El cliente y el mesero (1)

Un mesero y un cliente por igual patèticos, encuentran, uno en el otro, un rayo de luz que ilumina su oscura vida.

La charola pesa demasiado, más que de costumbre. Siento que en cualquier momento puede resbalarse de mi mano y caer al piso, logrando poner los ojos de todos los clientes sobre mí, anunciándoles lo estúpido que soy. Y no es que cargue en ella más platos de lo acostumbrado o que mis brazos estén cansados por alguna actividad física previa, lo que me pesa es éste sentimiento de culpa que no me deja descansar desde que ella se fue. Éste sentimiento de culpa que amenaza con doblar mis brazos, mis piernas y mis ganas de seguir caminando sobre la Tierra.

Otro día como cualquier otro, aburrido, sin la chispa que me haga sentir realmente feliz. La mañana ha transcurrido entre llamadas de clientes y proveedores y los gritos de mi padre, que ya comienzan a molestarme.

Por más que trato de esconder en el lugar más hondo de mi corazón lo deprimido que estoy no puedo conseguir sentirme si quiera un poco mejor. Por fuera está mi sonrisa, la que tengo que poner cada vez que pregunto "¿qué va a ordenar?", aparentando que estoy feliz, pero por dentro lo único que me queda es un profundo rechazo a todo lo que signifique ser yo mismo, la vergüenza de vivir en éste mi cuerpo, en ésta mi vida, es lo que llena el vacío que existe en mi alma desde su último adiós.

A mis 29 años sigo viviendo en casa de mis padres, no por gusto, sino por obligación, por cumplir con mi deber de hijo. Mi madre murió hace no se cuantos años, no lo recuerdo con exactitud, la monotonía que caracteriza mi vida ha terminado por confundir mi mente, ya no reconozco en que día estoy, ya no encuentro diferencia entre lo que dura un minuto y lo que dura una hora. En su lecho de muerte me hizo prometerle que cuidaría de mi padre, quien está enfermo de diabetes, lo que le ha valido otro par de complicaciones físicas que lo tienen convertido en prácticamente un inválido a sus cincuentas. No pude negarme a su petición, no podía dejarla morir con la preocupación de quien cuidaría al único hombre que amó en su vida. Más por lástima que por convicción me he convertido en el enfermero particular del hombre que me dio la vida, único hecho por el cual puedo estarle agradecido. Gratitud que se queda a la mitad, porque el vivir como yo lo hago no es algo de lo que se puede estar completamente agradecido.

No hay actividad alguna en la que pueda encontrar un poco de alegría. Todas las cosas que disfrutaba hacer antes de su partida, las que me hacían sentir libre y en paz, ahora sólo me traen memorias que por más bellas que sean son un reclamo más recordándome que no tengo derecho a ser feliz, que no tengo derecho a en verdad vivir.

Toda la gente que me conoce piensa que soy casi un santo que se ha ganado el cielo al cuidar tan devotamente de su padre enfermo, pero lo que no saben es que cada vez que acudo a su llamado de auxilio, cada vez que le doy de comer o lo ayudo a bañarse, dentro de mí le ruego a Dios para que se lo lleve de este mundo. Ya no soporto más el estar atado a su cama como si yo también estuviera enfermo, atendiendo cada cosa que me pide, cosas que en ocasiones pienso no necesita y sólo pide con el afán de recordarme que soy su esclavo y mis actos dependen de su voluntad.

Pero en medio de toda esta deprimente descripción del estado en que me encuentro hay un pequeño rayo de luz que a penas y se distingue en medio de tantas y tantas nubes negras que me rodean. Ese rayo de luz es la sonrisa que me regala él cada vez que se sienta a la mesa y me acerco para tomar su orden. Y es que un gesto de amabilidad hacia mi persona, por más pequeño que éste sea, me hace sentir que mi vida no es tan patética después de todo. Me hace creer que si una persona es capaz de sonreírme no todo está perdido. Me da un poco de esperanza, la esperanza que no puedo encontrar dentro de mí, las fuerzas para no salir corriendo y saltar en el camino del primer automóvil que me encuentre.

El único respiro entre tanta desesperación llega a la hora de la comida. Desde que mi madre murió, como todos los días en una fonda cercana a mi casa. Hasta hace unos meses eso no representaba algo fuera de lo ordinario, pero todo cambió cuando contrataron a un nuevo mesero. No se cual es su nombre, lo que sí se es que es lo más cercano a un ángel. Con su cara de niño que trata de avejentar con ese bigotito, sus ojos negros, tan grandes, expresivos y misteriosos como la noche misma, su esbelta figura de brazos y piernas delgadas, y ese aire de melancolía que siempre lo acompaña hace que me olvide por un momento de la rutina abandonándome a su amabilidad y simpatía.

