El chofer del licenciado

Un nuevo trabajo, un nuevo jefe. ¿Hasta dónde debe llegarse con tal de mantener un buen empleo?

EL CHOFER DEL LICENCIADO

El encargo era muy simple. Recoger el maletín en el despacho del arquitecto, entregarlo mas tarde en la oficina de San Angel y regresar a la casa para llevar al joven Miguel a su clase de natación.

Era mi primer día de trabajo como chofer en casa de la familia Torres y por supuesto deseaba que todo saliera bien, porque necesitaba el trabajo y porque no podía darme el lujo de perderlo. Estaba tan agradecido de que me hubieran contratado sin apenas referencias que hubiera aceptado el empleo por la mitad del sueldo. Afortunadamente el Lic. Torres no se dio cuenta de mi apurada situación y me contrató con un buen salario.

Eso sí – me advirtió desde detrás del escritorio en su opulenta oficina de San Angel – exijo la mayor discreción.

Por supuesto – acepté inmediatamente – no se preocupe por eso licenciado.

Sea lo que sea que veas, escuches o se te ordene – completó.

No tendrá ninguna queja – prometí, sin detenerme a pensar en el alcance de sus palabras.

Su secretaria me entregó poco después el uniforme, y debo confesar que me sentaba bastante bien. Me miré en el amplio espejo del baño. Tal vez los pantalones me estaban un poco estrechos, apretándome un poco la entrepierna y ajustando mi trasero mas de lo que me hubiera gustado, pero el saco oscuro con hombreras y la gorra me daban un cierto aspecto militar que me gustó bastante. La aprobadora mirada de la secretaria me dio a entender que efectivamente el uniforme me sentaba muy bien. Contento, me reporté con el licenciado para avisarle que estaba listo para empezar mi primera jornada.

Señor – dije con cierta timidez una vez que escuché su voz tras la puerta permitiéndome pasar – sólo quería avisarle que ya estoy preparado.

Me miró de arriba abajo, haciéndome sentir un poco incómodo.

Date la vuelta – ordenó.

Me sentí un poco cohibido, pero modelé el uniforme tratando de hacerlo lucir.

Quítate el saco – dijo entonces.

No me esperaba tanta atención, y menos de un hombre tan a todas luces tan ocupado, así que reaccioné rápido y me quité el saco. Inconscientemente me acomodé el paquete, porque sentía los huevos demasiado apretados. El licenciado se dio cuenta de lo que hacía, y me puse rojo como un tomate, aunque él no dijo nada. Con un gesto de su mano me ordenó girar nuevamente, y lo hice de pronto consciente de la forma casi obscena en que se marcaban mis nalgas.

Perdón, señor – me disculpé al darme vuelta tirando de los pantalones – pero parece que el uniforme me queda algo justo.

No te preocupes, tienes muy buen culo y no debes avergonzarte de eso – contestó tranquilamente.

El comentario me dejó muy confundido, sin saber si se trataba de un chiste y debiera reírme o lo decía en serio y debía preocuparme. Desinteresado, el licenciado volvió a los papeles y al teléfono, dejándome allí de pie sin saber qué hacer.

No te preocupes – dijo de pronto al teléfono – tengo aquí enfrente al chofer y sale ahora mismo a recoger los planos. En cuanto los reciba los firmo y te llamo para ponernos de acuerdo.

Me dio una dirección e instrucciones de volver con el maletín de planos. Conduje rápido pero con cuidado. Lo ultimo que necesitaba era una infracción de tránsito o pegarle un rayón al lujoso auto. La oficina del arquitecto estaba vacía, lo cual se me hizo extraño, pues sabía que me esperaba. Toqué el timbre varias veces, hasta que escuché una voz lejana indicándome que entrara, que la puerta estaba abierta.

No había nadie a la vista, y pasé por la vacía sala de recepción llamando al arquitecto.

En un momento salgo – me informó la voz desde el fondo de una de las oficinas, con un jadeo extraño, como si estuviera corriendo o haciendo ejercicio.

Esperé de pie por diez minutos. En la silenciosa oficina sólo se escuchaban los rítmicos jadeos del arquitecto en algún lado, y de alguien mas, porque era obvio que el arquitecto no estaba solo; aquellos sonidos eran inconfundiblemente de sexo. Me lo imaginé montándose a una bonita y rubia secretaria, e incapaz de contenerme me fui acercando a la puerta entreabierta de donde procedían los ahora más escandalosos jadeos.

El concierto de gemidos crecía por momentos, lo que acicateó aun más mi curiosidad. Me situé junto a la puerta y me asomé discretamente. Sobre el escritorio, completamente desnudo y boca abajo estaba un muchacho de largo cabello rubio. Tras él, un hombre velludo y corpulento lo sodomizaba con decididos y briosos movimientos. Asombrado, no pude apartar la vista del inusitado espectáculo. No es que no supiera que esas cosas sucedían, sino que nunca había tenido oportunidad de ver ese tipo de relaciones, y menos tan de cerca y en vivo y a todo color.

