El chico del pito: Tercera vida

La salida Fidel a un mundo desconocido.

TODO LO QUE QUERÍAS SABER SOBRE GUITARRISTA: http://ampliguitarrista.weebly.com/

El chico del pito: Tercera vida

1 – Cuesta abajo

Cuando empezamos a recorrer la carretera que nos llevaría a la ciudad, Fidel comenzó a mirar alrededor; a los campos. Poco a poco se fue aclarando el cielo, al revés de lo que ocurrió cuando me acercaba al pueblo. Me miró y le sonreí.

  • ¿No has visto nunca estos campos?

  • ¡Claro que sí! – respondió sin mirarme  -. Cuando fui a la mili y cuando volví.

  • Bueno. Eso quiere decir que no has vivido toda tu vida en el pueblo…

  • No exactamente – se recostó en el asiento -. Me llevaron a un campamento muy aislado. Fingí que me gustaban las mujeres como a todos los reclutas. Supe enseguida que la mejor manera de subsistir era… pasar inadvertido. Eso hice: no destacarme en nada.

  • ¿Y a dónde te enviaron luego?

Me miró como si pensara que no iba a creerlo, volvió su rostro hacia el campo y siguió hablando.

  • Me destinaron al Sahara. Fue horrible. Estaban empezando los movimientos independentistas de liberación, de los árabes, el Harakat Tahrir. Lo único que me importó en todo aquel tiempo fue no separarme de mi fusil. Cuando me dieron la blanca volví con vida a casa y con mucho gusto. Todo quedó en un paréntesis en mi vida…

  • Lo siento – no quise ni imaginar aquello -. Yo me fui voluntario para poder elegir plaza y seguir mis estudios… Aun así, también fue un paréntesis en mi vida.

  • Del resto del mundo exterior, no me preguntes mucho. Sólo sé lo que he podido leer en algunos periódicos, lo que he oído en la radio y… alguna cosa que me contara algún forastero. No he visto nada más que algunas fotos ¡No sé de qué color son las cosas!

  • Vas a tener que aprender mucho, Fidel – soplé -. Disfruta del viaje.

La carretera era peligrosa. En algunos tramos ni siquiera había asfalto. Sólo paré para echar gasolina. Fidel quiso que la pagáramos a medias y le dije que no, que costaba unas 12 pesetas; no le dije que era el precio del litro, claro.

La lluvia cesó por completo y, después de atravesar varios pueblos, comenzamos a acercarnos a la ciudad.

De pronto, saltó en su asiento, comenzó a bajar la ventanilla y asomó la cabeza. Había visto algo que le había llamado mucho la atención.

  • ¿Qué pasa? – le grité -.

  • ¡Donuts! – parecía haber visto algo sobrenatural - ¡Allí hay un cartel de Donuts!

  • ¡Claro! – no entendí su sorpresa -. Será una fábrica o un almacén ¡Ni idea!

  • «¡Anda, la cartera!» – recordó el anuncio sin mucho ánimo -. Nunca he podido probarlos ¿Quién va a ir a un sitio perdido a ochenta kilómetros a repartir diariamente cuatro donuts frescos?

  • Los compraremos por la mañana. Es verdad que hay que comerlos frescos; del día. Por la tarde ya están resecos y con una horrible corteza crujiente de azúcar.

  • ¿Qué más cosas podré probar?

  • Quizá demasiadas. Será mejor que las vayas conociendo una a una. Unas son mejores y otras… no tanto. Olvídate de la leche fresca. A partir de ahora tendrás que acostúmbrate a la leche en bolsas o en botella de plástico.

  • ¿La tuya también?

Me hizo muchas preguntas y a ninguna le di una respuesta clara. Me di cuenta enseguida de que había salido de su mundo muerto a un mundo vivo; no al que imaginaba.

También noté que, de cierta manera, se estaba desanimando.

2 – El origen

Era ya de noche cuando llegamos a la puerta de mi bloque. Había un sitio libre y aparqué hacia atrás para descargar. Antes de entrar quise advertirle algunas cosas.

  • ¡Espera, Fidel! Cuando empecemos a meter el equipaje saldrá Jacinta, la portera. Es muy buena persona, por supuesto, pero hay que tener mucho cuidado con lo que se dice y se hace delante de ella… Es algo parecido a lo que ocurre en tu pueblo; en cuanto te das la vuelta, lo cuenta todo… ¡y a su manera!

