El cliente
Hola, soy Bárbara, una mujer de 50 años. A mi actual amante le conocí en mi agencia, me lo follé en el aseo
Mi nombre es Bárbara. Ya envié un relato con uno de los primeros regalos con los que me sorprendió uno de mis últimos amantes (un trío impresionante con dos negros) pero no me presenté. No pensaba que fuese necesario y, además, quería preservar cierta intimidad. Ahora, una vez aquí y una vez convertida en carne para satisfacer los deseos de quien quiera acercarse, me apetece hacerlo. Si vamos a ser confidentes, lo mejor es quitarse las máscaras.
Decir que tengo 50 años es decir casi nada pero es, sin duda, una de las cosa que más sorprende cuando conozco a alguien y mi edad sale a la luz. No es que me considere un bellezón pero es cierto que la edad ha operado milagros en mi cuerpo difíciles de pasar por alto. Mi rostro ha adquirido esa extraña sabiduría femenina que una siempre anhelaba de joven: las arrugas justas, una mayor profundidad en la mirada, un rostro más sereno y más armónico. Un rostro cuya expresión no es la de quien va ya comiéndose el mundo sino la de aquella mujer que sabe perfectamente lo que desea y cómo lo desea. Unos ojos verdes y unos labios incapaces de simular los efectos que ese mismo deseo está causando en mi cuerpo son, dicen, lo más característico al tiempo que, confieso, lo más apetecible.
Nunca en mi juventud hice deporte pero es verdad que cuando a partir de la mitad de la treintena empecé a cuidarme comprobé ciertos beneficios tonificantes en mi cuerpo que, manteniéndose o incluso subrayándose, hacen que mi cuerpo sea la envidia de no pocas mujeres y el tormento de deseo de bastantes hombres. Siempre he sido bastante resultona y nunca me han faltado admiradores. Mis 1,70 de estatura y el don de unos pechos no exageradamente grandes pero sí en su punto justo de dureza y sensualidad –amén de un escote que siempre ha quitado el hipo– siempre han sido bazas seguras con las que triunfar ahí donde me lo proponía. Pero, insisto, ha sido a través de estos últimos años cuando mi figura ha ido moldeándose hasta dar como resultado quien ahora soy: una mujer realmente deseable, con unas piernas largas y perfectamente delineadas y con un tipo afiladamente recortado contra los sueños de lujuria de cualquier hombre.
Pero quizá todo este proceso de metamorfosis de una niña mona a una dama llamada a conquistar las más altas cimas del deseo no hubiese sido el mismo sin mi forma de ser, sin esa extraña combinación de rebeldía y sumisión que anida en mi alma. Me encanta el sexo y siempre me ha gustado, pero no lo concibo sin una serie de mimos y cuidados que consigan hacer de cada encuentro una fusión de cuerpos, mentes y almas. No, no me va el sexo fácil ni el ir tachando fantasías realizadas por el simple hecho de hacerlo. Me he casado dos veces, las dos veces muy enamorada. Pero en ninguna de ellas me ha temblado el pulso para cortar por lo sano cuando he visto que la vorágine de sentimientos y emociones se ha convertido en el emplazamiento para un sexo acordado y consensuado. Necesito –siempre he necesitado– un cosquilleo interior, un saberme no solo adulada y deseada sino sobre todo mimada. Sí, puede que eso suene muy bien y que muchos hombres que puedan leer esto estén ahora ahogándose en su propio deseo. Pero la verdad es que me doy cuenta que es una exigencia difícil de cumplir y que ninguno de los hombres con los que he estado, a pesar de las ganas con las que empiezan a conquistar mi mente y mi cuerpo, logran estirar en el tiempo más que, como mucho, un par de años.
Confieso que eso me entristece, que me hace a veces dudar de mí misma y de mi forma concreta de ser mujer. Pero también me digo que estoy en mi derecho, que siempre he sido fiel tanto a mí misma como al amante con el que esté y que no hay nada malo en querer hacer que cada encuentro sexual se grabe a fuego en la memoria y en el cuerpo. Además, y esto sí que puede sumir a cualquier lector en una mórbida ensoñación, yo siempre, confieso, he estado a la altura.
