El chico del pito: Undécima vida - FINAL
Última parte de la novela. No lo esperas?
XI Undécima vida
1 — Al llegar la noche
Durante el almuerzo fuimos conociendo a un Migue que, aunque usaba un vocabulario corto y particular, a veces, nos describía con exactitud sus curiosas vivencias. Cada vez que le preguntábamos algo que conocía bien, lo describía con enorme paciencia. Y como todo se iba descubriendo, aprecié en la mirada de Jesús un cierto interés por él. El hecho de haber ido conduciendo su furgoneta le había impedido relacionarse con nuestro nuevo amigo. Hablamos de muchos asuntos y siempre con precaución; el camarero sólo aparecía por allí si lo llamábamos.
—Ya conocemos bastante sobre ese lugar, Migue —le dijo Jesús muy interesado—. ¿Por qué no nos hablas un poco de ti?
—¡Claro! —respondió contento—. ¿Qué queréis saber?
—¡No sé! —le dijo Jesús con ilusión—. Cuéntanos cosas sobre ti… Lo que has hecho allí, a qué te dedicas, cómo vives…
—¡Ah! —comenzó con timidez—. Mi vida tiene poco que contar. Nací allí y… hasta ahora. Mi padre me pidió que le ayudara en su trabajo y eso hice desde pequeño. Me gustó lo que se hacía; y me gusta. Uno pasa muchas horas encerrado en aquellas habitaciones y oliendo a queso. Apenas fui al colegio, pero conocí a todos los chicos —Miró a Fidel con cariño—. Íbamos a misa los domingos y jugábamos a la pelota todos, si no llovía. Luego… luego me fui a vivir a esa casa pequeña y oscura. ¡No me importa vivir así! Para hacer algunas cosas siempre me he salido a la casapuerta de día; para ver bien.
—¿Estabas allí por eso cuando pasé el último día? —indagué—. Nunca he comprendido por qué apareciste justo en ese momento.
—¡Bueno! —dijo bajando la vista—. Ya estaba allí; lo mismo que muchos días. Ese día… Oí decir que algo pasaba en las escuelas. Sabía lo que estaba ocurriendo y pensé que tendrías que pasar por allí.
—¿Me estabas esperando? —hablé de forma que no se sintiese cohibido—. ¿Y si no hubiese subido?
—No te hubiera visto —comentó mirándome—. No estuve demasiado tiempo en la puerta porque pasaste tú y hablamos. Hubiera esperado hasta que se fuera la luz si no lloviera tanto. ¡No tenía nada que hacer! Juego con esto… —Nos mostró uno de aquellos antiguos rompecabezas llamados diablotín ; muy usado y pequeño.
—¡Claro! —exclamé—. Bueno, tuviste suerte y valor al estar en la puerta. Fuiste muy valiente al decidir saludarme. Empezaste a cambiar tu vida.
—No sabía cómo os habíais conocido —aclaró Jesús—. Creí que os conocisteis al principio y os veíais a menudo.
—¡No! —exclamó—. Sólo conozco a Fidel desde hace mucho tiempo y a Tomás desde hace muy poco. Los vi pasear juntos un par de veces y… supe que pasaba algo.
—No te cortes, Migue —le aclaró Fidel—. Puedes hablar claramente de todo; si quieres. Nadie va a asustarse si les dices que… nos ayudaste y… estuvimos juntos —Me miró como excusándose.
—Tú eres el primero que te cortas, Fidel —le dijo Lupe—. Los dos tenéis que acostumbraros. Aquí nadie se asusta de nada. ¡Por Dios, a estas alturas!
Les comenté con prudencia cómo había sido el encuentro de los tres en casa y parecieron no creerme. Migue, en cierto modo, sabía que en aquel momento podía encontrar su última oportunidad para no vivir solo el resto de su vida.
Cuando terminamos el almuerzo y volvimos a la furgoneta, le pedí a Jesús que me dejase conducir hasta mi casa y él se sentó atrás con Migue. Casi dos horas después, anocheciendo, entramos todos en mi apartamento.
—No me gusta el ascensor —comentó Migue en voz baja—. Prefiero subir y bajar las escaleras; estoy acostumbrado.
—A esto también te acostumbrarás —le dijo Jesús tomando su mano—. En casa también hay ascensor.
Me pareció entender que habían hablado algo y que, sutilmente, estaba diciendo que Migue se iba a su apartamento. Quise saber más y, una mirada de Lupe —que había viajado detrás con ellos—, me confirmó mis sospechas. Observé a Juan Luis, que había estado muy unido a Migue al principio, y vi en su mirada que le agradaba aquella situación.
