El chico que admiraba a Adam Levine (Parte 1)

Bosco y Layo tienen 19 años y son considerados por todos como hermanos, ya que la madre de Bosco y el padre de Layo están casados entre sí; ambos comparten habitación en un chalet unifamiliar de Torrelodones, pero una fuerte rivalidad, el desprecio mutuo y la insinceridad dificultan su convivencia.

A veces ocurre que la persona que buscas con tanto anhelo se encuentra muy próxima a ti, pero rara vez sucede como en el caso de estos dos jóvenes, que lo tienes justo al otro lado de tu habitación, y que le puedes considerar casi como tu propio hermano; y digo casi, porque Bosco y Layo compartían un único nexo en común: la madre de Bosco y el padre de Layo estaban casados, y eso les convertía a la fuerza en medio hermanos. Pero eso no quiere decir que ellos se sintieran en absoluto hermanados, mas bien al contrario.

Sus padres se casaron cuando ambos contaban doce años y los dos niños, junto con Pablo, el hermano mayor de Bosco, y Alvaro, el hermano menor de Layo, se mudaron a vivir a un amplio chalet con piscina situado en una zona residencial de Torrelodones, muy próxima a la sierra de Madrid.

El padre de Layo era viudo desde hacía seis años, y en casa nunca se hablaba de la cruel enfermedad que se había llevado a su adorada esposa cuando el menor de sus hijos tan solo contaba dos años de edad; el golpe emocional había resultado demasiado duro para este prestigioso publicista, relacionado con alguna de las campañas mas populares de la prensa y la televisión nacionales. Realmente, este hombre severo de profundas convicciones religiosas había quedado devastado tras perder al amor de su vida cuando contaba tan solo treinta y cinco años. Al cabo de varios años, a pesar de su carácter reservado, había conseguido intimar con una compañera de trabajo de su misma edad, rondando ambos la cuarentena, y que se había divorciado recientemente de un hombre de negocios que, por motivos de trabajo, viajaba alrededor del mundo mas de la mitad del año, con lo que sus oportunidades de llevar una vida familiar normal, no digamos ya de pareja, eran bastante limitadas; el divorcio entre ambos fue de mutuo acuerdo, y ella conservó la residencia familiar sita en el municipio madrileño de Majadahonda, pero cuando comenzó su relación con Beltrán, ambos decidieron vender sus respectivas casas y adquirir una nueva, aún mas amplia, en un municipio cercano.

Al principio, Beltrán se había sentido culpable por no haberse podido casar “como Dios manda” con su nuevo cónyuge, pero el Padre Zacarías, su confesor espiritual, le había convencido de la idoneidad de la persona que había encontrado en el camino y de la necesidad de sus pequeños hijos de encontrar un remedo de madre que sustituyese a la que habían perdido de modo tan doloroso años atrás; de hecho, Fátima era también una católica de manual, una mujer recta, trabajadora y de derechas de toda la vida. ¿Qué más podía pedirle a la vida, que le brindaba una nueva oportunidad de ser feliz de una manera tan inesperada? Lo cierto es que ella había iniciado los trámites para pedir la nulidad eclesiástica, según decía, pero su marido no le facilitaba la tarea porque lo consideraba un capricho intrascendente por parte de ella, y además, de todos modos, no pensaba volver a casarse en un futuro próximo. Por suerte para ellos, pasados dos años de su matrimonio civil llegó la esperada sentencia de la Rota, previo pago de una buena cantidad de dinero, y ambos pudieron renovar sus votos matrimoniales ante Dios y ante su Iglesia. El resultado aparente fue el nacimiento de un nuevo retoño, nacido de las segundas nupcias de sus felices papás, el pequeño Alejandro, que ahora contaba seis años de edad, y al que conocían como Alex; se daba la paradoja de que el infante había sido concebido mientras vivían ambos “en pecado”, según la ortodoxia católica ultramontana, pero nació ya en el seno de un modélico matrimonio cristiano bendecido en los altares.

Su nuevo hogar consistía en un chalet de tipo unifamiliar por completo independiente (no “pareado” ni “adosado” como la gente de menor nivel social del entorno) con un buen pellizco de jardín y una respetable piscina exterior que solo usaban en verano. El interior constaba de un inmenso salón con chimenea y dos ambientes de casi 40 metros, cocina, office, y un aseo en la planta baja, además de un porche con columpio incorporado y una sala de juegos para los críos en el sótano. En la planta noble había cuatro dormitorios y dos baños, que se revelaron pronto algo escasos para las necesidades crecientes de cinco hijos, cuatro de ellos en plena adolescencia. Así, por esa lógica endemoniada de que ambos tenían la misma edad, Bosco y Layo se convirtieron en inesperados compañeros de cuarto, mientras que el dormitorio principal con su baño incorporado se lo quedaron sus padres; Pablo, por ser el mas mayor y responsable obtuvo el privilegio de poseer habitación propia, y Alvaro se vio en la desagradable tesitura de tener que compartir habitación con un bebé de año y medio primero, y después con un niño de edad preescolar, algo que le resultaba un poco humillante a sus 15 primaveras, por mucho que quisiera a su adorable hermano menor.

