El Cid
GatitaKarabo resume así su segundo relato: Antes de rechazarme, escúchame...
Shhhh… Tranquila Teresa… Estás aún confusa por las drogas que inundan tu organismo, pero trata de relajarte o será peor. Sí… Oh, sí… Puedo sentirlo… Ya estoy dentro de ti, violentando tu cuerpo, invadiéndote… Duele. Sé que te duele. Desearía que no hubiera dolor. Daría cualquier cosa porque todo fuera más fácil, por evitarte cualquier sufrimiento, pero no existe otra manera y lo sabes.
Te rebelas contra mí, lo noto. Siento como tu cuerpo me repudia, como si yo fuera algo abominable. Te resistes, me desprecias… pero sigo dentro de ti, moviéndome para ti. Tratas de apartarme. Para ti soy repulsivo. Lo entiendo Teresa, de verdad que lo entiendo, pero por favor, escúchame, escucha a mi corazón. Sé que no lo merezco, pero no me rechaces. Necesito que me escuches… que me entiendas… Oye mi historia al menos.
Podría comenzar narrando las aventuras y hazañas del ilustre, joven y atractivo abogado Rodrigo Villena Salinas, también conocido con el sobrenombre de “El Cid”, pero, aunque sé que soy un arrogante hijo de puta, no soy tan pedante como para hablar de mí mismo en tercera persona. Tampoco voy a relatar el cantar de gesta de un héroe. No peco, sin embargo, en ser presuntuoso, si me describo como un hombre inteligente, con una muy buena posición económica y un físico excepcional. Lo de apodarme “El Cid” vino, en parte, por llamarme Rodrigo, por ser valenciano, y porque dicen por ahí que siempre he sido “muy mío”.
Te ahorraré el rollo de detallarte mi feliz infancia; el paso por cada una de mis felices nanas y cuidadoras, que se desvivían por darme todos mis caprichos, mientras mis acaudalados y felices padres se desvivían a su vez por ser tan aristocráticos, elegantes y felices que adoptaron la máxima de que sólo las infelices clases obreras se ocupan de sus propios hijos.
No es que me queje… Si bien es cierto que de niño me faltaron los besos de mamá, te aseguro que cuando fui más mayorcito los mejores ejemplares del sexo femenino aventajaron con creces la carencia. No exagero si te digo que simplemente chasqueando los dedos podía conseguir tirarme a la tía que quisiera… Así de fácil. Pocas se me han resistido.
Te diré que ha habido muchas mujeres en mi vida, muchas… Tantas que me sería imposible recordar los nombres. No sabría decirte un número aproximado, ya que nunca he llevado la cuenta, pero lo que sí que sé es que cada una de ellas coincidiría en describirme como un cabronazo. “Sí, Rodrigo, El Cid… lo recuerdo. Muy guapo, pero un cabrón sin sentimientos”.
Eso pensaba Ángela de mí, por ponerte un ejemplo… Ángela era la morena de los labios gruesos que chupaba la polla de manera espectacular. Hablaba demasiado, eso sí. Tenía que aguantar al menos quince minutos de cháchara absurda sobre cosas que no me importaban una mierda, antes de poder embutirle la polla en la boca y que ejercitara la lengua en otras labores más placenteras para mí. Se cabreó bastante cuando me llamó para contarme entre hipidos que habían ingresado a su madre en el hospital y que se estaba muriendo. Yo le propuse que no era necesario anular la cita, que antes de pasarse por el hospital, podría pasarse por mi casa a hacerme una mamadita.
Sí, fui bastante crudo. Lamenté después no haber sido algo más sensible con el tema de su madre terminal y tal, porque me jodió perder esa boca de vicio… Al menos Ángela no estaba enamorada de mí y la ruptura no fue nada dramática para ella. Otras muchas sí que se enamoraron y no me siento orgulloso ahora al confesarte que fui bastante cruel echándolas de una patada de mi cama -y de mi vida- cuando ya me había aburrido de ellas, lo cual solía suceder al poco tiempo de conocerlas.
Nunca me he comprometido, al menos, no en serio. Sí que mentí sin remordimientos, simulando sentimientos que estaba muy lejos de sentir, sólo con tal de follarme a alguna melindrosa de esas que no lo hacen sin amor.
