El chico del pito: Sexta vida

Un nuevo miembro entra en el club: Sabe demasiado?

El chico del pito: Sexta vida

1 – Buscando amor

Puse la mesa como Fidel la había puesto, serví el almuerzo, charlamos… nada en particular ni relevante. Él había quedado aquella misma tarde con Jesús y a primera hora, así que creí que lo mejor sería tomarme un pequeño descanso, hasta que llamara Julia con novedades, o irme a casa de Crispín.

A Gorio debió extrañarle que no apareciéramos por allí; ni siquiera quería llamar para no verme en un compromiso.

Cuando cerró la puerta y volví a verme solo me vinieron recuerdos a borbotones. No podía apartarlos de mi mente. En muy poco tiempo –días– habíamos pasado los dos de vivir en una tumba a ese extraño mundo al aire libre que, sin embargo, se mantenía oculto a la mayoría de las personas. Todo un mundo de excesos que ni siquiera en otros países pensaba que existiera.

A media tarde, intentado borrar todos esos pensamientos mirando a la pantalla y sin conseguirlo, decidí llamar a Crispín y preguntarle cómo iba el club; sin ninguna idea de ir allí. Cuando descolgaron, oí la voz de Lupe.

–¿Dígame? –canturreó.

–¡Hola! –canturreé–. ¿Eres Lupe?

–¡Al aparato!

–Soy Tomás… ¿Ya no conoces mi voz?

–¡Tomás! Esperaba la llamada de otra persona. ¿Cómo te va? ¿Piensas ir a ese pueblo a por otro bombón? A ver si venís, que estáis perdidos. ¿Te pongo con Crispín?

Me quedé en blanco. No sabía por qué me había preguntado aquello del pueblo. O sabía lo que estaba pasando o sabía lo de Migue…

–No. ¿Por qué dices lo del pueblo? –pregunté intrigado.

–¡Por nada! A ver si haces otro viajecito de esos y me traes a uno que le gusten dos tetas.

Fue graciosa la respuesta, desde luego, pero me habían venido a la mente ciertas ideas…

–Hmmm… ¿Hay más gente ahí? –Indagué.

–¡Siiii! –Alguien hablaba cerca de ella–. Aquí hay algunos maricones a los que también les gustaría conocer a Fidel.

–Ya; comprendo –Tenía que improvisar–. ¿Quiénes están?

–¡Ah! Pues están… Crispín, Ramón, Manuel, Ismael y… ¡Bueno, ya sabes! Los que siempre venís más por aquí.

–Quizá vaya un rato –Pensé–. ¿Vas a estar?

–¡Por supuesto! Han traído algunas chucherías para merendar. ¿Por qué lo preguntas?

–Eres mi mejor amiga… Quería hacerte una consulta y saber si no te importaría hacerme un favor.

–¿Un favor? ¡Uy, uy, uyyy!

–No, no es nada especial, sino que preferiría hablarlo en persona.

–¡Como quieras! ¡Claro! Os esperamos.

–Sí, sí –Me puse nervioso–. Voy a salir ahora.

Cuando se despidió de mí no se había dado cuenta de que no hablé de Fidel ni de que iba a ir solo. Lupe era la única que persona que conocía que podría llamar a Migue sin levantar sospechas. Quería saber su opinión.

Me duché y me vestí rápidamente. El recorrido hasta el club se me hizo larguísimo y, aquella tarde, comenzó a llover tímidamente. Volví a sentirme como en días pasados.

Al abrirse la puerta, apareció Lupe sonriente y cambió su expresión por una de desconcierto.

–¿Y Fidel?

–¡Verás!... –contesté sabiendo que alguien podía desmontar mi mentira–. Está un poco cansado y no se encuentra muy bien. Vengo solo.

–¡Vaya! –me hizo pasar–. Supongo que no está acostumbrado a esta vida.

–Eso creo; ahora lo comentaremos…

El nuevo encuentro fue apoteósico. Hubo quien me preguntó enseguida por Fidel y Lupe se encargó de dar explicaciones. Ismael se quedó con dos palmos de narices esperando conocer a mi amigo. Crispín, sin embargo, puso una cara que delataba que sabía lo que estaba pasando; no dijo nada.

Hablé con ellos un rato; con normalidad. Eludí mencionar a Fidel para no dar más detalles y, en el momento propicio, le pregunté a Lupe si podía hablar con ella a solas. Fue muy amable. No imaginaba lo que iba a confesarle. Nos levantamos y nos fuimos a la cocina.