Que Bosco y Layo no se soportaban desde el primer día que se conocieron no pasaba inadvertido a nadie. Ambos eran muy diferentes en gustos y opiniones, e incluso físicamente, y con los años habían hecho una cuestión de honor oponerse firmemente a cualquier posibilidad de encuentro o término medio entre sus enconadas personalidades. Bosco le sacaba un par de meses a Layo y era de mediana estatura, rasgos marcados, como su viajero padre, al parecer, y de complexión fuerte y musculosa (“de manos regordetas y uñas mordidas como un descargador de muelles”, pensaba Layo en silencio mientras le observaba jugar a la consola (“ese invento del demonio”) en su compartida habitación, que habían dividido en dos por un muro imaginario pero efectivo que conocían como “el muro de Merlín”, vaya usted a saber porqué. Los intereses bosconianos le parecían a Layo “abyectos y carentes de la menor sensibilidad” e incluían las motos, el fútbol, los “comics”, y, muy en especial, la música del momento, desde el pop-chicle hasta el hip-hop mas comercial, sin aventurarse en otros predios mas alejados del Top 40. Layo había reparado que Bosco había desarrollado en los últimos años una indecorosa fijación con el líder de Maroon 5, su grupo favorito, al que consideraba poco menos que el epicentro de todo su mundo; Layo sospechaba por la escasa ropa que lucía el maromo en el póster que colgaba encima de su cama que su medio hermano entendía, porque, siendo tan guapo y rompedor, dentro de su vulgaridad innata, nunca había tenido novia formal, y ese sospechoso interés por el tal Adam Levine y otros de su calaña le parecía algo sospechoso.

Claro que él no podía tirar la primera piedra, ya que el verdadero homosexual de la familia era él, eso lo tenía claro. En ese terreno no quería competencia por parte de nadie, y menos de ese niñato pijo que jugaba a desclasado social con sus colegas de instituto, y, posteriormente de universidad, donde, por cierto, no daba un palo al agua.

En cambio, no le importaría seducir a su hermano mayor, Pablo, el deportista de la familia, gran aficionado al fútbol y al rugby, tanto a su práctica como a su visionado, un chaval responsable y muy atractivo que carecía de los resabios populacheros de su hermano y era un prodigio como estudiante, hijo, hermano, novio, y como ser humano en general. Layo, a pesar de no ser hermanos de sangre, le quería con locura, no exenta de cierta envidia por su éxito social, y se confesaba a sí mismo un poco enamorado de él en el mas estricto secreto…¿pero quien no lo estaba en realidad?.

Los gustos de Layo, a quien Bosco solía llamar Peyo (de Pelayo) para molestarle, iban por otros derroteros muy distintos a los de su medio hermano, y se centraban en el mundo de la moda, el diseño, los clásicos literarios, la música independiente británica y el cine en versión original; por otro lado, la simple mención de la Champions League le horrorizaba, echaba pestes de la telebasura y le mortificaba la música comercial que tanto parecía gustarle a Bosco, al que llamaba a menudo Fosco, Phoskito o Bosquimano, con el mayor desprecio posible en la entonación. Layo sabía que su familia nunca aprobaría su tendencia sexual y se protegía desarrollando una máscara de aparente heterosexualidad y cero plumerío, pero esa era su única concesión de cara a la galería; por lo demás, hacía su vida y no dejaba que nadie fisgonease demasiado en ella.

Las discusiones a la hora del desayuno entre ambos hermanos no dejaban lugar a dudas de su recíproca animadversión.

  • Me he bajado el nuevo single de Usher …¡ese sí que es un dios! – exclamó Bosco untando la tostada con mantequilla y dirigiéndose a nadie en particular.

  • Sí, pero en la cama…- observó Layo con irónica presunción mientras tomaba café a pequeños sorbos.

  • ¿Qué pasa, Peyote, que ya lo has probado con él? ¿Otro mas en tu colección?– la maliciosa sonrisa de Bosco indicaba que la refriega entre ambos no había hecho sino comenzar.

