El chico del tren
La noche cae. El expreso para en una estación, y se abre la puerta y un mochilero entra preguntando si puede sentarse. Me sorprende la pregunta ...
El chico del tren
La noche cae abruptamente al ocultarse el sol tras las montañas. El expreso para en una estación cualquiera y reemprende su camino lentamente. El suave traqueteo del vagón invita a dar una cabezada para gastar la larga noche pendiente en el departamento solitario iluminado por una luz mortecina. En esas estoy cuando, de repente, se abre la puerta y un mochilero entra preguntando quedamente si puede sentarse. Me sorprende la pregunta pues, salvo él y yo, nadie más esta allí. Le contesto que estan libres y se sienta frente a mí. Me acomodo para seguir dormitando no sin antes echarle un vistazo. Tendrá unos 20 años, delgado y cabello castaño. Viste un pantalón vaquero corto y una camiseta de algodón ceñida.
Un ruido suave, apenas perceptible, me despierta. Con los párpados entreabiertos observo al viajero. Abre la mochila y extrae algo de ropa. Me pongo en guardia y, finguiéndome dormido, continúo mirando. Se despoja de la camiseta dejando ver un torso musculado sin exageraciones. Sus pezones, quizá por la refrigeración, están prietos. Empiezo a ponerme nervioso. Cuando se despoja de los pantalones dejando ver sus calzoncillos con elefantitos, mi segunda cabeza (la que actúa) se despereza y, al bajarse su slip, no sólo la cabeza, sino todo el tronco se pone a levitar dentro de mi ropa. Sus nalgas redondeadas, hechas para amasarlas, ceden su lugar, cuando se vuelve a comprobar si lo estoy viendo, a un paquete del que pende una "cosa" larga y circuncisa. Mi agitación es evidente por más que sigo simulando un profundo sueño.
Una mano se posa en mi hombro con horror mío. Abro del todo los ojos y un rostro sonriente me habla
- Veo que andas cachondo. Me apetece hacerlo aquí.
Casi sin terminar, me mete mano al paquete y sus labios presionan los míos. Abro ansioso la boca y su lengua explora cada rincón suavemente. Con una habilidad sorprendente libera mi cuerpo de trabas.
Que nos van a ver.- digo nervioso.
No te preocupes -contesta- El tren no para hasta dentro de una hora y el revisor ya me pidió el billete.
Mi ariete está en plenitud y combativo. Se arrodilla. Pasa suavemente sus labios por la cabeza que brillaba excitada; luego desliza la lengua por el tronco recorriendo todos los rincones, deteniéndose en el borde de la piel, rastreando cada pliegue. Sus manos acarician mis muslos y mis testículos. Abre su boca y la engulle presionando con sus labios mientras la desliza hacia dentro y hacia fuera, a ritmo cadencioso. Yo ya estaba ardiendo y cada acometida de su garganta me hace resoplar. Su boca abandona mi falo y se centra en mi glande. Comienza a lamerlo con suaves y prolongados lenguetazos. Acaricia con la punta el frenillo y, súbitamente, retorna a la cabeza, se entretiene un rato y luego acude presta al frenillo. Cuando presiente el éxtasis, cierra su boca en torno a la carne jubilosa saboreando cada gota de semen. Estoy derrotado, deslabazado.
Sin apenas darme tregua, se pone de pie exhibiendo su miembro erecto. Agarra mi cabeza (la de pensar; si es que ahora estoy para pensar en algo) con sus manos y me conduce hacia su plenitud que muestra un capullo enrojecido y palpitante. Abro la boca para aprisionarlo entre los labios. La lengua recorre vacilante el contorno de la joya deseada, impregnándose de los sabores y olores antes intuídos y ahora descubiertos. Me detengo a respirar profundamente y, en un instante, mi garganta hace presa en la carne cálida, rotunda, llena de vida. Extraigo su miembro y mis labios transitan por la piel que recubre el tronco de la vida. Alcanzo de nuevo la copa lujuriosa de su árbol que parece eternamente inabatible. Juego con las esferas que guardan las semillas de su secreto vital. Alzo mi cara y navego con mis labios y mi lengua por su cuerpo. Me pierdo investigando las formas de sus pezones, duros, desafiantes. Clavo sin recato mis dientes en ellos, sin maldad, sólo para sentir su piel flexible ceder a la presión del instinto. Asciendo hasta sus hombros y aspiro la fragancia almendrada y amarga. Me detengo lo imprescindible para continuar, luego, la conquista de la cumbre. El cuello musculoso y perfecto suspende por un momento la escalada. Los labios lo recorren, besando ansiosos la nuez que sobresale. En un último esfuerzo alcanzo la cima. Exploro sus parpados. La lengua cosquillea sus lóbulos que arden. Retrocedo. Mi lengua se pierde en el sendero de sus labios. Cae en la sima de su boca y, allí, suplica desesperada el premio. Su lengua se encuentra con la mía y entabla un fiero combate. Se juntan, se enrollan serpenteantes la una en la otra. Buscan ansiosamente los dientes, las encías, mientras las manos recorren nerviosas el cuerpo, la piel del otro. Finaliza la lucha y mi boca se retira a sus primeras posiciones. Se acerca excitada al ansiado retiro y recorre nuevamente la forma conocida de su pene. Un espasmo, un gemido apenas pronunciado, y estalla el volcán que parecía dormitar lanzando su lava blanquecina a la cueva oscura de mi boca.
Me sonríe. Agacha el cuerpo haciendo ofrenda de la sima deseada. Mis manos amasan presurosas su carne temblorosa. Recorro el desfiladero entre sus nalgas. Palpo ansioso la entrada del deseo. Acaricio los bordes de la cueva adornada por un pequeño bosque sedoso. El arma de la ofrenda está lista para comenzar el sacrificio. Se instala en la antesala del templo. LLama suavemente a la puerta. Se resiste. Una nueva llamada hace ceder la oposición. Lentamente penetra venciendo la resistencia calculada. El cuerpo se contrae y sus caderas comienzan lentamente una danza sensual de movimientos cadenciosos. El baile se ajusta al compás del instinto. El ángel del deseo avanza y retrocede con ímpetu renovado El ritmo se incrementa cada vez más. Estamos al borde del......
Siento que algo agitaba mi hombro. Abro los ojos. El revisor me indica que mi parada es la próxima. Miro desconsolado al viajero que sonríe pícaramente. ¿HABRA SIDO UN SUEÑO?...