Ninguno de los dos notó que mi presencia. Tal vez el arquitecto no se percató del ruido que hacían y de que la puerta estaba parcialmente abierta. El caso es que siguieron con lo suyo y yo no pude apartarme de la puerta. Lo que más me sorprendía era la cara de gozo que tenía el chico. No tendría mas de 14 o 15 años, y sin embargo se veía a leguas que sabía muy bien lo que hacía. La fina espalda se arqueaba para recibir los empujes del fornido arquitecto, que lo tenía sujetado por la esbelta cintura, abriéndole las blancas y bien torneadas nalguitas con las manos, fascinado al observar la forma en que su voluminoso pene desaparecía en el dilatado orificio del muchacho.

Algunos hilos de sudor descendían por el pecho velludo del hombre, rodeando su redondo vientre para caer sobre la espalda del chico. Entre vaivén y vaivén, la gruesa salchicha del hombre asomaba entre las prietas nalgas, solo por breves momentos, para desaparecer poco después al metérsela nuevamente hasta la empuñadura, provocando los gemidos del muchacho, que no hacía sino aferrarse al borde del escritorio para contener los embates del maduro arquitecto.

Los gemidos subieron de tono, y como en las mejores películas porno, el arquitecto sacó la verga justo en el momento del orgasmo, para bañar con su semen las bonitas nalgas del muchacho, y esparcirlo por su blanco trasero con las manos.

Ya voy, no tardo – dijo el arquitecto de pronto, tomando una toalla para cubrirse la cintura.

Corrí en un santiamén hasta la puerta de entrada, tratando de aparentar aburrimiento.

El arquitecto apareció entonces por la puerta de la oficina, con el maletín de papeles en la mano.

Tú debes ser Cesar, el nuevo chofer de mi buen amigo Alberto – dijo dirigiéndose a mí.

Así es, señor – contesté cortésmente.

No pude evitar mirar su corpulenta anatomía, apenas cubierta por la toalla. La entrepierna mostraba todavía un considerable grosor, y sin pena alguna se rascó el notorio bulto mientras yo desviaba la mirada.

Estaba haciendo algo de ejercicio – me informó, tal vez tratando de justificar que lo encontrara bañado en sudor.

Claro – acepté sin mas la excusa – el ejercicio es muy importante – concordé.

Y tu lo haces? – dijo acercándose.

Me quedé sin saber qué contestar. El arquitecto tocó mis bíceps y los tensé de forma casi automática. Se dio la vuelta y palpó mi espalda, y antes de que pudiera moverme palmeó mi nalga izquierda.

Por supuesto – concluyó – se ve que tú también haces ejercicio.

Sin preocuparse por su descarado comportamiento, el arquitecto me entregó el maletín y me pidió que le avisara a mi jefe que él le llamaría mas tarde. Tomé los papeles y regresé a la oficina de San Angel, y por supuesto no le comenté nada de lo sucedido al licenciado. La regla era ver y escuchar, pero no comentar. Me sentía excitado. Lo que había visto en la oficina del arquitecto me había dejado bastante caliente, por más que me costara admitirlo. Algo dentro de mí había disfrutado con la película en vivo que había presenciado y noté de pronto que la ajustada tela del uniforme no hacía sino contribuir a ese estado de excitación en el que me encontraba.

Mi siguiente encargo fue recoger al joven Miguel, el hijo mayor del licenciado y llevarlo a su práctica de natación. El muchacho tendría unos 14 años, con el obscuro cabello del padre, pero con los ojos un poco más claros. Era alto para su edad, con el cuerpo largo y fibroso de los nadadores profesionales. Apenas si me dirigió la palabra y se mantuvo en silencio durante todo el trayecto. Me dijo que podía esperarlo en el coche, o que podía observar la práctica, lo que yo prefiriera. Elegí observar la práctica y busqué un buen lugar en las gradas del público.

La alberca estaba llena de muchachos de distintas edades y sus respectivos profesores. El grupo de Miguel lo formaban una docena de chicos, que inmediatamente empezaron a hacer estiramientos antes de entrar al agua. En el estado en que me encontraba, la desnudez de tantos cuerpos me hizo sentir una cálida corriente de excitación. Traté de controlarlo, pero el ajustado uniforme, apretándome los huevos de aquella manera no era de gran ayudaba. Sentí entre las piernas el comienzo de una erección, de esas que no tienen ningún motivo, pero que allí están, y que uno no puede sino darse un cariñoso apretón de vez en cuando, aunque solo fuera por sentirse orgulloso de la propia herramienta, que en mi caso no estaba nada mal, aunque suene mal decirlo.

Cuando ya algunos chicos se habían lanzado al agua, llegó casi corriendo un último integrante. Lo reconocí inmediatamente. Era el chico de la oficina del arquitecto. El largo pelo rubio, la fina espalda, las piernas largas, eran inconfundibles. Recordé las bonitas nalgas, ahora cubiertas por el ajustado traje de licra, y mi verga dio un sorpresivo respingo. Me acomodé en el asiento, tratando de que nadie notara lo que los ajustados pantalones de mi uniforme eran incapaces de ocultar.

El muchacho rubio saludó a todos los demás. Miguel, el hijo de mi patrón se animó de repente. Se abrazaron como buenos amigos, y tal vez mi excitada imaginación me hizo ver que había algo mas que una sincera amistad en aquel apretado abrazo. Finalmente se lanzaron ambos al agua y comenzaron a seguir las indicaciones de su entrenador.