Hechas las presentaciones quiero relatar cómo conocí al hombre con el que actualmente estoy. Llevamos ya juntos cuatro meses y, por el momento, se están cumpliendo todas mis expectativas.
Aquel día me levanté rara. No sé explicarlo. Dormí bien, o eso creo. No había nada en mi mente que me impidiese tener uno de esos sueños cálidos con los que reparar lo duro de la jornada de antes. Pero aún así algo me rondaba la cabeza que conseguía que mi cuerpo andase un poco nervioso. Me di una ducha, me tomé mi primer café y con la cabeza ocupada en nada me vestí. Al ir a maquillarme algo me sobresaltó: estaba especialmente sexy. ¿Alguna razón? Ninguna. ¿Fue mi cabeza la que eligió la ropa para romper el maleficio de un día extraño? Quizás. Pero la conjunción parecía mágica. He de decir que soy una mujer tremendamente femenina y que a poco que despliego alguno de mis variados encantos, una miríada de hombres no me quitan ojo de encima. Sé que me graban en su retina, los hay que incluso me desnudan con la mirada. A veces me dejo y otras no, a veces les hago de rabiar y otras les doy más de lo que necesitan. Pero viéndome yo misma en el espejo aquella mañana me pregunté dónde pensaba que iba, si a trabajar o a una cita con un hombre especialmente atractivo.
La camiseta que había elegido era trasparente, dejando insinuar (o más que insinuar) unos pechos que, aparte de ser míos, lo habían sido de otra decena de hombres que con una sabiduría superior a los diques de mi placer habían sabido llevarme a éxtasis cuasi religiosos. Tengo unos pechos muy sensibles y fue solo verme la tierna aureola de mis pezones amenazando romper la tela de la camiseta, un jugoso cosquilleo me recorrió el cuerpo. Qué le vamos a hacer, recuerdo haber pensado, si el día ha empezado así por algo será. Mientras me reía de mi misma, me aparté un poco del espejo para contemplarme.
Uffff, pensé. Aquello quizá fuese demasiado. Un pantalón vaquero ceñido y ajustado marcaba cada una de mis curvas con atención mínima a los detalles más sensuales. Sí, no había duda, era una mujer muy femenina. Me di la vuelta y mi figura cobró de repente, incluso para mí misma, una dimensión totémica. Realzada sobre unos zapatos de tacón, mi silueta se estilizaba elevando la belleza varios grados. Sí, de acuerdo, para mí era belleza, pero demasiado bien sabía que para cualquier hombre con un mínimo de sensibilidad y hombría eso era, simplemente, sexo. Mis nalgas, apretadas contra el vaquero, pedían a gritos ser acariciados. Digo acariciados, pero sinceramente no creo que fuese esa la palabra que, visto lo que sucedió, prendiese en mi mente.
Sin darle más vueltas me fui a la oficina. Se abría un día duro y no era cuestión de ir cambiando de ropa cada cinco minutos como una adolescente. Además que si yo misma había elegido esa ropa, por algo sería. Así es cómo siempre he procedido en mi vida y de momento no me puedo quejar. De camino al trabajo mi mirada se fue varias veces a mi propio cuerpo y por el espejo retrovisor contemplaba esos ojos que tanto misterio despiertan en los hombres. Sí, tenía su puntito de magnetismo, sin duda. Los abrí dejando que mi misma imagen se reflejase en mis pupilas. Me pasé la lengua por los labios y me los mordí suavemente mientras una de mis manos se desasió del volante y se hundió en mi entrepierna. Dios mío, ¡estaba caliente! Yo misma me había dejado envolver por las sensaciones de mi cuerpo y ahora un canal se había abierto en mi sensibilidad. Aproveché un semáforo en rojo para deslizar la mano a través de mi sexo y notar que estaba húmedo, muy húmedo.
