El chico que admiraba a Adam Levine (Parte 3)

El drama se desata cuando Pablo, el homófobo hermano de Bosco, les descubre haciendo el amor en el salón de su casa. Layo aprovecha el incidente para vengarse del trato recibido por Bosco con brutalidad innecesaria, y Pablo decide salir en su busca para hacerle pagar ojo por ojo y diente por diente.

Durante las semanas siguientes Bosco obligó a Layo a mantener relaciones sexuales en la intimidad de su habitación con una periodicidad creciente, en las que el grado de perversión de las prácticas fue el denominador común; en general incluían una amplia gama de comportamientos sadomasoquistas, pues Bosco se reveló como un amante inseguro que necesitaba sentir un fuerte dominio personal sobre su escurridizo compañero para obtener placer. Layo le dejó claro desde el principio que sólo participaría en esas movidas mientras sus padres estuvieran ausentes de Madrid, pero que con las primeras brumas de septiembre su supuesta deuda estaría mas que pagada y dejaría de someterse a sus imprevisibles caprichos.

En realidad, Layo no estaba siendo sincero consigo mismo; aunque nunca lo hubiera reconocido públicamente, follaba con Bosco porque le apetecía, y si bien el primer día le pareció un espectáculo humillante y desvergonzado, enseguida le pilló el punto al asunto y se dejó llevar por el morbo y la fantasía que la peculiar relación y el arriesgado escenario aportaban.

Pero la grotesca intervención de Bosco le había dado, sin pretenderlo, la perfecta excusa para marcharse de casa, un paso que deseaba dar desde que alcanzó la mayoría de edad (nunca había tragado a su madrastra, por ninguna razón en concreto, aparte del hecho cierto de no ser su madre ni parecerlo). El imbécil de su hermanastro le había dado una razón de peso adicional para desear abandonar aquella jaula de oro de clubes de campo y rosarios compartidos en familia. Layo no se identificaba con ninguno de los valores de sus progenitores, añoraba una vida moderna donde no tuviera que ocultar bajo siete velos su condición sexual, y estaba dispuesto a pagar el precio necesario por su libertad. Otro de los motivos recurrentes que le impulsaban a abandonar el claustrofóbico nido familiar tenía que ver con la pertinaz negativa paterna a dejarle estudiar diseño y moda, su verdadera vocación, aduciendo que esa era una profesión de “maricones y drogadictos, gentes de mal vivir y comportamiento indecoroso”. De esa inmovilista posición no le movía ni el Papa, y mira que le tenía aprecio al mandatario vaticanista, con fotos suyas de todos los tamaños y en las mas variadas situaciones repartidas por todas las estancias de la casa.

Probablemente hubiera esperado un par de meses mas antes de decidirse a tomar cartas en el asunto, si no hubiera sido por el desagradable incidente ocurrido en la noche del martes 23 de agosto. Nada hacía presagiar la tormenta de emociones que se avecinaba aquella calurosa tarde en la que Bosco y Layo, que habían estado bañándose en la piscina, sintieron hambre y entraron a devorar la cena que la cocinera les había dejado preparada en el office. Eran cerca de las once de la noche, y tenían toda su casa a su disposición para disfrutar a lo grande de sus juegos de dominación favoritos, puesto que el servicio se había tomado el día libre. Solos y muy cachondos, tenían puesta la música a todo trapo en el salón mientras Layo le comía la polla con parsimonia a un relajado Bosco repantingado en el sofá; el miembro activo de la peculiar pareja le agarraba del pelo con una mano y le conminaba a proseguir su tarea con la otra mientras le acercaba a ratos a la boca algunos nachos con Ketchup, alimentándole como al perro que sentía que era. Layo le seguía el rollo por puro aburrimiento, aunque en ningún momento se sintió identificado con ninguno de los papeles que interpretaba a la perfección “Todo sea para que este cretino esté contento y no se le ocurra sacar la lengua de paseo”.

Entonces ocurrió lo imprevisible. Example ponía la banda sonora con una letra de lo mas apropiada a la situación:

But now I want off this ride

Cause you’re scaring me

And I don’t like where we’re going

I need a new fun fair

Cause you´re scaring me

And I don’t like where we’re going

El trepidante ritmo de la música en Kiss TV les impidió escuchar el lejano ruido de la puerta de entrada cerrándose de golpe; tampoco se dieron cuenta, absortos como estaban en la magia compartida de sus cuerpos desnudos, de que Pablo había entrado en el salón, a espaldas suyas y, aún con las llaves en la mano, observaba atónito las evoluciones eróticas de Bosco y Layo con una mueca de incredulidad en el rostro.