–Pasa algo –dijo muy seria–; no me engañas.

–No, no te engaño, Lupe. Ya sabes cómo es este mundo. Te contaré en otro momento otros pormenores. Ahora me gustaría que supieras algo y que no lo comentaras.

–¡Pues claro! –bajó la voz–. Sé las normas que tenéis y una de ellas es… la discreción. Sé cómo os relacionáis unos con otros.

–Así es. Nadie sabe esto; escucha… Fidel está con Jesús esta tarde. Estoy seguro de que seguirá conmigo… Creo que no habrá problemas. Ya te comentaré más adelante. Ahora quiero que sepas que, en aquel pueblo, hay otra persona encantadora que me gustaría sacar de allí.

–¿Otro bombón?

–¡Sí! –susurré–. Fidel lo conoce; no es ninguna novedad. Incluso sabe que tengo pensamientos de sacarlo de allí. Ese no es el problema.

–¡Coño! ¡Pues sí que hay misterio en todo esto!

–¡Escucha! –Nos acercamos –. El que se quedó allí es un chaval muy guapo ¡Está buenísimo! Decía que se había enamorado de mí… pero llegó tarde. Pienso que pueden estar haciéndole la vida imposible y no tengo forma de saber nada de él.

–¡Llámalo!

–Aquello no es lo que piensas, Lupe. Allí sólo hay un teléfono y está en la bodega. Es un lugar demasiado concurrido para hablar claro. Y yo no puedo llamarlo porque estarán diciendo pestes de Fidel y de mí. Nos vieron juntos en plena plaza.

–¡Ufff!

–Te lo contaré más despacio; de verdad –continué–. Sólo quería saber si me harías el favor de llamarlo tú. Se trata de preguntar por él como si fueras alguien que conoce y poner cualquier excusa.

–Me estoy perdiendo, guapo.

–¡No! ¡Es fácil! –Suspiré–. Llamas tú como si fueras alguien interesada en comprar sus quesos, por ejemplo, y dices que lo avisen. Una vez que se ponga, podrías comentarle que no diga nada y que yo estoy contigo. Me pondré y le diré de alguna forma cuál es mi idea. Quiero saber cómo está.

–¡Así que hace quesos! ¿Y cómo vas a traértelo? –Le pareció imposible.

–No lo sé. Tendría que pensar en algo si él acepta y me dice qué posibilidades hay.

–Se me ocurre una cosa –habló con misterio–. Puedo decirles que soy… Mariluz, de una distribuidora de ultramarinos; y que lo avisen. Una vez que se ponga… ya le dices tú lo que creas conveniente.

–¡Claro! ¡Gracias, Lupe! Sabía que no me ibas a fallar.

–¿Qué dices? –Me acarició la cara–. Sabes que puedes pedirme lo que quieras y te ayudaré. No tienes que contarme detalles de nada, guapo. Es más; se me ocurre cómo sacarlo de allí. Tú no puedes entrar en ese sitio, ¿verdad? ¿Cómo lo recoges? ¿Hay algún lugar cercano a donde puedas ir a por él?

–Sí, sí, pero está muy lejos porque tendría que ir andando con el equipaje.

–¿Tampoco hay autobuses? –Vio mi cara de decepción– ¿Qué lugar es ese?

–No hay nada, Lupe. No puedes imaginar cómo es aquello. Sólo va un autobús a la semana. Le llaman «el correo», porque lleva las cartas.

–¡Ah! –Sonrió exageradamente–. Supongamos que… doña Mariluz, de Ultramarinos Casado, le dice que tiene que venir y traer unas muestras. ¿Podría venirse él?

–¡Es cierto! –Me pareció buena idea–. Lo que pasa es que esto está muy lejos y no hay autobús directo. Podríamos quedar en el primer pueblo donde para. No está demasiado lejos de allí… A unos… cincuenta kilómetros.

–¡Dios mío! –exclamó incrédula– ¿Llamas a cincuenta kilómetros cerca?

–Lo pensaremos mejor antes de llamar –concluí–. Yo también tengo que pensar qué le digo, de forma que apenas tenga que hablar.

–Lo que deberías pensar es qué vas a hacer con él si estás con Fidel. ¡Te metes en unos líos…!