—Esta es nuestra cama, Migue —le dije al entrar en el dormitorio—. En ese ropero vamos a poner la ropa de Fidel; ahí estaba —Me sonrió Fidel abiertamente y se acercó a abrir las puertas—. En el otro dormitorio hay una cama para ti. Ahora vamos a verla y apartaremos las herramientas de Fidel para que no te estorben.
—No importa —dijo Jesús—. Sabes que en casa tengo mucho sitio. He pensado que, a lo mejor, no le importaría quedarse conmigo. Incluso puede venirse muchos días a mi trabajo. Me lo llevaré por ahí a los repartos…
—¡Ah, qué buena idea! —exclamó Lupe con sorpresa—. Si te quedas allí, guapo, me iré contigo toda la mañana, cuando no esté Jesús. Vamos a limpiar aquello y a ponerlo en orden, que está hecho unos zorros. Así nos hacemos compañía, que estos dos —Nos miró a Fidel y a mí— empiezan a trabajar mañana.
—Creo que es mejor así —dijo Jesús—. Tendrá mucho sitio, no estará solo hasta que tenga trabajo y seguirá estando cerca. ¿Qué os parece?
—¡Perfecto! —apunté—. ¿Qué te parece a ti, Migue? Debes aprender a ser muy claro y decir exactamente lo que piensas. Entre nosotros no hay secretos ni nadie se molesta. ¡Vamos, decídete!
—No sé cómo es la otra cama —me dijo—, pero pienso que os gustaría estar solos aquí. Me gusta eso de irme con Jesús… Lo hemos hablado…
Lupe clavó su mirada en mis ojos. Podía leer en ellos mucho interés en lo que estaba ocurriendo. La idea no era nada mala. Juan Luis parecía aceptarla con mucho agrado.
Cuando nos sentamos en el salón a descansar de tanto ajetreo y a tomar un aperitivo, comenzaron a aclararse las cosas aún más.
—Se lo he propuesto yo —dijo Jesús abiertamente—. Hemos hablado bastante y… nos gustaría conocernos. Si se viene a casa estaréis más cómodos y él nunca estará solo hasta que se normalice su vida aquí.
—¡Qué disparate! —exclamó Lupe convencida—. Yo me aburro mucho todos los días. Será un placer tener una compañía así… para charlar, arreglar la casa, salir de compras… ¡Uy! Ya le enseñaré yo a este chico como torear en este ruedo. ¡Ánimo, Migue, que no te vas a aburrir conmigo!
—¡Ya lo sé! —le respondió conteniendo unas risas—. Me gusta estar con vosotros; con todos. Fidel me convenció por eso; contándome estas cosas. No me gusta estar solo.
—No vas a estar solo, Migue —puntualicé—. Siempre que nos necesites, vamos a estar contigo. Si necesitas estar solo, también lo dices.
Me levanté y me dirigí a la cocina. Había dejado café haciéndose y quería prepararlo. Los escuchaba reír allí fuera cuando oí un ruido. Miré atrás con curiosidad.
—¿Molesto? —dijo Jesús entrando—. Sólo quería comentarte algo…
—¿Y por qué no lo comentas allí? —le pregunté intrigado.
—¡No! ¡Mejor no! —dijo—. Es una tontería, pero prefiero decírtelo a solas. Hemos hablado bastante durante este viaje. Migue me resulta… No sé qué me pasa, Tomás. Es como si me hubiera tropezado con alguien a quien buscaba desde hace mucho tiempo…
—¡Eh, eh! —exclamé en voz baja acercándome a él—. ¡Estás enamorado! ¡Jesús enamorado!
—¡Qué vergüenza! —musitó—. No pensaba que alguna vez me iba a pasar esto. Quiero confesarte que todo empezó cuando tuve a Fidel en mis brazos. No es igual. Estos chicos no follan; aman. A Migue le gusto… Quizá se enamore de mí también, ¿no?
—¡Pues claro que sí! —exclamé conteniendo la voz y cerca de su oído—. Además de que eres muy guapo, tienes tu corazoncito. Me gusta esto. Seguro que enamoras a Migue; basta con darle tu cariño.
—Eso es lo que necesito —respondió—. Estoy harto de esta vida. Fidel me hizo ver que hay un más allá; el amor. Lo he descubierto al sentarme junto a Migue y oír su voz, Tomás. No sólo me gusta; hay algo muy fuerte que me atrae.
—¡Me alegro! —apostillé—. Deja que Migue te enseñe lo que es amar… Follar viene después. Quiero decir… que es algo secundario. Si podéis hacerlo esta misma noche, caerá en tus brazos. ¡Cuídalo, Jesús! ¡Cuidaros los dos!
