El chocho de la chica gordita
Hace unas semans que me obsesioné con las chicas gorditas, gracias a Iris.
Mi perversión sexual aumenta con el paso del tiempo. Me falta poco para cumplir los sesenta y ahora me ha dado por los culos gordos, exageradamente y desproporcionadamente gordos. Ha sido a raíz de ver a varias mujeres de una familia televisiva conocida por sus nalgas enormes.
Me atrae más la madre, aunque me la meneo también mirando fotos de la hija más pequeña o de la más famosa.
El caso es que mi obsesión me ha llevado más allá. He ofrecido dinero a tres mujeres culonas que conozco desde hace tiempo. Quería ver sus culos, contemplar y tocar sus coños, e incluso pagarles si me apetecía metérsela. Dos de ellas me mandaron a la mierda sin contemplaciones. La tercera me amenazó con explicárselo a mi mujer, aunque no me quitaba ojo de la bragueta. Me preparé a conciencia para ir bien empalmado. No descarto que esta tercera me lo enseñe algún día. Cada vez que nos cruzamos hace un gesto de desprecio, pero me mira la bragueta. Y yo le miro la entrepierna descaradamente.
Las tres negativas me lanzaron a la desesperada búsqueda en Barcelona de muchachas o mujeres. Me daba igual la edad, la raza o el aspecto. Sólo necesitaba un culo bastante gordo. Si toda ella era gorda, mejor.
Paseé a diferentes horas por barrios populares, donde viven las gentes trabajadoras y sencillas. Se lo propuse a varias mujeres sin importarme la edad. Desde los diez y pocos hasta los cuarenta y tantos o, incluso, cincuenta y algunos, mujeres sudamericanas, españolas, árabes y africanas, también abordé a un par de chinas gordas. No hace falta decir que la mayoría me llamaron loco.
Encontré finalmente a una chica voluminosa en un barrio que no especificaré porque así se lo prometí a ella. Le ofrecí cincuenta euros para diluir sus últimas dudas. La llevé a un hotel especializado en acoger parejas. Directamente, sin preámbulos le quité la falda y la tumbé en la cama boca abajo. Llevaba un tanga negro que se perdía entre dos nalgas enormes y blancas, con algunos granos diseminados y celulitis incipiente. Las sobé bien y las manoseé a placer. Las mordisqueé y percibí el olor característico del chocho. Probablemente, hacía muchas horas, quizá días, que no se lo había lavado. Me costó separar sus nalgas y encontrar el orificio anal. Le gustó cuando se lo acaricié. También percibí el inevitable olor propio del agujero. Le metí un dedo impregnado en saliva. Gimió levemente, pero no era eso lo que yo buscaba. En otra ocasión me la hubiese follado por el culo. Ahora me obsesionaban las nalgas y el coño. Quería ver el coño de esta culona; el de esta y el de todas las que me lo permitan. Le di la vuelta y le quité el tanga. Tenía el chocho cubierto por una buena mata de vello que se escapaba de la minúscula tela. Me parecía extraño en una muchacha tan joven. Debía rondar los veinticinco o veintiséis años. Se ha puesto de moda el chocho depilado o rasurado, como si sólo tuviese diez añitos. Palpé el pequeño y mullido promontorio de la pelvis. Era mullido y gelatinoso, igual que los labios mayores que rodeaban la hendidura del chocho. Los labios menores que subían hasta el clítoris, minúsculo como un grano de arroz, emergían como dos pétalos arrugados de la hendidura. Estaba empapada. Un líquido transparente y viscoso mojaba toda la raja. Emitió un par de suspiros de impaciencia. Rocé el clítoris con el dedo índice. Reaccionó de inmediato con un jadeo. Le metí dos dedos en la vagina y se le cortó la respiración. Estaba caliente. Le acaricié el interior del coño con los dos dedos sin perder detalle del paisaje sexual que me ofrecía: un chocho con labios gordos, cubiertos y rodeados de vello ensortijado negro y un círculo rugoso y levemente abultado por debajo de mi mano. Era el culo. Por su aspecto, debía estar bastante más dilatado de lo que yo noté al meterle un dedo. Seguí acariciando el interior del coño y se fue hinchando como un globo. Presionaba sobre mis dedos, empujándolos hacia afuera. Movía las enormes caderas hacia arriba y hacia abajo. En menos de un minuto, el chocho estaba inundado de flujo. Se tapó la boca para apagar un grito que precedió a un chorro que salió muy cerca del clítoris y llegó hasta mi codo. Repitió varios chorros entre jadeos y gimoteos contenidos.
Abrí de nuevo su coño cuando finalizaron las convulsiones. Lo tenía más inflamado, mojado, por dentro y por fuera. Apliqué un masaje en los labios mayores. Resbalaban entre mis dedos. Estaban más hinchados que antes y los labios menores asomaban brillantes por la hendidura. Acaricié el orificio anal y este se abrió pidiendo su invasión. Le metí dos dedos. Le gustaba. Me pedía más, pero los saqué y se los metí de nuevo en el coño después de ponérselos en la boca para que los chupara bien. De nuevo se hinchó el interior del coño. Se volvió loca moviendo la cabeza de un lado a otro. Expulsó varios chorros de un líquido inodoro, ligeramente viscoso.
Me coloqué de rodillas delante de ella. Desnudo, con la polla tiesa y descapullada. Tenía una fuerte erección. Apoyé sus pies sobre mis hombros y le acaricié el chocho con el capullo. Un capullo de casi sesenta años refregándose con un chocho de veinticinco tiene su morbo. Los roces con el clítoris hacían efecto. Por primera vez en toda la sesión, abrió los ojos para mirarme. Su mirada estaba cargada de lujuria; ardía de deseo. Le metí el capullo. Lo moví en círculos en el interior del chocho mirándola fijamente. Se hinchaba nuevamente al frotarlo. No tardó mucho en reaccionar. Movía las caderas y las levantaba para meterse mi polla hasta los huevos, ahora ronroneando, ahora gimiendo, ahora jadeando. La presión en mi polla era cada vez más fuerte. Su coño apretaba mi polla. Aceleró las convulsiones y llenó mi vientre con nuevos chorros de líquido que expulsaba entre gemidos y jadeos y algún grito ahogado.
Tenía toda la polla llena de lechaza a punto de reventar. Presionaba sobre mi capullo con impaciencia por salir disparada. Me aguanté sin correrme dentro de su chocho. No había venido a eso. La saqué. Babeaba gotas del líquido preseminal.
Inspeccioné de nuevo el coño para quedarme con los detalles. El vello lo cubría todo, desde el pliegue por encima del pubis, hasta el culo, llenando las ingles. Brillaba por los líquidos que había expulsado en las corridas. El ardor los mantenía hinchados los labios mayores. Dejaba a la vista los labios menores, pequeños y rugosos, y el minúsculo clítoris. Todo brillaba, estaba muy lubricada. Me quedé con esa imagen y añadí la de las enormes nalgas, un poco celulíticas, que se movían como un flan cuando caminaba.
No le pregunté el nombre. Tampoco me pidió más dinero por metérsela. A veces pienso si no podría ser una prolífica redactora de relatos eróticos a la sigo buscando en la calle entre todas las muchachas rellenas y gordas.