2 – Una advertencia sabia

Tenía que volver a casa. No quería llegar demasiado tarde y prefería estar allí antes de que llegara Fidel. Así lo hice. Me despedí de todos después de una divertida merienda y volví a casa sumergido en una noche solitaria y lluviosa.

Me valí de Jacinta para asegurarme de que mi compañero no había llegado. Subí a casa y encendí algunas luces tenues. Miré al televisor apagado con cierto desencanto, igual que miré, casi evitándolo, sus herramientas. Era posible que hubiera perdido toda posibilidad de seguir teniendo a mi lado a quien más amaba.

Me hubiera metido en la ducha y en la cama en ese momento. No quería darle más vueltas a todos esos sucesos. Sin embargo, debería seguir allí esperando a que llegara. Quise evadirme leyendo aquel libro que nunca terminaba y no me enteraba de nada. Lo dejé y me fui a la cocina.

No me di cuenta de que había pasado tanto tiempo. Cuando llamaron a la puerta supe que era Fidel. Al abrir, lo encontré allí inmóvil y mirándome con recelo, con la cabeza un tanto ladeada y la vista baja. Quizá pensó que iba a tratarlo a patadas. Tomé su mano y tiré de él. Lo besé en la mejilla tras cerrar la puerta.

–¿Qué tal ha ido todo? –pregunté casi sin interés.

–Pse –Se encogió de hombros–. Ni bien ni mal.

–No te pido que me cuentes nada –Fui amable–. Tú tienes que tomar tus decisiones.

–Me voy a dormir.

–No sé –Me sentí tenso–. ¿No vas a cenar? Hay unos huevos rellenos en el frigorífico. Los he hecho para ti.

–He cenado algo –Eludió mirarme–. Me voy a la cama.

Ni siquiera sabía qué decirle. Era una sensación incómoda; muy poco agradable. Recorrió el pasillo hasta el dormitorio y cerró la puerta. Cerré también la puerta del salón y me dejé caer en el sofá. Respiré profundamente varias veces para relajarme. La ansiedad me estaba matando porque no iba a poder soportar un futuro así.

Me levanté al rato con decisión para ir a la cocina a prepárame una infusión con unas gotas de ansiolítico. Puse atención por si oía algo. Por debajo de la puerta no se veía nada de luz. Me acerqué de puntillas, arrimé la oreja a la puerta y oí claramente que estaba roncando un poco. No sabía lo que había pasado; sólo sabía que se había dormido agotado.

Estaba ya en el salón, con la puerta cerrada, cuando sonó el teléfono. Me apresuré a cogerlo.

–¿Diga?

–¡Tomás! –Era Lupe– ¿Ha llegado ya Fidel?

–Sí, claro –contesté en voz baja–. Está muy cansado.

–¡Vamos! Sé todo lo que ha pasado. Me lo ha contado Crispín porque cree que esto que es una emergencia. Olvídate ahora de las normas y deja de pensar en más tonterías. No le he dicho nada a Crispín de tus intenciones, pero voy a darte mi opinión de una forma bien clarita.

–¿Qué sabes de esto? –Me preocupé.

–Sé que Fidel no ha entendido muy bien ni dónde se ha metido ni lo que está haciendo. Por ignorar las normas, le ha largado a Jesús algo que no me gusta. Te ha usado para salir de aquella pocilga. Por eso quieres traerte a ese chico que dice que te quiere. ¿Me equivoco?

–Creo que no.

–Pues escúchame, bien; tonto del culo. Si ahora le gusta Jesús, hazle la maleta y que se vaya a su casa. No sabe distinguir entre un polvo y un compromiso. ¡Que aprenda! Aquí sois todos muy putas, vale, pero una puta no le dice a sus clientes que los ama para sacarles lo que busca; llega a un acuerdo con ellos, le pagan por adelantado, follan… y si te vi no me acuerdo.

Tenía razón y no podía discutírselo. Si ella hubiera sabido lo que, supuestamente, había hecho con Migue, lo hubiera puesto de patitas en calle al instante de llegar; le hubiera tenido preparada la maleta. ¿Qué podía hacer?

Apagué el televisor desilusionado. Casi nada se veía en color. Me sentí usado, engañado; en mi propia casa. Se me pasó por la cabeza una escena que quise apartar de mí al instante. Me veía corriendo al dormitorio, encendiendo la luz, sacándolo de la cama a tirones y poniéndole la maleta delante para que se fuera. Quizá era lo que se merecía, pero no era capaz de hacer eso a alguien a quien amaba.