No dejándome pasar una a mi misma me concentré en la conducción. Todo parecía ir bien hasta que al llegar a la oficina abrí las citas del día. No me lo podía creer. Allí estaba él, Javier, citado a las doce de la mañana. No sin atemperar mi preocupación me sonreí: al final volvía a tener razón y mi inconsciente había hecho lo que había que hacer, jugarme una mala pasada. Mentiría si ahora digo que el hombre no me atrajese, que su sonrisa no la hubiese yo recortado y pegado a mi memoria y que, incluso, su sola imagen no me hubiese bastado para en momentos de femenina intimidad llegar a lo más hondo de mi ser mientras imaginaba como me desnudaba y hacía el amor. Pero eso son cosas, lo sé yo y lo sabemos todos, que solo pasan en las profundidades de nuestro deseo. El hecho de que ese mismo día fuese a venir a la oficina era algo real, y el hecho también de que andaba yo un poco excitada era todavía más real. Como terminarían por conjugarse todas esas aristas de la realidad era algo que el tiempo, apenas tres horas para que Javier entrase por la puerta, decidiría.
Vino por primera vez hará unos dos meses, buscando un viaje a Buenos Aires con su novia. Ya entonces se fijó en mí y, sin duda, yo en él. Pero de ahí no pasó. Suele ser común que a lo largo de un día varios hombres se fijen en mí de manera un poco insistente y que yo, al mismo tiempo, me fije en alguno de ellos. Puede ser por cualquier tontería: unas manos bonitas, unos zapatos muy elegantes, una caballerosidad inesperada. No conlleva, al menos para mí, ningún acento sexual de manera necesaria. Volvieron a la semana y ya entonces recuerdo que sus miradas empezaron a soliviantarme. Lo suelo ver como un gesto de grosería, eso de que se te queden mirando el escote como si no hubiesen visto a una mujer en su vida o que se den la vuelta, incluso con su mujer o novia delante, para mirarme el culo. Pero aquella vez Javier lo hacía con tal inocencia que incluso me levanté un par de veces extra para dejarle contemplar mi culo y mis piernas o, también, me estiraba más de la cuenta sobre la mesa para señalarles algún dato en el catálogo y así permitirle tener una mejor panorámica de mis pechos.
Luego se hizo el silencio. Dejaron de venir. Estaba ya todo decidido y, sin n siquiera una llamada, desaparecieron. A veces pasa, son gajes del oficio. Me cabreé lo justo. Pensé que igual se había dado cuenta la novia de lo insidioso de las miradas de él y habían optado por otra agencia. Peor para ellos, pensé. Y para mí, claro.
Sin embargo, cuando ya les había olvidado, Javier apareció la pasada semana por la puerta. Fue verle y el corazón me dio un vuelco. Recordaba sus miradas recorriendo mi cuerpo y, sobre todo, la mansedumbre de su mirada. Tenía el poder de llevarme donde él quisiese. Lo único que podía salvarme era que él desconocía ese poder magnético que tenía sobre mí. Porque de descubrirlo, de llegar a saberlo, la pelota estaría en mi tejado: dejarme seducir por sus miradas o no. Yo no quería líos, la verdad. Pasaba de enrollarme con clientes, pero conocía demasiado bien las insistentes acometidas de mi cuerpo para no dudar de que, llegado el momento, no solo no caería en la tentación sino que yo misma encarnaría a la perfección esa misma tentación en forma de mujer madura deseosa de ser follada.
Me contó que había cortado con su novia, que lo había pasado fatal pero que al final había decidido hacer él solo el viaje para pasar página. Recuerdo que le sonreí. ¿Para pasar página o para verme otra vez? “Haces bien, le dije, además que en un viaje se conoce mucha gente”. “Bueno, de Argentina no me quiero traer nada, me conformo con algo de más cerca, de mucho más cerca”, contestó alargando el “mucho” lo suficiente como para que yo cogiese la indirecta. El tío lo habría pasado fatal, no digo que no, pero un mes después se había repuesto queriendo no solo ir a Buenos Aires sino acostarse con la mujer de la agencia. ¡Todo un triunfador! Ante la respuesta traté de ponerme a la defensiva pero no pude hacer mucho. Sus miradas volvieron a envolverme, a mecerme y a estremecerme. Llevaba un top anudado al cuello y solo de notar mis pezones duros me estaba mojando entera. No veía la hora en que se fuese, esa manera de perder los papeles no es propia de mí y, además, era ya inminente hacer algo. O se iba o me lo llevaba al baño.