  • Eso es lo que te gustaría a ti, que te taladrara un rapero de color, pero estando tú disfrazado de tu “ídola”, Britney Spears.

  • Deja a esa zorra en paz y vete a babear con Will Young o cualquiera de esos maricones que te gustan – contraatacó Bosco entre risas.

  • Al menos no pego pósters de hombres semidesnudos en mi habitación como tú…

  • Mucho cuidado con Adam, que ese sí que es el puto amo – le previno Bosco, abiertamente contrariado.

  • El amo de tu esfínter ¿no?...

Layo sintió un agudo dolor en su cogote, producido por la sonora colleja que su madre adoptiva le propinó al entrar en la cocina y escuchar la tabernaria conversación que mantenían ambos jóvenes. Estaba indignada, pero mantenía el mismo soniquete impersonal de siempre al hablar, solo que elevando ligeramente el tono de voz para manifestar su enfado.

  • ¡Callaos ya! ¿Quién os ha enseñado ese vocabulario de macarras? ¡En esta casa nadie, desde luego! ¡Ya podíais aprender los dos de vuestro hermano Pablo, él sí que es un hombre de verdad!¡Lo vuestro es vergonzoso! ¡Parece mentira que tengáis 19 años, sois como niños pequeños!. Y hablando de niños… ¿que habría pasado si llega a estar por aquí escuchando Alex, eh?... anda, terminad cuanto antes y subid a arreglar vuestro cuarto.

Layo estaba molesto con la actuación de su madrastra, que consideraba claramente discriminatoria.

  • Oye, Fátima, ¿porqué no te guardas esas manos tan largas que tienes donde te quepan? O mejor aún…¿porqué no le das otra colleja al salvaje de tu querido hijo? Pero claro, todo tiene su explicación…¡como le vas a tocar un pelo de la cabeza al niño de su mamá, se puede romper el pobrecito!.

Fátima, de espaldas, optó por callarse mientras se pensaba una respuesta apropiada, pero cuando se dio la vuelta Layo ya había desaparecido escaleras arriba tras dejar la taza en el fregadero y levantarle el índice a su medio hermano, que le devolvió a cambio una sonrisa socarrona desde su silla. Layo sabía de sobra que aquel gesto vulgar resultaba impropio de su clase natural, pero a veces lo usaba por puro mimetismo, llevado por el desprecio que le inspiraba su compañero de habitación.

Layo, que no era creyente y se burlaba de la obtusa religiosidad de sus mayores, sabía que el peso de la rancia educación religiosa recibida era especialmente fuerte en Pablo, el hijo mayor de la atípica familia de varones que habían conformado entre ambas partes. Pablo contaba por entonces 22 años, iba a empezar quinto de Arquitectura y era un joven moderno en apariencia, pero conservador y anticuado en su limitada visión del mundo. Layo le adoraba por su bondad y su envidiable físico, pero no podía evitar una punzada de desagrado, que se guardaba cobardemente para sí, cada vez que su hermanastro la tomaba con los homosexuales o cualquiera que se saliera mínimamente del tiesto. Un tiesto en el que, a ojos de Layo, crecía una pestilente planta de raíces cristianas y peperas a partes iguales. Lo averiguó un día en que estaban los tres delante de la pantalla del ordenador de Bosco sacando punta a una veraniega foto de un mediático jugador de futbol de Primera División en la que aparecía con unos pantalones cortos, demasiado ajustados quizás, un clavel reventón en la oreja y una gorra playera.

  • Anda, que vaya mariconazo que está hecho el menda este – se descojonaba Bosco señalando con el dedo la flor que sobresalía por debajo de su ridícula gorrita playera - y eso que su novia está que te cagas de buena…

  • No, si a mí ya no me sorprende nada – reconocía Pablo reprimiendo la risa mientras apoyaba su fuerte mano en el hombro de Layo, obviamente encantado con la situación – de hecho yo estoy por decir que la mitad de la plantilla del Madrid son maricones o les gustaría serlo…y no voy a dar nombres que están en boca de todos.

  • Bueno – intervino Layo, que no sabía nada de fútbol, pero sí de igualdad de derechos para todos – mientras le peguen bien al balón y no se metan con nadie, que cada uno viva su vida como mejor le parezca.

  • ¡De eso nada! – protestó de inmediato Pablo retirando la mano de su hombro como justo castigo a su atrevimiento verbal – El fútbol es un deporte de hombres y sólo lo deben practicar machos de verdad; los bujarras de turno que se dediquen a la gimnasia artística o al patinaje sobre hielo, que es lo suyo.