Busqué una manta vieja que tenía en el altillo del lavadero, me puse un poco cómodo y me eché a dormir en el sofá. Fue una noche larga y de desvelos.

3 – Evitando lo inevitable

Me quedé dormido profundamente llegando ya el amanecer y, cuando desperté, me incorporé asustado. Fidel estaba sentado a mis pies; en la otra punta del sofá.

–¿Por qué has dormido aquí? –preguntó al ver que despertaba–. Aquella es tu cama, no la mía. Si no querías acostarte conmigo, me lo podías haber dicho. Yo hubiera dormido aquí.

–¿Cómo? –Eché las piernas abajo–. Llegas anoche después pasar una buena juerga, me dices que te vas a la cama y… ¿pretendes que me acueste contigo? ¿De qué estás hablando?

–No merezco estar aquí –Se levantó incómodo–; lo sé. ¿Qué vas a pensar de mí?

–¡No, Fidel! –Fui directo–. No se trata sólo de eso. No conoces las normas y has cometido un grave error. Los chismorreos y las mentiras aquí corren como la pólvora… Por eso hay unas normas. Y te has saltado la básica. Hasta Crispín sabe lo que está pasando –me miró asustado–. No sé exactamente qué has hablado; lo que sí sé es que has dejado entrever que me has usado para que te traiga, y te has ido con Jesús. ¿Vas a hacer conmigo lo mismo que con Migue?

–¡No, Tomás! –Se abrazó a mí– ¿Quién ha dicho eso? ¡Yo te amo a ti! Alguien ha interpretado mal mis palabras.

–No, no –Lo dejé abrazarme–. Si me pides que crea a los del club o a ti, siento decirte que creo a los del club. ¿Sabes por qué? El que se salta una norma va a la puta calle… y eso no lo sabías tú. Esas normas las hice yo con Crispín. ¿Cómo se te ocurre comentarle esto a Jesús? ¡Lo ha largado!

Se separó de mí temblando casi visiblemente y con la vista caída. No me pareció tan arrepentido como para echarse a llorar.

–¡Vaya! –balbuceó–; ahora sí que me siento un cateto de pueblo.

–Lo malo de esto no es lo que yo piense, Fidel; es lo que ellos piensan. Si no te lo digo yo, te lo dirá Crispín, y de otra forma. Te expulsará del club. Ya te dije que Jesús es un hombre para follar, no para enamorarse de él. Si vas a estar con él, siento decirte que vayas al dormitorio, hagas la maleta y te largues a su casa. ¡Menudo despertar!

–¿A su casa? –Se asustó–. ¡Estará trabajando!

–Yo estaré trabajando mañana. ¿Te has preocupado de eso? No entiendo que uses esta casa para vivir y te vayas con otro. ¡En dos días! Prepara la maleta, sal por esa puerta y reza. Espero que Jesús te deje quedarte con él.

–Sé que no vas a hacerme eso –gimió.

–Pues te equivocas –Caminé hacia la cocina–. Si no preparas la maleta tú, te la prepararé yo. Como lo prefieras. Dejaré una puerta abierta en mi vida. Demuéstrame que de verdad me amas, como un hombre adulto, y pensaré si te dejo entrar y quedarte. Aclárate primero tú mismo.

Desaparecí del salón sin dejar de estar muy pendiente de sus movimientos. Oí desde la cocina cómo se iba al dormitorio y cómo preparaba la maleta dando golpes desesperados. Mientras preparé mi desayuno, lo vi de reojos caminar despacio por el pasillo. No me moví. En pocos segundos se cerró la puerta de la calle. Corrí al sofá, salté sobre él y lloré cuanto pude.

4 – Limpiando la mente

Me quedé dormido y, cuando desperté, tenía un enorme dolor de cabeza. Estaba inquieto y malhumorado. Me fui a la cocina, abrí la puerta de los medicamentos y saqué unas cuantas grageas de Optalidón. Me las metí en la boca y las tragué todas con poco esfuerzo. Abrí el frigorífico y encontré mi botella de vino de pasas: mi favorito. Bebí bastante, y a morros.

Echado en los muebles de la cocina, estuve mirando cómo la aguja del segundero del reloj de la pared iba dando pequeños saltos, de segundo en segundo, mientras oía el tic–tac cada vez más fuerte. En un instante, noté una sensación extraña. Había oído decir que mucha gente se drogaba con esa mezcla. Era fácil de encontrar. Podías comprar las grageas en la farmacia y, mezcladas con alcohol, quitaban «todos los males». No lo hice a propósito.