Para cuando la clase terminó, yo ya había dejado las gradas. Buscando donde fumarme un cigarro encontré la puerta de los vestidores. Los muchachos de otras clases se duchaban. De pronto descubría desnudez por todos lados, y mi calentura se avivó sin que lo pudiera evitar. Ya no me importaba que las nalgas fueran de chicos o de chicas, de hombres o de mujeres, yo solo veía sexo y cachondez por todos lados.

Ninguna persona me impidió el paso, ni restringieron mi entrada. Tal vez el uniforme les hacía creer que era personal de seguridad o algo así. El caso es que pude deambular por las duchas y los vestidores a mis anchas. Absorbiendo los olores, las visiones y los humores de aquella carne desnuda y joven que de pronto se ofrecía a mis ansiosas miradas.

La clase de Miguel terminó y llegó a las duchas con todo su grupo. Me escondí, porque el hijo de mi patrón me reconocería al instante, aunque fue innecesario, porque Miguel solo tenía ojos para su rubio compañero. En las duchas, eligieron las mas retiradas, y se bañaron casi juntos. Miguel, a pesar de tener apenas 14 años tenía una verga bastante desarrollada para su edad. El rubio parecía disfrutar provocándola, pues se agachaba empujando sus blancas nalgas sobre la entrepierna del amigo, quien tenía que hacer un tremendo esfuerzo por ocultar su creciente excitación. La cosa no podía pasar a mayores, pues el grupo de muchachos y de gente en las duchas era numeroso, y terminaron el baño apresuradamente.

Regresé al coche con tiempo suficiente para fumarme un cigarro antes de apareciera Miguel con su amigo.

Vamos a llevar a mi amigo a su casa – informó Miguel trepando al coche.

A pesar de que eso no formaba parte de las ordenes del licenciado, no me atreví a contrariar los deseos del hijo de mi patrón, y enfilé a la dirección que me ordenó.

Seguramente el joven Miguel creía que yo era sordo, o ciego, porque apenas llevaba diez minutos conduciendo comenzó a acariciarse junto con su amigo. El espejo retrovisor me daba una buena perspectiva de lo que sucedía en el asiento trasero, aunque no lo suficiente como para ver lo que hacían mas abajo. De todas formas pude imaginarlo, porque la cabeza del rubio desapareció de mi campo de visión y pronto escuché los clásicos sonidos de una mamada. Sexo oral justo allí, en el coche, sin que les importara que yo estuviera a escasos centímetros. La verga se me enderezó casi al instante. Los gemidos de Miguel, aunque contenidos, eran totalmente perceptibles.

Tu turno – dijo el rubio emergiendo en mi campo de visión y empujando la cabeza de Miguel a su regazo.

Miguel pareció resistirse un poco, pero terminó cediendo. Los chapoteantes sonidos comenzaron nuevamente.

Ten cuidado – dijo el rubio – me lastimas con los dientes. Cuándo aprenderás? – exclamó algo molesto.

Ya te dije que no sé hacerlo – contestó Miguel con cierto tono refunfuñón.

Está bien – aceptó el otro – síguele, no te detengas.

No, ya no quiero – dijo Miguel limpiándose la boca con el dorso de la mano.

El rubio se subió el ziper. Se veía bastante encabronado. No hablaron por los siguientes minutos, hasta que el rubio me dijo que me detuviera, que deseaba bajarse. Miguel me hizo una seña por el espejo de que obedeciera, y el rubio bajó dando un portazo al auto. Se alejó con la mochila al hombro mientras yo daba media vuelta para llevar a Miguel hasta la casa. Me costaba trabajo conducir tratando de fingir que nada pasaba. Una potente erección me estorbaba y nada podía hacer para evitarlo. Aquel par de adolescentes y sus juegos sexuales me habían puesto en un estado de calentura inimaginable. Traté de pensar en otra cosa, pero en el retrovisor veía el hermoso rostro de Miguel, y no podía sino recordar lo que esa linda boquita estaba haciendo apenas escasos minutos. Aproveché un alto para acomodarme la verga, aprisionada dolorosamente por los ajustados pantalones.

Te calentó el espectáculo? – preguntó Miguel dándose cuenta de lo que hacía.

Este, no joven – traté de disimular – solo que este pantalón me queda estrecho.

Miguel se asomó sobre mi hombro. No tuve tiempo siquiera de cubrir la protuberante evidencia.

Pues a mí me parece que estás caliente – comentó con absoluta tranquilidad.

El semáforo en verde me hizo avanzar en aquel momento, y mientras aceleraba y tomaba el control del volante, Miguel metió una mano entre mis piernas, agarrándome sin más el paquete. Brinqué sorprendido, pero mantuve el control del auto, mientras el chico sopesaba con los dedos el grosor y el largo de mi herramienta masculina.

Por favor, joven – insistí – siéntese atrás, que podemos causar un accidente.

Tu preocúpate por conducir – contestó – y déjame hacer a mí lo mío.

En un santiamén salto los asientos y se acomodó delante. Desde ese lugar tenía mejor acceso a mi entrepierna, y sentí su mano agarrándome los testículos.

