuviese decepcionando a su dueño. Si lograse comprar una hembra así y convertirla en una verdadera guarra adicta a dar placer, si llegase a ella, si lograse hacerle ver que ambos ganaríamos mucho si se comportase así unos meses para promocionar y ser adquirida por un hombre que tuviese muchas como ella e incluso mejores y la dejase en paz, en lugar de tener que hacerme de todo a mí y a mis amiguetes cada maldita hora que pasase allí, si lo lograse, también podría ser un gran golpe, una jugada maestra.

Inmediatamente pensé en Chus, la profesora tetona de mi sobrina. Supe que había sido relativamente cara, pues tenía tetas de diosa y es muy guapa, pero ya pasaba los 40 y no tenía ni mucho menos el mejor culo del club, costando casi 200.000 euros a un tipejo que, decían, estaba dispuesto a venderla por un 20 o 25 por ciento menos. Chus era una gran opción, pues creía poder moldearla, pues era una mujer de carácter pero sin duda muy inteligente, y tenía todavía 30 meses de club en el horizonte. No obstante, me preocupaba invertir en ella cegado por el morbo que me daba ya de antes, al conocerla de fuera. Tenía que tener cuidado de no meter la pata, pues me jugaba demasiado. En mi situación -trabajo estable, pero sin un sueldo desorbitado-, me informaron de que podría obtener sin dificultad un crédito de hasta 300.000, pero debía recordar que eran créditos a 25 años. Si la muy puta no se revalorizaba, estaría más que jodido, pagándola durante todavía muchos años después de que ella abandonase el club. Muchos, como pude saber, se habían empeñado así, y ahora no iban por el club más que a tratar de renegociar su deuda para no perder sus casas y otros bienes.

El caso es que Chus parecía una opción tan arriesgada como atractiva, pero había muchas otras. Una tal Leyre, una tetona de escándalo pero con algún kilo de más -¿sería sencillo que adelgazase o era algo genético?-, iba a ser subastada en la semana en que, finalmente, firmé mi hipoteca en el club para disponer de 250 mil euros. Esa Leyre, de veintiocho años y bastante guapa de cara, podía revalorizarse pronto si resultaba que, además de tener una 110 de tetas, la mamaba de escándalo o si, sobre todo, podía adelgazar y mantener esas enormes castañas.

Lo pensé hasta el domingo, y al fin me decidí a pujar por ella. Podría hacerlo hasta algo menos de los 250, pues con la puja va incluido un seguro de la hembra a todo riesgo -fuga, suicidio, accidente dentro o fuera del club- que suponía un 10 por ciento extra sobre el importe de la misma. Estaba resuelto a olvidarme de las tetas de Chus y hacerme con las de esta joven, pero no iba a resultar tan sencillo como pensaba.

Llegó el domingo y a Leyre la presentaron con una blusa escotada donde sus tetas, enormes como cabezas, desafiaban a la gravedad. La gente pareció muy interesada en la puja desde el principio y, ya en la quinta puja, mi montante había sido rebasado. La puta de la Leyre fue adquirida por Roberto, un cabronazo brasileño podrido de pasta y con un rabo enorme, famoso por destrozar culos por el mero disfrute de ver cómo luego sus hembras no eran capaces de sentarse en semanas, quien la compró por la friolera de 645.000, a pesar de esos mencionados kilos de más. Nada más ganar la subasta, puso a Leyre a tomar por el culo delante de todos los asistentes y, pese a que era evidente que aquella mujer había recibido sexo anal en muchas ocasiones, acabó con el culo literalmente roto. Aquel salvaje se la follo por el ojete mientras la humillaba verbalmente de una y mil maneras, y a la vez que le recordaba a la joven que ahora era suya y que tendría que recibir su aparato por detrás media docena de veces cada vez que pisase el club. «Reza, puta, porque tus cubanas y tus mamadas me vuelvan loco, o vas a estar cagando blanco los próximos tres años de tu vida». Leyre intentaba mantener la compostura, al menos todo lo que se puede mantener mientras se toma por culo en público, pero al final acabó llorando, como todas y cada una cuando Roberto las estrenaba, según pude saber. Sentí pena por Leyre, me habría gustado gozarla a ella y a sus tetas, y seguro que ella, visto lo visto, habría salido ganando.

Aquella subasta me puso en realidad: comprar una yegua que destacase por sus tetas o su culo sería una utopía. Había que hacerse con una más normalita, como Lara, la veinteañera de Hugo a quien por fin pude conocer, una jovencita guapa y de buena boca, sin duda atractiva, pero lejos de ser una Rocío o una Cris; o bien debía jugármela con Chus. Con ella, como mínimo, haría realidad una gran fantasía, pues mucho me había pajeado con ella en el pasado.

De comprar a una de esas que tienen un culo increíble y se pasean en tanga o leggins por el club delante de sus machos, por más que me la pusiesen como una piedra, ya me podía ir olvidando. Hembras como Paula, una de veintiuno a la que paseaban en unos leggins que me enloquecían, o como Mery, siempre en bikinis tanga, no estarían nunca a mi alcance. Pero Chus sí, Chus podría ser mía, podría incluso obtenerla por bastante menos del crédito que había pedido. Todo era cuestión de negociarlo con su macho, a quien sin duda le pediría que me dejase probarla antes de cerrar el trato. Sí, eso haría, exigiría que me la chupase y me hiciese una cubana. En privado. Lejos de miradas curiosas. Y, cuando estuviese arrodillada con mi polla en la boca, la miraría a los ojos y le diría: «esmérate bien, tetona, si quieres que pague por ti». La humillaría así tal y como ella lo hacía cada vez que iba a por mi sobrina a su escuela y se me iban los ojos para su escotazo y ella, quien sin duda sabía qué blusas usaba y el efecto que provocaban en los hombres, se cruzaba la cazadora por encima, vetando mi mirada a sus tetas y, sobre todo, amonestándome por una conducta que solo ella había provocado.

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