No me había drogado nunca. Tomaba el Optalidón para el dolor de cabeza. Lo que estaba sintiendo no era una mejoría, sino algo inexplicable; fantástico. No podía seguir encerrado en casa, así que decidí tomar el coche y llegar hasta cerca del centro. Conducir en esas condiciones era muy difícil. Me dio la risa cuando al descubrir que iba a incrustarme en el coche de delante. Aparqué como pude. Fue tan difícil como poner el módulo lunar en su sitio.

Caminar así por las calles llenas de gente, mirando a un rostro y a otro, me produjo una agradable sensación de ser invisible. Vino a mi cabeza aquella calle comercial donde todos los maricones sabían que podían ligar. Era fácil, según se decía, pero nunca lo había intentado. ¿Por qué no probar?

Los que querían ligar paseaban constantemente de un extremo a otro de la calle y, si veían a alguien que les gustaba, se acercaban a un escaparate sin dejar de mirar a ese hombre de vez en cuando, y metiéndose la mano derecha en el bolsillo del pantalón, para abultarlo un poco. Si alguien se ponía a tu lado haciendo lo mismo, ¡bingo!, habías ligado. Quería saber si eso era cierto.

Apenas tuve que recorrer la calle una vez y algo más. Veía caras preciosas de hombres por todos lados y las caras de las mujeres se me antojaban desfiguradas y desagradables. Al llegar a la altura de una farmacia descubrí unos ojos grandes y oscuros mirándome insistente e intermitentemente. Era la señal.

Me acerqué al escaparate de una tienda de instrumentos musicales con la mano en mi bolsillo, empujando con el puño hacia adelante. Al volver la vista, observé que aquel joven elegante se acercaba a mi lado de igual manera. Se colocó a mi derecha. Noté cómo me miraba de vez en cuando, repetidamente, y dejé asomar una amplia sonrisa de satisfacción a mi rostro.

–¿Tocas algún instrumento? –preguntó con disimulo–. Yo toco algunos muy bien…

–¿Sí? –pregunté sin mirar.

–¡Claro! –Tomó precauciones–. Te toco lo que quieras. ¿Tienes a donde ir, o vas al parque?

No sabía de qué me hablaba y, me encontraba tan a gusto, que le dije que tenía a dónde ir.

–¿Está lejos? –continuó.

–Un poco.

–Tengo coche –Me miró sin disimulos–. Dime dónde es.

–Vale… ¿Nos vamos juntos?

–¡Pues claro! –No se movió–. ¿Vamos a ir cada uno por un lado? Te dejo luego en la plaza.

Lo miré entonces y vi a un joven muy bello, moreno, de tremendos ojazos oscuros y de cuerpo esbelto. Al menos lo veía así en aquella situación. Iba vestido con traje caro y corbata elegante. Al caminar un tramo tras de él, percibí un perfume embriagador; uno de esos costosos. Pocos hombres usaban perfumes.

–¿No vas a decirme cómo te llamas? –Me miró muy contento–. Yo soy Juan Luis.

–¡Ah, Juan Luis! Yo me llamo Tomás –Seguí caminando.

–Oye, ¿estás bien? –preguntó extrañado–. Te encuentro muy raro…

–¡Ufff! –Levanté los brazos–. Me siento fenomenal. No pensaba que nadie iba a acercarse a mí por afición a la música.

–¡Baja la voz, por Dios! ¿A la música? –Se sorprendió–. ¿Qué hacías parado en aquel escaparate?

–¡Pues eso! Esperar a que te acercaras. ¡Me gustas!

–¿Sí? –Se alegró mucho–. Es la primera vez que vengo ¡No sabes lo mal que lo he pasado para acercarme!

–¿La primera vez? –Me paré en seco–. ¿Es lo que dicen todos?

–¡No, no, no sé! Creo que hay gente que presume de conocer eso muy bien. Yo me he enterado por uno, pero no en esa calle.

–¿Ah, sí? –Sentí curiosidad–. ¿Qué te ha dicho? Soy un novato en esto.

–Pues… Verás… –Me pareció que no se atrevía a hablar–. Estaba un poco solo y triste y entré en un bar de ahí cerca. Uno que conozco estaba al lado y se lo estaba explicando a otro. Dijo que él había visto a los maricones hacer eso. Pensó que yo no me enteraba o que no me iba a interesar lo que decía. Al poco tiempo te vi. ¡No podía creérmelo!