—Sé que me crees —dijo volviéndose para irse—. He sido la puta hazmerreír del club.
Me dejó pensando. Jamás había oído a Jesús hablar así. Me alegré mucho por los dos. Si Migue se entregaba a Jesús y viceversa, iba a formarse una bonita pareja. No lo dudé.
Apenas estuve un minuto solo y entró Migue.
—¡Hola! —dijo a media voz—. ¿Has hablado con Jesús?
—Sí, Migue. Me ha hablado de vuestras intenciones… Por encima, pero me ha dicho que vais a intentarlo.
—¿Y no te molesta? —preguntó asustado—. No sabía qué iba a encontrarme aquí.
—Pues ya lo sabes. Jesús te quiere para él. ¿Te gusta?
—¡Sí! Me encanta. ¡Tan rubio…! ¡Y tan amable!
—Pues dáselo todo. Te necesita… Os necesitáis, creo.
—¡Me ha enganchado! —exclamó gimiendo—. Lo siento por ti.
—¿Por mí? —no entendí por qué decía aquello.
—Sí, por ti. Me hubiera gustado, al menos… besarte.
—¡Bésame, Migue! —Di un paso para acercarme a él.
Sus labios, muy lentamente, se acercaron a los míos y acabé tirando de su cintura y besándolo sin miramientos. Necesitaba unos momentos con Migue.
—Me hubiera gustado… —dudó—. Pensaba que tú y yo…
—No te entiendo, Migue. Vienes a decirme que te gusta Jesús y… quieres probar suerte, ¿no es eso?
—¡Claro que es eso! —musitó agachado la cabeza—, pero pensaba poder tenerte, aunque fuera un ratito…
—¡Oh, Migue! —Lo abracé con dulzura—. Lo que dices me gusta. Veo que sabes distinguir entre diferentes relaciones. ¡Creo que sabes!
—¡Sí, lo sé! Quiero probar suerte con Jesús, como tú dices, pero… Ya no podré tenerte ni siquiera un ratito.
—¿Cómo que no? —dije seguro volviéndome a preparar el café—. Diles a esos que necesitamos hablar a solas unos minutos. Fidel no es tonto; no se molestará porque lo sabe bien claro. ¿Recuerdas?
—Sí. Recuerdo aquella noche… pero no soy capaz de decir eso a los demás.
—No te preocupes —dije secándome las manos—. Voy yo a decírselo. No vamos a quedarnos sin ese gusto y, cuando quieras, cuando lo necesites, sólo tienes que pedírmelo. Las cosas funcionan aquí de esa manera. Basta con ser discreto y con ser fiel. El resto es pura diversión. Quizá esto te asombre.
—¡Bastante! —razonó—. Mejor no decir nada ahora. Sabiendo eso me quedo tranquilo. Prefiero estar contigo en otro momento. Gracias. ¡A todos!
Empecé a ver cómo cada cosa se iba colocando en su sitio; como las letras del diablotín . Cada pieza encajaba. Mejor así… Sólo me preocupaba Juan Luis. No sabía qué pensaba de todo aquello. No pude descubrir en su mirada un atisbo de decepción. Estaba seguro de que se hablaría de ese asunto.
Le serví el café con la intención de saber algo, pero no dijo nada:
—¿Quieres azúcar?
—¡Sí! ¡Sólo un cortadillo!
2 — La vida no sigue igual
Cada uno se había ido a su casa. La despedida fue muy emotiva y bastante curiosa, teniendo en cuenta que Migue acababa de llegar a la ciudad con su amigo Fidel y no iban a estar juntos. Algunos sentimientos se iban haciendo más fuertes.
Fidel y yo nos besamos como si nada hubiera pasado en todo aquel tiempo. Ni siquiera hubo comentarios al respecto. Los dos nos sentíamos, incluso, mejor que antes de los problemas. Era tarde cuando comenzamos a acariciarnos con pasión; queríamos tenernos antes de dormir y empezar nuestros trabajos —por fin— cuando amaneciera… Sonó el teléfono.
—¿Qué coño…? —exclamé—. ¿Quién puede ser a estas horas?
Fidel me miró asustado. Tanto él como yo imaginamos cualquier tipo de problema. Corrimos al salón y descolgué con miedo.
—¿Diga?
—¡Perdona, Tomás! Buenas noches. ¿Os he despertado?
—¡No, no, Migue! Estábamos conversando. ¿Pasa algo?
—¡Sí! —gritó con felicidad—. Necesitaba deciros esto antes de dormir. ¡Estoy muy nervioso!
—¿Ah, sí? ¡Dime!
—Jesús y yo… —no dije nada—. Soy muy feliz, Tomás. No esperaba esto y tan pronto.