Me viene a la memoria una chica pelirroja que se me había antojado y de la que no recuerdo su nombre. Recuerdo que, a pesar de que pasaba de ella tras tirármela un par de veces, la chica seguía empeñada en que yo, en el fondo, la amaba. Se desengañó finalmente cuando me vio metiéndole la polla, que ella consideraba de su propiedad, en el suculento coño de su hermana. Yo mismo propicié que nos pillara y así me las quité de encima a las dos: a la solícita enamorada y a la puta salidorra de su hermanita adolescente. ¿Te escandalizo? ¿Te turba mi lenguaje? Lo siento, pero he de ser así. No serviría de nada suavizar las cosas, Teresa. Si he de hablarte a corazón abierto, ha de ser así, sin eufemismos ni mojigaterías ¿no crees?
Te voy a contar lo que ocurrió hace apenas un par de meses. Estaba hastiado de frecuentar locales de singles donde ligar fácilmente con treintañeras cachondas recién divorciadas, así que decidí acercarme a la fiesta que me comentó la becaria del bufete. No, no pretendía tirármela a ella. No era tan guapa como para que me apeteciera follármela, aunque, como buena becaria, no la chupaba nada mal en horas de oficina.
En la fiesta de la Facultad, me acerqué a dos preciosidades… Tras invitarlas a unas cuantas –bastantes- copas, conseguí que las dos jovencitas universitarias de primer curso, ambas con pinta de animadoras de serie norte-americana, se vinieran conmigo a mi casa. No recuerdo sus nombres. Una, la rubia, llevaba trenzas; esa era la del precioso y llamativo culo que, más que insinuarse, se veía enmarcado por el tanga en esos fantásticos pantalones de talle bajo. La otra, la de las tetas gordas, llevaba el pelo castaño oscuro sujeto en una cola de caballo.
Estaban borrachas y se reían de cualquier gilipollez. Yo sonreía, encantador, mientras creaba ambiente quitándome la ropa y desnudando a las muchachas.
Imagino que tienes que ser tío –y hetero- para entender cómo puede ponerte de cachondo que dos bomboncitos así turnen sus lenguas y sus bocas para lamerte los huevos y para chuparte la polla y que, entre chupetón y lametón, se morreen descaradamente. Era una escena muy morbosa… Me encantaba provocarlas, alabando a una o a otra para que se picaran y compitieran por ver quién ganaba en el arte de chupármela.
Lo cierto es que ninguna de las dos me la mamaba bien. Muchos lametones con la lengua de arriba a abajo, como si fuera un polo, pero apenas se metían el glande entre los labios. Me sentí tentado en sujetarles la cabeza mientras les metía la polla hasta la campanilla, follándoles la boca, primero a una y luego a la otra, pero tuve ciertos reparos porque, después de lo que habían bebido, me asustó que pudieran tener arcadas y acabaran vomitando sobre las sábanas de seda de mi cama… y eso sí que no.
Tanta risita estúpida me estaba poniendo de los nervios, pero consideré que valía la pena aguantarlo, ya que me encantaba sobar desde atrás las firmes tetazas de la morenita de la coleta mientras alentaba a la rubia para que le comiera el coño a su amiga tetona. La rubia me miró vacilante y luego miró a su compañera. Su amiga estaba agitándose derretidita… Mi dedo en su coño iba haciendo virguerías, y los dedos de mi otra mano presionaban con suma destreza sus pezones, haciéndole suspirar pesadamente con los ojos cerrados.
La rubia ya no se lo pensó más y se decidió a comérselo. Me hubiera gustado que lo hicieran como en una película porno, para poder verlo todo con detalle. Que le abriera bien los labios con los dedos, dejando el coño brillante y excitado expuesto a la otra lengua femenina, y así contemplar como esa lengua se movía oscilante lamiendo sin parar los jugos y el clítoris hinchado de su amiga. Me tuve que conformar viendo la cabeza de la rubia sumergida entre las piernas de la otra, mientras ésta se agitaba como loca.
No sé qué tendrán estas escenas lésbicas que a los tíos nos encienden tanto, y yo tenía la polla tan grande y gruesa como la de un caballo; tiesa, dura, babeando y deseando meterse en caliente de una puta vez.
La rubia le comía el coño a la otra a cuatro patas, moviendo ese precioso culo al compás. Mi polla consideró esto una invitación para acoplarse a ese otro coñito jugoso y caliente que se ofrecía disponible para mi uso y disfrute. Mis atenciones con su coño no parecieron molestar a la rubita, que se movía hacia mí con más intensidad. Mientras se la metía y sacaba en consonancia a sus movimientos rítmicos, mi dedito ensalivado jugueteaba con su ano prieto. Eso no le hizo demasiada gracia y me apartó el dedo unas cuantas veces, pero yo insistía, tocando, rozando y metiendo el dedito…
La tentación era demasiado fuerte. Ese culazo macizo… ese agujerito tan apretado, tan prohibido… Mi polla, que antes disfrutaba feliz, ahora se enervaba por condenarla a transitar por la ruta del legítimo placer, cuando lo que deseaba era embutirse en el sendero más estrecho, clandestino y vedado.