  • ¡Qué lujo! – dijo -. Una portera. Puedes estar seguro de que no va a notar nada.

  • Mejor. Le diré que me han destinado a otro instituto más cercano y que tú eres un muchacho  que te vienes a compartir el piso conmigo. Se supone que lo pagaremos a medias.

  • ¡Quiero pagarlo a medias!

  • En su momento, Fidel… Hazme caso… y cambia esa cara.

Sacamos todos los bultos al portal y allí estaba ella esperando con su sonrisa.

  • ¡Muy buenas, don Tomás! – saludó -. Vuelve usted pronto de su trabajo…

  • Muy buenas, Jacinta. Pensé que iba a estar allí todo el año. Me trasladan a un sitio mucho más cercano para suplir a otro. Prefiero estar en casa.

  • ¡Pues veo que va a estar usted muy bien acompañado!

  • Sí. Es Fidel – se saludaron -. Sólo estará conmigo hasta que encuentre un piso para él y su novia ¡Hay que ahorrar!

  • ¡Pues claro! – se lo tragó -. Está la cosa muy mala, hijo…

Una vez descargado todo, lo llevamos al fondo y Jacinta volvió a su guarida. Sabía que iba a seguir espiando.

Cuando vio Fidel que aquel pasillo no llevaba a ninguna parte miró extrañado a todos lados y habló en voz baja.

  • ¿No me dijiste que era un tercero? ¿Qué hacemos aquí?

  • ¡No pensarás subir por las escaleras!, ¿verdad? – susurré -. Meteremos todo en el ascensor de una vez.

  • ¿El ascensor? – se asustó -. Es la primera vez que me monto en uno.

  • Sí, el ascensor. Yo estoy harto de montarme todos los días muchas veces… ¡y estoy vivo! Ya te acostumbrarás.

Fue prudente. Cuando abrí la puerta entró con recelo y cuando lo teníamos todo cerré la puerta y pulsé el 3. Estuvo tenso y callado durante toda la subida, pero me pareció que no le afectó nada.

  • Este es el piso – dije al entrar -. Voy a dar la luz y dejaremos todo aquí hasta que descansemos un rato y te lo enseñe ¿Te parece bien?

Eso hicimos. Soltamos todas las bolsas y fui encendiendo luces, levantando persianas y abriendo los cristales para que se ventilara todo.

  • ¡Es muy bonito! – exclamó -. A mí me resulta un poco pequeño y los techos son muy bajos… He vivido en un sitio mucho peor. Este me gusta, amor.

Se acercó a abrazarme y me retiré de inmediato. Corrí a echar la persiana del salón.

  • ¿Qué pasa?

  • ¿Quieres que se entere todo el barrio? Aquí la gente puede ser tan cruel como en tu pueblo… y más ¡Si llega la voz a la policía nos pueden meter en la cárcel por delincuentes!

  • ¿Delincuentes? – no entendió -. Supongo que hay que ser prudentes y ya está.

  • No, Fidel. Aquí no es así. Cuidado con la portera, con los vecinos, con la gente del barrio… No hay diferencia entre lo que pasa aquí y lo que pasa allí; sólo que los grises están por todas partes.

  • ¿Qué son los grises?

  • ¡La policía! – dije entre dientes -. Van vestidos de gris y aparecen cuando menos los esperas… Así que… a disimular.

  • Pues me dijiste que vivías en un ambiente muy animado; de tertulias… Me dijiste que ya lo habías hecho con varios chavales…

  • ¡Claro que sí! – lo llevé al sofá -. No tengo más remedio que contarte una historia para que entiendas todo.

  • ¡Tienes televisor! – dijo al mirar al frente -. No me gusta verlo, pero me parece un lujo.

  • Pues no lo es. Sólo me sirve para acompañarme cuando no tengo más remedio que estar solo.

  • ¿Y por qué hay grises por todos lados?

  • Escucha, Fidel… - me armé de paciencia -; en tu pueblo ni siquiera hay cura…

  • Hay uno, don José, que va los domingos que se puede, a decir misa…

  • Y no tenéis Guardia Civil.

  • ¡No! Sólo van por allí si hay sangre, dicen. Yo sólo he visto a unos cuantos este año. Llegaron allí buscando al Lute cuando se fugó de la cárcel… Se fueron sin encontrar a nadie.