Déjame verla – pidió simplemente, comenzando a bajarme la cremallera sin siquiera esperar a que le contestara.

Afortunadamente los vidrios eran polarizados, y desde fuera nadie podía ver lo que sucedía dentro del coche. Mi verga salió como un resorte, y Miguel, maravillado con el juguete comenzó a acariciarla, mientras yo solo sentía un fino hilo de sudor bajar por mi espalda. Afortunadamente faltaba muy poco ya para llegar a la casa del licenciado y aceleré para que todo aquello terminara sin mayores problemas.

Estaciónate aquí – dijo Miguel una cuadra antes de llegar – quiero practicar contigo.

Practicar? – pregunté con un hilo de voz.

Si, hombre – dijo agachándose sobre mi sexo – quiero aprender a mamar una verga correctamente.

Sus palabras me dejaron helado, aunque sus labios en mi verga pronto me pusieron caliente. Me chupaba el miembro de forma torpe y precipitada, y casi sin querer comencé a marcarle el ritmo, tomándolo por la cabeza, haciendo que descendiera de forma pausada y comencé a disfrutar entonces.

Así, mas despacio – le decía – usa los labios, el glande es muy sensible y el roce de los dientes puede sentirse desagradable.

Miguel acataba inmediatamente mis instrucciones.

Usa la lengua – continué – mas despacio, lame la punta, bésala suavemente mientras acaricias mis huevos.

Mejoró rápidamente. Tanto que comencé a sentir que se acercaba mi orgasmo.

Si no te detienes voy a vaciarme dentro de tu boca – le advertí.

Llénamela de leche – contestó de forma descarada.

Aquello ya era demasiado. Exploté dentro de su húmeda y golosa boquita, dándole toda la leche que necesitaba, y sin el menor asco se la bebió completa, hasta que terminé finalmente.

Se limpió la boca y me sonrió. Me acomodé como pude el uniforme y llegué a la casa del licenciado. Miguel se despidió y yo regresé a la oficina, con la justa preocupación de lo que acababa de suceder, imaginando mil acusaciones y posibilidades. La oficina ya estaba vacía, y sólo el licenciado me esperaba.

César, porque tardaste tanto? – preguntó nada mas al llegar.

El tráfico, licenciado – mentí al instante – está imposible.

Todo bien con mi hijo? – preguntó sin mirarme.

Si señor – contesté, alegrándome de que estuviera distraído y no notara mi nerviosismo.

Un último encargo por el día de hoy – dijo finalmente.

Lo que ordene licenciado – contesté.

Voy a quedarme tarde en la oficina, cómprame algo de sushi para cenar, lo que sea, pero sin pulpo.

El restaurante estaba a reventar. Surtieron mi pedido y regresé con él a la oficina. Estaba listo para irme cuando el licenciado me gritó.

César, ven acá inmediatamente.

Dígame licenciado – me reporté al instante, alarmado por su voz de enojo.

Te dije que no quería pulpo – me reclamó molesto.

Y así lo pedí, señor – contesté preocupado, mirando los distintos rollos de sushi, que a mí me parecían todos iguales.

Pues esto tiene pulpo – gritó el licenciado mas molesto todavía.

Lo siento, señor, ahora mismo regreso para que me lo cambien – sugerí.

Que regreso ni que mis huevos – tronó el licenciado, con las venas del cuello saltadas de coraje – ahora vas a aprender a respetar una orden. Ven acá.

Me jaloneó y me empujó sobre el escritorio, haciendo que recostara mi pecho.

Voy a tener que educarte – advirtió mientras se quitaba el cinturón – aunque no seas mi hijo.

No me atreví a moverme, asustado todavía por el repentino cambio de humor del licenciado. El cinturón silbó en el aire y reventó directamente en mis nalgas. El repentino dolor me tomó por sorpresa, y grité de forma involuntaria.

Y te aguantas, cabrón – me advirtió el licenciado – como los machos.

El segundo cinturonazo ya no me tomó por sorpresa, ni el tercero ni el cuarto, aunque cado uno dolía mas que el anterior. Conté diez de ellos, y todo terminó. Al parecer el licenciado se había tranquilizado, y aunque sentía que las nalgas me ardían por el castigo, permanecí en la misma posición.

El licenciado se acercó y me agarró las nalgas con mucha suavidad. No me atreví a moverme.

Te dolió mucho? – preguntó con voz suave y ronca a la vez.

Si señor – contesté en un susurro.

Sus manos continuaban sobando mis castigadas asentaderas. De pronto viajaban hacia abajo, acariciando la parte alta de mis muslos, y volvían a subir, y sus dedos extraviados entre mis piernas rozaban ligeramente mis testículos. Descubrí que me habían excitado los cinturonazos, por extraño que parezca. Y descubrí que al licenciado también, pues el holgado pantalón de su traje se abultaba ahora con una escandalosa erección, que el licenciado trató de ocultar metiendo una mano en el bolsillo.

Pues es por tu bien – terminó el licenciado propinándome una sonora y última nalgada, esta vez a mano limpia.

Si señor – acepté mansamente.

Ya puedes irte – ordenó.

Así terminó mi primer y ajetreado día de trabajo.