Al final se fue y, no sabiendo si lamentarlo o no, la que se fue al aseo fui yo corriendo. Me desanudé el top, me subí la falda y me bajé las braguitas por los muslos hasta poder calmar mi deseo en la abrupta necesidad de mi cuerpo. Mis pezones estaban durísimos por el calor que sus miradas había provocado y mi sexo estaba más que húmedo. Imaginaba que me estaba follando en ese mismo aseo y no tardé en correrme cerrando los ojos y dejándome sacudir por una corriente de electricidad que hizo que todo mi cuerpo temblase en un orgasmo demoledor. Uf, no me reconocía, pensé mientras me recomponía física y mentalmente.
Las tres horas que pasaron hasta que Javier llegó no se las recomiendo a nadie. Intentaba olvidar la cita pero mi mente volvía una y otra vez a ese hombre. Me levantaba nerviosa, hacía alguna llamada, buscaba alguna información para algún cliente, pero mi mente –y creo que también mi cuerpo– estaba en otra parte. Si soy sincera, cosa que suelo ser, estaba deseando que pasase algo pero, por otra parte, tenía miedo. Un miedo irracional, desde luego, pero con la capacidad de mecerme en un estado de ansiedad que terminase por fagocitarme. A las 11:30 fui al aseo a verme en el espejo. Estaba realmente atractiva y mis ojos brillaban con la luz propia del saberse deseada. Sí, era eso lo que más fuera de mí me estaba poniendo, el sentirme deseada por un hombre cuyas miradas me abrigaban al tiempo que me causan un calor electrificado capaz de erizarme el vello. Me recoloqué el pelo y me retoqué muy ligeramente el maquillaje. Recorrí con mis manos la silueta de mi cuerpo y me estremecí de fuego. ¿A quién quería engañar? Estaba deseosa y deseante, estaba lista para jugar y, sí así tenía que ser, que me ganasen para, eso sí, salir yo vencedora. Sabía que ese gesto podía ponerme ya en el disparadero, pero en un arrebato de irracional fulgor me apreté los pechos. Estaban duros y la rotundidad marmólea de su tacto me envolvió en puro fuego.
Por fin, cinco minutos antes de que diesen las doce, Javier apareció por la puerta y todos mis miedos se fueron por el sumidero de mi deseo. No era de una belleza digamos canónica pero me resultaba tremendamente atractivo. Su sonrisa, su lacónico encanto, su caballerosidad en absoluto impostada y, sobre todo, esa mirada aterciopela con la que desde el primer momento se presentó ante mí, me hizo pensar que sí, que ya no tenía duda, que deseaba que ese hombre me hiciese el amor allí mismo. Era una locura, estaba claro, pero era pura necesidad de sentirle en la más desnuda de las intimidades.
- Hola Javier, ¿qué tal?
- Bien, bien, deseando verte –contestó sin inmutarse.
- Vaya, ¿tantas ganas tienes de ir a Buenos Aires? –le contesté mientras retenía su mano con firmeza. Si él jugaba fuerte yo tampoco me iba a quedar atrás
- Bueno, no es precisamente Buenos Aires en lo que estoy más interesado –contestó riéndose.
Aquello era ya una declaración sin ningún tipo de cortapisas. Podía quedarse en un piropo, sin duda, pero algo ya me hacía presagiar que aquello iba a acabar bailando un tango pero en postura vertical.
Hablamos del viaje a Argentina, del recorrido turístico que había elegido, de las ciudades que podría visitar, etc. Pero ni él ni yo teníamos la mente puesta en ese viaje que los dos sabíamos no iba a realizarse nunca. Sus miradas volvieron a mecerme, a asaltar los territorios más íntimos de mi cuerpo. Sentía mis pechos duros, luchando por salirse del bonito sujetador de encaje que llevaba, y mi vulva húmeda y caliente mojando las braguitas de preciosa lencería que había elegido aquella fatídica mañana. Me levanté a posta a por un folleto y la mirada de Javier me quemaba hasta el límite de que mis piernas temblaron de puro deseo. En un momento dado nuestras manos se rozaron y, levantando la vista, nuestras miradas se encontraron compartiendo en silencio el deseo de nuestros cuerpos. Cómo pude sonreí para salir del paso pero ya no había salida. Si yo lo sabía, él también tenía que saberlo.