—¿Qué has sentido?
—Algo muy grande. Soy feliz, te lo repito… Y poder llamarte y hablar contigo cuando quiera es… Debería haberme venido antes.
—¡No, Migue! —le expliqué—. Este era el momento. Quizá, si te hubieras venido aquel día, las cosas habrían sido de otra forma. Me alegro de que sea así.
—Además —continuó nervioso—, dice Jesús que puedo llamar a la bodega y hablar con mis padres…
—Podrás llamar mañana. ¡Seguro! Vive esta noche y haz feliz a Jesús. Los dos vais a compartir cosas maravillosas…
Quiso saludar a Fidel y le dijo lo mismo. La sonrisa que iluminó su rostro fue de gran satisfacción.
—¿Te gusta lo de Migue? —me preguntó al colgar.
—¡Claro que sí! Es algo inesperado que me alegra por las dos partes. Los dos necesitaban amor y, si lo encuentran…
—¡Como nosotros!
Hicimos una pausa para recoger la ropa y preparar la que íbamos a ponernos al día siguiente. Nos desnudamos sin dejar de mirarnos sonriendo y caímos en la cama como dos árboles talados. Fidel había sido siempre fantástico conmigo y, aquella noche, nos disfrutamos al límite.
Le di cuerda al despertador y lo puse en hora. Había que asegurarse de llegar al trabajo con puntualidad. Los dos íbamos a comenzar la vida rutinaria poco después de llegar. Nos dormimos abrazados sin esperar casi nada.
Me despertó el desagradable timbre del reloj y lo apagué de un manotazo. Fidel no estaba en la cama. Vi la luz de la cocina encendida y me llegó un delicioso olor a café y a tostadas. Se me escapó una sonrisa, me levanté al instante y fui a buscarlo.
—¡Buenos días, amor! —dijo cuando me vio—. ¿Te has duchado? Esto ya está listo.
—¡Buenos días! —contesté desperezándome—. ¡Huele muy bien! Ahora me ducho.
—La mesa ya está puesta, corazón —apuntó tomando unos platos para llevárselos—. Tienes que desayunar bien para dar esas clases como tú sabes hacerlo.
—Tú tienes que convencer a Benito. Sé que eres mejor carpintero que ellos. Te colocará en un buen puesto.
—Ya me lo dijo, ¿sabes? —aclaró andando delante de mí—. Sólo tuve que comentar algo sobre una mesa que ya estaba allí hecha. Con eso supo que yo sabía.
—¿Y qué le dijiste de la mesa?
—¡Nada! —contestó con naturalidad—. Le dije que el torneado de las patas no era del todo simétrico, las miró y me tendió la mano.
—¡Qué bien! —exclamé mordiéndole el cuello—. Le vas a ahorrar muchos problemas y vas a mejorar la calidad de sus muebles… ¡que ya es buena! Te cuidará como oro en paño.
Fue nuestro primer desayuno antes de trabajar. Volví a sentirme cortejado y como aquella mujer que cuida cada detalle de su marido. Me duché y afeité en poco tiempo mientras Fidel se vestía.
Me sacudió un poco la corbata y la puso derecha. Me miró por detrás para ver cómo llevaba la chaqueta y sonrió mordiéndose los labios.
—¿Nos vamos? —dijo sujetando una bolsa en su mano—. Salgo a las dos. Nos vemos luego.
—¡No llevas las llaves! —razoné—. ¿Cómo vas a entrar?
—Ahora no me hacen falta. Tú terminas antes y llegarás antes. Por la tarde, igual.
—¡No, no! Tengo una copia ahí para ti. Llévatela por si acaso.
Aquella mañana, me presenté a los alumnos y dimos unas clases muy divertidas. Procuraba siempre que los jóvenes se sintieran cómodos conmigo; y lo conseguí. Uno de los chicos, Márquez, se me acercó a la salida; antes de que entrase en la sala de profesores. Me miró con curiosidad:
—Usted es de este barrio —dijo sorprendido—. Le conozco de vista.
Cuando volví a casa no eran las dos. No sabía si Fidel tendría que quedarse a comer en la carpintería —lo normal era que llevasen la comida o un bocadillo—. Si terminaba a las dos, volvería a casa algo más tarde. Aunque tenía previsto un buen almuerzo, creí que habría que ir a la compra.
No me daba tiempo a ponerme cómodo, así que me quité la corbata y los zapatos y, con mucho cuidado de no mancharme, preparé la mesa como lo hacía él. Llamó a la puerta.
—¡Hola! ¿Cómo te ha ido? —le pregunté al besarlo.