  • Pues ya tenéis una pequeña ventaja. Necesito contarte una historia, Fidel. Procuraré no aburrirte. Es la única manera de que entiendas cómo viviremos aquí las cosas.

  • ¿Por qué voy a aburrirme? – me tomó la mano -. Todo lo que me cuentas me gusta. Ojalá tuvieras una Coca-Cola para beber mientras…

  • ¡Tengo una! – me levanté -. No está fría porque dejé el frigorífico abierto. La repartiremos para los dos.

Puse dos vasos en la mesilla de centro, repartí el refresco y me dispuse a resolver todas las incógnitas de mi amado. Sabía que iba a tener que aguantar sus ingenuidades casi infantiles durante un tiempo, así que decidí tomar aquello con mucha calma y un poco de buen humor.

  • Verás… Luego recogemos todo. Para que me entiendas bien, tengo que empezar por el principio – asintió -. Mis padres me metieron en un colegio de curas donde sólo estudiar niños. Las niñas, con las monjas. Allí estuve diez años. Ya al final, empecé a sentirme un bicho raro. Me gustaba mirar a mis compañeros y deseaba poder ver sus cuerpos y tocarlos. No me gustaban las mujeres. Todos decían que les gustaban las mujeres.

  • Pues no veo nada nuevo… - dijo indiferente -.

  • Escucha – hablé con misterio -. En los últimos cursos todos salían corriendo a sus casas a las seis de la tarde y, como yo no era muy buen estudiante, mi padre me puso en unas clases de refuerzo a las siete de la noche. Esperaba allí con unos cuantos a que llegara el profesor, nos metía en una clase una hora y volvía a casa bien de noche.

  • ¿Te dejaban tan tarde en la calle?

  • No te extrañes, Fidel, porque las calles no son inseguras… precisamente. Fuimos diez alumnos a esas clases y podíamos sentarnos donde nos diera la gana. Yo me sentaba por el centro; para no destacar. Como tú. Está claro que allí no se podía hablar… de ciertas cosas…

  • Igual que en el pueblo – protestó -. Ya te dije que allí había que disimular y tener cuidado.

  • Así es. Pero una tarde, cuando el profesor estaba de espaldas escribiendo en la pizarra, cayó en mi mesa un papelito doblado.

Prestó mucha atención. Sabía que empezaba a contarle algo de un tema que conocía. Dejó su refresco en la mesa y se sentó mejor para escucharme.

  • Tomé el papelito en mis manos pero no lo abrí. Esperé a que el profesor estuviera de espaldas y miré atrás. Sólo estaba mi compañero Crispín. Tenía el codo apoyado en la mesa y su dedo pulgar metido en la boca; chupándolo insinuante.

  • ¡Vaya! – exclamó incrédulo - ¿De verdad hizo eso?

  • ¡Por supuesto! Pienso que se arriesgó muchísimo… Como yo me creía un espécimen único en este mundo, creí que se había dado cuenta y me estaba diciendo que se la chupase. Abrí el papelito y vi cosas muy mal dibujadas… Una polla, una boca… Debajo puso un mensaje: «Si quieres me esperas al salir».

  • ¿Escribió eso?

  • Sí; eso. Me asusté y me entusiasmé al mismo tiempo. Crispín era uno de los que me gustaban. Empecé a pensar que no estaba solo. Lo miré sonriendo para que comprendiese que aceptaba. Partí el papel en pedacitos muy pequeños y, cuando acabó la clase, nos entretuvimos y salimos con el profesor. Cuando apagó las luces nos quedamos a oscuras en la galería.

  • ¿Y qué tiene que ver todo eso con nosotros? – se impacientó -.

  • Lo vas a saber ahora… El profesor salió andando para bajar al patio por las escaleras y nos quedamos rezagados. Crispín me cogió la mano y fuimos aprisa hasta el final de la galería. Allí había una clase con la puerta estropeada; no se podía cerrar. Nos metimos allí.

A partir de ese momento, Fidel dejó de hablar y me escuchó con total atención y comprendiendo que quería decirle algo importante.