Cogí aire y, despacio y con aire distinguido, permitiendo que Javier contemplase en toda su profundidad la hembra que estaba a punto de follarse, me dirigí a la repisa más alta para simular coger el folleto clave. Tres segundos, cinco segundos…
- Deja que te ayude Bárbara….
Su mano en mi cintura y el roce de su sexo erecto en mi culo fue el detonante que hacía falta. Apoyé una de mis manos en la suya y, buscando instintivamente la otra, le ayudé a llevarla a mis tetas. Me moría.
- Bárbara…
- Bésame el cuello Javier…
Sí, no había nada de lo que hablar en ese momento, solo deseaba que su lengua me recorriese entera, que me bebiese, que me condimentase entera para después devorarme.
- Ummmm… - me estremecía. Había apartado la melena de mi cuello y dejaba que su lengua me recorriese despacio desde la oreja hasta el hombro mientras sus manos apretaban y acariciaban mis tetas. Estaba, como no era menos, muy caliente y, sobre todo, terriblemente sexy. Eso fue sin duda, ahora pienso mientras noto mi cuerpo reorganizarse a través de la memoria de lo que fueron sus caricias, lo que más me predispuso a dar el paso: el hecho de que sus miradas, no sé de qué manera, sacasen mi lado más bello, la esencia de la mujer que atesoro en mi interior.
Todavía de espaldas a él, sus manos fueron descendiendo por toda mi figura en una caricia infinita capaz de unificar mi deseo. Mi cintura, mis caderas, mi culo: las curvas de mi cuerpo encontraban la tensión precisa para, desde ahí, lanzarse a otra lógica de los cuerpos y el deseo. Por fin me dio la vuelta y la luz que emanaba de sus ojos terminó por encenderme. Le besé, me besó. Me metió la mano por debajo de la blusa y se hizo con uno de mis pechos pellizcándome el pezón. Gemí de un placer condensado en mis labios durante toda esa mañana.
- Bárbara, llevo pensando en este momento tres meses, desde el primer día que te conocí –me susurró al oído mientras nuestras manos trataban de aprenderlo todo el uno del otro.
- ¿Sí? –dije recogiendo ese deseo en un temblor de piernas.
- Sí, ¿y sabes lo que voy a hacer cielo, lo sabes?
Me estremecí.
- Voy a follarte cariño, aquí mismo, voy a follarte ahora mismo.
Apenas lo dijo mi mano agarró su pene y con toda la frialdad del mundo, alcancé su oído y le dije:
- Yo también estaba esperando que vinieses para follarme, yo también estaba esperándote.
Nos volvimos a besar con una pasión desbordante y mientras lo hacíamos y sus manos me incendiaban, pensé en que eso ya no tenía vuelta atrás. Me separé de él, le miré a lo profundo de sus ojos y lo decidí. Fui a la puerta, cerré con llave y le tomé de la mano para llevarle al aseo. Una vez allí las cosas se precipitaron de tal modo que apenas recuerdo lo que pasó. Javier me puso frente al espejo, de espaldas otra vez. Está visto que le encantó mi culo desde el primer momento. Me besaba el cuello mientras me desabrochaba el pantalón y con tremenda velocidad me lo bajó hasta las rodillas. Sentí su polla durísima en mi culo y fue bajarme el tanga que me estremecí de placer sintiendo como un hilo de humedad descendía por mis muslos. La presión justa del tanga deslizándose mojado era el preámbulo necesario para saber ya sin dilación lo que iba a pasar. Me mordí los labios para aguantar lo máximo un placer que me subyugaba pero sin embargo, cuando oí el sonido de su bragueta abriéndose, una excitación me recorrió de arriba abajo. Quise darme la vuelta para contemplar la brutalidad de ese miembro pero Javier no me dejó. Me agarró fuerte por los brazos y me forzó a inclinarme un poco más sobre el lavabo.