Son ya casi las tres de la tarde, hora en que él acostumbra venir, el momento menos desdichado de mi aburrido, monótono y deprimente día. Como siempre, me miro en el espejo para cerciorarme de que la máscara de felicidad sobre mi rostro está intacta. No quiero que él vea el más mínimo rastro de infelicidad en mí. No quiero darle un solo motivo que lo haga pensar que mi servicio es malo y no regrese más por aquí. No quiero perder los pocos minutos del día en que escapo de mi mundo color gris para entrar en un cuento de hadas, porque eso es lo que son sus bellos ojos negros.

Cuando dan las dos de la tarde tomó un baño y me visto como si fuera a una reunión importante. Me despido de mi padre y salgo de la casa con una sonrisa en la cara provocada por la alegría de verlo nuevamente. Camino rápidamente hacia la fonda y mi confusión en cuanto a la percepción del tiempo se hace presente, los minutos me parecen horas cuando se trata de llegar hasta el lugar donde trabaja, hasta la puerta que tengo que atravesar para poder encontrarme nuevamente con mi mesero.

El reloj de la iglesia a dos cuadras de la fonda ha dado la última de las campanadas y tras escucharse ésta, él ha aparecido en la puerta, impecablemente vestido, con la elegancia que lo caracteriza. Como de costumbre, viste unos pantalones azul marino y una camisa blanca que por fortuna es de una tela muy delgada y me deja ver un poco de su bien formado cuerpo. Camina hacia la mesa de la esquina derecha, sin mirar a nadie, como si se creyera superior a todos los demás seres humanos que se encuentran en el lugar. Se sienta, toma la carta y empieza a leerla como si tuviera intenciones de pedir algo nuevo. Me acerco a su mesa y como todos los días le pregunto después de darle las buenas tardes: "¿qué va a ordenar señor?". El me responde, no sin antes regalarme la sonrisa por la cual espero a diario éste momento: "un par de huevos a la mexicana y agua de horchata, por favor". Ya no tengo que escribir lo que me pide porque lo he hecho antes de que llegara, sólo le hago saber que no tardare en traerle su orden y camino hacia la cocina.

Cuando por fin entró al lugar de mis sueños mi corazón late con más fuerza de lo acostumbrado y en el estomago siento, como si fuera un adolescente, las famosas mariposas. Camino hasta la mesa de la esquina, la cual prefiero porque me permite verlo mejor cuando se encuentra en la cocina. Me siento y tomo la carta, me ayuda a verlo de reojo cuando se acerca para tomarme la orden. Como todos los días me pregunta de la forma más amable que es lo que voy a comer y no puedo evitar sonreírle, a pesar de mis intentos por disimular la emoción que me provoca verlo mi sonrisa siempre me delata. Él me devuelve el gesto, no se si por hacer bien su trabajo o porque realmente lo siente. Él sabe perfectamente la respuesta a su pregunta de que voy a ordenar, ya ni siquiera tiene que anotar nada en su libreta, simplemente se aleja prometiendo no tardar. Ese es el momento que más disfruto porque es cuando puedo mirarlo sin preocuparme de que se de cuenta de ello. Puedo observar detenidamente la forma tan peculiar de su caminado y la delgadez de su cuerpo dándome la espalda.

En el transcurso de su mesa a la cocina puedo sentir su mirada sobre mí, sobre mi espalda o quizá un poco más abajo. No me faltan ganas de voltear la cara y atraparlo con sus ojos puestos en mi cuerpo, pero como siempre no me atrevo, el no estar seguro de que esa amabilidad y esa forma de mirarme sean por algo más que cortesía me lo impide. El cocinero pone la orden en mi charola y emprendo el largo camino de regreso a su mesa, largo porque esos pocos metros me parecen eternos de lo nervioso que me pone el imaginar que puedo tirar la comida al suelo o aún peor, sobre él. Y es que aunque no me mira de frente puedo ver que observa mi imagen reflejada en el vidrio que anuncia el final del restaurante y el inicio de la calle, eso basta para que mis piernas tiemblen y los segundos que tardo en poner el plato sobre su mesa me parezcan horas.

Cuando regresa con mi comida puedo ver por el reflejo de la ventana la forma tan segura en que carga esa charola con tan frágil bracito, la manera en que su belleza se abre paso entre la poca luz que hay en el lugar. Deja los platos sobre la mesa y se vuelve a alejar, se queda en la cocina y todo el tiempo que tardo en terminar los huevos y el agua me observa desde lejos, volteando la cara cada vez que piensa que podré descubrirlo.

No se a que se deba, pero durante los veinte minutos que él pasa comiendo, nunca llega otro cliente, por lo que puedo observarlo sin preocuparme por otra cosa que no sea el que no me descubra. Esos veinte minutos puedo mirarlo y memorizar su imagen para cuando se halla marchado. Esos veinte minutos se van como agua, le llevo la cuenta, me paga, le regreso su cambio y vuelvo a quedarme tan solo como hasta antes de las tres de la tarde, esperando por la misma hora del siguiente día.