  • Nos quedamos cerca de la puerta para poder ver algo y comenzamos a besarnos y a toquetearnos. Era la primera vez que hacía aquello. Al poco tiempo cayeron al suelo nuestros pantalones y los calzoncillos. Nos metimos mano hasta que…

  • ¡Quieres intrigarme! – bebió -. No sé a dónde lleva tanta historia.

  • Lleva a algo increíble… Cuando menos lo esperábamos comenzaron a parpadear todos los tubos fluorescentes de la clase ¡Alguien había encendido la luz!

Se relamió los labios y no apartó sus ojos de los míos.

  • Don Rogelio, el cura más severo de todo el colegio, estaba en la puerta con su sotana vieja y sus gafas de sol; todavía tenía la mano en los interruptores…

  • ¿Cómo que las gafas de sol? – dijo con sorna -. Me has dicho que era de noche…

  • ¡Pues sí! Llevaba siempre gafas de sol muy oscuras porque era fotófobo; le molestaba la luz. No pudimos saber qué expresión tenía y no nos movimos ni un milímetro. Se limitó a decir una frase. «Estas no son horas de estar aquí. Idos a casa». Apagó la luz y desapareció.

  • Te estas quedando conmigo, ¿verdad? – no me creía - ¿No os dio una paliza?

  • No hizo nada y sigo sin entenderlo. Nos vestimos en un segundo y salimos corriendo de allí. El resto de los días, cuando lo veíamos aparecer nos temblaban las piernas… pero nunca comentó nada.

  • Te creo porque eres tú – balbuceó -. No creo que pasen cosas así.

  • Te juro que es real… Crispín y yo nos veíamos bastante separados o fuera del colegio. Todos los días tuvimos pánico a que dijera algo… Un día, poco después, Crispín se acercó a mí en el recreo de las once y me hizo un gesto para que lo siguiera. Me llevó a un rincón del enorme patio que solía estar bastante tranquilo. Allí había tres compañeros más: Ramón, Jesús y Manuel. Nos recibieron con una sonrisita burlona y Crispín les dijo que yo era del club.

  • ¿Teníais un club para eso?

  • No. Se refería a que… me gustaba lo mismo que a ellos. Me dijeron que había muchos más. A partir de entonces me incluyeron en el Club de los nabos largos. Esos son los amigos que sigo teniendo; esos y bastantes más. Siempre nos reunimos en grupos pequeños.

No dijo nada. Miró al televisor apagado.

Poco después comentamos algo mientras recogíamos.

3 – Mañana de compras, tarde de paseos

Nos duchamos, cenamos y nos fuimos a dormir. Estábamos agotados. Al despertar lo vi mirándome y me acarició la cabeza.

  • Buenos días, amor ¿Has descansado bien?

  • Buenos días. Sí; he dormido profundamente ¿Y tú?

  • No he podido dormir; pensando en todo eso que me contaste anoche, oyendo a los vecinos y con ese ruido insoportable de coches… ¡Me acostumbraré!

  • Lo siento mucho, Fidel. Esta mañana hay muchos planes. Por la tarde dormiremos una buena siesta ¿Qué te parece?

  • Me parece que a lo mejor tampoco dormimos esta tarde… ¿Qué planes son esos?

  • Vamos a ducharnos, a tomar café y a ponernos guapos. Lo primero será ir al bar Casa Gil a desayunar unos donuts frescos y luego iremos a una tienda de ropa, a otra de zapatos… Tienes que vestir como se viste aquí para no resaltar. Si te presto ropa, Jacinta se dará cuenta.

  • ¡Gracias! – me besó -. Estás en todo. Tengo dinero bastante…

  • ¡No! – le interrumpí -. Guarda ese dinero tuyo para cuando te haga falta de verdad. Ahora tengo un buen fondo y todo esto es cosa mía. Créeme, por favor.

  • Te creo, Tomás. Ahí está lo que tengo para cuando nos haga falta a los dos.

No pudimos tomarnos el café en casa porque la leche fresca del pueblo se había cortado, así que decidimos esperar al desayuno en el bar.

Me gustó muchísimo ver la reacción de Fidel al comerse su primer donut. Puso una expresión bellísima que no podría describirla con palabras. Sentir por primera vez un sabor desconocido debió ser para él muy especial – a pesar de que el sabor del donut no era nada demasiado especial -.

En la tienda de ropa no se dio cuenta de que iba separando todo lo que le gustaba. Dejé que eligiese lo mejor y le aconsejé en algunos momentos. Llevaba ropa y zapatos para cambiarse sin repetir demasiado.