A través de su imagen en el espejo tenía acceso directo a todo lo que estaba haciendo. Le vi clavar su mirada en mi boca y le vi humedecerse los dedos para, acto seguido, sentirlos resbalando por mi sexo. Me abrí un poco más de piernas invitándole a meter un dedo en mi vagina cosa que, obviamente, no rehusó. Fue empezar a follarme con un dedo que el calor empezó a llegarme hasta la garganta. Empecé a mover las caderas como una gata en celo pidiéndole más y más.
- Ummmmm, fóllame cielo, métemela Javier –estaba encendida, estaba a mil y solo deseaba que esa polla me insertase allí mismo y me elevase al cielo del placer.
Como respuesta, Javier me ofreció sus dedos para que yo misma, saboreando mis propios flujos, se los humedeciese. Sin duda sabía cómo volverme loca y cuando empezó a follarme con dos y tres dedos dejé sin más que el torrente de un orgasmo me llenase por completo. Apenas pude sostenerme en pie, pero la fuerza de una de sus manos sujetándome por las caderas fue suficiente para no caerme y para saberme una yegua a punto de ser domesticada. Era, la suya, la conjugación perfecta entre la inocencia de unas miradas casi infantiles con una fuerza masculina salvaje y pasional. Sin tiempo casi para reponerme me cogió de la cintura para ver mi cara en el espejo. Tenía la boca abierta y los labios ligeramente hinchados; tenía el pelo ensortijado y los ojos todavía bizqueaban. Tenía, además, un deseo irrefrenable de que me penetrase.
- Quítate la camiseta –me dijo-.
Cuando lo hice, él mismo me deslizó los dos tirantes del sujetador por los hombros para dejar a la vista, poco a poco, la belleza de mis dos tetas. Estaban totalmente erectas y los pezones parecían golosinas de lo duros que estaban.
- Acaríciatelos –me ordenó.
Lo hice y al hacerlo su enorme polla se deslizó por mi coño, abriéndose paso a través de mis deseos hasta llegar al centro exacto de mi ser. Mis piernas temblaban y mis caderas se movían al ritmo exacto de sus embestidas. Estaba de nuevo al borde de otro orgasmo pero, esta vez, quería esperarle, quería fundirme con él mientras su semen me cubría entera. Desde atrás estiró su mano y empezó a agarrarme las tetas y a pellizcarme los pezones al tiempo que no sé de qué manera cada vez me la metía más dentro.
Yo gemía, gritaba, estaba fuera de mí. Me aparté el pelo de la cara con una mano. Ahora era yo la que deseaba verle, observarle en toda su virilidad, compaginar las embestidas con el fulgor espeso de sus miradas. En un momento dado sus ojos se entornaron y la dureza de su pene adquirió proporciones míticas. Sí, no sé de qué manera pero lo supe.
- Córrete cielo, córrete dentro mi amor
Al instante un gemido gutural salió de su garganta y una ola de leche caliente llenó mis entrañas. Contuve como pude el orgasmo en el paladar, pero al tercer movimiento espasmódico de su polla dentro de mí, una tormenta de sensaciones me envolvió por completo. Mi cuerpo empezó a convulsionar, mi coño se contraía tratando de canalizar aquella salvajada de corrida. Sintiéndome sujetada por él, llevé las manos hacia atrás para rodear su torso contra mí tratando de decirle que, por favor, no la sacase todavía. La sentía dentro, muy dentro, y sobre todo, perfectamente acoplada.
Pasó un tiempo inmemorial, quizá fueron dos segundos o quizá veinte minutos. No lo sé calibrar porque mi mente vagaba encendida de cesura en cesura, de pliegue en pliegue de mi piel. Al rato su semen empezó a bajarme por la entrepierna. Uf, que caliente seguía estando. Deseaba a aquel hombre más y más.
Me giré y antes de besarle para volver a empezar le dije.
- ¿Qué te parece si le damos a eso continuidad?, ¿qué te parece esta noche en mi casa para cenar?
Antes de responder con una enorme sonrisa, ya sabía yo qué vestido iba a ponerme, que tacones y, por supuesto, que ropa interior. Iba a ser el postre final a un día que aunque intuí empezó mal, iba acabar con fuegos artificiales.