Los días siguientes fueron mucho más normales. El licenciado tenía generalmente buen humor, y yo trataba de que continuara de esa forma. Aun así, de repente tenía estallidos de cólera, por diversos motivos, y de alguna forma eso me recordaba aquel primer día de los cinturonazos, y siempre, ese recuerdo me generaba una potente erección. Dos semanas mas tarde, después de un día particularmente pesado, encontré de nuevo la oficina sola, y únicamente el licenciado trabajando.

César, prepárame un vodka tonic – pidió – con poco hielo.

El pequeño, pero bien surtido bar estaba junto al escritorio de la secretaria. Preparé la bebida que me pidió y se la llevé.

Y el hielo? – preguntó el licenciado después de darle un sorbo.

Perdón, señor, entendí que lo quería sin hielo – me disculpé.

Me miró con ojos furiosos, y una extraña sonrisa.

Creo que necesitas que te recuerde algunas cosas – dijo poniéndose de pie y comenzando a quitarse el cinturón.

Acepté calladamente la consecuencia de mi error. Apoyé las manos en el escritorio sumisamente.

Esta vez no tendrás el amparo de los pantalones – dictaminó el verdugo – quítatelos.

Sin otro remedio, me quité los pantalones. La gorda erección era imposible de ocultar, pero el licenciado no hizo ninguna observación. Con el gesto serio y el cinturón en la mano esperó hasta que retomé la posición. Me empujó sobre el escritorio, y permanecí allí, con los calzones como única protección a lo que se avecinaba.

Uno tras otro, recibí los diez golpes de cinturón sobre mis nalgas. Sentía mi carne arder como si un fuego interno la devorase. Con lagrimas en los ojos aguanté hasta el final. Me quedé en la misma posición. Esperaba secretamente el consuelo de sus manos sobre la carne castigada.

Veamos el daño – dijo bajándome los calzones, sorprendiéndome nuevamente.

Cerré los ojos. Sus manos tocaron mis nalgas, recorriendo con sus fríos dedos la ardiente piel de mis glúteos, repasando los verdugones y las marcas que sus cintarazos habían dejado.

Te duele aquí? – preguntó tocando la parte más carnosa de nalga derecha.

Si – contesté con un quejido apagado.

Y aquí? – ahora la nalga izquierda.

Si, señor, también – contesté.

Pero seguramente aquí no – dijo poniendo su dedo justo en el ano.

Brinqué con el contacto, como si me hubiera dado un choque eléctrico.

No señor – contesté apresuradamente – allí no me duele – y traté de incorporarme.

Entonces el castigo está incompleto – contestó volviendo a empujarme sobre el escritorio.

Alarmado, vi que regresaba al frente del mueble. Su pantalón mostraba un protuberante bulto y una delatora mancha de humedad en lo que se adivinaba era la punta de su miembro. Abrió uno de los cajones y regresó con una regla metálica. Se posicionó detrás de mí y comenzó a darme ligeros golpes con la regla. Brinqué sin poderlo evitar, no tanto porque fuera doloroso, sino porque el frío metal hacía que la sensación fuera casi inaguantable.

Los golpes continuaron por todo mi trasero, hasta que se acercaron peligrosamente al centro.

Ábrete las nalgas – ordenó.

Obedecí, a pesar de imaginar lo que vendría a continuación. Los golpes de la regla se acercaron justo al borde de mi ano, haciendo contener un grito. La sensible zona anal no soportaba la misma cantidad de golpes, y pronto comencé a sentir un adolorido cosquilleo que parecía estar conectado directamente con mi pene, pues el placer era indescriptiblemente insoportable.

No mas – pedí en un susurro.

Eso lo decido yo – dictaminó el juez acomodándome un reglazo justo en el ano que me hizo brincar de dolor.

Aun así, continué tumbado, abriendo mis nalgas con mis propias manos, dejándole castigarme, sumido en una mezcla de excitación y dolor que ya me había obnubilado la razón por completo.

Creo que es suficiente – dictaminó finalmente.

Esta vez las caricias fueron directas a mi orificio anal. Sus dedos bordearon la entrada suavemente. El sudor bañaba ya mi cuerpo, y los dedos empezaron a resbalar en mi interior de forma casi natural. Gemí sin poderme contener. Los mágicos dedos estaban ya casi dentro, primero uno, luego otro, hasta que tuve tres de ellos horadando mi culo, ahora mas abierto que nunca.

Aprendiste la lección? – preguntó mientras los dedos entraban y salían.

Si señor – contesté con absoluta sinceridad.

Pues busca el hielo que olvidaste – ordenó de repente, retirando los dedos abruptamente, y haciéndome saltar nuevamente de dolor.

Tomé los calzones que tenía enrollados en los tobillos y comencé a subirlos.

No es necesario que te vistas – ordenó.

Me los quité entonces y vestido solamente con la camisa salí a buscar el hielo. Regresé con el hielo, y tomé un cubito para echarlo en el vodka.

En mi boca – ordenó el licenciado, sentado ya frente al escritorio como un rey en su trono.

Tomé el cubito de hielo y lo llevé hasta su boca. Tenía labios llenos y sensuales, aunque los ojos eran fríos y oscuros. Deslicé el hielo por su boca, mientras la mano del licenciado reptaba ya por mis muslos desnudos.