Fui a entrar en una joyería y me siguió relatando.

  • ¿A dónde vas? ¡Estas cosas son muy caras!

  • ¡Déjalo, Fidel! – dije con paciencia -. Necesitas un reloj y quiero que sea mi regalo.

  • ¿Y todo lo demás que me has comprado?

  • Todo esto te hace falta…

Cuando salimos de la joyería quise intrigarlo un poco más. Me acerqué a él.

  • Algún día volveré a comprar nuestras alianzas…

  • Pero… ¿estás loco? – reprimió su asombro - ¡Eso vale un huevo y tendrás que decir dos nombres de hombre!

  • ¡No! Compraré una en una joyería diciendo que soy yo y la otra en otra joyería ¡Es fácil!

  • ¡No gastes más! – protestó -; nos puede hacer falta…

Volvimos a casa sin mucha novedad. Jacinta, evidentemente, quiso saber qué era tanto paquete y se ofreció a ayudarnos.

  • ¡No, es igual! Hacen mucho bulto pero no pesan nada. Son cosas que nos van a hacer falta…

Almorzamos muy bien y Fidel probó a los postres, también por primera vez, la Nocilla.

Como era lógico, nos fuimos a la cama a amarnos y, en cuanto terminamos, cayó rendido. Tuve que despertarlo con caricias y palabras bonitas. Teníamos que vestirnos para que fuera a conocer al Club de los nabos largos.

Cuando salimos tan bien arreglados, Jacinta quiso saber algo, así que le dije que teníamos una reunión de trabajo «¡No vamos a ir en ropa de viaje!».

Dimos unos paseos por el barrio y nos dirigimos a casa de Crispín. Ya entrando, percibí en su mirada una cierta inseguridad.

  • No es lo mismo – le dije - tener estos amigos y alguna aventura que estar enamorados ¿O es que ya no me quieres?

  • ¿Qué dices?

  • Lo único que espero es que no me dejes por otro…

  • ¡No me conoces! – protestó -.

  • ¡Sí, te conozco! Eres transparente ¿Qué pensaría Migue de esto? ¡Vamos! Nos esperan…

4 – Bienvenido al club

Lupe, nuestra mejor amiga, nos esperaba detrás de la puerta. Estaba deseando de conocer a aquel tipo tan guapo que yo decía que era mi rollo y que me lo había traído de un pueblo ¡No sé cómo lo imaginaba! Al verlo se le iluminaron los ojos y se volvió a avisar.

Pasamos con ella hasta el salón y salió Crispín a recibirnos. Al ver a Fidel no pudo evitar mírame a mí fijamente y muy asustado.

  • ¿Fidel?

  • Sí; es él. Saluda al menos, ¿no? ¿Desde cuándo no nos vemos?

Fue muy amable y todos se pusieron en pie al vernos entrar. Nos hicieron sitio y nos sentamos con ellos. Los presenté uno a uno. «Ramón, Manuel, Jesús…».

  • No me pareces muy de pueblo, Fidel – dijo tímidamente Ramón -. Con esa ropa y esa cara…

  • Pues no veis nada – les dije -. No subestiméis a un cateto de pueblo porque este nos da cuatro vueltas a todos juntos. Es bello por fuera, ¿verdad? – lo miré embobado -. No sabéis la belleza que esconde dentro; y su inteligencia. Ha estudiado y escrito sin parar… Y no lo digo porque sea mi novio.

  • ¿Sois novios? – preguntó Crispín -. Creí que era un buen rollo… Uno duradero.

  • Nos amamos – respondió Fidel con dulzura -. Nunca he amado ni deseado a nadie como a Tomás. Lo es todo para mí.

  • Sí – apuntó seguro Jesús -; definitivamente eres de pueblo. Por estas calles no se esconde mucho maricón enamorado. Todos van al grano; a follar…

  • ¡Vosotros también! – sentencié -. A lo mejor os vendría bien daros una vuelta por algún pueblo perdido. Fidel viene de una isla rodeada de agua por todas partes; también por arriba; olvidada y perdida… ¡Y de Despeñaperros para abajo! Yo he descubierto allí algo fantástico. Si amas al que está follando contigo, folláis los dos diez veces de una vez.