La hora más triste del día llega cuando levanto el brazo para pedirle la cuenta y minutos después él me regresa el cambio. Busco en mi cartera un billete de cincuenta pesos para dejar de propina, lo cual me parece poco por la felicidad que me provoca el que me atienda. Cada vez que lo hago pasa por mi cabeza la idea de dejarle mi tarjeta de presentación como una señal de que me gustaría ser algo más que un simple cliente, nunca me he atrevido, pero no se porque el día de hoy me siento con la valentía suficiente para hacerlo. Colocó la tarjeta debajo del billete para que nadie lo note, me levantó de la silla y salgo de la fonda con la esperanza de que entienda lo que trato de decirle y con el miedo de que haya hecho mal en dejarla y al día siguiente me reclame, o peor aún ya no se encuentre.

En cuanto él se marcha vuelvo a acercarme a su mesa. Recojo los platos sucios, limpio la mesa y levanto la generosa propina que acostumbra dejarme, pero ésta vez hay algo diferente. Debajo del billete de cincuenta pesos he encontrado una tarjeta de presentación. "Licenciado...36-23...014433…hotmail.com...", es lo que dice. La guardo entre todas las propinas del día de hoy y camino de regreso a la cocina como si no pasara nada para que la dueña no se de cuenta, no quiero que vuelva a acusarme de "coqueto" en otro de sus ataques de paranoia. Otra pareja más que atender, espero que se termine mi tuno para poder escapar a mi casa, donde no me siento mejor pero estoy sólo y no tengo que aparentar felicidad, estoy harto de actuar, por lo menos el día de hoy.

La tarde transcurre más lentamente de lo acostumbrado. Estoy ansioso de que sean las diez de la noche, hora en la que se él sale de trabajar. Ya quiero que llegue a su casa, quiero escuchar el sonido del teléfono y levantar la bocina para escuchar su dulce voz diciéndome que yo tampoco le soy del todo indiferente. Quiero decirle lo mucho que lo quiero a pesar de no conocer ni su nombre, quiero invitarlo a ser parte de mi vida y no separarnos nunca. Quiero tantas cosas.

Finalmente son las diez de la noche y puedo marcharme a casa. Me quito el mandil después de tomar las propinas y la tarjeta de él. Me despido de la dueña y salgo corriendo para alcanzar el último camión rumbo a mi casa. Tengo suerte de alcanzarlo. Viene un poco lleno y no podré sentarme, pero al menos estoy arriba.

El reloj ya marca las once de la noche, para esta hora él ya debería haber llegado a su casa, o al menos eso creo. El teléfono suena y corro a contestar. Con una alegría que se nota en el tono de mi voz digo "bueno" para luego escuchar la voz de uno de mis clientes pidiéndome que el día de mañana le mande unas facturas. Cuando cuelgo el teléfono ya me siento un poco deprimido.

Todo el camino hasta mi casa me la he pasado pensando en la dichosa tarjeta. Quisiera estar seguro de que la dejó con la intención de que yo la recogiera y le llamara, quisiera creer que las miradas y las sonrisas al final de cuentas si eran porque ve en mí algo más que un mesero, pero en estos momentos el optimismo no es algo que me acompaña. He llegado a la conclusión de que la tarjeta estaba dentro de su cartera y al sacar el billete también saco ésta, por eso cuando tomé la propina me la encontré. He borrado cualquier otra opción que no se parezca a lo que acabo de explicar. Digo, ¿por qué alguien se fijaría en mí siendo que no valgo nada? ¿Por qué una persona como él lo haría? No tiene caso hacerme ilusiones. No tiene sentido pretender que algo bueno puede pasarme a mí, el peor de los seres humanos. No quiero crear castillos en el aire que al derrumbarse terminen de darme el golpe final que me tire del borde del abismo por el que he estado caminando estos últimos meses. Abro la ventanilla, saco la tarjeta de mi bolsillo y la arrojo. En un par de segundos la he perdido de vista. Ya no hay más que pensar, aunque quisiera hacerlo, ya no puedo llamarlo. Creo que ha sido lo mejor.

Los minutos han pasado y las manecillas del reloj lentamente avanzaron hasta marcar las doce. Él no ha llamado. Mil preguntas vienen a mi cabeza. ¿Habrá visto la tarjeta que le dejé? ¿Habrá llamado cuando estaba hablando con mi cliente? ¿Le habrá sucedido algo malo de camino a su casa? No puedo responder ninguna de esas preguntas, que no son más que un intento por ocultar la verdad. Una verdad que me duele y no quiero aceptar del todo. Mi mesero con cara de niño no me ha llamado por una de dos cosas, porque no le intereso o porque no le intereso, no hay duda de eso. Subo hasta mi cuarto y me pongo mi pijama. Cierro las ventanas y me meto bajo las sábanas sintiéndome más desdichado que de costumbre. Nunca debí haber dejado esa tarjeta, nunca debí haber creído que un ser tan bello se fijaría en un fracasado que vive cuidando a su padre enfermo y no se atreve si quiera a expresar de frente sus sentimientos. Creo que ya no volveré a comer en esa fonda.