–Yo tampoco, ¿sabes? –Reí a carcajadas–. Digamos que… mi pareja me ha puesto los cuernos.

–¡Vaya! Eso es peor que lo mío.

–¿No me digas? –Me acerqué peligrosamente a él–. ¿Has follado mucho?

–¡Disimula! ¿Por qué me preguntas eso?

–Por nada en particular, Juan Luis –Pude concentrarme un poco–. Ya sabes que yo sí he follado bastante. ¡Tenía pareja!

–¡Qué suerte! –Se entristeció–. Yo siempre lo he hecho con mi vecino Herme. Digamos que… hacíamos esas cosas por darnos placer; sólo por eso. Se ha ido a vivir a Suiza. ¿Qué hago ahora?

–Lo que has hecho. Si lo que pretendes es echar un polvo… ese es el sitio, creo. Yo he querido probarlo. ¡Por curiosidad! ¡Funciona!

Era un chico bastante tímido. Conforme se fue pasando un poco el efecto de la droga me di cuenta de que estaba siendo sincero. Me contó una larga historia mientras íbamos a recoger su coche y no entendía por qué lo hacía. Me dio la sensación de que necesitaba hablar con alguien.

Hizo un inciso para preguntarme a dónde teníamos que ir y, al decirle dónde vivía, se puso muy contento; su casa estaba bastante cerca de la mía. Subimos al coche y comenzó a callejear.

–Mi vecino y yo hicimos un acuerdo y nadie nunca se enteró de nada. Nos subíamos a la azotea y, en un cuarto pequeño que tenían sus padres como trastero, nos tocábamos y eso. No siempre lo he pasado muy bien.

–¿Sólo tocarse? –No creí lo que decía–. Supongo que haríais algo más…

–¡No! –dijo con normalidad–. Nos acariciábamos, nos besábamos un poco y… él me la tocaba y yo se la tocaba.

Creí que era efecto de la droga. El joven que iba conduciendo para irse conmigo a casa decía que sólo se la tocaban… Dejé que me contara lo que quisiera. Si íbamos a follar, sabría enseguida si lo que decía era cierto.

Era cierto. Cuando entramos en casa nos quedamos parados y se dedicó a acariciarme la polla, sin intenciones de bajarme los pantalones. Hice lo mismo y empecé a aburrirme.

–¡No puede ser, Juan Luis! –dije asombrado–. ¿Esto es lo que querías hacer?

–¡Sí! ¡Me gusta! La tienes grande y muy dura.

Me lo llevé al dormitorio. Miró con sorpresa toda la ropa nueva de Fidel esparcida por los suelos y le di algunas explicaciones rápidas. Lo entendió todo. Nos sentamos en la cama y observé entonces la candidez que se ocultaba tras aquella mirada. Lo único que había hecho en toda su vida con su vecino había sido tocarse, sacársela y hacerse una paja mutuamente. Me pareció patético.

5 – Una mente limpia

Estuve oyéndolo hablar con tranquilidad un buen rato. Sólo me contaba esas cosas. No hacía referencia a nada más que no fueran caricias y tocamientos, así que decidí que era el momento de mostrarle en serio qué era estar con otro hombre. Le pedí que se fuera desnudando y me fui quitando la ropa. Al final tuve que ayudarlo; hasta que nos quedamos en calzoncillos. Rio con timidez al verse desnudo ante un desconocido, me acerqué a él, lo tomé por la cintura y puse mis labios sobre los suyos.

Me acarició la polla de arriba abajo y la apretó de vez en cuando como si quisiera sentirla dura en su mano. Era el momento de actuar. Entreabrí mi boca, la puse sobre la suya y la fui lamiendo con la lengua. Cerró los ojos casi asustado y, muy tímidamente, fue abriendo los labios y haciendo lo mismo que yo le hacía.

–¡Me gusta esto! –Se separó un momento–. ¿Siempre lo haces?

–¡Es un beso! –Lo decía en serio–. ¿Cómo os besabais?

–Como se besa todo el mundo –Apartó la vista–. Esto de la lengua me gusta más…

Definitivamente, me acababa de topar con alguien absolutamente ajeno a aquel mundo. Lo fui guiando para echarnos en la cama y se sintió cómodo y como un niño con un regalo entre sus manos.