  • ¿En serio? – exclamó Ramón -. Tienes una joya para ti solo. Cuídala muy bien que ya sabes cómo anda el patio de revuelto. Un poquito de… supuesta «apertura» (se refería a la censura) y ya están todos los maricones haciendo colas en los cines vacíos ¿Quién no ha ido al Delicias?

  • ¡Qué asco! – habló por fin Manuel -. Hablan de películas “S” y esas cosas. Al final, si no ligas con alguien allí, no ves más que una mierda de película recortada ¡Le cortan lo mejor! Y de vueltas al aire libre, ni una.

  • ¿Al aire libre? – me preguntó Fidel confuso -.

  • No, no es eso, Fidel – aclaré -; Cuando hablamos de dar unas vueltas al aire libre nos referimos a cierto tipo de vueltas con ciertas partes del cuerpo al aire libre…

  • ¡Ah, comprendo! – rio - ¡Buena forma de hablar para que nadie os entienda!

  • ¡Pues claro! – se insinuó Ramón -. Incluso si te propongo que demos una vuelta al aire libre delante de alguien, creería que hablo de otra cosa.

  • ¿Y ya vais a hacerle esas proposiciones a Fidel? – pregunté con sorna -.

  • ¡No, no, no! – dijeron todos -.

  • No sé qué deciros – habló Fidel con seguridad -. Tomás sabe muy bien que aunque no me importaría dar una vuelta al aire libre con… - miró alrededor - …Jesús, a la hora del almuerzo, será siempre mi alimento.

Todos se miraron con disimulo. Mi amado Fidel hablaba claramente, sin rodeos, con una enorme seguridad. Lo que decía ya lo había podido comprobar yo mismo en el pueblo. Él se encargó de acercar a Migue a nosotros; sólo había dos partes en aquella «vuelta al aire libre»: Migue y nosotros; los inseparables…

  • Bienvenido al Club de los nabos largos – se levantaron todos -. Yo, Crispín Lafuente, como presidente, te acepto en nombre de todos. Tienes demasiadas cosas que enseñarnos. Ojalá te hubiera conocido antes que Tomás para poder invitarte a dar unas vueltas al aire libre…

  • Cuando quieras – le contestó -; sólo tienes que pedírmelo, si Tomás quiere también.

Le di unos codazos como aviso; se estaba pasando… pero lo hice de forma que todos pudieran darse cuenta. No íbamos a negarnos a follar con mis mejores amigos.

  • ¿Eres un superdotado? – indagó Ramón -.

  • ¿Te refieres a mi coeficiente intelectual o al tamaño de mi nabo?

  • ¡Lo siento! – se puso muy nervioso -. Sólo pretendía cambiar de tema…

  • No – le respondió despreocupado -. No soy un superdotado mental ¡Si te valen veinte centímetros del otro coeficiente…!

  • ¡Coño! – se le escapó a Jesús - ¿Iba en serio lo de la vuelta al aire libre conmigo? ¡Tomás tampoco está manco!

Unas carcajadas quitaron importancia a algo que parecía una proposición formal y abierta. Seguimos hablando, ya sentados, de todos los temas que uno pueda imaginar. Aclaramos bastantes cosas a Fidel y él, como ya había hecho conmigo, fue separando todo el grano de la paja. Lo que había aprendido sólo con su imaginación… y aquellos cinco dedos.

5 – El postre

  • Nos has devorado a todos – le dije al salir de allí - ¡Vaya merienda! No me asustas porque sé de qué hablas pero… ¿de verdad darías una vuelta al aire libre con Jesús?

  • Eso tenemos que decidirlo los dos, Tomás. Lo que debes interpretar de todo lo que se ha hablado es que cuando hablo yo, hablo de los dos ¿Por qué no haces lo mismo?

  • Te he entendido. Has sido claro como siempre. Lo que me gustaría es que no te sientas esclavo de mí si quieres dar una vuelta solo con… Jesús, por ejemplo.

  • ¿Esclavo? – me miró extrañado -. Tú eres el primero; si no te apetece estar, es otra cosa; y si quieres estar tú solo, también. Sé que has salido a dar unas vueltas más de una vez con todos. Tal vez, con más de uno… Pero sigo estando… - lo pensó -. Sigues siendo mi amigo.

  • Eso – me alegré de lo que decía -. Compañeros de piso.