  • Pero…¿¡qué cojones está pasando aquí!?...¿¡se puede saber que hacéis!? – Pablo se situó ante ellos y se llevó espontáneamente una mano a la boca al contemplar la enorme erección de un Bosco semidesnudo y a Layo a sus pies lamiéndole los huevos con frenesí – ¡No puedo creerlo! ¡Sois un par de putos maricones de mierda!

Bosco se levantó del sofá con urgencia, se subió a toda prisa el pantalón del chándal y se acercó implorante hasta donde se encontraba su hermano mayor, que le rechazó con cajas destempladas.

  • La culpa no es mía – lloriqueaba Bosco como una nenaza – Layo me ha obligado a hacerlo…

Layo, al estar completamente desnudo, necesitó mas tiempo para buscar la ropa, desperdigada por los muebles del salón, y vestirse, pero su enérgica voz se dejó escuchar desde la chimenea del fondo en tono amenazante.

  • ¿Qué yo te he obligado a quéeee? ¡Serás hijo de puta!

De todos modos sus argumentos no resultaron creíbles para su hermano, que, con los brazos cruzados firmemente sobre el pecho se negaba a mirarle y menos aún a escuchar sus argumentos.

  • Mira, Bosco, no me cuentes milongas, que se te veía encantado con el tinglado este. No tengo nada mas que decir, me habéis decepcionado profundamente los dos…no quiero volver a veros a ninguno – y les señaló a ambos alternativamente con el dedo índice en tono acusador – ¡sois la vergüenza de esta familia, una auténtica escoria, peor que las ratas de la calle! ¡Folleteando entre hermanos, cometiendo el pecado mas ruin y rastrero que existe, y además entre hombres!¡Lo vuestro no tiene perdón de Dios!

Layo se acercó a intentar calmarle los ánimos, pero lo único que recibió a cambio fue un sonoro manotazo de parte de Pablo, que se lo quitó de en medio de forma cruel.

  • ¡Y tú no me toques, chupona de mierda! Sigue con tus mamadas, pero fuera de esta casa, no ensucies nuestros apellidos – y se marchó de allí a grandes zancadas lanzando maldiciones contra ellos, y asegurando a grandes gritos que la cólera divina caería sobre sus cabezas por haber transgredido tal o cual mandato divino.

Tras escucharse un fuerte portazo en la entrada principal, y el ruido del motor de su Audi A4, Layo, sentado en el brazo de un sillón, con los ojos arrasados de lágrimas, lanzó una mirada cargada de furia hacia su hermanastro, que parecía perdido dando vueltas en círculo por el pasillo sin saber como reaccionar ante tan lamentable espectáculo. Layo se encaró con él con el odio escrito en la mirada; le agarró de la pechera y le elevó unos centímetros en el aire:

  • ¡Todo esto ha sido culpa tuya, hijo de puta! ¡Ahora Pablo ya no va a hablarnos el restos de nuestras vidas, cabrón!

  • Yo no sabía …que volvería de Marbella tan pronto…- protestó Bosco con escasa convicción – yo también estoy acojonado, Layo…

  • ¡Y mas que lo vas a estar a partir de ahora, basura con patas! – y situó su puño cerrado en posición amenazante a la altura de la cara de su hermano.

La primera hostia la recibió en el pómulo, y cayó al suelo entre agudos gritos de dolor; Layo estaba fuera de sí, y habría podido matarle allí mismo, porque la lluvia de golpes que recibió un indefenso Bosco en el rostro y el pecho eran mortales de necesidad.

Cuando terminó de propinarle la impresionante golpiza, Bosco tenía el rostro ensangrentado, respiraba con dificultad y se había trabado la lengua al mordérsela accidentalmente durante los dos minutos mas escalofriantes de su vida. Layo no se dio por satisfecho con su vergonzosa acción, a pesar de tener los puños manchados de sangre propia y ajena, y es que era tal la fuerza con que le había golpeado que se había lastimado los nudillos; rojo de rabia, haciendo caso omiso de las débiles súplicas de aquel ser de rostro abotargado y ojos implorantes se bajó los pantalones y le meó con ganas por encima de la cara, provocándole un dolor insoportable al tomar contacto la orina con las heridas abiertas de la cara, entre las que destacaba un corte brutal en la ceja derecha.