—¡Muy bien! —exclamó—. Me gusta ese trabajo. ¿Y tú? ¿Cómo han ido las clases?
—Muy bien también… ¿Por qué no has abierto con tus llaves?
—¿Qué más da? Sabiendo que estás aquí… ¡No quiero asustarte!
—No me asustas; sé que eres tú. Mejor si abres; así no tengo que venir al telefonillo y a la puerta. ¡Como quieras! Tampoco me importa demasiado.
—Las llevo encima por si acaso —Me las mostró.
—Esta tarde hay dos horas de clase, de tres y media a cinco y media; yo sólo daré la primera hora. La segunda es de estudio, así que he pensado en visitar a Crispín. ¿Te vas para el club o te vienes a casa?
—Me vengo a casa mejor. Quiero ordenar esas herramientas y hacer algún mueble en las horas libres. Me traeré la madera del trabajo, ¿sabes? Benito me la da a cuenta…
—¡Ah, qué bien! —exclamé—. Si te hace falta dinero para algo…
—¡No, corazón! No voy a gastar nada y tengo dinero; ¿recuerdas? Prefiero que vayas tú hoy y no te tardes mucho. Yo iré a ver a Crispín otro día. Le hará ilusión, supongo.
—¡Por supuesto!
Vi a Fidel muy confiado en sí mismo; con esa seguridad que da el hecho de tener tu trabajo y tu dinero propio junto a la persona que quieres.
La clase de la tarde fue bastante tranquila y se me hizo muy corta, aunque por la noche tendría tarea en casa. Me dirigí al club sin prisas.
Me abrió Lupe y dio saltos de alegría. Crispín salió corriendo a saludarme y me abrazó con ternura; como hacía casi siempre.
—Pasa, pasa —dijo—. Lupe ha preparado café, así que nos contaremos las novedades merendando.
Se sirvió el café con unos pasteles y nos sentamos los tres a la mesa con cierta curiosidad. Lupe ya había vivido todos aquellos momentos y no sabía si se lo había contado todo.
—Bueno —comenzó con cierta intriga—. Lupe ya me ha puesto al día; ¡casi! Si quieres decir algo más que no sepamos…
—Poco. Parece que no ha pasado nada entre Fidel y yo. Incluso creo que todo este torbellino de sucesos nos ha ayudado.
—Me alegro. Lo de Jesús con Migue ha sido toda una sorpresa… Una grata sorpresa. No sé por qué he visto siempre en Jesús a alguien romántico; a pesar dar esa sensación de puta —Soltó unas carcajadas.
—Siempre lo ha sido, Crispín —intervino Lupe—. Eso no significa que el chaval no tenga sus sentimientos. Por lo que he entendido, la chispa saltó cuando estuvo con Fidel. Se dio cuenta de la diferencia que hay entre acostarse a follar con uno y con otro, y acostarse a compartirlo todo con alguien… Fidel y Migue enamoran a cualquiera. ¡Hasta a mí me tienen loca!
—Te harás pajas, ¿no? —preguntó Crispín con cierto sarcasmo.
—¿Tú qué crees? Acabaré buscándome a un hombre en ese pueblo; uno que prefiera el pescado a la carne.
No quise intervenir. No me gustaba demasiado hablar con ella de ese tema. Crispín me miró pícaramente, se limpió los labios con la servilleta y comenzó a hablar:
—Se nos queda suelto un cabo, Tomás. Ya lo sabes. Tu amigo Juan Luis parece haber aceptado esto con filosofía. No sé si será porque él tiene algo que ver con la psicología. Pero hay un detalle que, posiblemente, no nos quiere contar. En pocos días he recordado ciertos momentos.
—¿De qué momentos hablas? —Sabía que tenía algo importante que decirme.
—Si no hubieras venido esta tarde, ya te hubiera llamado mañana. Creo que necesitas saber algo. Mejor que Fidel haya decidido no venir, aunque no es una cosa que le incumba, creo. Espero que estas novedades sirvan para bien de todos.
—¡Larga, Crispín! —exclamó Lupe con impaciencia—. A mí te tienes también es ascuas con tanto misterio.
—Pues… —comenzó—. Creo que no os he comentado que, cuando vi a Juan Luis, me dio la sensación de que lo conocía de antes. Nunca he ido a esa calle a ligar, pero he pasado por allí con Román. ¿Lo recordáis?
—¡Claro! —gritó Lupe—. Ese tío estaba de muerte súbita. ¡Lástima que se metiera en las drogas…!