–Voy a enseñarte cosas, Juan Luis. Creo que te van a gustar. Si alguna cosa no te entusiasma demasiado, me lo dices. Tenemos que estar a gusto los dos.

–No sé nada –susurró–. Ni siquiera lo que pensarás de mí. Siempre he imaginado cosas que me gustaría hacer, y a Herme no le gustaban. Me he hecho muchas pajas solo pensando cosas… cosas raras.

–Fantasías –le dije–. Esas son tus fantasías y ahora puedes hacerlas realidad conmigo. ¡No soy tu vecino! ¿Te va a dar vergüenza?

–¡No, no! –Se puso tenso–. Tú vas haciendo lo que te guste y yo veo cómo se hace.

–¡De acuerdo! –Me gustaba aquella novedad–; pero tienes que prometerme que vas a hacer todo eso que has imaginado siempre y nunca has hecho. Conozco todas esas cosas, así que no voy a asustarme.

–Ya veo… –Miró mi mano posarse en sus huevos–. Ya veo que tú sí sabes de esto. ¡Dime lo que tengo que hacer, si no te importa!

¡Todo un bombón virgen en mi cama! Tenía que ser paciente para enseñarlo desde cero y, sin embargo, me gustó muchísimo aquella situación. En esos momentos no podía hacer cualquier cosa con él, así que me dediqué a observar el comportamiento de un adulto sin maldad. Nos hicimos buenos amigos.

Mientras nos vestimos dijo que íbamos a recoger mi coche. Era la hora del almuerzo y tenía que volver a su casa. Insistió en que volviéramos a vernos y, a pesar de que para mí era un tanto molesto empezar desde tan bajo, no quise dejarlo solo ante la jauría que algún día encontraría en el Club de los nabos largos; o quizá en la calle.

6 – Una luz encendida

Volvió al día siguiente, antes de que yo comenzara a trabajar, y charlamos de todo. También del Club de los nabos largos. Fui conociendo a un Juan Luis un tanto tímido que, poco a poco, se abría a mí volcando toda su confianza; hasta el punto de que empezó a darme datos que yo mismo desconocía.

–Lo siento, Tomás –me dijo–. Creí que podrías ser otro Herme. Cuando te encontré… ¡tenías una cara de susto! Tenemos demasiado miedo a ser así –dijo–. Me asusté el primer día que mi amigo Tele me dijo que yo era homosexual. No pensé en eso como si pensara en un pecado, sino como si fuera un delito. Me negué a aceptar algo tan simple como el hecho de que… El que me gusten los hombres me convierte en un homosexual… ¡Lo quiera o no!

–Nosotros evitamos ciertas palabras –aclaré–. Cuando conozcas a esos amigos del club observarás que siempre hablamos de maricones. Eludimos esos tecnicismos. Hacemos todo con mucha discreción y listo. Hay más gente así de la que piensas; no se ven porque están escondidos.

–¿Escondidos? –Rio sonoramente–. ¡Mi amigo Tele es policía! Entre ellos también los hay y no pasa nada… Ts. No quería decírtelo pero confío en ti… Él fue el que me dijo adónde tenía que ir y lo que tenía que hacer. Me dio pánico, pero mira lo que me encontré a la primera.

–¿Tu amigo el poli te dijo que fueras allí? ¡Es delito! Hay gente en la cárcel por ser homosexual.

–¡Falso! –Fue contundente–. Si eso fuera cierto, no hubiera ido a esa calle. La policía no hace más que cumplir órdenes. Siempre que hay una delación, hay un escándalo. El Régimen permite esto bajo cuerda con una falsa hipocresía que lava, ni más ni menos, haciendo pagar con penas los casos escandalosos. Sobre todo si no has cumplido los 21 años. ¡Entre esos políticos también hay gente así!

No pude contestarle. No sabía nada de aquello ni podía rebatírselo… aunque sí había algo que me cuadraba: ¡Cómo no iba a saber la policía lo que se cocía en ciertos cines, en el parque, en lavabos públicos…!

–Basta con no acercarse a los menores… –siguió–. ¡Me lo ha dicho él! Es igual que en otros países, pero en España existe algo que se cultiva desde hace siglos. Es la envidia. Eso es lo que usan algunos para hundir a los que resaltan. Tele me ha hablado de casas… «discretas»; sin menores. Lo mismo que se permite a las putas ejercer, siempre que no den escándalo, se permite esto si se hace a escondidas.

–¡Coño!