Cuando la morenita estaba ocupada corriéndose en la boca de la rubia y yo estaba a punto de correrme, le inserté la polla por el culo a esta última, sin previo aviso. Tuve un orgasmo de la hostia, te lo puedo asegurar, con mi polla bien comprimida en ese culazo que se agitaba tratando de liberarse pero sin lograrlo, como sarraceno infiel atravesado por la lanza del Cid. La mayoría de chicas que dejaron mi cama llorando o insultándome fue por un corazón roto. A esta le rompí el culo. Se recuperará también. Todas lo hacen.
Si mi vida personal ha sido bastante perturbadora, mi vida profesional no es que lo haya sido menos. Mi selecta clientela estaba compuesta por los ejemplares más corruptos: homicidas, estafadores, mafiosos, maleantes, traficantes de todo tipo… Todo aquel que poseyera ingentes cantidades de capital que deseara ser blanqueado, podía contar conmigo para tal efecto.
El caso es que podría haber ejercido de manera honesta y provechosa mi profesión, ya que mi familia siempre tuvo mucho dinero y dignidad y un buen nombre y bla, bla, bla… Pero tal vez fue por eso por lo que me pasé al lado oscuro de la ley. Por joder a mi madre. Por escandalizar a mi padre. De dónde provenía el dinero sucio que iba engrosando mi cuenta corriente, no me importaba lo más mínimo. Me jactaba de ser el típico abogado sin escrúpulos o, al menos, lo fui hasta la noche en la que ocurrió todo, y que hizo posible que tú y yo, Teresa, entráramos en contacto, espero que para siempre.
Sí, te lo voy a contar. De entre todos mis clientes, uno de los más peligrosos y adinerados era un tal Santo Romero, paradójico nombre de pila para un traficante hijo de puta que comerciaba con todo tipo de mercancías ilegales. Santo estaba como una cabra. Aún así, era un tipo divertido, muy extravagante y no me caía del todo mal. Vestía como un pandillero de película, ya sabes, conjuntos deportivos y gorra, combinados con oro y joyas de todas clases. A mí me tenía como amigo, o eso decía él. Imagino que me apreciaba, por eso siempre me invitaba a sus fiestas. Y yo asistía, porque he de reconocer que sus fiestas eran de lo mejor. Famosos, actrices, deportistas, modelos, sexo, alcohol, drogas… Había de todo lo que se podía ofrecer, y sin reparar en gastos.
-¿No te gusta ninguna, Cid? –me increpó Santo esa noche, cuando me acerqué a la barra a por una copa-. Normalmente a estas alturas, tío, ya estás mojando… jajaja.
-Pssss… -le contesté, de bajón-. Estoy algo aburrido de ver siempre las mismas caras con distintos vestidos. Siempre lo mismo, siempre…
-Ya, te entiendo, man -me guiñó el ojo-. A mí me pasa lo mismo. Ven conmigo. Sé lo que necesitas. Necesitas algo nuevo.
Seguí a Santo hasta sus dependencias personales, dentro de la casa. Nunca había estado allí. Subí las escaleras tras él. Lo primero que me llamó la atención fue que, en el rellano, sobre la mesilla, como meros objetos de decoración, había un par de armas, algunos condones, varios canutos y restos de polvo blanco.
En su habitación tenía una muestra de su mercancía. Me invitó a probarla. Le dije a Santo que iba primero a por un condón. En la mesilla no cogí el preservativo, sino que agarré una de las pistolas semiautomáticas. Tenía que ser una Golden Desert Eagle, una barbaridad hortera -y muy cara- de color dorado de calibre .50 AE que suele aparecer en las pelis de tiros de Hollywood.
Eché el martillo hacia atrás y la pieza quedó en el fiador. El arma era más pesada que la semiautomática normalita que uso en ocasiones en el campo de tiro. La agarré con ambas manos. No me temblaba el pulso. Romero salió de la habitación. Apunté, apreté el disparador que liberó el martillo y éste golpeó la aguja percusora, que a su vez golpeó el culotte del cartucho y se inició el tren de fuego que impulsó a la bala de punta hueca de calibre 12.7
mm a salir precipitada por delante del cañón y a reventar literalmente el torso de Santo Romero. Todo se volvió rojo instantes después del impacto. Me impresionó más el tremendo estruendo y el brutal retroceso de la pistola que la expresión de Santo al recibir el tiro o contemplar su cuerpo inerte y sangrante en el suelo. Volví a mirar el cadáver. Acababa de matar a un hombre.