  • Desde luego, tú siempre defendiendo a los maricones – se unió al coro el odioso Bosco sin dignarse a mirarle mas que de soslayo – claro, que viniendo de ti no me extraña en absoluto…

  • ¡Deja a Layo en paz…! - la varonil voz de Pablo acalló con su aire de autoridad la corrosiva intervención de su hermano menor – gracias a Dios en esta casa no hay maricones; eso se nota en seguida, con esa pluma asquerosa que tienen y esas caras de vicio tan repugnantes que ponen sin venir a cuento. Los programas de la tele están llenos de esa gentuza, que ocasionan un grave daño moral al espectador promedio de este país. Pero, claro, ellos no han tenido la educación que hemos recibido nosotros de nuestros padres, son hijos de familias disfuncionales, pobres diablos de los que abusaban sus padres de pequeños y ese tipo de cosas. Enfermos, en definitiva.

  • Ah, ¿sí? – observó un desencantado Layo levantándose de la silla ergonómica que le servía de asiento – pues espero que esa enfermedad no sea contagiosa, porque entonces no sé donde nos íbamos a refugiar…

  • Bueno, es que esa gente debería estar internada – prosiguió Pablo impertérrito – porque son un peligro para la sociedad. Esto no se puede decir en público, pero estoy convencido de que lo piensa mucha mas gente de la que creemos.

  • En ese caso me temo que, a juzgar por los casos de pederastia reconocidos por las propias autoridades eclesiásticas, las iglesias y conventos católicos se iban a a quedar vacíos de cucarachas ensotanadas - razonó Layo alejándose de ellos en dirección a la puerta.

  • ¡No digas eso de un ministro de Dios, joder! – le recriminó Pablo alzando el tono de voz - ¡hablas como un ateo!.

  • ¡No, hablo como una persona del siglo XXI!... si vosotros dos queréis seguir viviendo en la caverna me parece de puta madre, pero no contéis conmigo para cazar bisontes esta tarde, tengo cosas mejores que hacer – y desapareció por la puerta escaleras abajo sin concederles derecho a réplica alguna.

  • Ya ves que no te miento, Pablete, este pibe es un incordio y está como una puta cabra – Bosco alzó la vista desde su silla buscando la mirada cómplice de su hermano, situado de pie justo detrás de él.

  • No seas injusto, Bosco, lo que pasa es que Layo es así de rebelde porque no se ha integrado bien al núcleo familiar, y yo creo que la razón es que no ha superado del todo la muerte de su madre; debemos hacer un esfuerzo entre todos para conseguirlo, y tu deberías ser el primero en echarle una mano…

  • Sí, pero al cuello…- ironizó su hermano dejando escapar una risita sarcástica.

  • Joé, como eres, Bosco. Ya podías hacer un esfuerzo, aunque solo sea por tus padres, que nos adoran.

  • Bueno, está bien, veré que puedo hacer…pero no te prometo nada.

  • Esta es la clase de respuesta que esperaba escuchar de ti, campeón…- y le tiró cariñosamente del lóbulo de la oreja antes de recoger su bolsa de deporte del suelo y salir de la habitación.

En lo mas profundo de su corazón, Bosco sabía que era un hipócrita y un Judas, como solía decir su devota madre de algunos políticos socialistas. El se sentía atraído irracionalmente por su medio hermano Layo, hasta un punto que le daba vergüenza reconocer, pero sabía que nunca tendría el valor para romper el círculo vicioso de enfrentamientos y resquemor que configuraba el modelo de relación tipo que parecían haber patentado desde que se conocieran, a los doce años de edad. Layo le gustaba porque era alto y delgado, de porte distinguido y aire aristocrático, tan distinto a él, en una palabra, y además, ¡que cojones!, porque le recordaba tanto algunas veces a Adam Levine que tenía que reprimir sus mas sucios instintos para no follárselo en la oscuridad de su cuarto cualquier noche de resacón.

“Que bueno está el hijo de puta”, solía pensar Bosco muy de mañana mientras se hacía una gayola en la ducha “y pensar que el jodío está durmiendo como un bendito a escasos metros y no me lo puedo beneficiar porque es mi puto hermano de los santos cojones…¿Porqué se tuvieron que casar esos dos y joderme la vida de esa manera? Claro que, gracias a eso, al menos le he llegado a conocer y pasamos casi todo el día juntos…pero no me basta, yo quiero que estemos también revueltos”.

Un chorro de espesa leche chocaba contra la mampara del baño, y Bosco, momentáneamente satisfecho, maldecía su injusta suerte y se enjabonaba el cuerpo con fruición intentando olvidar los motivos reales de su naciente frustración sexual.

(Continuará)