–¡Coño, cojones, lo que quieras! –Me pareció frustrado–. Tanto aquí como en Pekín hay hombres a los que les gustan los hombres. El mundo es el que se encarga de aplastarnos; no este Gobierno. Este no hace más que cubrirse las espaldas con hipocresía y falso puritanismo. ¡Hasta los curas son humanos y lo hacen!

Creí perder la respiración. No podía comentarle lo que me había pasado en el colegio con don Rogelio. Estaba seguro de que aquel sacerdote no era homosexual; algo pasó por su cabeza cuando nos pilló desnudos a Crispín y a mí. Quizá sabía demasiado bien que algún día seríamos dos adultos maricones más; de los del montón; como otros.

–Supongo que la culpa la tiene la Iglesia… –musité–; por insistir en que esto es pecado y en que somos pecadores, ¿no?

–Tampoco eso es cierto –desapareció su timidez–. Los curas no están obligados al celibato ni a la castidad. Lo han aceptado así. Nadie los obliga. Tan mal está que se acuesten con un hombre como que se acuesten con una mujer. Nosotros no hemos aceptado nada. En los países árabes está prohibido; lo prohíbe su religión… que no es tan benigna como la católica. Si pillan a uno, lo cuelgan de una palmera. Los grandes jeques tienen sus harenes… también de jovencillos; ¡y menores! Exigen mucho y lo pagan muy bien. Si eres joven y virgen, tienes la vida resuelta. El problema aparece cuando alguien te delata. Exactamente igual que lo que hacen para matar a una mujer. Basta con decir que es adúltera. ¡La lapidan!

–¡Vaya, Juan Luis! –Acaricié su rostro–. Eres un tesoro escondido y nosotros creíamos que habíamos descubierto petróleo. Tienes que venir conmigo al club. Hablaremos con Crispín. A ver de qué forma podríamos divulgar estos conocimientos que me traes.

–Discreción –apuntó–. Lo único que pido es discreción. Me muero de vergüenza, así que prefiero que nadie sepa que yo te he dicho esto. Tampoco digas que me he pasado la vida con un vecino al que sólo le gustaba tocármela. Soy un ignorante en esto y tú me vas permitiendo hacer mis fantasías de siempre realidad.

–No tienen por qué saber nada si tú no quieres. Es más, tenemos unas reglas; y la principal de ellas es la discreción: nada de chismorreos. Creo que todos nos quedaremos más tranquilos sabiendo lo que me has contado. El problema, por lo tanto, sigue estando en la discreción. Ni la portera, ni los vecinos, ni el barrio, deben saber que existimos. Es la forma de poder llevar aquí una vida… normal.

–¿Te delatarían tus padres si se enteran de que eres así? –preguntó con curiosidad.

–¡No, no, claro que no! –Sonreí–. Nunca se lo he dicho porque pienso que puedo evitarles un disgusto. Sólo por eso.

–Pues siempre es así –dijo seguro–. Nadie te va a delatar por sentir esto, sino por envidia. Se levantará un escándalo y aparecerá la policía a lavar esa mancha del Estado, que «vela» por nosotros. Gracias por creerme y por ser así.

–Me da mucha lástima toda esa gente que abarrota esa calle, escondiéndose entre la muchedumbre, para poder satisfacer sus deseos naturales… Quizá para encontrar a ese hombre que llegue a amarlo y a compartir su vida para siempre.

–¿No sabías que eso era lo normal en aquella calle? –preguntó inseguro.

–¡Claro que sí!

–Pues lo sabe todo el mundo. Se supone que debería haber cárceles enormes abarrotadas de gente como nosotros… Y no las hay. ¡Ya ves! ¿De qué me ha servido saber todo esto? Me he limitado a esconderme con Herme, a tocarnos. El resto siempre se ha quedado en mi mente. Ahora me lo estás sacando tú. El día que quieras, te llevaré a un bar abierto precisamente para ligar. Basta con ir por la tarde–noche y pedir una copa de Chartreuse verde…

–¡Eh! –Me asusté–. ¡Sabes demasiado de esto! ¿Por qué no lo has probado antes?

–Pues… –Dudó–. No sólo quería tocar a Herme… Me enamoré de él.

–¡Vaya! –Me dejó planchado–. Vamos a unir nuestros conocimientos…

–¿Y no me vas a decir nada de tu pareja? –preguntó inseguro–. Es triste que estas cosas acaben mal.

–¡Claro, claro! Te contaré cosas…