No fue un gesto impulsivo. Los abogados no actuamos de esa manera. Digamos que fue una respuesta rápida, pero muy bien meditada, ante un estímulo determinante. Si estuviera ante un tribunal alegaría que sufrí una enajenación mental transitoria, pero sería falso. No hubo circunstancias atenuantes. Fue un crimen cometido con premeditación y alevosía. ¿Denunciarle? ¿A Santo Romero? Ni se me pasó por la cabeza… Soy abogado, por dios, Teresa… Sé cómo funciona la justicia. Ni siquiera puedo alardear de haber matado a ese hijo de puta como si yo fuera caballero justiciero con la intención de salvar a una princesita asustada en la guarida del dragón. Eso tal vez me justificaría. No. No lo hice ni por ella ni por nadie. Lo hice por mí. Lo hice porque al entrar en esa habitación se me revolvió el estómago. Porque ya estaba harto de todo. Porque estaba hastiado de todos los que me rodeaban, sobre todo de mí mismo. Lo hice porque sabía lo que iba a pasar.
Instantes después, uno de los gorilas de Romero me disparó en la cabeza.
¿Sabías Teresa que, aproximadamente, sólo un 20 % de personas sobreviven a un traumatismo encéfalo-craneano causado por arma de fuego, en el caso de llegar vivas al hospital? ¿Sabías que si la velocidad de la bala es menor, ésta se queda rebotando dentro del cráneo causando múltiples lesiones cerebrales? Eso fue lo que me pasó a mí. Ingresé en el hospital con un 4 en la escala de Glasgow, orificio de entrada de proyectil en la zona occipital de la cabeza con pérdida de tejido encefálico. O sea, que yo estaba entre ese otro 80 %, los que no sobreviven.
Llevaba en mi cartera la tarjeta de donante de órganos. Me la hice cuando cumplí 20 años. No fue un gesto altruista. Lo hice por joder a mis padres, como siempre, que supongo que solo donarían a la familia real, con tal de tener sangre azul en sus órganos.
La tarjeta no tiene validez legal por sí misma. Los familiares tienen la última palabra. Sin embargo, a pesar de estar en contra en su momento, mis padres respetaron mi voluntad y accedieron a la petición de extracción de órganos cuando declararon mi muerte cerebral.
Por eso estoy contigo, Teresa. No me rechaces. Estás despertando tras la operación. Mi corazón es tuyo, ya late dentro de ti. No lo rechaces, por favor… Sé que tu organismo me considera una abominación y hará lo posible por oponerse. Los medicamentos inmuno-depresores ayudarán, pero creo que eres tú quien debes dar el paso de consentirlo. Acepta mi corazón. Hazlo por ti, porque eres muy joven y mereces vivir. Ya has oído mi historia. Creo que nunca hice nada bueno por nadie en vida. Deja que, como el verdadero Cid, sea capaz de ganar esta batalla, la única que vale la pena, aunque sea después de muerto.
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Diez años después…
-¡Ay que ver cómo crecen estos críos! –suspira la mujer del banco del parque, que está sentada junto a su vecina Teresa.
-Sí, mucho… Ya ves… Mi peque ya tiene tres años. ¡Eh, Rodrigo! ¡Ten cuidado! Ais, es un terremoto… Míralo, no para… jajajaja.
-¿Y eso de llamarle Rodrigo? Porque tu marido se llama Antonio. ¿Fue por tu padre o algún familiar?
-No, que va… -contesta Teresa-. Ahora, que todos los críos se llaman Adrián, o Cristian, o Sergio… a mí me dio por ponerle Rodrigo. No sé por qué, se me antojó y me empeñé, a pesar de que Antonio quería llamarle Miguel, como su padre. Creo que Rodrigo es un buen nombre para un buen hombre. Ven aquí, trasto, que eres un trasto… Si no fuera porque eres tan cariñoso… venga, Rodrigo, corazoncito, dale un beso a mamá…
FIN
Para Trazada, estimado compañero, apreciado escritor. Aunque ya te estés codeando con Lorca, Machado y toda esa peña, y organizando un ejercicio allá arriba, que sepas que aquí abajo te echamos de menos.