Layo sabía que se estaba comportando como un psicópata, pero, en ese momento, creía estar tomando cumplida venganza por todo el estrés acumulado en las pasadas semanas. Había cometido un error garrafal al permitir que aquella situación tan irregular se alargara indefinidamente, por culpa de la lascivia de aquel impresentable que parecía agonizar en el pasillo principal. Layo no se quedó para averiguarlo, aunque intuía que se había pasado varios pueblos con la brutal paliza. Sin tiempo que perder, metió un par de camisetas y pantalones en una bolsa de deporte y se marchó de la mansión familiar por la puerta trasera, dispuesto a no volver a pisarla nunca mas.

Layo se refugió en el apartamento madrileño de su tío materno, Jose Luis, en el Paseo de la Habana de Madrid; como de costumbre, éste, que era piloto comercial, se encontraba ausente del mismo, en alguno de sus constantes viajes tripulados alrededor del mundo, pero Layo, en calidad de sobrino mayor, y ahijado suyo, poseía un juego de llaves a su disposición “por si quería pasar la noche con una chica guapa en un lugar céntrico y seguro”, le había dicho en cierta ocasión su tío, que sentía por él una especial predilección. Pero no fue precisamente una chica guapa quien se personó por allí a la mañana siguiente, mientras Layo se practicaba un rústico vendaje en los puños con el escaso material encontrado en el botiquín del baño. El telefonillo exterior estuvo sonando hasta siete veces hasta que, para evitar un escándalo entre los vecinos, se decidió a dejar entrar a la persona que golpeaba de manera frenética el timbre de entrada. Layo sentía miedo del agresivo intruso, pero sabía que no le quedaba opción: peor sería que echara la puerta abajo, algo que no podía descartarse en aquellos momentos de alta intensidad emocional.

  • ¡Así que te has refugiado aquí, en casa de tu tío el piloto, rata rabiosa! – fue el saludo de Pablo – ni siquiera tienes imaginación para esconderte, gilipollas.

  • Yo…perdóname…deja que te explique …estaba furioso por lo ocurrido…y no sabía lo que hacía…

  • Ya..claro… y cuando le comías la polla a mi hermano tampoco sabías lo que hacías…¿verdad? – Pablo se fue acercando lentamente hasta él tras asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada - ¿sabes lo que has hecho, anormal?

  • No…estoy seguro.

Pablo se acercó hasta él y le descargó el primer puñetazo, que le dejó clavado en el suelo.

  • Bosco está ingresado en un hospital en estado grave…pero tranquilo, que no va a estar solo en la planta, muy pronto vas a ir a hacerle compañía.

  • ¡No, por favor, espera, por lo que mas quieras, Pablo, deja que te explique… - los lloriqueos de desesperación de Layo no consiguieron aplacar la cólera de su hermanastro.

Pablo demostró en todo momento mantener la cabeza fría y en su sitio; no dejaría señales visibles a simple vista, sino que su venganza habría de ser mas sofisticada y escalofriante, si cabe. Sin demasiado esfuerzo le taponó la boca con celofán “para que no chillara como la zorra que era”, y le tumbó boca abajo sobre el suelo tras atarle las manos a la espalda y finalmente los tobillos; Layo no ofreció resistencia en ningún momento, resignado a su amarga suerte, o tal vez convencido en su interior de merecer el castigo inminente. Sin mediar palabra, Pablo le bajó el chándal de andar por casa hasta la altura de los tobillos y se quitó el cinturón de cuero de su propio pantalón vaquero. Agitándolo en el aire con fuerza, lo dejó caer de golpe sobre los bien formados glúteos de Layo, golpeando sin piedad una y otra vez el culo de su hermanito, que se revolvía impotente ante cada embestida de aquella serpiente de cuero que estaba destrozando su trasero.

  • ¡Esto por maricón y comepollas y por llevarte a la cama a mi hermano, puta asquerosa! ¡Y esto por pegarle después hasta casi matarle para que no pudiera contar la verdad…!

Cuando el castigado culo estaba plagado de llagas Pablo se dirigió a la cocina con parsimonia y regresó al cabo de diez minutos con una sartén rebosante de aceite caliente que desparramó en buena cantidad por las heridas abiertas en carne viva, causándole el dolor mas intenso de su vida.

  • ¡Quiero que sufras como mi pobre hermano ha sufrido desde que le obligaste con tus engaños a cometer actos impuros e inmorales contigo. A saber cuanto tiempo llevabas beneficiándote a un chaval tan inocente y bueno como él…¡y encima le dejas medio muerto después de abusar de él! ¡hijo de la gran puta!