  • Compañeros de piso al aire libre – rio discretamente -. Te gusta demasiado abrir las ventanas; y hace frío. No estoy acostumbrado pero es lo que pretendo: acostumbrarme.

  • Eres un ser superdotado – hablábamos sin acercarnos -; no reconoces que lo eres, pero nos superas a todos… ¡no sé cómo!

  • Tú me has convertido en eso.

  • Me acuerdo ahora de Migue… ¿Qué será de él? Deberíamos llamarlo.

  • ¡No, Tomás! – se paró en seco - ¿Vas a llamar a la bodega, diciendo que eres tú y preguntando por él?

  • ¡Tienes razón! – pensé -. Buscaremos a alguien que no conozcan y con un mensaje que él entienda. No sabemos cómo estará después de lo que vieron todos en la plaza.

  • No creo que lo relacionen a él con nosotros – dijo tranquilo -. Yo lo hice porque sabía que no iba a volver. Mis padres tienen su coartada. Hablaremos de eso… ahora no.

  • ¡Claro! ¡Claro que sí! Tengo el número de Jesús. Invítalo a dar unas vueltas al aire libre. Ya veré a quién invito yo. Luego, seguiremos compartiendo piso.

  • ¿Vamos a dar unas vueltas? Tengo hambre…

6 – Sin pilas

Fidel había cumplido con creces conmigo y con él mismo. Aquellas primeras jornadas agotadoras le habían supuesto un gran desgaste de energía sólo por pensar que se veía obligado a amoldarse a ese mundo equivocado donde se había metido.

Desde sus ropas hasta su comportamiento, pasando por el lenguaje, había tenido que asimilar más de lo que yo hubiera podido. En un mes escaso que estuve en el pueblo no fui capaz de adaptarme a la tremenda soledad – a pesar de tenerlo siempre a mi lado -, a la oscuridad, a la perpetua tristeza y a la lluvia sin tregua.

En el corto paseo de vuelta a casa ya había cambiado de comportamiento. Se veía seguro de sí mismo, en ningún momento pronunció una palabra que supiera que podría ser comprometedora; jamás hizo un gesto equivocado ni rozó mi mano por error. Al llegar al bloque, supo enfrentarse personalmente al reto de la portera vigilante, incluso diciéndole algunas palabras que desviaran su atención.

Se dejó caer en el sofá suspirando profundamente, eché un poco la persiana y me acerqué a besarlo y a proponerle que se quedase allí descansando mientras yo preparaba la cena. Le encendí el televisor y le quité el volumen.

  • Voy a prepararte algo, amor mío – besé sus cabellos -. Descansa un poco aquí.

  • ¡Gracias, gracias! – levantó sus ojos -. Puedes apagar eso; no voy a verlo.

Volví a apagar el televisor y dejé una luz más tenue a su lado. Encontré lo suficiente en la cocina como para prepararle algo suave que, al mismo tiempo, lo dejara satisfecho y reforzado.

Mientras lo puse a calentar a fuego lento, volví al salón para estar con él. Su cabeza se había caído hacia un lado quedando sobre su hombro y sus brazos, a los lados de su cuerpo, quedaban con las palmas de las manos hacia arriba.

  • ¡Fidel! ¿Fidel? – susurré -. Mi niño ya no aguanta más y se ha dormido ¿Quieres que te lleve a la cama?

No podía oírme, así que besé con cuidado sus labios cálidos y acaricié sus cabellos oscuros y sutilmente anidados. Lo tomé por los hombros y lo fui dejando caer hacia un lado apoyando su cabeza en el mullido brazo del sofá y agachándome luego a quitarle sus zapatos nuevos y besar sus pies. Tomé sus piernas y las puse sobre el sofá. Le aflojé el cinturón.

Se removió un instante como si despertara y dijo alguna cosa incomprensible en sueños. Su mano se aferró a mi muñeca y tuve que abrirla con cuidado de no despertarlo.

Apagué el fuego de la cocina, apagué la lámpara del salón y lo miré en la penumbra ¡Un ser encantador! Fui a por una manta para abrigarlo y recorrí el pasillo meditabundo para irme a descansar.

Había más cosas urgentes que no podían esperar más tiempo y quise ordenar mi mente; no pude mantener los ojos abiertos para hacer los planes. El día siguiente también iba a ser un día sin descanso.