—Ahí está la clave —continuó despacio—. Román y yo pasamos por esa calle una tarde, de paseo, yendo hacia la alameda. Pensábamos venirnos a casa y follar aquella noche… pero no pudo ser. Cuando paseábamos cerca de la zona del puterío y los vicios, vimos aparecer una pareja de la policía por una esquina. Román me dio un codazo disimuladamente y se puso nervioso. Supe que algo pasaba. Los grises se nos aceraron muy decididos. Me asusté porque yo no tengo nada que ocultar.
—Siempre son así —interrumpió Lupe—. Se acercan a ti con malos modos y gritando y, cuando ven tu carné, se van sin decir nada… ¡Ni perdón ni gracias ni nada! ¡Valiente partida de maleducados!
—Lo son, porque el uniforme les hace sentirse superiores… y el problema es que también son superiores; sobre todo si tienes algo que esconder. Yo siempre me lo tomo en plan tranquilo. No tengo nada que ocultar… Román, por desgracia, sí tenía. Se acercaron los dos con mala cara y nos agarraron por el brazo antes de preguntar. Me asusté. El mayor de ellos, al ver la documentación de Román, la emprendió a porrazos con él. No sabía qué pasaba. El otro, el más joven, me mantuvo cogido por el brazo.
—¿Sabían ya algo de Román? —pregunté intrigado y sin imaginar a dónde quería llegar.
—Lo sabían —dijo—. El mayor de los polis le puso unas esposas y se retiró hacia un coche dándole golpes. No me moví. El poli joven me miró de cerca sin soltarme. Sólo abrió la boca para decirme amablemente que me tranquilizara, que no me iba a pasar nada. Quería saber qué hacía yo con Román por aquella zona. Me acarició el brazo disimuladamente.
—¿De verdad? —dijo Lupe extrañada—. ¡Anda, coño! ¡Le gustaste al poli!
—No vas mal, Lupe —dijo sonriendo cómicamente—. A aquel joven policía sólo le faltó pedirme perdón. Me habló en voz baja para decirme que me fuera de allí lo antes posible y, mirando atrás después, vi perfectamente cómo intentaba convencer al otro para que olvidara el asunto. Román pasó la noche en los calabozos; por eso no sigue en el club. Me quedé solo y sin follar.
—¿Y qué mierda tiene que ver esto ahora con nosotros? —Empezaba a ponerme nervioso tanta historia.
—Esta mierda… —dijo pasmosamente sereno— viene a que he recordado la cara de aquel poli. ¡Adivina…!
Lupe y yo nos miramos perplejos. No quería imaginar quién podría ser o qué tenía que ver con nosotros. ¿Juan Luis?
—Sí, Tomás, sí… Eso que estás pensando. Aquel joven con uniforme gris, gorra de plato y porra, no era otro que Juan Luis —Un escalofrío recorrió mi espalda mientras vi a Lupe soltar su taza de café y tragar saliva tapándose la boca.
—¿Estás seguro? —pregunté como pude—. ¿Cómo lo sabes?
—Normalmente —Suspiró profundamente—, no olvido una cara. En cuanto vi a Juan Luis entrar por esa puerta supe que lo conocía de algo. Agachó la mirada al verme. No hemos comentado nada, pero ahora sé que él es policía; lo que no sé es qué pinta aquí. ¡Por eso sabe tanto de calles, lugares y bares! No es que… su amigo Tele le haya contado nada.
Crispín seguía hablando y, tanto Lupe como yo, no podíamos despegar los labios.
—Ahora —sentenció—, es el momento de preguntarle. Aquí no hay secretos, así que… ¿qué coño hace un poli en este club?
—¡Le gustaste! —exclamé—. ¡Seguro! No pasa nada, Crispín. Está harto de decirnos que los grises no se meten en esto. Está aquí como persona; nada más. Puede ayudarnos bastante, ¿no?
—¡Por supuesto! —Se sirvió otro poco de café haciendo un silencio muy tenso; a propósito—. Tú lo encontraste en la calle y lo trajiste. Creo que lo mejor es que hables con él y que aclare lo que os cuento. Nada va a cambiar si es un poli y si no está aquí… para saber cosas.
—¿Pero qué dices? —Me levanté molesto de un salto—. Voy a llamarlo para venga cuando termine de trabajar. No es un tío con horarios raros ni guardias ni niño muerto, pero ahora hay que aclarar qué está pasando.
Me dirigí con decisión al teléfono y marqué el número de su trabajo. Descolgó él mismo.
—¿Juan Luis? —dije—. Soy Tomás.
—Ya lo sé, churra. Conozco muy bien tu voz; tanto, que te noto algo preocupado.
—¡Lo estoy! —contesté con cierto disgusto—. Vente para el club cuando termines; tenemos algo importante de qué hablar.