Date la vuelta y empínate – ordenó el licenciado.

Obedecí. Mis nalgas quedaron abiertas frente a él. Mi erección más sólida que nunca. Tomó un cubito de hielo y lo paseó por mis nalgas. El frío contacto en la piel ardorosa me hizo estremecer. No contento con eso, el hielo fue a parar a la entrada de mi culo. Empujó, primero suavemente y luego con fuerza, hasta que logró introducírmelo dentro. La sensación era alucinante. El frío quemaba mas que el fuego. Dentro, mis entrañas parecían arder. Tenía ganas de saltar o correr de desesperación.

Mastúrbate – ordenó mientras me daba un sonoro cachete en las nalgas.

Comencé a jalarme la verga como endemoniado. Bastaron tres segundos para que tuviera un explosivo orgasmo. Tuve buen cuidado de recoger el semen en mi mano, para no ensuciar la alfombra.

Dame eso – dijo el licenciado tomando mi muñeca.

Abrí el puño, mostrando al licenciado el espeso semen que ya comenzaba a escurrir por el costado de mi mano. El licenciado llevo mi mano a su boca y comenzó a lamer mi semen, y no me soltó hasta que hubo lamido todo.

Puedes irte – ordenó entonces – y te quiero mañana aquí temprano, que hay mucho trabajo.

Sí, licenciado – acepté mientras recogía mis calzones del piso.

No pasó nada mas por varias semanas. El trabajo era tan normal, que a veces llegué a dudar de haber vivido realmente todo aquello. Sin embargo, vivía a la espera de que sucediera nuevamente.

Una tarde, al regresar de la comida, encontré al licenciado con su amigo, el arquitecto. Estaban tomando una copa y estudiando algunos planos.

El licenciado quiere que te quedes de guardia – me informó la secretaria – porque está en junta con el arquitecto y pudiera ofrecerse algo.

Ni modo – contesté fingiendo contrariedad – aunque ya un ramalazo de excitación recorría mi cuerpo.

Se fue la secretaria, y el resto del personal. Me quedé a la espera de cualquier cosa, cada vez más nervioso y excitado.

César – gritó finalmente el licenciado, y brinqué asustado sin poderme contener.

Dígame licenciado – pregunté solícito.

Dice mi amigo que te portaste muy grosero con él el día que fuiste por los planos – me dijo con gesto serio.

Yo? – contesté sorprendido, tratando de recordar qué había sucedido, aparte de la espectacular cogida del rubio – no señor, le juro que no.

El arquitecto sonreía tranquilamente. Comprendí que la queja no era mas que un pretexto.

Si me porté incorrectamente le pido una disculpa – dije inmediatamente.

Pues no es suficiente – contestó el licenciado – y ya sabes lo que algo así amerita.

Si señor – acepté humildemente.

Y sin pantalones – acotó mi jefe como ultima palabra.

No tuve mas remedio. Me quité los pantalones.

También la camisa – pidió el arquitecto, y yo obedecí.

Sobre sus rodillas – indicó el licenciado señalando a su amigo.

El arquitecto me colocó sobre las piernas, atravesado, con el culo arriba. Primero sobó mis nalgas. Su mano grande y fuerte sobre la delgada tela de mis calzoncillos.

Qué culo más hermoso – comentó acariciando mis glúteos.

La pesada mano cayó sin ninguna misericordia. Una y otra vez. Mis nalgas brincaban como gelatina fresca, mientras yo solo atinaba a apoyar mis manos sobre la alfombra para guardar el equilibrio. Tras varios minutos de castigo, con el eco de las nalgadas resonando en la oficina, el licenciado vino hasta el sillón y se sentó junto a su amigo. A escasos centímetros de mi rostro, el bulto de su bragueta. No podía mirar mas arriba. Mi atención estaba puesta en las manos de mi jefe, que lentamente abrían la cremallera de sus pantalones. Como en cámara lenta, su pene emergió por la abertura. La cabeza goteaba ya líquido seminal, y el intoxicante olor de su sexo llegó hasta mi nariz.

Tómala ahora – ordenó acercándome su grueso y henchido falo.

El castigo se interrumpió brevemente, apenas lo necesario para que me metiera aquel grueso apéndice de carne en la boca, y las nalgadas comenzaron de nuevo. La verga en la boca, los golpes en mis nalgas, una combinación explosiva y excitante.

Ya tiene el culito húmedo y dilatado – dijo el arquitecto metiéndome uno de sus dedos en el ano.

Pues entonces me lo voy a coger – dijo el licenciado poniéndose de pie, quitándome la jugosa verga de la boca y dejándome que apenas comprendiera lo que iba a suceder.

El arquitecto me bajó de su regazo. Se abrió la bragueta y se sacó la verga, dura y gruesa. De rodillas, me ordenó que me la tragara toda. Apenas me la metí en la boca, cuando sentí al licenciado acomodarse a mis espaldas. Su verga, lista ya, buscaba el camino hacia mi orificio, y lo encontró rápidamente y preparado para recibirlo.

Te la voy a meter hasta el fondo – me avisó, como si aquello me importara, o pudiera cambiar en algo lo que inevitablemente iba a suceder.