No contento con el inmenso dolor causado hasta entonces, Pablo buscó un cubo en el fregadero, lo llenó casi hasta el borde de agua, y reanimó a cachetazos a Layo, que había perdido el sentido tras pasar un buen rato intentando frotar el culo contra la pared en busca de un imposible alivio. Le cogió del pelo, le retiró el celofán de la boca de un solo tirón, lo que terminó de despertarle de golpe del daño producido y le hundió la cabeza en el agua sin previo aviso.

  • ¡Ocho, nueve , diez! Bien, campeón, ya vale por ahora…

Layo buscó el aire como un pez fuera del agua entre grandes resoplidos y toses compulsivas. Estaba desesperado, pensó que iba a morir allí mismo y se meó encima.

  • Ya has descansado suficiente, zorra. Toma un poco mas de agua, que te sentará bien.

Con la cabeza hundida de nuevo hasta el fondo del cubo, y su cuerpo convulsionándose de manera peligrosa, Pablo se asustó de pronto de su propia crueldad y tiró de él hacia atrás con fuerza antes de llegar al número siete. Layo estuvo tosiendo un buen rato, con el rostro congestionado, los ojos hinchados y el cuerpo hecho un guiñapo. Cuando dejó de toser, había perdido el conocimiento, y su torturador pensó por un instante que había muerto. Entonces se dio cuenta de la bestialidad cometida para vengar a su hermano carnal, y se vino abajo sin remedio.

Una intensa carga emocional de culpa y arrepentimiento le desbordó por completo, y, de forma milagrosa, dejó entrever sus verdaderos sentimientos hacia Layo. Las lágrimas inundaban su rostro mientras intentaba infructuosamente reanimarle con pequeños cachetes en las descoloridas mejillas, y buscaba infructuosamente un inexistente pulso en el cuello y la muñeca.

  • Joder, Pelayo, ¿porqué ha tenido que pasar todo esto? - se lamentaba entre lloros a grandes voces - ¡Dios mío, ¿porqué has castigado a mi familia de esta manera?! ¡Señor, tú eres testigo, yo le quería como a un hermano… eras mi favorito, y quería protegerte de todo peligro! ¡te quería mas que a mis propios hermanos de sangre, Dios sabe que no miento! – ahora Pablo lloraba de forma inconsolable con Layo en brazos, ofreciendo una involuntaria imagen de Piedad moderna de patético dramatismo; le mesaba los cabellos mojados y se los retiraba de la cara y le besaba las amoratadas mejillas con ternura, esperando una imposible reacción por su parte.

Pablo perdió la cuenta del tiempo que pasó acunando a Layo en sus brazos de camionero como un bebé mortecino; tal vez fueran diez, quince minutos…hasta que, lentamente al principio, Layo abrió los ojos, tosió un par de veces y se mostró incapaz de ubicarse o de reconocer a la persona que tenía frente a él. Le dolía el culo extraordinariamente, pero con las manos y los tobillos atados, poco es lo que podía hacer al respecto. Cuando por fin salió de su bruma mental y reconoció a su improvisado carcelero soltó un desgarrador grito de dolor que Pablo, al no poder utilizar las manos por mantenerle cogido en sus brazos, acalló de forma instintiva besándole con ímpetu en la boca y jugueteando con su lengua en el interior de su cavidad bucal hasta que consiguió acallar su desaforada histeria inicial. Después procedió a desatar sus vendajes, le tumbó bocabajo en la cama del dormitorio de invitados y buscó algún remedio casero para curar sus heridas. Layo no entendía nada de lo que estaba pasando y simplemente se dejó hacer, básicamente porque estaba exhausto y no podía articular palabra. Al cabo de un minuto, Pablo regresó con un ungüento que había encontrado en el armario del baño y podría servir para calmar de momento el intenso dolor de sus heridas.

“Si yo fuera un puto maricón como Bosco – pensó Pablo mientras aplicaba la pomada por el trasero dolorido del yacente – también me encantaría follarme un culo tan bonito como el de Layo. Guapo, deportista, con buen cuerpo, rico e inteligente…¿que otra cosa podías salir sino maricón, Layete? – y por primera vez sintió un chispazo de intuición que le permitió entrever las poderosas razones de aquella pasión prohibida que él, por motivos culturales y religiosos, juzgaba “contra natura”.

(Continuará)