—¡Claro! —dijo tranquilo—. Sabía que algún día tenía que contarte ciertas cosas. Tranquilízate, hombre; voy para allá ahora y no tardo.
Cuando colgué me di cuenta de que Crispín tenía razón. Juan Luis sabía que algún día tendría que decirme que era un policía.
—¿Tienes coñac o algo fuerte?
—¡Hijo! —exclamó Lupe—. ¡Qué mala cara! A ver si un leñazo de coñac te hace ver las cosas. Juan Luis podrá trabajar en lo que quiera, pero nunca va a dejar de ser un encanto como persona. ¡Ya lo quisiera yo para mí! ¡Con su porra! No conozco más que a maricones. ¡Y yo con estos pelos!
3 —Que viene la poli
Seguimos hablando y esperando con impaciencia a Juan Luis. No podía o no quería ser consciente de lo que estaba ocurriendo. ¿Qué hacía un policía —tan guapo y tan apuesto— ligando en una calle con maricones? Creí que había metido en el club a un espía. Cuando me miraba Crispín apartaba la vista, porque pensaba que había echado por tierra muchos años de amistad y compartirlo todo.
—No tiene por qué pasar nada —me excusé—. Juan Luis, por lo que cuentas, debe ser uno de esos polis que él dice que también son maricones. No es algo incompatible, ¿no?
—Nadie ha dicho nada al respecto —aclaró Crispín—. Os digo que cuando me tenía cogido del brazo, mientras el otro aporreaba a Román, me miró casi compasivamente.
—No me extraña que le gustaras —bromeó Lupe—; eres un encanto. Quizá esté el pobre mío deseando que le tires los tejos.
—No me cae mal —le contestó seguro—. Sólo intento que sepáis, y sepamos todos, si es poli y qué coño pinta aquí.
—¡Vaya, pero si es maricón…! —exclamó Lupe incisiva.
No nos hizo esperar demasiado. Nunca me dijo dónde trabajaba ni a qué se dedicaba exactamente y no quise preguntarle. Lo único que sabía era que tenía bastantes conocimientos de psicología y… ¡como no tuviera un despacho para los americanos de la base militar!
—Mejor no imaginar fantasías ni culparlo de nada —aclaró Crispín—. No lo veo de psicólogo de los americanos del aeropuerto. Esa gente tiene mucha pasta y se lo traen todo de los Estados Unidos. Dejemos el tema para cuando llegue.
Una media hora después llamaron a la puerta. Abrió Lupe y la oímos gritar con alegría. Juan Luis entró al salón sonriente.
—¡Hola, cariño! —dijo acercándose a besame y dándose la vuelta luego para besar a Crispín—. ¿He tardado mucho? ¿A qué vienen esas caras?
—No les hagas caso, Juan Luis —gruñó Lupe—. ¡Qué desagradables!
—No importa —se habló a sí mismo—; sabía que algún día ibas a tener que dar explicaciones y, ¡ya ha llegado el día, amigo! ¡Veamos!
Sentados los tres frente a él, escuchamos con atención una corta historia:
—¡Sin anestesia! Yo era policía; no lo soy. ¿Ese es el problema? Estaba de ronda un día, vigilando a las putas de la alameda y a los camellos; no a los maricones. Me tocó el turno con un viejo imbécil al que le decían «el tortas». Buscábamos a los camellos de siempre; a los que él conocía por aquella zona. Vimos a Román paseando con otro chico. Ese poli incautaba la droga y se guardaba una parte para sus porros . Descargaba su ira con el primero que se atravesara en su camino… y le tocó ese día a Román. Cuando vi la cara del otro, el que yo retenía, me sentí culpable de algo que no me gustaba —Miró tristemente a Crispín—. Te dejé ir porque te leía el pensamiento. Te hubiera llevado conmigo, pero no al calabozo. Dejé el Cuerpo cuando se fue Herme a Suiza; no me encontraba bien. Un día le eché huevos al asunto… y conocí a Tomás. ¡Se acabó! ¿Dónde está el problema?
—¿Por qué no nos lo has dicho? —le rogó Crispín con tristeza—. Todos te queremos mucho y… ¡Me asusté al verte!
—Me di cuenta —confesó—. No quería que nadie se sintiese mal. Tenéis que poneros en mi lugar. ¿Cómo os iba a decir que había sido poli? ¿Para qué?
—Bueno, no pasa nada —se excusó Crispín cabizbajo—. Comprende que la situación era muy difícil.
—Lo comprendo y eso quise evitar. Ya que ahora me recuerdas, está claro por qué estoy aquí. No quiero nada más que estar con vosotros; con mis amigos. ¿Me vais a repudiar?