Sin embargo, a pesar del aviso, a pesar de desearlo, a pesar de saberlo, su verga me penetró y como siempre, el licenciado me sorprendió. El doloroso regalo era insoportablemente grueso, y a pesar de tener la boca llena de verga tuve que gritar mi insospechado dolor.

No – gemí – es demasiado, no puedo.

Una sonora nalgada me llenó el culo de sensaciones y de mas verga, pues todavía no había entrado en su totalidad.

No mas, por favor – rogué ya mas débilmente.

El resto de la verga entró hasta el fondo. El placentero dolor creció de ella, con ella, con sus vaivenes y sus embestidas, con sus sacudidas y estertores, que no hacían sino arrastrarme a la oscura playa donde ya nada, ni siquiera yo, importaba. Lo acepté ya todo, vencido y convencido, complaciente y decidido.

El licenciado me usó el tiempo que quiso y me entregó a su amigo al terminar, como quien ofrece el mejor habano al visitante, y por supuesto me tomó, haciéndome sentar sobre su dura estaca de carne, como si no hubiera tenido ya suficiente con la del licenciado. Pero no me importó, y me senté en ella, queriendo clavármela porque así lo leía en los ojos de mi jefe, porque quería que se sintiera orgulloso del chofer que tenía, y porque su deseo no era sino complacer a su amigo, aunque fuera con mi propio culo.

Esa noche llegué a bañarme a casa y no pude dormir sino hasta que me masturbé tres veces, reviviendo lo vivido una y otra vez.

El día siguiente, dolorido y todo, recibí la buena noticia de un aumento de sueldo. El licenciado en persona me lo notificó.

Por tu buen desempeño – dijo mirándome a los ojos.

Gracias, señor – contesté sinceramente.

Me acerqué para tomar el cheque. La mano del licenciado estaba sobre la bragueta abierta. Por la abertura, los negros vellos de su pubis asomaban, así como una parte de su pene.

Muéstrame tu agradecimiento – ordenó.

Me hinqué frente a sus piernas y terminé de sacarle la verga fuera de los pantalones. Aun no estaba del todo erecta, y comencé a mamar la suave y mullida carne. El repiqueteo del teléfono nos interrumpió.

Le dije que no quería llamadas – tronó furioso el licenciado en la bocina.

Algo le dijo la secretaria y el licenciado me hizo señas de que me quitara. Abandoné su pene, que ya estaba mucho más grueso y duro.

Es Miguel, mi hijo, no sé que cosa quiera aquí – me dijo mientras se cerraba la bragueta.

Me puse de pie, tratando de encubrir mi erección con las manos.

Se le ofrece algo mas, licenciado – dijo la secretaria entrando acompañada de Miguel.

No, puede irse a casa – contestó mi jefe.

Solos los tres en la oficina, nos quedamos viendo en silencio.

Qué pasó, Miguel? – preguntó el licenciado entonces.

El chico me miró. Se notaba nervioso. Se estrujaba las manos sin decidirse a hablar.

Dilo de una buena vez, carajo – explotó el padre.

Choqué el coche de mamá – dijo Miguel con un hilo de voz.

Qué?, maldita sea!, cuántas veces te he dicho que no lo manejes? – le gritó.

Perdóname, papá – rogó Miguel asustado al ver la conocida cólera de su padre.

Qué perdóname ni que mis huevos – vociferó encabronado el licenciado.

Miguel y yo brincamos al mismo tiempo. Ambos vimos al hombre quitándose el cinturón. Mi verga se enderezó de nuevo rápidamente, aunque esta vez no tuviera ningún motivo. Se acercó a Miguel y lo jaloneó del brazo.

Ahora vas a aprender, muchachito pendejo, a respetar mis ordenes – sentenció.

Miguel fue colocado sobre el escritorio. Llevaba puesto un holgado pantalón de mezclilla y una playera. El pantalón le ahorró los primeros y dolorosos azotes, pero el licenciado se dio cuenta de que el muchacho no estaba recibiendo el suficiente castigo y le ordenó que se los quitara.

Delante de él? – preguntó el muchacho señalándome con la mirada, mas humillado que otra cosa.

Me vale madre delante de quién! – vociferó el licenciado, y el chico se apresuró a quitarse la prenda.

En calzoncillos, volvió a tomar su lugar. Esta vez la suave prenda de algodón no pudo amortiguar los dolorosos cinturonazos del licenciado. Después de diez sonoros azotes, el muchacho pidió clemencia.

Ya, papá, por favor – gimió – ya me arde el trasero.

Y más te va a arder si sigues por ese camino, muchachito pendejo.

De verdad, papá, ya no aguanto más – lloriqueó.

No es para tanto – dijo el licenciado – veamos que tanto daño te he hecho.

De un tirón le bajó los calzones hasta los tobillos. Las blancas y bien formadas nalgas de Miguel quedaron desnudas. Me excité nada mas de ver las enormes manos del licenciado bordeando la suave curva de su blanco culito, ahora surcado por las marcas de los golpes del cinturón.

Los pantalones del licenciado mostraban el grueso bulto de su verga hinchada.

Sigue con lo que estabas haciendo antes de que me interrumpiera mi hijo – ordenó dirigiéndose a mí.

Sin mas demora me hinqué frente a su entrepierna y ante los asombrados ojos de Miguel saqué el grueso vergajo de su padre. Me lo metí en la boca, sin dejar de mirar al hijo y las manos del padre acariciándole el culo. Los tres gemimos de deseo casi al mismo tiempo. Sin dejar de mamar la suculenta verga, vi que el licenciado abría las nalguitas de Miguel, buscándole con un dedo el orificio del ano. El chico gimió con el contacto, y volvió a gemir al sentir que el dedo entraba en su cuerpo.

Te gusta, verdad cabroncito? – preguntó el licenciado metiéndole el dedo hasta el fondo.

No sé, papa – contestó Miguel con los ojos bien cerrados.

Pues probemos con un dedo mas – dijo, separando las nalgas de Miguel para insertarle ahora dos de sus gruesos dedos.

Miguel se quejó, pero siguió echado sobre el escritorio, sin hacer nada para impedir que su padre le metiera los dedos en su pequeño orificio.

Pues a mí me luce que este culito esta más que preparado para recibir algo más grueso y cabezón – sentenció.

Lo que tu digas, papá – aceptó Miguel dócilmente.

César – dijo el licenciado dirigiéndose a mí – ensalívale bien el culo, porque me lo voy a coger.

Dejé de mamarle la verga al licenciado para enterrar la nariz en el precioso par de nalgas del hijo. La carne satinada y tersa de sus glúteos fue un deleite para mis sentidos. Le lamí el agujerito y sus contornos, mojándole bien el ano con mi saliva. El licenciado no permaneció ocioso. Al verme en cuatro patas, con las nalgas al aire, comenzó a darme unos buenos cachetes en el culo.

Apúrate – me gritaba al tiempo que me propinaba sonoros cachetes en ambas nalgas. El conocido calor corrió por mi cuerpo como lava ardiente. Le metí la lengua a Miguel todo lo que pude, enardecido por el maltrato del su padre en mi castigada retaguardia.

Está listo – dije en un apagado susurro.

El licenciado me hizo a un lado. La enhiesta verga parecía un mástil de carne dura y dudé que el pobre y virgen muchacho pudiera aguantar semejante trozo. Sin embargo el culo estaba muy lubricado y no opuso resistencia al pertinaz empuje de aquella gruesa herramienta. Como una pesadilla la vi desaparecer en el angosto túnel y Miguel ni siquiera chistó.

Este muchachito nació para ser cogido – fue el único comentario del licenciado.

Comenzó a bombear con fuertes empujones, mientras Miguel se sostenía apenas del borde del escritorio. Después de varios minutos, Miguel bufaba como un pez arponeado. Gruesas gotas de sudor escurrían por su frente y espalda. El licenciado también transpiraba.

Refréscame los huevos con tu lengua – ordenó mientras tomaba un respiro.

Me metí entre sus velludas piernas abiertas. Sus enormes huevos colgaban como un par de frutas maduras. Olían a macho. Comencé a lamerlas primero, y terminé metiéndomelas en la boca completamente. El licenciado comenzó de nuevo a moverse, y me hice a un lado, maravillado con el inusual espectáculo de ver aquella enorme vergota desaparecer dentro del cuerpo del muchacho. Comencé a masturbarme como loco, al escuchar que el licenciado parecía también a punto de venirse. Lo hicimos ambos al mismo tiempo.

Miguel quedó desmadejado sobre el escritorio. Cuando se puso de pie, su bonita y estilizada verga estaba completamente erecta.

Haz algo por él – me ordenó el licenciado tomando asiento.

Jalé a Miguel hasta el piso. Quedó acostado boca arriba en la alfombra. Me monté a horcajadas sobre su cuerpo. Acomodé su verga entre mis nalgas y descendí hasta sentirla entrar en mi cuerpo. Miguel pareció despertar de su letargo y comenzó a menear las caderas. Apenas unos minutos después se vació dentro de mí.

De esto no debe enterarse nadie – dijo el licenciado dirigiéndose a Miguel – y a ti no tengo porque recordártelo – dijo mirándome a mí.

Ambos asentimos. Nos vestimos y cerramos la oficina. Manejé hasta la casa del licenciado.

Llévate el coche y pasa mañana temprano a recogerme – dijo el licenciado al bajarse.

Si señor – acepté - estaré aquí a las ocho en punto.

Te necesito a las siete – dio asomándose por la ventanilla – porque tengo una reunión de negocios fuera de la ciudad.

Si señor, como usted diga – repliqué.

Y no olvides traer algo de ropa limpia y un traje de baño – completó mientras estiraba una mano y me sobaba la tetilla izquierda – o mejor aun, no traigas nada, que lo más probable es que te tenga desnudo todo el fin de semana – agregó al tiempo que me pellizcaba con fuerza el pezón.

Como ordene, patrón – dije entre dientes.

Y yo no olvidaré llevarme un buen surtido de cinturones – dijo malévolamente al despedirse.

Era mi jefe, me pagaba bien, y bueno, sólo lo hacía por corregirme.

Si te gustó, házmelo saber.

altair7@hotmail.com