—¡No, por Dios! —le contestó Crispín al instante levantándose y apretándole la cabeza contra su vientre—. Nadie ha dicho eso.
Juan Luis lo rodeó con el brazo, levantó su mirada y le sonrió abiertamente.
—¡Pobre Crispín! —exclamó con dulzura levantándose a besarlo—. ¡Cuánto hubiera dado en ese momento por poder acariciar tus mejillas!
—¡Ay, ay! ¡Santo Dios! —gritó Lupe levantándose y corriendo—. ¿Dónde están los otros? ¡Esto es de cine! ¡Voy a por champán!
No podía llamar a Fidel al trabajo, pero lo hubiera hecho en ese mismo instante. Ver a Juan Luis abrazado a Crispín, mirándolo como un tonto, fue un espectáculo; sobre todo porque a Crispín le temblaba todo el cuerpo mirando los ojos de «su poli».
—¡Fidel! Deja la carpintería para San José. Vente al club, que hay fiesta.
Así, aquel primer día de trabajo, no mucho antes de Navidad, tuvimos una larga reunión nocturna en nuestro Club de los nabos largos. Los tres fundadores principales de aquel club, en muy pocos días, comenzamos a vivir otra fase. Desde aquellos lejanos días del instituto, cuando don Rogelio nos pilló magreándonos como chiquillos a oscuras, hasta ese día, todo había sido una aventura de sexo. El chico del pito de aquel pueblo lejano, y su amigo Migue, el quesero, nos hicieron ver que compartir y amar es mucho más bonito que el sexo a secas; es más, nos hicieron comprender que el sexo no es otra cosa que el lenguaje del amor.
Brindamos todos juntos y Fidel se acercó a la ventana y, ante el asombro de todos, la abrió, sacó su silbato y lo hizo sonar hasta el hastío. Afloró la felicidad en las caras de todos; también en la de Lupe. Jesús estaba bellísimo junto a Migue, vestidos ambos con muy buenas ropas. El quesero, tan alto, parecía no haber disfrutado nunca.
4 — El futuro chico del pito (Epílogo)
Cuando salí de clases el día siguiente por la tarde, me volví a observar la puerta del instituto. Me vinieron a la memoria ríos de recuerdos; todos ellos densos y oscuros, como aquellas tardes de invierno. Toda esa melancolía del otoño estaba enlazada con la que sentí en aquel triste y olvidado pueblo de la sierra donde encontré al chico que me acompañaba entonces…
Ya me iba a casa cuando alguien me dio unos golpecitos en la espalda:
—¡Don Tomás! ¿Puedo preguntarle una cosa?
Aquel jovencillo de una de mis clases —a quien conocía por su apellido— me miraba con curiosidad y parecía no querer molestarme.
—Sé que usted es del barrio —musitó—. ¿No podría entrar yo en ese club suyo?
—¿De qué estás hablando, Márquez? ¡No sé a qué te refieres!
—¡Si lo sabe! —farfulló bajando la vista y dejando caer la cabeza—. He oído a Jacinta hablar con mi madre. Ayer, cuando le reconocí, no pensé que mi profe fuera… del club. ¿No va a ayudarme?
Me miró con tal tristeza y desesperación que apreté su hombro con mi mano sin acercarme a él:
—Eres muy joven, Márquez. ¡Claro que voy a ayudarte! En el tablón tienes mi teléfono por si quieres llamarme; pero tienes que esperar a cumplir tus veintiún años. Así es la ley. Piensa que nunca, nunca te vas a ver solo. Sabes dónde vivo. Ahora tienes que estudiar y, cuando seas mayor, si sigues pensando en pertenecer ese club , yo mismo te presentaré.
—¿De verdad? ¡Gracias! —exclamó sonriendo.
—A ti, chaval.
Me observó contento —como pensativo—, salió corriendo y, cuando llegó a la esquina, a la altura de sus amigos, se volvió un momento a mirarme, se llevó la mano a la boca e hizo sonar un pito.
«Ni aquel chavalillo ni yo, aquel martes, 23 de noviembre de 1971, podíamos imaginar que, algunos años más tarde, empezaría a pasar hojas, muy lentamente, del libro de su vida de adulto. Aunque la Ley de vagos y maleantes fue derogada en 1970 —un año antes—, tendrían que pasar muchos años para que fuera considerado un “hombre normal”; quizá cuando nuestros cuerpos hubiesen perdido la capacidad de amar. Él y yo hicimos el amor, por primera vez, un sábado, 4 de noviembre de 1978. El 10 de noviembre, de ese mismo año, la mayoría de edad en España se cambió a los dieciocho años» .
FINAL DE LA NOVELA - SE PUBLICARÁ COMPLETA